jueves, diciembre 30, 2004

André Breton: hoy

Desde septiembre 28 de 1966 (día en que murió André Breton) y hasta la fecha, el tiempo se ha empeñado en demostrar la magnitud e importancia del movimiento surrealista en la cultura contemporánea. No parece haber quedado ámbito del pensamiento intacto ante el impacto estremecedor de una propuesta que abandonó los territorios de lo intelectual o de lo artístico, para extenderse sobre todas las formas de la inteligencia. La vigencia, frescura y multipresencia de las bacterias conceptuales inoculadas por el Surrealismo a nuestro siglo, continúan fertilizando la inmensa mayoría de los hechos creativos que nos seducen hoy por hoy. Se admita o no. Son tantas las declaraciones, los manifiestos y las estrategias ideadas por los surrealistas para convulsionar y transgredir los cánones conservaduristas, y son tantos los efectos producidos, que no terminaremos por asimilar en mucho tiempo, todas las implicaciones y promesas en esa visión perturbadora, revolucionaria y liberadora, que fijó su fecha de nacimiento en 1924. Ayer mismo. "...Indica muy mala fe discutirnos el derecho a emplear la palabra Surrealismo, en el sentido particular que nosotros le damos, ya que nadie puede dudar que esta palabra no tuvo fortuna antes de que nosotros nos sirviéramos de ella. Voy a definirla de una vez para siempre. SURREALISMO : sustantivo, masculino. Automatismo psíquico puro por cuyo medio se intenta expresar, verbalmente, por escrito o de cualquier otro modo el funcionamiento real del pensamiento. Es un dictado del pensamiento, sin la intervención reguladora de la razón ajeno a toda preocupación estética o moral. ENCICLOPEDIA : filosofía : el surrealismo se basa en la creencia en la realidad superior de ciertas formas de asociación desdeñadas hasta la aparición del mismo, y en el libre ejercicio del pensamiento. Tiende a destruir definitivamente todos los restantes mecanismos psíquicos, y a sustituirlos en la resolución de los principales problemas de la vida..." André Breton ( Manifiesto del Surrealismo) Haber nacido con la herencia del DADA (1916), haber transitado las guerras y entreguerras con todo lo que de odioso hay en ello, haber sintetizado el complejísimo conjunto de saberes que no omitió la magia, el juego ni los sueños, al lado del marxismo, la locura y la poesía, entre muchas otras fuentes de libertad, produjo un encuentro de inteligencias irredentas que se dispusieron a propagar su rebelión en todo el mundo para cumplir, entre otras cosas, el sueño añejo de los poetas malditos : transformar la vida. En las coartadas de la libertad expresiva (que por comodidad llamamos arte) los surrealistas vieron el pretexto más estimulante para agitar los espíritus en favor de lo que significa librarse de ataduras estéticas o morales que han venido amaestrándolo todo. Propusieron ideas, técnicas y manifestaciones que resultaron insoportables para aquellos cuyo confort ideológico rentable se disponía a inmovilizar la existencia. El Surrealismo es una aportación a la historia de la cultura tan importante o más que la invención del foco, la penicilina o el cinematógrafo. No es una disciplina artística, no es un concurso de teorías estéticas, no es una escuela literaria, no es una mafia controladora de galerías y museos, no es un cenáculo de genios publicistas tocados por la divinidad de la creatividad mercenaria, no es un torneo de snobismos, no es exotismo fanfarrón, no es taberna de románticos amargados, no es conciliábulo de envidias y no es cementerio de utopías. El Surrealismo es, a pesar de sus detractores (muchos de ellos creadores de los epítetos citados) una revolución del espíritu con su filosofía, su práxis y su fuerza transformadora, tan plenamente actualizados como en los días primeros. "El Surrealismo es - rayo invisible- que algún día nos permitirá superar a nuestros adversarios. -Deja ya de temblar, cuerpo. - Este verano, las rosas son azules; el bosque de cristal. La tierra envuelta en el verdor me causa tan poca impresión como un fantasma. Vivir y dejar vivir son soluciones imaginarias. La existencia está en otra parte." (Manifiesto del Surrealismo) Las mismas condiciones históricas, económicas y culturales que rodearon y precipitaron el nacimiento del Surrealismo permanecen en el dominio del mundo. Quizá para mayor angustia nuestra...más fortalecidas. Las mismas interrogaciones que los surrealistas interpusieron siguen en espera de respuestas. Los mismos vicios, las mismas calamidades, la misma necedad. Incluso están pendientes los mismos retos creativos que los surrealistas se propusieron como estructura programática : la dictadura del espíritu, el arte revolucionario, la preeminencia de la ética sobre la estética, la reivindicación del juego, la magia y el sueño, la belleza convulsiva y la poesía de todos. " No será el miedo a la locura lo que nos obligue a bajar las banderas de la imaginación" insistía sistemáticamente André Breton. Y no lo fue. En la literatura algunos surrealistas encontraron campos de batalla fecundísimos. En ellos y desde ellos produjeron muchas de sus obras más activistas. Su fuerza, calidad y misterio soportaron el paso del tiempo y se proyectan sobre el futuro como rayos de faro guía en épocas de oscuridad acentuada por las peores crisis anímicas de la historia. "No he conocido a ningún hombre que tuviera mayor capacidad de amor, mayor poder de amar la grandeza de la vida, y no se entenderían sus odios si no fuera porque con ellos protegía la cualidad misma de su amor por la vida, por lo maravilloso de la vida. Breton amaba igual que late un corazón. Era el amante del amor en un mundo que cree en la prostitución. Ese es su signo " Marcel Duchamp Eso sería tal vez razón suficiente para convencernos de la importancia contemporánea del Surrealismo, de su carácter provocador y revitalizador de las sustancias más profundas con que se nos animan las pulsiones vitales indispensables. En el fondo toda la vigencia del Surrealismo, que fluye y regresa hasta nosotros, tiene como tarea permanente mantenernos vivos en los secretos de la creación. La historia se lo demandó.

DADAISMO


El dadaísmo se ha considerado una corriente artística de la cual han partido experiencias sumamente interesantes. Por lo general, se lo había tratado como un mero colofón del Futurismo Italiano, o bien como etapa introductoria al Surrealismo. Pero sus propios valores le confirieren una potencia de irradiación que le permite presentarse como otra vanguardia. Dadá está en contra de todo, incluso de él mismo. Fue una actitud más que un estilo, un movimiento de protesta contra el mundo socio-cultural de la época. En un mundo corrupto no hay lugar para una obra constructiva. Da importancia a lo intuitivo, repudiando la razón.

Quizá el punto de partida deba situarse en 1913, fecha en la que tuvo lugar la famosa exposición del Armory Show en Nueva York. Determinados artistas europeos, entre ellos Francis Picabia y Marcel Duchamp, se trasladaron a esa ciudad con el objeto de dar a conocer allí sus realizaciones. Esto dio lugar a la aparición del grupo Pre-Dadá. Ya en esa oportunidad los artistas utilizaban, para titular sus obras nombres inventados, carentes de significado y relación con la obra en sí. Lo cual se relaciona con los célebres poemas fonéticos dadaístas, efectuados por Ball tres años más tarde. En la exposición también participó el fotógrafo Alfred Stieglitz. Dueño de la 291 Gallery en Nueva York, quien también dirigía una revista, que en 1915 se llamaría 291. Ya en su primer número aparecerían como colaboradores Guillaume Apollinaire y Francis Picabia, convirtiéndose en un claro precedente de las revistas dadaístas posteriores. En plena Gran Guerra, un joven poeta alemán llamado Hugo Ball se trasladó con su compañera, Emmy Hennigs, a la ciudad de Zurich, en la neutral Suiza. Siendo ella bailarina y pianista proyectan para ganarse la vida, transformar una taberna de chicas de alterne en café literario, fundando el Cabaret Voltaire, el 1 de febrero de 1916, sede del primer grupo dadaísta. Al poco tiempo contarían con la colaboración del poeta y pintor alsaciano Hans Arp y el artista rumano, Tristan Tzara. Juntos desarrollaron una serie de actividades en el Cabaret que rápidamente se divulgaron debido a su profundo carácter de provocación. En poco tiempo el lugar se convirtió en puerto de una gran cantidad de poetas y pintores que buscaban horizontes nuevos dentro de un arte que creían agotado.

Nace, así, el más libertario de los movimientos artísticos: "Dada", revolucionando y transgrediendo cuantos conceptos se tenían hasta el momento sobre el arte. Mucha veces se ha explicado el dadaísmo inicial relacionándolo directamente con el caos inherente a la situación bélica por la que pasaba Europa. En el dadaísmo se advierte desde los inicios una clara tendencia a valorar lo subversivo, a mostrar un preferencia por lo irracional y a mantener frente a cualquier hecho una postura profundamente nihilista. La negación de los valores preestablecidos se verificó en los primeros momentos del Cabaret de un modo aparentemente ingenuo, a través de ruidos, algarabía y peleas. Pero el trasfondo era en realidad muy potente y sirvió para trastocar los cimientos de la cultura y el arte tradicional hasta puntos insospechados. Aunque los iniciadores del ruidísmo hubieran sido los futuristas italianos, las sesiones dadaístas eran mucho más espectaculares, pues en gran parte de ellas, los artistas no se limitaban a producir ruidos o leer poemas simultáneamente, sino que llevaban a cabo acciones, ostentando trajes y máscaras diseñados por algunos de ellos. El término Dadá surgió al poco tiempo de haberse inaugurado el Cabaret Voltaire. Fue Tristan Tzara quien, al abrir al azar un diccionario, se topó con esa palabra que, desde luego, no posee significado alguno. Con respecto al dadaísmo,

Tzara mantuvo siempre que no respondía a teoría preestablecida alguna y que nunca pretendió ser más que una protesta. Dadá carecía de programas previos, y puede afirmarse que su esencia era antiprograma. Eso pudo haber sido lo que ayudó a hacer que el Dadaísmo se propagara en todas direcciones, libre de presiones estéticas y sociales. Los dadaístas estuvieron siempre estimulados por un impulso destructivo ante todas las manifestaciones artísticas existentes, a la par que propugnaban la negación de todos los valores establecidos. En todas las composiciones dadaístas el azar desempeñaba un papel decisivo. En el ámbito literario fue Tristan Tzara quien llevó a sus últimas consecuencias la intervención del azar. Los versos libres, obtenidos por la extraña fórmula propuesta por el poeta Dadá, inundaron las páginas de las publicaciones dadaístas. En esa “receta” para hacer un poema dadaísta Tzara recomendaba lo siguiente: “Agarre un periódico. Agarre una tijera. Escoja en el periódico un artículo de la longitud que cuenta darle a su poema. Recorte el artículo. Recorte en seguida con cuidado cada una de las palabras que forman el artículo y métalas en una bolsa. Agítela suavemente. Ahora saque cada recorte uno tras otro. Copie concienzudamente en el orden en que hayan salido de la bolsa. El poema se parecerá a usted…” En los textos de los poetas y escritores dadá se llegaría a unas situaciones límite, de las que difícilmente se podrían hallarse precedentes. La irracionalidad es exaltada hasta límites insospechados, por lo que se convierte en una auténtica vía de escape para muchos. En el manifiesto Dadá de 1918 Tzara especifica: “Dadá no significa nada”. “Así nació DADA de una necesidad de independencia, de desconfianza para la comunidad…” Proclama la libertad como elemento esencial de toda actividad dadaísta, a la par que afirma que “Dadá es la insignia de la abstracción…”.

Los manifiestos se publicaron empleando una tipografía revolucionaria, sin más precedentes que algunos textos futuristas. Distintos tipos de letra se mezclaban, variando la intensidad de los caracteres, así como también sus tamaños. Los dadaístas lograron captar rápidamente la atención de los lectores. Lo subversivo de sus planteamientos llegaba así a afectar no sólo el contenido de sus escritos, sino también a sus aspectos. En ocasiones Tzara muy explícitamente arremete contra el lector – “y ustedes son unos idiotas”. Otras veces, como en el retrato que hace de sí mismo, no duda de calificarse de idiota, farsante bromista, feo, sin expresión en el rostro y pequeño para llegar a la conclusión de que “soy como todos ustedes”. La agresividad del lenguaje dadá es el factor más significativo que impregna cuantos textos realizan los dadaístas. El trasfondo de la literatura dadaísta siempre es revolucionario y se alza en contra de cualquier normativa. De 1913 data el primer ready-made de Marcel Duchamp, la Rueda de bicicleta. La descontextualización del objeto rueda y de su integración en el taburete blanco de cocina implica una total revisión del hecho artístico en sí. El ready-made más controvertido de todos los propuestos a lo largo de su vida por Duchamp fue la famosa Fountaine de 1917, presentada al comité de selección de obras de los “Independientes” de Nueva York. En esa ocasión, Duchamp prefirió no dar su nombre y firmó el urinario con el nombre de R. Mutt. El jurado, escandalizado ante lo que consideraron unánimemente un acto de grosera provocación, decidió arrinconar la pieza y no exponerla. Esta obra expuesta por Duchamp pasó a convertirse en objeto “estético” gracias a que Stieglitz lo fotografió. Esta obra, junto con otras tantos como en Portabotellas del año 1914 o el Perchero de 1916, Duchamp se había limitado a sacar los objetos de su contexto habitual y a situarlos en otros, sin proceder a tipo alguno de transformación ni asociación con otros elementos del entorno cotidiano. La actividad descontextualizadota implica en todos los casos una revisión del objeto elegido por parte del artista que lo sitúa ante los ojos del espectador atónito que no sabe exactamente qué debe pensar frente a algo semejante. Es precisamente la trivialidad del objeto lo que más llama la atención. El hecho de que no sea algo excelso, ni bello, ni con ambiciones de eternidad y que, por el contrario sea un objeto próximo a cualquier persona, es factor que más contribuye a desorientar.

¿Debe verse como objeto propiamente artístico o no? Lo cierto es que la postura dadaísta frente a la manifestación artística fue radical y muy clara, al reindicar la “antiarticidad” de las obras por ellos realizadas. La premisa de lo negativo impregna cualquier obra dadá y las escalas de valores aplicables a manifestaciones artísticas no son válidas ante aquéllas. Para los dadaístas, las máquinas eran sinónimo de destrucción, y concebían que la guerra era una gran sinsentido, para lo que el progreso había colaborado. Por ese motivo, las máquinas y todo lo que ellas comportaban eran rechazadas. De ahí surgieron los famosos “antimecanismos”. En ese contexto, la máquina fue, desde luego, valorada de manera muy negativa y, en general, se advierte siempre una postura crítica por parte de los autores dadaístas. En 1917, Richard Hulsenbeck marchó de Zurich a Berlín y en enero de 1918 organizó la primer velada dadaísta. Sin embargo, en el mes de abril, cuando se celebró la gran velada de la ¨Sala de la Cession berlinesa¨, el Dadaísmo se instauró en ese país. El caos político y la terrible situación económica por la que atravesaba Alemania tras la contienda fueron, sin duda alguna, un apropiado caldo de cultivo para el potente surgimiento del Dadaísmo alemán que, desde sus inicios, tuvo un significado mucho más popular y violento que el que pudiera haber tenido en Zurich.

Con ocasión de la gran velada de abril, Hulsenbeck publicó el Primer Manifiesto de Berlín, en el cual arremetía contra todo, e incluso llegaba a afirmar que estar en contra del propio manifiesto era ser dadaísta. Uno de los aspectos que más repercusión tuvieron en el ámbito artístico fue la declaración de Roul Hausmann que abogó por la inclusión de los nuevos materiales en los ámbitos pictórico y escultórico, como el empleo de los fotomontajes, que junto a los collages adquirieron en Alemania, gracias a los dadaístas, una importancia sin precedentes, considerando incluso las aportaciones cubistas. El 24 de junio de 1920 se celebró la Primera Gran Feria Internacional Dadá en Berlín y sólo a través de ella puede comprenderse el alcance que llegó a poseer el dadaísmo en Alemania. El cartel que anunciaba la Feria servía también de catálogo y en él figuraban como organizadores el Mariscal Grosz, el Dadasoph Asuman y el Moteurdada Heartfield. El catálogo, un fotomontaje de John Heartfield, contenía afirmaciones tan contundentes como “El movimiento dadá lleva a la abolición del comercio del arte” y “El hombre dadaísta es el adversario radical de la explotación”, lo que demuestra la doble línea ideológica de los dadaísta alemanes: La ruptura con el sistema artístico burgués y la oposición política revolucionaria. En las salas de la exposición, las obras de los diferentes artistas aparecían dispuestas siguiendo la tradición de los expresionistas, amontonándolas para producir un efecto de acumulación generando una gran tensión en el espectador. Cualquier sitio vacío se llenaba con carteles o páginas de diversas publicaciones dadaístas, de modo que el conjunto poseía un aspecto un tanto vertiginoso. La enorme capacidad de provocación inherente al Dadá berlinés se puso de manifiesto en todas y cada una de sus actividades, tanto plásticas como literarias.

La aportación esencial de Schwitters al Dadaísmo fue la creación del concepto Merz. Tenía para el artista un significado bastante amplio y abstracto, pues aludía a un tipo de obra que surgía del contexto de las ruinas de la guerra, pero que implicaba una esperanza en los aspectos positivos del ser humano. Kurt Schwitters creaba ensamblajes de cartón, madera, alambre y objetos rotos, así como objetos de diversa procedencia: boletos de autobús o de tranvía, envolturas de quesos, cordeles, colillas, suelas desgastadas, etc. Elaboró una obra en su casa a la que llamó Merz-Säule. Se trataba de una escultura hecha de bultos y concavidades que tenía la propiedad de crecer como si fuera un organismo vivo. La columna tuvo su origen en el piso bajo que ocupaba el estudio del pintor y poco a poco fue creciendo a base de materiales encontrados y regalados por sus amigos hasta que llego al techo, entonces alquilo el piso superior y, haciendo un agujero en el techo, continuó su obra. En 1934 ya ocupaba dos pisos. Durante la segunda Guerra Mundial la casa fue destruida por un bombardero, acabando con la obra. De todos los collages analizados hasta el momento, los de Schwitters son los que más alto grado de inventiva poseen. A pesar de que el artista alemán optara por integrar elementos detríticos en sus realizaciones, existe en todas ellas un deseo manifiesto de lograr un efecto estético. Lo que diferencia a este artista del resto de los dadaístas alemanes es su esteticismo, la búsqueda de la obra de arte que aquellos negaban.

El 20 de abril de 1920, Arp, Baargeld y Ernst inauguraron una extraña exposición en un local al que se accedía atravesando unos urinarios. Los carteles anunciadores fueron ejecutados por Max Ernst, su color era azul y en ellos aparecían unas viñetas que representaban palomas y vacas. La exposición la abría una niña vestida de primera comunión que, al poco tiempo, comenzaba a recitar poemas obscenos. Por el suelo se hallaban objetos artísticos dispersos y al fondo del local podía verse el Fluidoskeptrik de Baargeld. Esta obra era un acuario lleno de agua teñída de rojo, simulando sangre, y en el fondo yacía un despertador junto a un brazo femenino, mientras que en la superficie flotaba una cabellera de mujer. Al lado del acuario aparecía un fragmento de manera, firmado por Ernst, sobre el cual pendía una hacha, y se indicaba al visitante la posibilidad de tomar el hacha y destruir la madera, si así lo deseaba. El conjunto provocó, una vez más la cólera del público reunido, que decidió denunciar las actividades de la muestra a la policía. Muy poco después la exposición fue clausurada.Mucho antes de que Tristan Tzara llegara a Paris en 1920, ya se tenía noticias en la capital francesa de las actividades dadaístas. El poeta rumano mantenía correspondencia con Apollinaire y era colaborador de las revistas Nord-Sud, dirigida por Pierre Reverdy, y la revista Sic, dirigida por P.A. Birot. Más tarde Philippe Soupault, Louis Aragon y André Breton fundaría Littérature, revista que difundiría en París la ideología dadaísta, en la cual muy pronto figuraría como colaboradores el propio Tzara, Paul Eluard, Francis Picabia y Ribemont-Dessaignes. Breton, admirado por el Manifiesto Dadá de 1918, decidió escribir a Tzara, actividad que se mantuvo por un año y medio en la cual Breton había informado a Tzara acerca de sus preferencias poéticas, surgiendo una amistad entre ellos. Desde que Tzara llegó a París el 20 de enero de 1920, su vivienda se convirtió en lugar de reunión de los dadaísta. Entre las primeras actividades desarrolladas por el poeta figuraba la publicación del Bulletin Dada, que lo concibió como mera continuación de la revista de Zurich. Todo en la revista poseía un claro carácter subversivo y no hacía más que continuar, subrayándolo el espíritu incendiario de las publicaciones zurichesas. Se puede decir que el año 1920 fue el año del triunfo Dadá en París. Se realizaron innumerables actividades durante ese año en el seno de esta corriente. Especialmente significativa fue la adhesión de la revista Littérature al dadaísmo, convirtiéndose en auténtico vehículo difusor de todas las actividades. Sin embargo, hay que decir que sus textos y declaraciones nunca llegaron a poseer un sentido subversivo tan evidente y profundo como el que pudiera haber tenido otras publicaciones dadaístas. El 26 de mayo de 1920 tuvo lugar una de las manifestaciones más significativas del Dadaísmo parisino: la celebración del Festival Dadá. Con ocasión del mismo aparecieron en Littérature “Veintitrés manifiestos del movimiento Dadá”. Durante 1921 se efectuaron numerosas exposiciones importantes en París, en las cuales se dieron a conocer artistas procedentes de otros lugares. Así fue que Breton se encargó de presentar a Max Ernst al público parisino. Aparte de objetos y collages, el artista de Colonia expuso numerosos dibujos y pinturas. Las innovaciones técnicas fueron muy importantes en el seno del Dadaísmo y, desde luego, no se limitaron al ámbito de la pintura. Tan sólo hay que recordar los rayogramas de Man Ray. Este artista, que ya en Nueva York había realizado numerosas obras dentro de la línea de los ready-made y de los collages, decidió instalarse en París en 1921.

Su amistad con Duchamp y Picabia pronto le proporcionó un nuevo círculo de amigos, todos los que formaban parte del grupo dadaísta parisino. Gracias a ello, no le fue difícil efectuar varias exposiciones, en las cuales mostró su capacidad extraordinaria para la fotografía. Sus rayogramas son fotos logradas sin aparato, por medio de la impresión directa del papel fotográfico sensible. Por ese procedimiento que tanto entusiasmara a Tristan Tzara, Man Ray consiguió imágenes insólitas de triviales objetos cotidianos. En el fondo su técnica le permitía trasladar al mundo de la fotografía experiencias tan ricas y novedosas como las que pudieran implicar los ready-mades. En los rayogramas, uno de los factores esenciales a considerar era la propia luz, que aparecía como parte esencial del objeto captado. Se percibía claramente que la fotografía había dejado de ser un arte secundario para convertirse en una manifestación artística de primer orden. Choca un tanto advertir que, conforme va pasando el tiempo, se acentúa el gusto por la perfección y por todo lo bien hecho.

En cierto modo, lo obra fotográfica de Man Ray se aparta del carácter destructivo de la primera etapa del Dadaísmo, como también se apartan las pinturas de Ernst o los assemblages de Schwitters. Y es que, lentamente, en el foco parisino, se van imponiendo los criterios de Breton y el movimiento Dadá se intelectualiza. El desorden, el caos sin motivo, la algarabía desenfrenada, el espíritu de anarquía del Dadaísmo más puro van desapareciendo y en su lugar comienzan a destacarse otros factores. La mentalidad metódica de André Breton exigía un orden, y ya en 1922 opinaba que el proceso de desintegración del arte, en el cual él había tomado perspectiva, estaba llegando a su fin. Sentía ansiedad por dar un giro definitivo a las actividades dadaístas, por convertirlas en algo distinto. La provocación por la provocación había dejado de interesarle. Su idea era tomar las riendas del movimiento y dirigirlo según sus criterios.

Las profundas desavenencias entre Tristan Tzara y André Breton tuvieron como consecuencia la desaparición del movimiento dadaísta como tal y el inicio del Surrealismo. Tzara no concebía siquiera la posibilidad remota de actuar siguiendo unas ciertas normas. En él, el espíritu destructivo era tan potente que cualquier acción que llevara a cabo estaba impregnada de fuertes dosis de ironía y agresividad. En cambio, Breton cada vez sentía más la necesidad de crear algo que tuviese una consistencia teórica y que estableciese con claridad unas líneas de actuación. La crisis estuvo desencadenada por un motivo concreto. El 6 de julio de 1923 debía representarse en el Teatro Michel de París la obra que Tzara había realizado con motivo del Salón Dadá de 1921, titulada El Corazón de Gas. Al comenzar la representación, los actores aparecían en el escenario portando unas pesadas vestimentas, diseñadas por Sonia Delaunay. Uno de ellos comenzó a atacar al arte moderno y nombró entre la lista de “muertos” a Picasso, Picabia y Duchamp. Al oír esto, Breton no pudo contenerse y se abalanzó sobre los actores y empezó a pegarles. Ellos apenas podían desplazarse por el escenario, pues las vestimentas hechas en cartón, imposibilitaban sus movimientos. Al ver esto, el público decidió entrar en acción y arremetió contra Breton. En seguida subieron al escenario Louis Aragon y Benjamín Péret para ayudar a Breton. Todo concluyó al intervenir la policía.

Este acto marcó el fin del Dadaísmo. El final del movimiento fue más escandaloso que sus comienzos, pero en cualquier caso su final fue coherente con su ideología de provocación y escándalo. A partir de ese momento, Tzara se dedicó a rezar la Oración Fúnebre por Dadá en diversas reuniones celebradas en distintas ciudades de Alemania, con la aceptación implícita de que el movimiento había llegado a su fin. En 1923 Breton y sus amigos ya habían comenzado a experimentar con las técnicas de automatismo, derivado de las terapias psicoanalíticas, y aplicado al ámbito de la literatura. Tan sólo una año más tarde Breton redactaría el Primer Manifiesto del Surrealismo, con lo que estableció la tan ansiada vía teórica del nuevo movimiento.

El artista dadaísta decide eliminar todo vestigio de belleza de su obra. Ya no es necesario que la pintura, la escultura, el collage o el ready-made causen estupor por su belleza. Simplemente están ahí, existen y con ello es suficiente. La finalidad de ese “antiarte” podría residir en la idea de concretar esa negación, de encontrar un sentido estético en la decidida negación del sentido metafísico. DESCONFIEN DE DADA !!!!


André Breton, defensor de la ortodoxia surrealista

Decía Luis Buñuel que el surrealismo fue un movimiento "poético, revolucionario y moral". Todas esas cosas fue su principal artífice, André Breton. Acaso más considerado como el defensor de la ortodoxia surrealista que como escritor, aunque Breton sólo hubiera sido el guardián de aquella pureza hubiera bastado para que mereciese la admiración de cualquier amante de la literatura heterodoxa, pues el surrealismo, además de poesía, revolución y ética, también fue una de las grandes subversiones culturales -si no la más- que conociera el siglo XX. Nacido en Tinchebray (Orne) en 1896, acaso ya intuyendo que la verdad del hombre se encuentra en su subconsciente, que habría de ser la principal regla de su postulado, Breton se trasladó a París para estudiar psiquiatría. Movilizado en 1915, un año después conoce a Freud a través de sus obras y a Apollinaire a través de una sincera amistad que le unirá a él hasta la prematura muerte del poeta. Finalizada la Gran Guerra Europea, Breton regresa a París contagiado por la fiebre de las vanguardias: se adhiere al movimiento dadaista. Junto a dos compañeros de entonces -Louis Aragon y Philipe Soupault- fundará la revista "Littérature", en cuyas páginas comienza a gestarse el surrealismo como una escisión del dadaismo. Allí empieza a referirse Breton a la escritura automática -la que brota del pensamiento sin ningún control de la razón ni de la moral- y allí publicó, en colaboración con Soupault, "Los campos magnéticos" (1920), que pasa por ser el primer texto de la corriente. La ruptura con la negación absoluta de los dadaistas se impone. Así, en 1924 Breton publica "Manifiesto del surrealismo", al que no tardan en unirse Antonin Artaud, Paul Éluard y el resto de la plana mayor del movimiento. La nueva revista que impulsa Breton es "La revolución surrealista". La vida de la publicación se prolongará durante cinco años en los que tienen tiempo de arremeter contra toda la cultura oficial, además, claro está, de contra el sistema. Como no podía ser de otra manera, Breton no tarda en pasar de las formulaciones estéticas a las políticas. Al igual que algunos de sus compañeros surrealistas, ingresa en el Partido Comunista en 1927, seis años después será expulsado. Entre tanto, ha tenido tiempo de publicar dos de sus textos más importantes: "El surrealismo al servicio de la revolución" y "El surrealismo y la pintura", ambos datan de 1928. Fue aquel un año de gran actividad, pues también es entonces cuando Breton escribe "Nadja", su obra maestra. Viene a ser esta novela el retrato de una mujer mediante distintos fragmentos e impresiones que combinan lo mágico con lo cotidiano. El "Segundo manifiesto del surrealismo", que data de 1929, no aporta nada nuevo. Los años que siguen, Breton preside las exposiciones surrealistas que se inauguran en distintas ciudades. El haberse convertido en una suerte de comisario de la pureza del movimiento no le impide publicar textos del interés de "La inmaculada concepción" (1929), un intento de acercamiento a las patologías del lenguaje, "Los vasos comunicantes" (1932) o "El amor loco" (1937). Este último es una interpretación de las teorías de Freud basándose en un sueño propio. Ya en 1938 viaja a México, donde conoce a Trotsky y Diego Rivera. El patriarca de los surrealistas, todavía alberga algunas inquietudes revolucionarias. Ni que decir tiene que cuando aparece su "Antología del humor negro" (1940) es prohibida por la censura. Breton vivió la guerra en los Estados Unidos, exiliado en compañía de algunos artistas surrealistas como Marcel Duchamp y Max Ernst. De regreso a Francia se interesa por el ocultismo. De ello viene a dar prueba su "Arcano 17" (1945). Tres años después, todos sus versos aparecen recopilados en "Poemas". Hasta el final de sus idas, el patriarca de los surrealistas siguió publicando con regularidad artículos y ensayos. Pero, como el mismo recordaría con tristeza y asombro a Buñuel en el umbral de la muerte, ya no había nada capaz de escandalizar a la burguesía. André Breton, uno de los principales impulsores de la nueva literatura en las vanguardias, murió en París, el 28 de septiembre de 1966.

El surrealismo

En 1294 se publicó en París un manifiesto que despertó sumo interés en toda una joven generación de escritores, músicos y pintores. Numerosos artistas atraídos por las razones de su autor, se inspiraron en su extraño mensaje y crearon un conjunto de obras desconcertantes, pero llenas de fuerza, que transformarían radicalmente los presupuestos tradicionales. Se trataba de los surrealistas. Su portavoz y guía, autor del manifiesto de 1924 era André Bretón, poeta francés interesado en las ideas de Freud. Bretón creyó percibir una afinidad entre el arte y la locura cuando atendía a los heridos durante la Primera Guerra Mundial. Más tarde intentó penetrar en su propio subconsciente y se interesó por las ciencias ocultas; practicó el espiritismo, estudió la hipnosis y trató de escribir en estado de trance. En 1921 publicó en unión de su amigo el poeta Phillippe Soupault, los primeros “escritos automáticos”, una colección de fragmentos literarios, futuro de ensueños subconscientes, reflejados en palabras e imágenes cuyo orden y significado procedían al azar. Tres años después Bretón publicó el “Manifeste du surréalisme”, que exponía su filosofía del arte como expresión del subconsciente, “Debemos romper las ataduras a la razón”, declaraba. Había que desechar toda pretensión formal; el artista debía convertirse en “mero mecanismo de grabación de sus sueños”. Quienes estuviesen dispuestos a crear, “libres de control de la razón”, hallarían una nueva “realidad absoluta o superrealidad”. Bretón no fue el primero en percatarse del poder misterioso de lo irracional y de la omnipotencia de los sueños. La inspiración surrealista se había manifestado hacía siglos en las fantasía góticas de Hieronymus Bosch (El Bosco, pintor flamenco del siglo XV), en los “sueños” y “pinturas negras” de Francisco de Goya, en el siglo XVIII, y en las visiones de pesadillas del escritor estadounidense Edgar Allan Poe . En Francia, Charles Baudelarie y Arthur Rimbaud fueron los predecesores inmediatos del surrealismo, así como el conde de Lautréamont y Guillaume Apollinare. Pero el oráculo del movimiento, el teórico cuyas enseñanzas revolucionarias sirvieron a Bretón para su programe, fue Sigmund Frud, primero en destacar el papel decisivo que desempeña la memoria y el subconsciente en el comportamiento humano. Freud entendía que la mente consciente, condicionada por las convenciones sociales, ofrece una imagen limitada y engañosa de la personalidad, y que en el nivel más profundo de los sueños los hombres expresan sus deseos y preocupaciones, mediante un lenguaje oculto de símbolos y asociaciones. Freud también se interesaba por el arte y escribió amplios ensayos sobre la “Monna Lisa” de Leonardo de Vinci, y “El Moisés” de Miguel Angel; buscaba en estas obras indicios ocultos que revelasen el mundo interior de sus autores. Sin embargo, nunca preconizó el tipo de experimentación que propugnaba Bretón. De hecho, éste halló bastante indiferencia en Sigmund Freud, cuando en 1921 le habló de su exploración artística del subconsciente. Predecesor inmediato del surrealismo fue el dadaismo, movimiento artístico anarquista que nació en medio de los horrores de la Primera Guerra Mundial. En 1915 se reunieron en Suiza, país neutral, un grupo de jóvenes pacifistas de toda Europa que huían de la contienda. Durante largas horas de conversación en los cafés de Zurich, numerosos artistas y poetas se persuadieron de que la guerra y su secuela de horrores eran consecuencia inevitable de una civilización corrompida y excesivamente industrializada. Los dadaistas (como se denominaron a si mismos) llegaron a la conclusión de que el progreso, el nacionalismo, el materialismo, el colonialismo y otros valores de Occidente, constituían la raíz de los males. Su tarea había de ser erradicar tales valores y poner de relieve lo absurdo de los dogmas y de las teorías. Un mundo que había sido asolado por la guerra no tenía sentido y, en consecuencia, el arte tampoco debería tenerlo. Este tratamiento revulsivo para la humanidad demente se extendió enseguida a otros centros de cultura. Al concluir la guerra, existían dadaistas en Madrid, Berlín, Hannover, Colonia, y Nueva York. Hacia fines de 1919, Tzara llevó a París el movimiento “dada” cuyo nihilismo atrajo la atención de escritores jóvenes de indudable empuje como Bretón, Soupault, Louis Aragón y Paul Eluard. Sin embargo en 1920 el dadaismo llegaba a su ocaso. Como teoría que consideraba absurdas todas las teorías alojaba dentro de sí el principio de su propia destrucción. En su frenético intento de minar lo ya establecido, los dadaistas se repetían. Bretón y los suyos necesitaban un nuevo cauce que orientase las grandes energías creadoras del dada. Y fue el surrealismo quien recogió su herencia. A diferencia de los dadaistas, los surrealistas, imaginaban una solución: surgía una nueva realidad a través de un retorno a las fantasías de la niñez y a la omnipotencia de los sueños. Un impresionante elenco de artistas de todo el mundo acabó por reunirse en torno a Bretón. Entre ellos cabe citar a Jean Arp, Max Ernst, Alberto Giacometti, Rene Margaritte, André Massan, Joan Miró, Yves Tanguy y Salvador Dalí. Como Bretón era poeta, la primera expresión del surrealismo fue escrita. Los autores procuraban desterrar toda lógica y permitir a las imágenes, palabras y frases brotar sin obstáculos desde el subconsciente hasta el papel. No obstante, la vida literaria del surrealismo, fue muy corta. El mero relato de sueños y ensueños resultó a la larga un campo demasiado estrecho para los más brillantes. Bretón también comprendió y con su vigorosa dirección imprimió al movimiento un nuevo giro. André Bretón, por su porte distinguido, carácter autoritario y dotes oratorios, pudo haber sido un magnífico líder político. Aunque su intención era transformar el reino de la mente, pronto llegó al convencimiento de que debería antes derribar el sistema político y social de su época. Las primeras extravagancias y publicaciones de los surrealistas, concebidas para fustigar al público y alertarlo de sus desatinos, sólo provocaban rechazo. En cierta ocasión, la prensa se volvió contra Bretón y otros cuando promovieron un alboroto en un solemne banquete literario. Más tarde el movimiento se unió a los comunistas y apoyó con entusiasmo sus pretenciones de revolución mundial. Como órgano oficial de expresión, Bretón fundó en 1925 la revista titulada “La revolución surrealista”. En 1929 publicó un segundo manifiesto colocando a los suyos “al servicio de la revolución”. Proclamaba que la tarea suprema del arte era la creación de un nuevo orden universal. Sin embargo, los surrealistas nunca llevaron adelante un programa político común. Eran demasiado individualistas para adherirse al estricto dogma del comunismo oficial y como intelectuales apenas mostraban algo más que una simpatía teórica hacia el proletariado. Las pinturas surrealistas (los lienzos de Dalí, Magritte, y algunos otros) tuvieron un impacto mucho mayor y más duradero que las teorías, obras e influencia propagandística de Bretón. Hubo quienes llevaron con fortuna a su trabajo la idea de “automatismo” definida por Bretón. El pintor francés André Masson, por ejemplo, realizaba dibujos semiabstractos a partir de lineas que se dirían trazadas al azar. El alemán Max Ernst creó la técnica del “frottage” al dibujar sobre flores prensadas, madera u otras texturas vegetales. Ernst adhería a sus pinturas, ilustraciones de revistas, trozos de madera, y otros fragmentos: se trataba de collage. El español Joan Miró poblaba sus lienzos con formas de colores vivos y aspecto de ameba que sugerían caprichosas siluetas humanas o asemejaban animales. Otros pintores como el belga René Magritte, el francés Yves Tanguy y el español Salvador Dalí, plasmaban visiones extrañas, a menudo pesadillas, con claridad fotográfica, dentro de un estilo que podría denominarse “realismo fantástico”. La yuxtaposición de lo familiar y lo desconocido, que desde luego no estaba exenta de una indefinible angustia, constituía la entraña del movimiento surrealista tal como se manifestaba en la pintura. Las actividades de los surrealistas no se limitaron a la experimentación gráfica y literaria. Dalí y otros artistas, pronto advirtieron que con técnicas cinemáticas, como el fundido, la repetición de imágenes y los montajes, podían obtener notables efectos surrealistas que inmediatamente pudieron en práctica. En 1929, Dalí colaboró con Luis Buñuel en la película surrealista “Un perro andaluz”. Dos años más tarde, el estreno de “La edad de oro” también creada por ellos, provocó un escándalo en el público. Otras películas clásicas del cine surrealista son “Entr´Acte” de René Clair (1924) y “La sangre de un poeta” de Jean Cocteau (1931).

Surrealismo: La religión del escándalo

En la advertencia que abre su Historia del surrealismo, publicada en París en 1945, Maurice Nadeau se preguntaba si la posibilidad de escribir el relato del movimiento no implicaba ya su muerte, el certificado de defunción de sus promesas y sus aspiraciones. “No es eso lo que pensamos”, respondía, y agregaba que el espíritu, o mejor, que el comportamiento surrealista era eterno. Dos décadas más tarde, más precisamente en mayo del ‘68, las calles de París enviaban un mensaje cifrado acerca del modo en que el surrealismo se mantenía vivo. Junto a las pintadas que reclamaban el ascenso de “la imaginación al poder” se leía, esporádicamente pero con un poder evocativo semejante al de las antiguas inscripciones que atribuían sentido mágico a la palabra, apenas un nombre: “Breton”. Incluida en el primer estudio histórico dedicado al surrealismo, la pregunta de Nadeau ha quedado abierta y las respuestas se han multiplicado, si bien en 1945 ya era imposible pensarlo como grupo organizado y programático. En cierto sentido estaba muerto, y se iniciaba lo que Breton (quien hasta su desaparición, el 28 de setiembre de 1966, hará esfuerzos por mantener una ficción del movimiento) llamó la etapa de clandestinidad. Sin embargo, debido al modo en que sus ideas y procedimientos se expandieron al conjunto de las artes, desde el cine a la poesía pasando por el teatro y la pintura, el surrealismo es la única vanguardia de principios del siglo pasado de la cual puede decirse que hoy sobrevive, aunque lo haga despojada de sus aspectos más incisivos, a través de desvíos y reformulaciones, y habiendo perdido seguramente la batalla a la que atribuía mayor importancia: transformar la vida. A pesar suyo, el surrealismo se convirtió tempranamente en un fabuloso torbellino artístico. Sus ejercicios antiliterarios, antipoéticos y, en un sentido general antiartísticos, desembocaron en formas nuevas de hacer literatura, escribir poesía y pintar cuadros. Nunca quiso ser una escuela, pero se convirtió en una, pese a que –como señala Francisco Calvo Serraller– el concepto de pintura surrealista adolecía de la suficiente vaguedad como para poder incluir en sus filas imágenes tan diversas como las de René Magritte, Yves Tanguy, André Masson, Pablo Picasso, Giorgio De Chirico, Roberto Matta, Max Ernst, Eleonora Carrington o Wilfredo Lam, entre tantos otros. Designado por Octavio Paz como el último movimiento espiritual del siglo 20, con lo cual se indica de manera precisa el modo en que el movimiento se escapa del campo estricto del arte, el surrealismo irrumpió en la Europa de entreguerras como un campo magnético capaz de atraer hacia su centro todas las manifestaciones de la vida. Inauguró una nueva mirada, se adueñó del presente y también, retrospectivamente, del pasado. Sade, Lautréamont, Baudelaire o Rimbaud fueron llamados a declarar en el juicio que en 1924 (fecha de publicación del Primer manifiesto del surrealismo) se iniciaba contra la sociedad y la cultura de su tiempo. Como escribe Julien Gracq en el catálogo de la retrospectiva sobre Breton y el movimiento presentada en 1991 en el Museo Reina Sofía de Madrid, el corpus surrealista se compone tanto de lo que ha engendrado como de aquello que ha rebautizado. Es en este sentido que incluso hoy, consultado sobre su vigencia, un pintor cordobés contemporáneo como Carlos Crespo puede hacer una lectura semejante a la de Breton y afirmar que el surrealismo “no empezó con Salvador Dalí sino que lo encontramos ya en El Bosco, y más atrás todavía en Leonardo, en las pinturas griegas y egipcias, en los mayas”. Según Crespo, el surrealismo descubrió y le dio nombre a una parte específica de la espiritualidad del hombre, vinculada a los sueños, a los impulsos primitivos y a los secretos del alma. Puede decirse del surrealismo lo que no puede decirse bajo ningún punto de vista del cubismo, el suprematismo o el futurismo: que dio vida un mundo, que bautizó hacia el pasado y hacia el futuro un conjunto de objetos, hechos y circunstancias que hoy llamamos surrealistas. Tuvo la fuerza de esos nombres que, como el de Kafka o Fellini, se convierten en adjetivos y comienzan a designar un verdadero universo, con sus leyes, con una forma de darse las cosas. La frecuencia con que nos referimos a lo onírico sería impensable al margen de la manera en que las imágenes y las palabras inventadas por los surrealistas invadieron el lenguaje cotidiano. Este ha sido, en alguna medida, el triunfo del surrealismo. Pero se trata de un triunfo que permite medir a su vez la magnitud de su fracaso.

domingo, diciembre 26, 2004

William Boyd: Larga vida al cuento

"¿Aristócratas? Los mismos cuerpos feos y sucios, la misma vejez desdentada, la misma muerte repugnante que las verduleras." Esta observación proviene de un cuaderno de apuntes que Anton Chejov llevó en los últimos doce años de su vida (1892-1904). Allí anotó jirones de diálogos que había oído por casualidad, anécdotas, aforismos, nombres interesantes e ideas germinales de cuentos breves. La cita pertenece a esta última categoría. Cuanto más se lee a Chejov, tanto más fácil resulta imaginar el cuento que podría haber salido de esta sombría comparación. El concepto está bien expresado y sigue siendo tan válido como lo era en la Rusia del siglo XIX: la muerte es la gran niveladora. Pero hay algo más interesante: estas pocas palabras pueden guiarnos hacia un modo inicial de comprender el cuento, contrapuesto a su hermana más corpulenta, la novela. Afirmaría que es posible escribir un cuento inspirado en su hermana más corpulenta, la novela. Afirmaría que es posible escribir un cuento inspirado en las palabras de Chejov, pero ellas no bastarían para una novela. En opinión de William Faulkner, es más difícil escribir un cuento que una novela. Algunos escritores rara vez lo abordan, o bien, escriben apenas media docena en toda su vida. Otros parecen sentirse perfectamente cómodos con esta forma y luego la abandonan. Y están aquellos que ven el desafío en la novela. Sin embargo, muchos grandes cuentistas se mantuvieron apartados de la forma extensa en general: Chejov, Jorge Luis Borges, Katherine Mansfield, V. S. Pritchett, Frank O´Connor. Mi caso quizá sea típico: llevo escritas nueve novelas, pero no puedo dejar de escribir cuentos. Hay algo en la forma breve que me tienta una y otra vez. ¿Qué atractivos tiene para un escritor? Importa recordar que el cuento, tal como lo conocemos, es un fenómeno relativamente reciente. Entre mediados y fines del siglo XIX, en Estados Unidos y Europa, la aparición de las revistas de venta masiva y una nueva generación de lectores cultos de clase media provocaron un florecimiento del cuento que, posiblemente, duró un siglo. Al principio, muchos escritores se sintieron atraídos por él como una fuente de ingresos, sobre todo en Estados Unidos: Nathaniel Hawthorne, Herman Melville y Edgar Allan Poe costearon sus carreras de novelistas, menos lucrativas, escribiendo cuentos. En la década del 20, The Saturday Evening Post pagó 4000 dólares a Francis Scott Fitzgerald por un cuento (unos 40.000, al valor actual). En los años 50, hasta John Updike calculaba que podía mantener a su esposa y sus pequeños hijos con sólo vender a New Yorker cinco o seis cuentos por año. Los tiempos han cambiado. Si bien algunas revistas (New Yorker, Esquire, Playboy) son generosas y pagan más que sus equivalentes británicas, ningún escritor actual podría repetir la proeza de Updike. En cierto modo, la popularidad del género, y aun su disponibilidad, siempre han estado a merced de consideraciones comerciales, en mayor medida que las de la novela. Cuando publiqué mi primera colección de cuentos, En resumidas cuentas (On the Yankee Station, 1981), estos libros eran rutina en muchas editoriales británicas. Ya no. Además, había un mercado, pequeño pero estable. Un cuentista podía colocar su obra en medios muy diversos. Por ejemplo, los cuentos de mi primera colección habían sido publicados en Punch, Company, London Magazine, la Literary Review y Mayfair, y difundidos por la BBC. En mi juventud, empecé a escribir cuentos porque entonces parecía lógico hacerlo: tendría las mejores probabilidades de publicación. Pero todo este discurso en torno al dinero y las estrategias enmascara el atractivo tenaz de la forma. En definitiva, la frecuentamos porque ella activa un conjunto diferente de mecanismos mentales. Melville escribió cuentos mientras avanzaba trabajosamente con Moby Dick y dijo: "Mi deseo de que tengan «éxito» (como le dicen) brota únicamente de mi bolsillo, no de mi corazón". Sin embargo, por entonces escribió algunas obras de narrativa breve hoy clásicas: "Bartleby" y "Benito Cereno", entre otras. Escribir un cuento y leerlo son experiencias distintas de la escritura y la lectura de una novela. A mi entender, básicamente se contraponen la compresión y la expansión. Pero volvamos al pequeño memento mori de Chejov sobre las aristócratas y las verduleras, y a mi comentario: vemos allí que las ideas y la inspiración que impulsarán una novela, por sucintas que sean, deben ser aptas para un acrecentamiento y una elaboración infinitos. En cambio, en casi todos los cuentos, lo esencial es destilarlos, reducirlos. Tampoco es una simple cuestión de longitud: hay cuentos de veinte páginas mucho más cargados y grávidos de significados que una novela de cuatrocientas páginas. Hablamos de una categoría de ficción en prosa totalmente distinta. Es usual comparar la novela con una orquesta y el cuento breve con un cuarteto de cuerdas. Esta analogía me resulta falsa porque, al referirse exclusivamente al tamaño, nos lleva a conclusiones erróneas. La música producida por dos violines, una viola y un violonchelo nunca puede sonar, ni de lejos, como la producida por decenas de instrumentos, pero es imposible diferenciar un párrafo o página de un cuento de los de una novela. Ambos géneros utilizan recursos idénticos: lenguaje, argumento, personajes y estilo. Al cuentista no le es denegado ninguno de los instrumentos literarios requeridos por los novelistas. Para tratar de precisar la esencia de las dos formas, es más pertinente comparar la poesía épica con la lírica. Digamos que el cuento es el poema lírico de la ficción en prosa y la novela su epopeya. Hay muchas definiciones del cuento. Pritchett lo describió como "algo vislumbrado al pasar con el rabillo del ojo". Updike dijo: "Estos empeños de apenas unos miles de palabras retienen los sucesos, apuros, crisis y alegrías de mi vida con mayor fidelidad que mis novelas". Angus Wilson, el autor de Cicuta y después, señaló: "En mi pensamiento, los cuentos y las obras teatrales van juntos. Tomamos un punto en el tiempo y desarrollamos la acción a partir de allí; no hay espacio para desarrollarla hacia atrás". Cada escritor lo interpreta a su modo: es la epifanía fugaz y cotidiana, la autobiografía sumergida, una cuestión de estructura y rumbo. Podría citar más definiciones, algunas contradictorias, otras forzadas, pero todas (cada una a su modo) hasta cierto punto convincentes. Si la casa de la novela tiene muchas ventanas, también parece tenerlas la casa del cuento. En veinte años, he publicado treinta y ocho cuentos, reunidos en tres libros. Habrá otros cuatro o cinco sueltos: creaciones juveniles publicadas en revistas universitarias o algún encargo para un aniversario. Sea como fuere, lo que me atrae, una y otra vez, a este género es su variedad, la seductora posibilidad de adoptar voces, estructuras, estilos y efectos diferentes. Por eso decidí que valdría la pena intentar una categorización un poco más minuciosa, tratar de clasificar sus múltiples variantes. Al examinar la obra de otros escritores, llegué gradualmente a la conclusión de que hay siete categorías, en las que caben casi todos los tipos de cuento. Algunas se traslaparán, o bien, una de ellas tomará algo de otra sin ningún parentesco aparente, pero en general incluyen todas las especies del género. Tal vez, en esta diversidad, comencemos a ver qué tienen en común. 1. El event-plot story [una traducción aproximada sería "cuento basado en una trama de hechos"]. Es una expresión acuñada por el escritor inglés William Gerhardie en 1924, en un libro sobre Chejov, fascinante pese a su brevedad. Gerhardie la usa para diferenciar los cuentos de Chejov de todos los anteriores. En éstos, casi sin excepción, lo más importante es la estructura argumental; la narrativa se adapta al molde clásico: exposición, nudo y desenlace. Chejov puso en marcha una revolución, cuyos reverberos persisten aún hoy. En sus cuentos, no abandonó la trama, pero sí la asemejó a la de nuestra vida: aleatoria, misteriosa, mediocre, áspera, caótica, ferozmente cruel, vacía. El estereotipo del event-plot story, en cambio, es el desenlace efectista que hizo famoso a O. Henry pero que también fue muy utilizado en los cuentos de fantasmas (los de W. W. Jacobs, por ejemplo) y de detectives (Arthur Conan Doyle). Yo diría que hoy parece muy anticuado, por lo artificioso, aunque Roald Dahl ganó cierta fama con una variación macabra sobre el tema y es de uso corriente entre los narradores de historias inverosímiles, como Jeffrey Archer. 2. El cuento chejoviano. Chejov es el padre del cuento moderno; su formidable influjo todavía se hace sentir en todas partes. Cuando publicó Dublineses, en 1914, James Joyce sostuvo, llamativamente, que no había leído a Chejov (desde 1903, había ediciones inglesas de la mayoría de sus obras), pero esta referencia precisa peca de gran falsedad. Dublineses, una de las obras más admirables que se hayan publicado jamás dentro del género, debe mucho a Chejov. En otras palabras, Chejov liberó la imaginación de Joyce del mismo modo en que, más tarde, el ejemplo de Joyce liberaría la de otros. ¿Cuál es la esencia del cuento chejoviano? "Era hora de que los escritores, especialmente los que son artistas, reconocieran que en este mundo nada se comprende", escribió Chejov a un amigo. A mi entender, quiso decir que debemos observar la vida en toda su banalidad, su tragicomedia, y rehusarnos a juzgarla. Rehusarnos a condenarla y a ensalzarla. Registrar las acciones humanas tal como son y dejar que hablen por sí solas (hasta donde puedan hacerlo), sin manipularlas, censurarlas ni elogiarlas. De ahí su famosa réplica, cuando le pidieron que definiera la vida: "¿Me preguntan qué es la vida? Es como si me preguntaran qué es una zanahoria. Una zanahoria es una zanahoria y punto". Las inferencias de esta cosmovisión, expresadas en sus cuentos, han ejercido un influjo asombroso. Katherine Mansfield y Joyce fueron de los primeros en escribir con una mentalidad chejoviana, pero la frialdad desapasionada e impávida de Chejov frente a la condición humana resuena en escritores tan disímiles como William Trevor y Raymond Carver; Elizabeth Bowen, John Cheever, Muriel Spark y Alice Munro. 3. El cuento "modernista" [en la órbita de las lenguas anglosajonas, el término "modernista" alude a las vanguardias de principios del siglo XX]. Titulé así este apartado para introducir a Ernest Hemingway, la otra presencia gigantesca en el cuento moderno, y transmitir la idea de oscuridad, de dificultad deliberada. El aporte revolucionario más obvio de Hemingway fue su estilo lacónico y recortado; no temía repetir los adjetivos más comunes, en vez de buscar sinónimos. Su otra gran contribución -donación- fue una opacidad intencional. Al leer sus primeros cuentos (casualmente son, de lejos, sus mejores obras) comprendemos la situación al instante. Un joven sale a pescar y, al caer la noche, acampa. En un café, se reúnen varios mozos. En "Colinas como elefantes blancos", una pareja espera un tren en una estación. Están tensos. ¿Ella se ha hecho un aborto? Eso es todo. Sin embargo, de algún modo, Hemingway envuelve este cuento y los otros, con todas las complejidades encubiertas de un oscuro poema. Sabemos que hay significados ocultos; el cuento es tan memorable por la inaccesibilidad del subtexto. La oscuridad voluntaria da resultado en el cuento; a lo largo de una novela, puede ser muy tediosa. Esta idea de la oscuridad se superpone parcialmente con la categoría siguiente. 4. El cuento cripto-lúdico. Aquí, la narración presenta su superficie desconcertante de un modo más abierto, como una especie de desafío al lector; recordamos de inmediato a Borges y Nabokov. En estos cuentos, hay un significado por descubrir y descifrar, mientras que en Hemingway nos fascina su inasequibilidad exasperante. Un cuento de Nabokov, pongamos por caso "Primavera en Fialta", fue escrito para que el lector atento lo desenmarañe (quizá le lleve varios intentos), pero detrás de esa tentación hay un espíritu fundamentalmente generoso. El mensaje implícito es: "Sigue excavando y descubrirás más cosas. Esfuérzate más y tendrás tu recompensa". El lector está dispuesto a todo. Entre los grandes del cuento críptico o "narración reprimida" figura Rudyard Kipling; en cierto modo, es un genio no reconocido del género. Cuentos como "Mary Postgate" o "La señora Bathurst" son maravillosamente complejos por sus envolturas múltiples. Los críticos todavía mantienen vehementes debates en torno a sus interpretaciones correctas. 5. La "mininovela". Su nombre lo dice todo. Es una de las primeras formas que adoptó el cuento (otra es el event-plot story). Hasta cierto punto, es un híbrido -mitad novela, mitad cuento- que intenta lograr en unas pocas decenas de páginas lo que una novela consigue en cuatrocientas: una larga lista de personajes y abundantes detalles realistas. El gran cuento de Chejov, "Mi vida", pertenece a esta categoría. Abarca un lapso prolongado; los personajes se enamoran, se casan, tienen hijos, se separan y mueren. De algún modo, comprime en cincuenta y tantas páginas el contenido de una novela victoriana en tres tomos. Estos cuentos tienden a ser muy largos -están a un paso de la novela breve- pero sus pretensiones son claras. Evitan la elipsis y la alusión; acumulan hechos concretos, como si quisieran decirnos: "¿Ves? No necesitas cuatrocientas páginas para retratar una sociedad". 6. El cuento poético-mítico. En fuerte contraste con la anterior, se diría que quiere apartarse al máximo de la novela realista. Esta categoría es amplia e incluye casos tan disímiles como las viñetas de las páginas, concisas y brutales, que Hemingway intercala en su colección de cuentos En nuestro tiempo; los cuentos de Dylan Thomas y D. H. Lawrence; las divagaciones cavilosas de J. G. Ballard por el espacio interior y los extensos poemas en prosa de Ted Hughes o Frank O´Hara. Es casi un poema y va desde el fluir del pensamiento hasta la impenetrabilidad gnómica. 7. El falso cuento biográfico. Es la categoría, en apariencia, más difícil de definir. Podría decirse que es el cuento que, en forma deliberada, toma y copia las propiedades de otros géneros literarios fuera de la narrativa: la historia, el reportaje, las memorias. Borges suele jugar con esta técnica. La generación más joven de escritores norteamericanos contemporáneos, con su afición presuntuosa por las notas fuera de texto y las remisiones bibliográficas, es otro ejemplo del género (o, más exactamente, representa un híbrido de cuento "modernista" y biográfico). Otra variante consiste en introducir lo ficticio en la vida de personajes reales. He escrito cuentos cortos sobre Brahms, Wittgenstein, Braque y Cyrill Connolly en los que narré episodios imaginarios de sus vidas; eso sí, hice toda la investigación previa que habría requerido un ensayo. Según una definición muy válida, la biografía es "una ficción concebida dentro de los límites de los hechos observables". El falso cuento biográfico juega con esta paradoja, en su intento de aprovechar las virtudes de la narrativa para presentar supuestos hechos reales. El futuro de un género Hoy, especialmente en el Reino Unido, donde vivo y escribo, es más difícil que nunca publicar un cuento. Las posibilidades de que disponíamos los escritores jóvenes en los años 80 están casi agotadas. A pesar de estas contrariedades prácticas, creo que el género está experimentando una especie de resurgimiento, tanto aquí como en Estados Unidos. La explicación sociocultural de este fenómeno sería, tal vez, el aumento masivo de los cursos de escritura creativa con títulos reconocidos. El cuento es el instrumento pedagógico perfecto para este tipo de educación. Cabe suponer que las decenas de miles de cuentos que se escriben (y se leen) en estas instituciones cultivan el gusto por esa forma, como lo hizo la circulación masiva de revistas a fines del siglo XIX y comienzos del XX. No obstante, intuyo que podría haber otra razón que explique por qué, en realidad, los lectores de cuentos nunca desaparecieron del todo. Y esto no tiene nada que ver con la extensión del texto. Un cuento bien escrito no cuadra con la cultura del spot televisivo: es demasiado denso, sus efectos son demasiado complejos para una digestión fácil. Si el espíritu de los tiempos influye en esto, quizá sea una señal de que nos estamos acercando a una preferencia por las formas artísticas muy concentradas. Un buen cuento es como una píldora vitamínica: puede proporcionar una descarga comprimida de placer intelectual selectivo, no menos intenso que el que nos causa una novela, aunque tardemos menos en consumirlo. Leer un cuento como "Los muertos", de Joyce; "En el barranco", de Chejov, o "Un lugar limpio y bien iluminado", de Hemingway, es enfrentar una obra de arte compleja y cabal, ya sea profunda o perturbadora, conmovedora o tenebrosamente cómica. No importa que lo leamos en quince minutos: su potencia es patente y enfática. Tal vez sea eso lo que, en estos tiempos, buscamos cada vez más como lectores: una experiencia a modo de bomba fragmentadora estética que actúe con implacable brevedad y eficacia concentrada. Como escritores, nos volcamos hacia el cuento por otros motivos. En última instancia, creo, porque nos ofrece la oportunidad de variar la forma, el tono, la narrativa y el estilo de manera muy rápida e impresionante. Angus Wilson dijo que había empezado a escribirlos porque podía comenzar y terminar uno en un fin de semana, antes de tener que volver a su trabajo en el Museo Británico. Por cierto, exige un esfuerzo real, pero no es prolongado como el de la novela, con sus años de gestación y ejecución. Una semana podemos escribir un event-plot story y a la siguiente un cuento lúdico-biográfico. En el cuaderno de apuntes que mencioné al principio, Chejov se refirió a este mismo placer. Había copiado algo de Alphonse Daudet que, evidentemente, también despertó fuertes ecos en él. Todos los escritores de cuentos comprenderán el sentido de sus palabras: "«¿Por qué son tan breves tus cantos? -le preguntaron cierta vez a un pájaro-. ¿Acaso porque tu aliento es muy corto?» El pájaro respondió: «Tengo muchos, muchísimos cantos y me gustaría cantarlos todos»".

ERNST JÜNGER: JUEGOS AFRICANOS

Para la literatura, desde hace tiempo Africa dejó de ser el Africa misteriosa de los exploradores decimonónicos. Tal vez todo terminó cuando, en El corazón de las tinieblas (1902), Joseph Conrad redujo toda aventura a la locura de la expoliación colonial. O cuando Céline, en su Viaje al fin de la noche (1932), depositó a Bardamu en un continente negro que sólo era reflejo de su propia alienación y miseria. A partir de allí, ya poco lugar hubo para la ensoñación. Juegos africanos -que por primera vez se traduce al castellano- fue publicada cuatro años después de la novela de Céline y forma parte de esa desengañada tradición nihilista. Amena novela de iniciación, cuenta la historia de un adolescente (Berger, alter ego del autor) que, cansado del hogar y de un futuro previsible, fogoneado como un Quijote del siglo XX por la lectura, decide, antes de la Primera Guerra Mundial, sumarse a la poco recomendable Legión extranjera. El esqueleto de la trama es lineal: comienza con la partida secreta del protagonista, los intentos de ser aceptado como mercenario, su estancia en el fuerte de Marsella que oficia de base de la Legión, su posterior traslado a Argelia donde hace buenas migas con un veterano, Benoit, para terminar con fracasados intentos de fuga y el retorno del protagonista a Europa, después de haber sido localizado por su padre. Más allá de las peripecias, de la historia de amistad paternal que se establece entre Berger y Benoit, Juegos africanos presenta interés por un doble motivo. Es, en primer lugar, una novela extraña en el corpus de ese autor controvertido y prolífico que fue Ernst Jünger (1895-1998). Militarista en la Primera Guerra Mundial (fue condecorado), dandi que en sus inicios supo coquetear con el nazismo para luego distanciarse y criticarlo veladamente (demasiado veladamente según sus detractores) y definirse a sí mismo como "anarca" (pero no anarquista), Jünger produjo una obra proteica que incluye novelas bélicas y vertiginosas (Tempestades de acero), antiutópicas (Heliópolis), vagamente fantásticas (Abejas de cristal, Visita a Godenholm) o alegóricas (Acantilados de mármol), además de ensayos varios y de un notable diario en tres tomos (Radiaciones). A su literatura se le conocían muchas facetas, como la autobiográfica, pero no la picaresca. En segundo lugar, hay algo que excede la historia del protagonista. Es el telón de fondo, la pintura de todos esos náufragos embrutecidos o desahuciados que recalan en la Legión. La decepción del joven Berger es apenas anecdótica frente a esa comunidad cosmopolita pero lumpen, frente a esa batería de humillados y ofendidos que, con su conducta y resentimiento, están fermentando el fascismo de los años por venir. Jünger, que sometió la obra a permanentes revisiones, presenta inadvertidamente ese bajomundo descarnado que es también parte de la Historia.

sábado, diciembre 25, 2004

PAOLO VIRNO

Paolo Virno sostiene que vivimos en una época de crisis que, como ocurrió en el siglo XVII, impone repensar todos los conceptos y categorías. Apuesta a una democracia de la "multitud" que ya no debe tomar el poder sino crear una nueva esfera pública que prescinda del Estado y valorice al individuo. En su último libro, "Cuando el verbo se hace carne", reivindica con razones científicas y filosóficas la visión materialista de la vida. Paolo Virno tenido una importante participación en la vida intelectual y en la autonomía obrerista italiana. A fines de los 70 y principios de los 80 fue perseguido y encarcelado por el estado italiano durante tres años acusado de "asociación subversiva y constitución de banda armada". Fue absuelto. Sus estudios están orientados a la filosofía del lenguaje y a la ética de la comunicación lingüística, sobre todo en lo referido a las formas de vida metropolitana de la modernidad post fordista. Enseña Etica de la comunicación y Filosofía del lenguaje en la universidad de Cosenza, Calabria; colabora en el suplemento cultural de "Il Manifesto"; fundó la revista y editorial "Derive Aprodi", además de "Metropoli" y "Luogo Comune". Escribió: "El recuerdo del presente" (un planteo demoledor del pretendido "fin de la Historia"); "Gramática de la multitud"; "Simondon"; "Palabras con palabras"; "Virtuosismo y revolución"; "Mondanità. L'idea di mondo tra esperienza sensibile e sfera pubblica"; "Esercizi di esodo", entre otros.

domingo, diciembre 19, 2004

GEORGES SIMENON

En 1933, cansado de ser considerado un escritor menor y después de firmar un importante contrato con Gallimard, Georges Simenon se decidió a conquistar una reputación de “escritor serio”, hasta entonces esquiva. Supuestamente, El hombre de Londres debería ir en la senda de esa gran gran novela que Simenon pudo haber escrito. Sin embargo, es más de lo mismo. Lo cual no es poco: Simenon sabía muy bien construir obras policiales clásicas e irrefutablemente escritas (de las que además, escribió montones: 220, de las cuales 84 tienen al inspector Jules Maigret en el protagónico). En esta obra, el belga cuenta la historia de un guardabarrera –“guardagujas”, según la traducción– que debido tanto a la visión panorámica de su trabajo como a su torpeza se ve envuelto en un crimen. Así es que, de a poco, Simenon va dejando mostrar cómo se va viniendo la tragedia y cómo a cada paso el protagonista pudo evitarla y no hizo más que caer de lleno en ella. Lo curioso es que –como indican los manuales del género de suspenso– nunca la historia se enfoca propiamente en el hombre de Londres (que resulta ser un artista de circo, que, por lo poco que se sabe, se convirtió en criminal casi por casualidad), qué piensa, en qué anda y cuál va a ser su próxima acción. La historia transcurre en la ciudad portuaria francesa de Dieppe y los cinematográficos escenarios elegidos por Simenon para esta perfecta novelita son: un puerto, la garita del ferroviario, bares, el Moulin Rouge y lugares así. Como anexo, Simenon se las arregla para contar lateralmente la convivencia en una familia obrera de entreguerras, y termina confirmando que finalmente el crimen es algo banal.

GEORGES CORM: LA FRACTURA IMAGINARIA

Del fin de la Guerra Fría a los atentados del 11 de septiembre de 2001 se consolida una tendencia que tiene su punto cúlmine en la invasión a Irak: la proliferación de imágenes folklóricas de Oriente y Occidente (lo arcaico y lo posmoderno), actualizadas en las fantasías de las películas hollywoodenses y los estilos visuales de los videojuegos en los que hombres con turbantes atacan la metrópoli y luego son perseguidos –en una especie de western bíblico– hasta la más remota caverna del desierto. Este relato, que opera increíblemente como ficción activa en la imaginación occidental, es invocado por el libanés Georges Corm, economista y ex ministro de Hacienda de su país, como punto de partida para refutar lo que considera el más perseverante lugar común del pensamiento sobre el par Occidente-Oriente: lamentar el declive actual de la laicidad y constatar una vuelta de lo religioso. Su tesis es más bien la contraria: demostrar la persistencia de lo teológico en lo político tanto en Oriente como en Occidente y anhelar una laicidad sustancial –que todavía nunca existió y que constituya la base de una ciudadanía real–. Corm rastrea la falsa dicotomía entre laicos y religiosos: la clásica civilización y barbarie. El precio del desencantamiento –dice Corm citando a Serge Moscovici– equivale a la “institucionalización de la melancolía”, hoy renovada en una suerte de “nostalgia por la autenticidad”, todas formas encubiertas de la “angustia del hombre”. A pesar de las dispares citas y repasos por la filosofía que intenta el libro, el objetivo de confrontación está centrado en un blanco: el “mediocre libro de un intelectual estadounidense”, Samuel Huntington y su predicción de una “guerra de civilizaciones”. “El éxito de este libro, construido con un desorden intelectual y una pobreza de análisis poco comunes, sólo se explica por el hecho de que juega con el imaginario de la fractura Oriente-Occidente, puesto de moda por las condiciones geopolíticas mundiales tras el hundimiento de la URSS, y omite todas las relaciones profanas entre potencias en beneficio de un esencialismo identitario religioso que él denomina abusivamente civilización”, sostiene el autor. La tesis de guerra de civilizaciones funciona como relevo de la Guerra Fría, insiste Corm, pero para remarcar otra cosa: la permanencia de lo teológico en el discurso político occidental, la persistencia de lo sagrado, nunca dejado de lado por el nacionalismo moderno a pesar de las clasificaciones weberianas. Corm dedica varias páginas a analizar el discurso político norteamericano de la era Bush donde encuentra el arquetipo bíblico de la conquista de la Tierra prometida y la eficacia del “profeta armado” que saca a su pueblo de la oscuridad. Así la preocupación final del autor es que “la victoria estadounidense en la Guerra Fría ha significado también la victoria de la cultura anglosajona con sus raíces protestantes y bíblicas. Y ha precipitado la decadencia de la hegemonía del mito de las raíces grecorromanas de Occidente forjado por la Europa del Renacimiento y la Ilustración”. En nombre de una verdadera ilustración laica, Corm reivindica la cultura europea, las ideas del Renacimiento y la Ilustración de los siglos XVI al XIX.

GUY DEBORD

Guy Debord es uno de los más terribles, curiosos y fascinantes personajes de nuestro tiempo, escritor francés, intelectual y también activista político, fue el fundador y verdadero líder del movimiento conocido como la "Internacional Situacionista", un microgrupúsculo político que jugó un papel central en el mayo francés. Pero al revés de lo que sucede con el estallido del 68, que ya no tiene muy buena prensa en nuestros días, la figura de Guy Debord sigue todavía bastante viva seis años después de su voluntaria desaparición.
Autor de seis películas perfecta y deliberadamente experimentales y de un monumento literario como La sociedad del espectáculo (además de un puñado de libros, artículos y recopilaciones que sólo son, en verdad, un apéndice), Debord fue vencido por una polineuritis alcohólica, en 1990. Nunca quiso someterse a tratamiento alguno y prefirió dispararse al corazón cuando la situación le fue ya insoportable, antes que caer en manos de una clase médica que aborrecía.
Su libro central, La sociedad del espectáculo, no es tan sólo un ensayo político de una brillantez tan lúcida como inclemente -que atraviesa sus propias tesis situacionistas iniciales y las desborda por todos lados- sino un texto literario de hermosura aplastante. Leer a Guy Debord, aparte de una experiencia inolvidable, es un ejercicio estético y moral de primera magnitud, lo que nos lleva a la dificultad de comprender un hecho sorprendente: cómo conciliar tantas certezas incontrovertibles con el fracaso final que la historia le reservó después. Como si la carrera de su autor fuera la de ir de verdad en verdad, o de victoria en victoria, hasta la derrota final.
Los análisis de Debord constituyen el mejor y más radical diagnóstico sobre nuestra sociedad actual y sus profecías se van cumpliendo, además, de manera inexorable. Otra cosa son sus recetas, pues las de sus principios -las de su juventud, en aquella herencia híbrida de dadaísmo y surrealismo que fue la "Internacional letrista", o de la posterior "situacionista", con las que intentó superar todos los marxismos de su tiempo incluidos los gauchistas - fueron las que fracasaron en mayo del 68, con su confianza en los "consejos obreros". De todo ello renegaría en sus escritos posteriores. Al final, según observa Anselm Jappe en su ensayo Guy Debord, prevalecieron sus raíces clásicas, las de la Ilustración y los moralistas del siglo XVIII, y su desesperada defensa de un racionalismo a ultranza.
Y qué decir de este extraño y desolador texto-guión de cine que es In girum imus nocte et consumimur igni (un palíndromo latino que se puede leer igual al derecho o al revés y que significa "vamos girando en la noche mientras el fuego nos devora"). Es una especie de resumen autobiográfico y teórico, como un testamento final que da vueltas sobre sí mismo para terminar autoafirmándose sin remisión: "La hora de sentar cabeza no llegará jamás".
El film se realizó en Venecia, durante dos días de 1978. Se estrenó, en 1982, con críticas bastante adversas, recogidas en un apéndice de este libro significativamente titulado "Basuras y escombros". La película muestra una sucesión de imágenes propias y ajenas, mientras una voz monótona recita el texto de Debord, un ensayo sobre el fracaso de su actividad política. Acertó en sus diagnósticos, se equivocó en sus recetas, pero la enfermedad sigue ahí.
¿Cómo salvar la obra de Guy Debord, el destructor universal que quería arrasar el mundo con una hoguera total? Pues por su obra misma, por su literatura que está por encima de toda sospecha. Las citas que esmaltan este texto -el Eclesiastés, Homero, Dante, Maquiavelo, Villon, Ariosto, Shakespeare, Gracián, Omar Khayyam, Retz (su gran ídolo), Bossuet, Shelley, Hegel, Marx, Musil- nos indican que su radicalismo fue siempre racional y que, al final, fueron sus raíces clásicas, ilustradas y racionalistas las que le permitieron descansar en paz, tras perturbar la nuestra tanto que todavía tenemos que seguir explicándonos cómo pudo ser así.

sábado, diciembre 18, 2004

LOS JÓVENES IRACUNDOS

Como recuerda un poema de Philip Larkin, los “angry young men” (jóvenes iracundos) fueron los primeros que en Inglaterra pusieron el sexo en un primer plano antes del primer LP de los Beatles. La novela Lucky Jim (1954) de Kingsley Amis fue el puntapié inicial, la primera obra de ficción del poeta que se convirtió, para sorpresa de su autor, en un rápido e incómodo best-seller y en el símbolo de una generación en movimiento. Sólo unos meses antes se había publicado Sigamos bajando del también poeta, también inesperado best-seller, John Wain. En una Argentina entonces más atenta a las obras provocativas que a las sedantes, la novela mereció una traducción de J. R. Wilcock que supera al original, publicada en la editorial La Isla, y que no ha sido reeditada. En teatro, Recordando con ira (1956) y las otras obras de John Osborne como los “dramas de pileta de lavar los platos sucios” (kitchen-sink dramas) de Arnold Wesker , fueron un éxito puesto y repuesto en escena en Argentina. Más aún, Wesker parece un autor argentino por su crueldad de entrecasa con sus madres oprimentes, sus varones que no saben sacudirse la opresión femenina y que sucumben a un humor de recluso o a proyectos políticos destinados al fracaso. También el free cinema inglés de los ’50 y ’60 nació de las versiones de novelas de “angry young men”: las epopeyas de proletarios que ascendían, o descendían más, socialmente. En 1951, el filósofo religioso Leslie Allen Paul publicó un volumen titulado Angry Young Man, historia de un marxista que en los años de entreguerras exalta la lucha de clases para terminar convertido al cristianismo. Pero la expresión que definiría a los jóvenes iracundos entró en el uso popular sólo después de representada la obra de Osborne en el Royal Court Theatre, el 8 de mayo de 1956. El protagonista de Recordando con ira es Jimmy Porter, cuyo nombre va unido al de Lucky Jim. Jimmy es un nostálgico que oculta bajo la máscara de la lucha de clases sus propias tensiones sexuales, y que maltrata a su mujer porque proviene de una honorable familia, y porque, en suma, las mujeres no lo atraen tanto. Las protestas de Jimmy en contra de la monótona, fosilizada vida inglesa encontraron eco en el público, que parecía reconocer en el actor a un íntimo confesor. “Nadie quiere más poemas sobre filósofos o pintores o novelistas o galerías de arte o mitología o ciudades extranjeras u otros poemas. Al menos, tengo la esperanza de que nadie los quiera.” Con este manifiesto, Kingsley Amis disparaba contra la atmósfera sofocante de la alta cultura británica de la posguerra, la ceguera de esta cultura ante las urgencias de una vida cotidiana durante los años de la descolonización y la caída ya indefectible del Imperio Británico. Fueron años de austeridad y represión internas. En aquella asfixia social y cultural asoma la respuesta a una pregunta que reincide en las antologías: ¿cuáles eran los motivos de ira en estos jóvenes iracundos, es decir, qué les hizo Inglaterra? El ideario de los “angry young men” se identificó muchas veces con una nueva sobriedad y con un placer desesperado por la comedia negra, la sátira y la iconoclastia. Cansados del internacionalismo cosmopolita, de la experimentación vanguardista, lo estaban más del individualismo romántico, de la figura del artista tortuoso, de la religiosidad y el martirio sensiblero que habían favorecido a muchos escritores de entreguerras (no a todos, porque ellos elegían como modelos favoritos a escritores de prosa sintética y astringente, como George Orwell y Christopher Isherwood). Los “angry young men” eran escépticos y democráticos y en la figura del héroe encontraban motivos de carcajadas. Inglaterra ya había perdido el control del mundo y las opciones comunismo o nacionalismo fervoroso eran ahora del todo inapropiadas. Los poetas a los que se agrupa bajo el nombre The Movement (Philip Larkin, Amis, Wain, D. J. Enright) se vieron, alternativamente, como la respuesta mejor articulada tanto a la bohemia irresponsable como el academicismo demasiado centrado sobre sí mismo. Políticamente muy incorrectos, cáusticos e intolerantes, no se sentían obligados a dar explicaciones filológicas como la de que el hombre, para designar “humanidad”, no incluyera a la mujer. Por eso también la literatura de la vida obrera en los grandes centros urbanos (aquella anticipada por Orwell y continuada por Alan Sillitoe, Richard Hoggart y Osborne) fue una extensión natural de sus propios temas. La generación de los “angry young men” no le temía a la cultura de masas. Si a principios de siglo las universidades de Oxford y Cambridge eran exclusividad de las clases altas, en los cincuenta quedaron abiertas a un público más clasemediero y aun proletario (por un sistema de becas y promociones). También se abrieron y fomentaron nuevas universidades, de ladrillos todavía relucientes y sin añejar (red-brick Universities, en designación no siempre mejorativa, no siempre despectiva). Muchos para quienes los obstáculos de clase parecían antes insalvables, ahora se veían como los señores del orden inglés. Salidos de las universidades, asimilados y reconocidos por la sociedad, las muestras de favoritismo eran su orgullo o su protesta. Un personaje clave de Sigamos bajando es el aspirante a novelista Flourish, cuya obra es vanguardista porque eso es lo que aprendió en la universidad que deben hacer los novelistas. La novela le llevará a este personaje nada menos que quince años terminarla, y “vivía preocupado, malhumorado y silencioso, salvo cuando el azar provocaba el despertar de algunos de sus resentimientos dormidos; en ese caso se volvía vehemente y retórico”. Es contra esta clase de gente que reaccionaron los “angry young men”. Ante el cómodo conformismo o ante la ridícula protesta de quienes han perdido el contacto con la realidad. El segundo lustro de los años cincuenta en Inglaterra fue desconcertante desde todo punto de vista. Fueron los años en que estuvo marcada a fuego por dos acontecimientos: la bomba atómica y el colapso imperial. Pero también fueron años de alteraciones mucho más radicales que las ocurridas en los tímidos años veinte, o en los penosos treinta, o incluso en los heroicos, pero estáticos, años cuarenta.
La gran revolución que despunta en los cincuenta no fue la vehiculizada por el creciente bienestar de los adultos dentro de un Estado de bienestar laborista sino de una nueva porción de la sociedad que, cada vez más, era imposible condensar en fórmulas clasistas. Nacían los adolescentes porque anteriormente se era niño o, en su defecto, adulto. A partir de los años cincuenta se da en Inglaterra una situación antes impensada: la evasión de las barreras de clase ya no era dada por el ingreso en el ejército, o en la cárcel. Nacía también el pop, cuyos admiradores adolescentes eran más indiferentes que hostiles al establishment. Porque también los poetas más laureados y exquisitos de Inglaterra –además de Larkin, Donald Davie, Ted Hughes y Thom Gunn, que abandonó la precisión provincial británica por California– pertenecieron al Movimiento, fue indiferente para este nuevo grupo o sector social. Una obra como Recordando con ira, con tantos lamentos contra lo viejo y lo instituido, no tenía para ellos el menor significado. Si la obra de Osborne existe es gracias al viejo orden. Y aquí sí el adolescente coincide con otra dimensión de los jóvenes iracundos: la burla del “angry young man” estaba dirigida hacia un mundo al cual, secretamente, querían infiltrar. Pero el pop no tiene secretos y no tiene nada que ocultar. Como tampoco lo tendrá el punk, para que, por otra parte, las clases medias nunca son eróticas.
Los “angry young men” se distinguieron por el interés, aun la pasión, por formas democráticas de la cultura popular y de masas, como el jazz y el rock y el cine. No es casual que las formas favoritas provinieran de América. 1956 es el año de Elvis Presley (a cuya figura Thom Gunn dedicó uno de sus más famosos poemas) y de James Dean. La unión de ideal sexual y destino trágico, de la muerte joven, marcaría toda la historia posterior del rock y del pop, proponiendo y alertando un deseo al tiempo que se lo incentivaba señalando su punición.
Un camarada de ruta de los “angry young men”, Colin MacInnes, publicó en 1958 un artículo clave, “Pop songs y teenagers”, el primero acaso que acepta al pop en sus propios términos. Un outsider, MacInnes supo sin embargo introducirse y conocer los códigos de la cultura adolescente, en un trabajo que después deformarían con obstinación los Estudios Culturales.
“Inglaterra es, y siempre ha sido, un país infestado de gente que nos dice qué hacer, pero es un país de autistas que nunca saben qué está pasando”, escribió MacInnes. Su novela Absolute Beginners, escrita durante 1958, marca un momento de giro radical: el rock’n’roll clásico parece haber llegado a uno de sus fines, Jerry Lee Lewis es expulsado de Inglaterra por la caza de los diarios sensacionalistas, Elvis está en el ejército, los últimos “Teddy boys” se empiezan a convertir en los primeros nazis del National Front.
El protagonista de Lucky Jim es Jim Dixon, joven apenas recibido de licenciado en Historia que quiere hacer carrera en la universidad. Su primer puesto es el de una ayudantía en la cátedra del profesor Welch. Dixon trabaja gratis: corrige los artículos del titular, arma las fichas, propone bibliografías. Pero Welch jamás relaja las jerarquías. Un inagotable resentimiento va inundando poco a poco las esperanzas del joven Dixon. Y comienza a imaginar los modos de vengarse en contra de Welch. Nunca los llevará a cabo porque tiene, lo que se dice, modales y equilibrio. Y porque quiere hacer carrera en la universidad. La hará también en la vida social en términos más amplios. Como Lucky Jim, otras novelas de los “angry young men” unen status social y status marital. Esto ocurre con Jill (otra novela precursora, del poeta Philip Larkin, 1946) y con Sigamos bajando; también con la posterior That Uncertain Feeling (del mismo Amis, 1955). La solución elegida por los jóvenes iracundos para dar un fin a la intriga dramática es convencional: la epopeya picaresca se termina con el casamiento.
Los autores, y los lectores, supieron reconocer el artificio. Sabían que de prolongarse el futuro de los protagonistas, no habría un final feliz. Son en cambio finales sexual y políticamente problemáticos: ¿cómo retener la admiración por antihéroes que acaban siendo partes de un mundo que despreciaron con tanta gracia durante tantísimas páginas?
La ficción de los “angry young men” está así obsesionada por el ascenso y descenso sociales. Como en deliberada respuesta a Sigamos bajando, John Braine publicó en 1957 una novela que lleva por título una metáfora espacial de signo contrario: Room at the Top, que transcurre en una pequeña ciudad de Yorkshire. Su héroe, Joe Lampton, es un descarado oportunista que trabaja en la municipalidad y que seduce, y se casa, con la próspera Susan Browne, a pesar de su pasión por una mujer también casada pero mayor, y un poco más infeliz. Lampton representa el cinismo cruel en contra de las buenas intenciones laboristas. Y sus ascensos y decepciones se acentúan en una continuación de 1962, Life at the Top.
La primera novela de Sillitoe, Saturday Night and Sunday Morning (1958), gira, en cambio, alrededor del semianarquista Arthur Seaton, obrero en una fábrica de bicicletas en Nottingham. Es rebeldón, renuente a las autoridades y a las jerarquías, al gobierno, al ejército, a los vecinos que espían. Descarga su energía en las mujeres y en la bebida, y sus momentos tranquilos los pasa pescando en el canal. Su affaire con Brenda, casada con su compañero de trabajo Jack, encuentra un doblete en Winnie, hermana de Brenda, con la que empieza a tener sexo la noche en que Brenda intenta abortar con gin y agua caliente siguiendo la receta de su tía Ada. Esta doble relación se termina cuando unos soldados –uno de ellos el marido de Winnie– le dan una buena paliza. Entonces Arthur dirige su atención, por decirlo de algún modo, hacia Doreen, con quien promete casarse en el penúltimo capítulo. La actitud de Arthur resume la de muchos “angry young men”: es a la vez agresiva y evasiva. Cuando un sargento le dice a Arthur “Ahora eres un soldado y no un Teddy boy”, él responde, tan argentino: “Yo soy yo y nadie más, y lo que los demás piensen que soy yo, yo no soy eso, porque no saben un carajo quién soy yo”. Sillitoe escribió también el guión para el film homónimo de Karel Reisz (1960), que se convirtió en uno de los más célebres del cine británico. Décadas después, Sillitoe publicó una sobria continuación, Birthday (2002). La autobiografía del escritor inglés Martin Amis, Experiencia (2000), cierra –casi como en un psicoanálisis exitoso– con la muerte de su padre, Kingsley Amis. Del mismo año es la publicación póstuma de las cartas del padre Kingsley, que han sabido refutar involuntariamente a toda una generación del país que promovió en los ’90 a un joven escritor con la suficiente confianza en sí mismo como para publicar una precoz autobiografía con apenas 50 años cumplidos. El epistolario y las memorias admiten otros puntos en común. Kingsley Amis y Martin Amis ocuparon casi los mismos lugares como iconos en sus respectivas generaciones. Y los dos enfrentaron una más intensa adulación, imitación y atención mediática que la mayoría de sus contemporáneos. Pero cuando Martin decidió convertirse en escritor, y comenzó a trabajar con fanatismo para ganarse un puesto en Oxford, y a desarrollar su talento bajo las alas de Nabokov y Saul Bellow, Kingsley representaba el antimodernismo en muchas direcciones, Martin fue en algún punto el abanderado del posmodernismo, el autor que se fascina por el best-seller (y por convertirse en un best-seller), y cuyos temas, generalmente mínimos, resultan fríos para el lector cuando hacen el ademán de convertirse en mayores. Martin Amis comparte con los noventa la evasión, la fría oblicuidad hacia la vida, el progresismo en política, la actitud generosa y tolerante hacia las mujeres. Kingsley, por el contrario, es del todo “cincuenta”: antifeminista y hasta misógino, con aversión por Europa, hostil al outsider, pesimista acerca de su propio país y conservador desde el punto de vista cultural, social y político. Pero estos rasgos, y la violencia que los acompañó, fueron los del ánimo del movimiento que dio en llamarse “angry young men”, equivalente contemporáneo e intelectual de los “beatniks” norteamericanos, y que este año cumple cincuenta años desde su nacimiento oficial.

SAN FRANCISCO BEAT

Hace cincuenta años, San Francisco fue el lugar de nacimiento de la contracultura, así, en singular. Más tarde se usaría el plural y se hablaría de movimientos contraculturales. Pero a mediados de los años ‘50, en esa ciudad, se abría la semilla de una planta de poder cuyos efectos aún estamos tratando de entender. Una noche de niebla de octubre de 1954, bajo los efectos del peyote, Allen Ginsberg tuvo una visión del monstruo omnívoro y estéril que vivía en el corazón urbanoindustrial-militar de la civilización y lo describió como un “Moloch de ojos de mil ventanas ciegas”. El Moloch no era otro que el Sir Frances Drake Hotel, situado en el 450 de la calle Powell de San Francisco. Todo sigue ahí: el monstruo y sus enemigos.
Hay que subir la cuesta hacia North Beach –el viejo vecindario poblado por antifascistas italianos en los años 40, entre Telegraph Hill y el Barrio Chino– para encontrarse con los bares y arterias donde vivieron y bebieron los escritores que se conocieron en Nueva York pero se mudaron a San Francisco para crecer y madurar juntos a mediados de los ‘50. O tomarse un ómnibus municipal que remonte la colina hasta Coit Tower para luego hacer la recorrida a pie cuesta abajo por Montgomery.
Al 1201 de esta calle, en la esquina con Green, está el edificio –hoy más paquete, careta, renovado hasta la náusea– en el que Gary Snyder compartió un departamento con Philip Whalen. Snyder, nacido en San Francisco en 1930, trabajaba durante los veranos de la década del 50 como vigía forestal para controlar incendios, pero su vida inspiró algo más que el personaje de Japhy Ryder que Kerouac instaló en Los vagabundos del Dharma. Escasamente traducido al castellano, Snyder, que publicó nueve libros de poesía y ocho de ensayo, aún enseña inglés en la Universidad de California y es el nexo beat entre el zen, la ecología y las tradiciones de Whitman y Thoreau.
Dos cuadras más abajo, en Montgomery 1010, Ginsberg escribió en 1954 la mayor parte de Aullido. Fue después de un largo viaje a México y de parar unas semanas en San José, en el hogar de Neal Cassady, el Dean Moriarty de En el camino. El problema era que Neal ya estaba casado, y la hospitalidad terminó de golpe cuando su esposa Carolyn lo sorprendió en medio de una orgía organizada por Ginsberg. Dicen que éste tuvo que marcharse apenas terminó de ponerse los pantalones. Primero vivió en el Marconi, un hotel barato de la calle Broadway recomendado por Kerouac; luego se mudó con su amante Peter Orlovsky a este edificio, cuya fachada, salvo por la pintura, sigue prácticamente igual.
La leyenda sostiene que no era raro encontrar aquí a Ginsberg desnudo o en calzoncillos sobre todo cuando llegaban visitas (alguna mujer) para Orlovsky, que era bisexual y se consideraba hétero (Allen también era bi en esa época, pero ya se llamaba a sí mismo queer). Había un cartel sobre el espejo del baño: “Con o sin ropa, no somos obscenos”. Y otro en el living, con los “Fundamentos de la prosa espontánea” de Kerouac. De este departamento salieron algunas de las imágenes del mito Ginsberg que dieron la vuelta al mundo. Un mito fotogénico: su conciencia performativa despertaba ante el ojo de la cámara o del público. Claro que leemos y entendemos más su cuerpo que sus palabras, poco o mal traducidas. Se pierde la respiración, el jazz, el beat de esas reiteraciones, que podemos evocar –si se quiere buscar influencias beatniks en Argentina– en el Néstor Perlongher que escribió Cadáveres o Alabanza y exaltación del Padre Mario.
Por su parte, Kerouac se instaló en 1954 en el hotel más lumpen del centro, el Cameo, después de haber pasado él también un tiempo en el hogar de los Cassady, mientras desesperaba por la demora de los editores (Little, Brown) que habían prometido leer En el camino, ya reescrita varias veces y hasta retitulada Beat Generation. Kerouac venía trabajando en ella desde 1948. Entre el 51 y el 52, mientras vivía en lo de Cassady en San Francisco, hasta se dio el lujo de reescribirla con este protagonista a su lado. Aquella famosa escritura de un tirón –tressemanas de tipeo furioso en un rollo de papel de teletipo– no había sido más que la tercera versión; la mejor de todas, según su biógrafa Ann Charters; pero aun después de esa catarsis, el autor tuvo que seguir agregando material al relato. Mientras tanto, su vida oscilaba entre los bares y las bibliotecas públicas en las que estudiaba los Sutras budistas y el Bhagavad Gita. Parte de sus lecturas se volcó en los poemas de San Francisco Blues, y también en un borrador inédito de cien páginas titulado Some of the Dharma. En el 54, cuando los editores le devolvieron En el camino con una nueva negativa, Kerouac, en un rapto de desesperación, trató de cambiar el personaje del narrador-protagonista, Ray Smith, por un budista vagabundo. El intento no tuvo éxito, y la versión que terminó por publicarse fue la anterior.
Kerouac soñaba que sería recordado en la literatura norteamericana como Joyce en la inglesa, y que su “prosa espontánea” provocaría una revolución. Hoy, en cambio, lo recordamos como el cronista-testigo de escenas inspiradoras de más de una generación. En las calles de San Francisco construyó el escenario de Los subterráneos, donde se narra la historia de Mardou, la chica negra de la que se enamoró en Nueva York en el 53. Y esta novela sí fue escrita de una sola vez, en un esfuerzo de tres noches, batiendo todos los records de velocidad del autor. La acción comienza con Mardou sentada con un grupo de amigos sobre el guardabarros de un auto estacionado frente al bar “Black Mask de la calle Montgomery”, probable nombre ficcional del Black Cat Café de Montgomery 710, que desde principios de los ‘50 ya ofrecía espectáculos con drag-queens y fiestas de Halloweeen que algunos consideran el punto de nacimiento del orgullo gay en la Costa Oeste, adelántandose a Nueva York en más de una década.
¿Por qué San Francisco y no otra, por ejemplo Los Angeles? ¿Qué había en esta geografía por aquellos años? Lawrence Ferlinghetti recuerda que se llegaba por tren y por ferry, de modo que desde el Embarcadero las colinas de edificios blancos le daban un aspecto de ciudad mediterránea, como Túnez. Rodeada por el agua por tres de sus lados, San Francisco podía ser delirada como una provincia estadounidense de ultramar a punto de declarar su independencia. Por otra parte, tenía una tradición de bares y cafés inexistente en ciudades más conservadoras. Se corría la voz de que había fiesta todo el tiempo. Gracias a la fiebre del oro y a la inmigración china, a mediados del siglo XIX había un bar por cada cincuenta habitantes. Y grandes salones de concierto que querían imitar al Moulin Rouge de París. Cada febrero, los estudiantes de la Escuela de Arte celebraban un baile de carnaval coronado a la medianoche por la elección del Rey y la Reina de Bohemia, cándidos precursores de esa marcha de disfraces de Halloween en la calle Castro que hoy puede reunir a 200 mil personas en una sola noche. Luego, en la playa de Carmel, unos ciento setenta kilómetros al sur, creció a principios del siglo XX una comunidad de escritores y artistas que tuvieron influencia sobre esta ciudad: Mary Austin, George Sterling, Gertrude Stein, Isadora Duncan, Frank Burgess y Jack London.
Fue London, con su no-ficción The Road (1907), el que abrió camino para la escritura trashumante de Kerouac. También fue clave el rol de la radio KPFA, una emisora no-comercial fundada por el anarcopacifista Lewis Hill en 1949, que difundía la música negra de Nueva Orléans junto a lecturas de la vanguardia literaria. Y aunque la mayor parte de las editoriales siguieron concentrándose en Nueva York, en San Francisco se afirmó una tradición de pequeñas casas de edición y una atmósfera político-cultural mucho más apta para dar cabida a una generación de ruptura como la de los beat.
La librería-editorial City Lights se instaló justo frente al Vesubio Café, en el cruce de la avenida Columbus y la breve cortada que hoy lleva el nombre de Jack Kerouac. Aquí aún se puede encontrar a Ferlinghetti cuando sale de su oficina, si tiene un momento libre en medio de uno desus viajes de negocios, lecturas o conferencias. Yo pude hablar cinco minutos con este editor y poeta de 84 años, veterano del desembarco en Normandía de un metro noventa y barba blanca, y recoger sus impresiones de la ciudad en los años ‘50, que desgranó de modo disperso o distraído, mientras firmaba un autógrafo a un joven japonés, editor de una modesta revista literaria de Japón cuyo título era, sencillamente, Beat.
Según recuerda Willy Maspero, un argentino que hace 30 años llegó a San Francisco haciendo dedo desde México, con su guitarra y el pelo hasta la cintura, y que hoy trabaja de chofer de micros de turismo urbano, ya no aparecen por el Vesubio los ómnibus con turistas que en otras épocas bajaban con la ilusión de dar con el bohemio arquetípico de boina, barba y sandalias. Pero en las paredes del café-bar siguen colgados los cuadros con fotos de todos los próceres beats, además de fragmentos de sus poemas y anécdotas. Aquí es donde Allen Ginsberg escribió en 1954 un poema a una novia que tuvo antes de empezar su relación con Peter Orlovsky: “Esperando a Sheila en el Vesubio”.
Si de Columbus uno toma por Vallejo hasta Grant, se encuentra con el Caffe Trieste. Tiene fama de servir el mejor espresso de North Beach y de ser el mayor lugar de encuentro de escritores desde 1956 hasta el presente. Aquí pararon y escribieron “las mejores mentes” de esta generación y quizá de las siguientes, desde Kenneth Rexroth hasta Gregory Corso y Diane Di Prima. Se dice que incluso Coppola se sentó en una de estas mesas con un grabador para corregir su borrador del guión de El padrino.
Saliendo de North Beach hacia el distrito Marina, en dirección al noroeste, en Fillmore 3119 está la fachada del lugar donde se realizó la primera lectura beat en público, en la legendaria Six Gallery. Ahora hay un negocio de ropa, pero dicen que el edificio se conserva tal cual. La galería de arte under abrió en octubre del 54 con una instalación que la hizo famosa en dos días: en esa misma vidriera que hoy se ve al frente colocaron un inodoro sobre el cual pendía una carta oficial llamando a la incorporación a las fuerzas armadas. En plena guerra de Corea, una comisión policial allanó la galería y desalojó la instalación. Un año más tarde, en ella se reunieron para leer Allen Ginsberg, Gary Snyder, Michael McClure, Philip Walen y Philip Lamantia, mientras Kerouac juntaba dinero para comprar vino, pasaba una damajuana entre los presentes y alentaba a los poetas a los gritos. La escena se narra en Los vagabundos del Dharma, con los nombres cambiados. Allí se escuchó Aullido por primera vez en público; Ferlinghetti, que estaba en la audiencia, le escribió esa misma noche a Ginsberg para proponerle la publicación de Howl and Other Poems, que a su vez sería secuestrado bajo cargos de obscenidad y llevaría a la editorial –y a la generación beat– a ganar un juicio oral y público histórico. Como dijera años más tarde el mismo Ginsberg: “Tuvimos suerte, gracias a la policía”.
Y si uno vuelve al centro por Fillmore, puede que un sábado a la tarde se encuentre con una de esas marchas contra la guerra de Irak que no muestra la CNN. Hay varias puestas en escena, distintas performances en esta manifestación de veinte mil individualistas, cada uno con su disfraz, cartel o consigna. Una mujer con un letrero que pide “Granjas de Marihuana” en vez de armas para robar petróleo. Trajes de los extraterrestres que habrían secuestrado las armas de destrucción masiva de Hussein; parodias de Rumsfeld o de Powell. Un carnaval disidente en recorrida masiva por una ciudad donde Schwarzenegger perdió (aunque ganara en el resto de California).
A la cabeza marchan dos hombres y una mujer desnudos. El mayor de todos, Chuck, tiene 76. Ella no dice su edad, el otro tampoco; pero se ve que son más jóvenes. La desnudez muestra rollos, várices, incluso una enorme hernia inguinal sobre la bolsa testicular del veterano, como esas heridas o cicatrices de la vida que un buen guerrero nunca oculta ni mete paraadentro: la marca es exterior, no interna. “Vergüenza es la guerra”, dice Chuck, alzando la voz áspera sobre los cantos de los manifestantes: “Estos cuerpos son nuestros, no le pertenecen a Bush”. Como Ginsberg, como un San Beatnik peludo, de labios gruesos, leyendo sus poemas sin ropa, sabe que la desnudez perturba cuando no se la espera. En lecturas de poesía, en la calle, al frente de una manifestación contra la guerra (Irak, Vietnam, Corea: el tiempo no pasa): el cuerpo y el alma desnudos por tanta presencia de la carne es, desde hace medio siglo, una de las marcas registradas por la Beat Generation.
¿Otras marcas? Más que en la literatura, los efectos beat intervinieron en las costumbres: la afirmación de las diferencias, como un radical principio de individuación que, a partir de la sexualidad, quiere liberarse de la normativa social; un “liberacionismo” que abarcó al Gay Liberation y colaterales; los devenires y políticas minoritarias de género y transgénero. Luego, el derecho al éxtasis mediante sustancias modificadoras de la percepción, con su correlativo interés por el artista-chamán, la magia, lo oculto. Por último, una mística de la naturaleza que articula saberes orientales con tradición indoamericana y neopagana. Esas tres patas en las que se apoyó el animal que llamamos contracultura –y que la cultura de izquierda nunca asumió como propias, salvo fragmentaria y tardíamente– fueron los temas centrales de la generación beat desde los años ‘50.
Por eso, quien vaya hoy a San Francisco no llevará flores en su pelo. Podrá encontrar en estas calles, como en todas partes, muchos “viejos hippies”, pero difícilmente un “viejo beatnik”. Los beats siguen siendo más jóvenes que los hippies: más pesados, tercos, resistentes, duraderos.