lunes, enero 31, 2005

Friedrich Schiller

En mayo de 1839, sólo 34 años después de la muerte de Friedrich Schiller, los actos conmemorativos adquirieron ya un fervor nacionalista, incluso religioso. En 1859, tres días de celebraciones en toda Alemania señalaron el centenario del nacimiento del poeta. Atronaron salvas reales de 101 cañonazos. Las campanas repicaron en conmemoración del famoso Lied von der Glocke de Schiller. Wilhelm Raabe hablaba en nombre del entonces aún políticamente fragmentado pueblo alemán cuando proclamó a Schiller Führer und Heiland (líder y salvador). El 21 de junio de 1934, 18.000 Hitler-jugend desfilaron en Marbach, santuaund Heiland (líder y salvador). El 21 de junio de 1934, 18.000 Hitler-jugend desfilaron en Marbach, santuario nacional de Schiller y la literatura alemana. Para celebrar el día de su nacimiento, el 10 de noviembre, se emitieron en todo el Reich programas radiofónicos conmemorativos. Ni Guillermo Tell ni Don Carlos, con sus sospechosos temas de tiranicidio y libertad de pensamiento, hallaron buena acogida, pero entre 1933 y 1945 se pusieron en escena 10.600 representaciones de dramas de Schiller. Al igual que antes, la más celebrada y enardecedora de las baladas formaba parte integral de la enseñanza secundaria. En la muy diferente situación de 1955, Thomas Mann pronunció el discurso del 150 aniversario de la muerte del poeta (en el segundo centenario será honrado por un autor de menor talla). El "Versüg über Schiller" de Mann es característico. El entierro apresurado y anónimo (Goethe se encontraba indispuesto) contrasta brutalmente con el espíritu jovial y pródigamente generoso (Becklückergeist) de un hombre auténticamente "vestido de luz", agraciado con la eterna juventud, con el entusiasmo de la adolescencia. Como en ningún otro poema alemán, éste del vaciado y el tañido de la campana constituye la "gran canción de la normalidad y el orden piadoso" (valores esenciales para Mann). El lenguaje radiante, dramático, investido del poder de la retórica, es el más fascinante que haya logrado jamás un dramaturgo. ¿Qué otro maestro podría combinar un clasicismo genuino con semejante atractivo popular? ¿Qué otro autor alemán habría igualado la "línea de visión europea" de Wallenstein, o habría podido ser al mismo tiempo una figura de culto entre los revolucionarios franceses y haber sido para Dostoievski la auténtica personificación de un "individualismo patriótico"? En él se unían un historiador, un filósofo del arte, un poeta lírico y narrativo, que escribió doce grandes obras de teatro, de las cuales, la última e incompleta, Demetrius, bien pudo haber sido su obra cumbre. "¡Qué vida!", exclama Mann. Era esencial recuperarla del insultante alistamiento representado por obras encomiásticas como la de Hans Fabricius, Schiller als Kampfgenosse Hitlers (1932). Tres millones de ejemplares En la República Democrática Alemana (RDA), dicha recuperación fue una política oficial cultural. Antes de 1960, había ya en circulación unos tres millones de ejemplares de los escritos de Schiller. Prácticamente todas sus obras de teatro fueron adaptadas para televisión. Solamente en 1955 hubo cerca de 1.000 representaciones de Schiller en los teatros de Alemania Oriental. Esta cifra probablemente se superase durante las festividades del aniversario de 1984. Kabale und Liebe alcanzó las 40 ediciones. ¿No lo había proclamado Engels, en su famosa carta de 1885 a Minna Kautsky, "el primer Tendenzdrama político alemán"? ¿No había señalado Engels, ya en 1839, la comprensión de Schiller de la Revolución Francesa frente a las poco transparentes vacilaciones de Goethe? "¡Schiller es nuestro!", pregonó a los cuatro vientos Johannes Becher, primado de la clase dirigente cultural y literaria de la RDA. Y millones de escolares se hicieron eco de su llamamiento. Y aun así, Thomas Mann lanzó la lúgubre suposición de que Schiller había llegado a ser suntuosamente glorificado pero poco leído. El título de la irreverente pero honesta biografía de Johannes Lehmann publicada en 2000 lo dice todo: Unser armer Schiller (Nuestro pobre Schiller). ¿Sigue siendo hoy esa representación del "ciudadano del mundo" a quien rindió tributo Danton en el verano de 1792, el año en que se representó en París una versión en francés de Die Räuber, Les brigands? ¿Representa el virtuosismo casi shakespeariano que indujo a Coleridge a traducir Wallenstein y llevó a Carlyle a explayarse en la capacidad de Schiller para amalgamar la lírica con la eminencia filosófica, la re-creación histórica con el ímpetu inventivo? ¿Simboliza, como lo hizo en los ensayos de Lukács de los años treinta, voluminosos y con frecuencia agudamente discrepantes, el súmmum del "humanismo burgués", del intento idealista de avalar la fraternidad política y social con los desinteresados valores kantianos del arte? ¿O ha sucumbido, como opinaba irónicamente Karl Kraus en 1909, al "terror de la inmortalidad"? Rüdiger Safranski es un biógrafo intelectual, cuya obra Un maestro de Alemania: Martin Heidegger y su tiempo, publicada en 1994, le dio fama de tener un sólido sentido común y un estilo lúcido de un nivel cultural medio. También ha escrito estudios biográficos sobre Schopenhauer y Nietzsche. Inequívocamente abriga la ambición de formar parte personalmente de la empresa filosófica. El título dual de su nuevo libro, Schiller oder die Erfindung des deutschen Idealismus, representa una ambivalencia recurrente: Schiller o la invención del idealismo alemán. Cualquiera de los dos habría servido para monografía compacta. Juntos han producido una extraña alianza y un tratamiento al mismo tiempo prolijo y desconcertante. Pero, como declaró Mann, "¡Qué vida!". Una infancia de una rigurosa disciplina y una educación entre tiranos militares lo condujeron a la huida y al triunfo tumultuoso de Die Räuber, primero en Alemania y luego en toda Europa. La precocidad de Schiller es impresionante. El "Himno a la alegría", que se convertiría en un talismán tanto para fascistas como para comunistas y en el que Adorno veía siniestros indicios de histeria social colectiva, fue compuesto en 1785. Cuatro años más tarde, el joven poeta y dramaturgo pronunció su legendario discurso inaugural como catedrático de Historia en la Universidad de Jena. En el verano de 1787, el historiador terminó Don Carlos, una tragedia de inspiración retórica, de una organización formidable, en la que elaboró su método de gewagte Erdichtung ["ficción audaz"]. Con una vena auténticamente aristotélica, la historia factual se doblegaría a las verdades más profundas de la comprensión psicológica, del simbolismo ilustrativo. Juana de Arco perecerá en el campo de batalla en una apoteosis de resurrección nacional. El brillante estreno en Hamburgo de Don Carlos tuvo lugar el 20 de julio de 1787, el mismo día de la marcha de Schiller a Weimar, un "nido destartalado" que, sin embargo, acogía a Herder, Christoph Martin Wieland y Goethe. Para los jóvenes, Schiller fue el meteórico representante de la emancipación. De hecho, sus respuestas ante las noticias que llegaban de París fueron mudas y aleccionadoras. Hay un silencio prácticamente absoluto entre 1789 y la famosa carta a Friedrich Christian d´Augustenburg del 13 de julio de 1793. Parece ser que las aprensiones de Schiller fueron casi inmediatas. Consideraba que los franceses eran un pueblo poco idóneo para las auténticas virtudes republicanas. El didacticismo estético, la dialéctica estética de Kant, a la que Schiller se adhería en aquel período crucial, se alejaba del modelo francés. El de Schiller sería un republicanismo antijacobino, filosófico, basado en los procesos graduales y evolutivos de la Ilustración. Las tensiones no resueltas de esta postura acabarían por generar las incertidumbres que marcan Guillermo Tell. Al mismo tiempo, harían magníficamente posible la relación con Goethe. Safranski no puede añadir nada nuevo a una historia que ha sido contada con frecuencia y de forma exhaustiva. Pero está en lo cierto al definirla como "un suceso casi mítico en el espíritu alemán", quizá en la literatura mundial en conjunto. Un breve encuentro en septiembre de 1788 resultó malogrado. El verdadero encuentro tuvo que esperar hasta julio de 1794. Incluso entonces hubo un malestar inicial, algo así como un enigma de un malentendido pactado desde el principio. Inmerso en su Torquato Tasso, pero también en la óptica y la morfología, Goethe vivía con temor del "desorden volcánico" del populismo. El habla de naturaleza donde Schiller habla de arte. La tranquila objetividad de Goethe extasía y provoca el entusiasmo de Schiller: "Cerca de Goethe yo soy y seré un zoquete poético"(ein poetischer Lump!). Este entusiasmo fascinaba y consternaba al mismo tiempo a Goethe: Schiller "era un gran hombre maravilloso. Cada ocho días se convertía en otro hombre, más completo". Hubo momentos de envidia cuando Goethe contemplaba la fantástica popularidad de Schiller (compárese con la actitud de Schoenberg hacia Alban Berg en el momento del triunfo de Wozzeck). A su vez, Schiller contemplaba con cierto desaliento la regia indiferencia de Goethe. Aprecio mutuo Pero desde el otoño de 1794 los contactos fueron casi diarios y de colaboración. Las cartas que acompañaron esta intimidad registran una intensidad incomparable de intercambio y apreciación mutua. Goethe y Schiller publicaron juntos en el Horen. Compusieron unos 900 dísticos publicados parcialmente como Xenien y Musenalmanch al acabar 1796. Estos pronunciamientos, con frecuencia mordaces y satíricos, ejercían una especie de despotismo sobre las letras alemanas. A un nivel mucho más profundo, las celebradas reflexiones de Schiller sobre la poesía "ingenua" y "sentimental", sobre la inocencia y la experiencia, sus tratados crítico-filosóficos sobre el drama, el verso lírico, sobre los problemas del módulo épico en el ámbito de lo teórico, la sustancia más íntima de su relación con Goethe y la obra de este último. Como muestra Lukács, Goethe trabajaba en la prefiguración de la novela moderna mientras que Schiller sigue mirando hacia la épica. Juntos, sus argumentos y producciones construyen un puente entre Homero y Tolstoi. A pesar de su mala salud -el coloso Wallenstein le había hecho mella-, los últimos años de Schiller fueron explosivamente productivos. María Estuardo, con su brillante ficción de un encuentro entre María e Isabel, fue seguida de Die Jungfrau von Orleans. La saga de Napoleón había revelado a Schiller "la magia de lo político". La terminación del Wilhem Meister de Goethe condujo a Schiller a nuevas alturas. A su vez, las grandes baladas y el Lied von der Glocke incitan la vuelta a Fausto de Goethe. Al severo clasicismo de Braut von Messina siguió el historicismo y tumulto romántico de Guillermo Tell. Su estreno en Berlín en julio de 1804 resultó apoteósico. Schiller había sido ennoblecido en 1802, pero para las multitudes que lo aclamaban en sus apariciones públicas siguió siendo un joven símbolo de liberación y despertar patriótico. Los dos titanes se vieron por última vez el 1° de mayo de 1805. Como Chéjov, Schiller murió bebiendo una copa de champagne. De forma casi estrambótica, Safranski, que se ha explayado mucho en algunos de los primeros textos que carecen de valor intrínseco, embute los años decisivos posteriores a Wallenstein y la secuencia de obras maestras en unas 75 páginas apresuradas. La galaxia de los filósofos Lo que él subraya con razón a lo largo de toda la obra es la concomitancia entre los logros de Schiller y el cenit de la filosofía alemana. La galaxia incluye a Kant, E. H. Jacobi, Fichte, Schelling y Hegel. Wilhem von Humboldt estuvo muy involucrado en la génesis de Wallenstein. Lo que Spinoza era para Goethe, Kant lo fue para Schiller. Como en Novalis, en Schiller el compromiso apasionado con la teoría epistemológica y estética era inseparable de la expresión poética. La ontología del ego y el radicalismo metafísico de Fichte, de los que Safranski ofrece una clara exposición, fue el equivalente de las presentaciones de Schiller de individualidades heroicas y de su trágico destino. El credo de Kant de que solamente existe auténtica libertad en el arte era imperativo para Schiller. Lo que él añadió, distorsionando así la doctrina de Kant, fue la exigencia de que el arte debe instruir, debe transmitir obligación moral. Al hacerse más profunda la intimidad con Goethe, aumentó su distancia de Fichte y Schlegel. Schiller no estaba más preparado que Goethe para comprender el genio idiosincrásico de Hölderlin. Lo que Safranski documenta con gran riqueza es la interacción en "el entorno poseído por la literatura" de Weimar entre el debate filosófico y la invención poética, una interacción que implicaba una fiera vehemencia y fragilidad en las relaciones interpersonales. Dentro de un régimen principesco ridículamente mezquino y arcaico, tuvo lugar una revolución intelectual que, en cuanto a lo imperecedero de su importancia rivalizó, si no sobrepasó, la que se desató simultáneamente en Francia. Lo que el libro de Rüdiger Safranski no aborda es la pregunta crucial: ¿cuáles son los principales impedimentos hoy para situar elogiosamente las obras de Schiller? ¿Se hará más verdad cada día la profecía de Mann de un nombre venerado pero al que no se lee? Nuestro ambiente actual está marcado por una profunda, casi furiosa, desconfianza de la elocuencia, de la retórica como arte y como instrumento público legítimo. Nos han mentido con demasiada frecuencia. Incluso en sus poemas líricos, Schiller es un retórico supremo. Hace arder el lenguaje. Su sentido de la poesía como la voz elegida de la experiencia histórica y comunal está mucho más próximo a Píndaro que a nuestras ironías desencantadas. Schiller es enérgico de una forma a menudo conmovedora, una cualidad ejemplificada por las vicisitudes políticas del "Himno a la alegría". La segunda dificultad puede estar en el inquebrantable optimismo de Schiller. Ni sus obras de teatro ni sus baladas narrativas evaden la tragedia, como Goethe se esforzó tan tenazmente en hacer. Pero incluso en sus horas malas, se abre paso la fe de Schiller en el progreso humano y social. Como escribió a C. G. Körner: "Si no puedo entretejer mi ser de esperanza? estoy perdido". El final fundamentalmente absurdo de la Jungfrau von Orleans representa una creencia primordial en los valores positivos, en aquella Freude que los atronadores coros de Beethoven harían inolvidable. La adhesión de Schiller a un Prinzip Hoffnung de esperanza que se hace axiomática de las empresas humanas se hizo más pronunciada aún en su transición del radicalismo revolucionario al liberalismo conservador y pedagógico, de los Räuber a Guillermo Tell. Una vez más existe aquí una distancia innegable hasta nuestro estado de ánimo actual y un llamamiento al ardor colectivo del que nos hemos hecho recelosos. Dos gigantes en Weimar Hoy la noción de genio, especialmente fuera del ámbito de la ciencia, se ha hecho imprecisa. Sentimos cierto escepticismo ante un creador de sucesivas obras maestras para quien el concepto de genio, de supremacía inspirada, era manifiesto. Somos virtuosos de la envidia y lo prometeico no es nuestro fuerte. Para los gigantes de Weimar fue emblemático y un reflejo de ellos mismos. Surge aquí una especie de pregunta abierta: ¿por qué atribuimos a un Joyce o a un Picasso, a un Wagner o un Cézanne, este aura de trascendencia que nos cohíbe con respecto a Schiller? ¿No podría ser, una vez más, una cuestión de retórica? Tal y como están las cosas, parece que es por la vía de la ópera como la estatura dramática de Schiller llega a nosotros de una forma más convincente. Oportunamente, Schiller confió a Goethe que él siempre otorgaba "una cierta confianza a la ópera", que solamente la ópera libera el dramatismo del "realismo servil" y le permite representar "el ideal". El mejor Schiller puede, en el momento actual, encontrar su voz en el Guillermo Tell de Rossini y en el incomparable Don Carlo de Verdi. Pero una vehemente puesta en escena de Don Carlos en el teatro Crucible de Sheffield el pasado mes de octubre demuestra que el "libretto" de Schiller también puede imponerse sin la música. Was die Mode streng geteit: las modas pueden cambiar y modificarse el gusto. Por George Steiner

domingo, enero 09, 2005

Alejo Carpentier, entre la historia y el mito


El prestigio literario que ostenta Alejo Carpentier pareciera alejarlo de las simpatías -o antipatías- que se crean alrededor de los escritores de fuerte compromiso ideológico. Pocos supieron como él deslumbrar por el peso de una narrativa cuyos signos son la presencia latinoamericana y, casi en estrecha relación, el cultivo de una estética barroca. Lo primero elude la paradoja de un autor que, en cierto modo, estuvo más cerca de lo europeo que de lo americano: vivió en París por más de 40 años. Lo segundo, la estética neobarroca, es aquello que lo torna inconfundible a la hora de exponer sus méritos. Fue Carpentier -aunque también hay que citar por cierto a Miguel Angel Asturias- quien sentó las bases sobre las cuales habría de erigirse luego el fenómeno del boom de los años 60. Es mucho lo que heredaron de él García Márquez, Carlos Fuentes, Vargas Llosa y el propio Juan Rulfo. Alejo Carpentier, que había nacido en La Habana el 26 de diciembre de 1904, conoció la cárcel a temprana edad por su oposición a la dictadura de Gerardo Machado. Fueron siete meses, cuando aún no tenía 20 años, que le hicieron pensar en el exilio como en algo inevitable. Su destino no podía ser otro que Francia, el país natal de su padre. Allí llegó gracias a la ayuda del poeta Robert Desnos y, al poco tiempo, estuvo en contacto con los surrealistas, sobre todo con André Breton y Jacques Prévert. Pero, sin duda, su mirada literaria estaba en otro lado: entre idas y venidas de París a La Habana fue encontrando el tono de sus textos, un tono unido a la experiencia del lenguaje y a la nostalgia por la cultura latinoamericana. De lo telúrico a lo universal En el prólogo a El reino de este mundo (1949), una de sus obras más significativas, inspirada en un viaje que había hecho a Haití en 1943, aparece el sustento de su teoría sobre lo real maravilloso, teoría que, no obstante la innovación, bucea en la realidad con áspera dureza. Parte del éxito de El reino de este mundo se debe a que su contenido resulta de la simbiosis entre la verdad histórica y la ilusión de olvidar los hechos para dar figura humana a los mitos. En medio de las tradiciones haitianas, tienen lugar varios episodios insólitos que, a la vez, sirven para comprender mejor la realidad americana. En efecto, lo real maravilloso no surge de la distorsión, sino que, en el decir del propio Carpentier, "se encuentra a cada paso en las vidas de los hombres que inscribieron fechas en la historia del continente". A partir de El reino de este mundo, la mirada literaria de Carpentier ya era más que una concepción estética. Había en él un modo de escribir capaz de incorporar, además de tradiciones culturales, una inventiva certera para poner un punto de inflexión a la historia novelada y crear un espacio de narración viva. Su variada formación y sus múltiples intereses (la arquitectura, la música, la historia, el periodismo, las letras) le permitieron crear un mundo literario signado por la inquietud de quien ansía conocer. En su tercera novela, Los pasos perdidos (1955), las nacientes del río Orinoco llenan el paisaje alrededor del cual se mueve el protagonista, un musicólogo que viaja a Venezuela a pedido de una universidad americana. Se le ha encargado la tarea de hallar, en la reconstrucción de otras identidades, algunos instrumentos musicales de valor genuino. La novela está escrita en primera persona, en forma de diario de viaje y el nombre del protagonista no se menciona. La intensidad se centra en el desarrollo de un viaje cargado de símbolos, alegórico, cuya perfección reside en la regresión del viajero a sus orígenes. Si bien Carpentier muestra en sus obras la voluntad de prestar atención a lo americano, lo cierto es que su literatura expresa un característico rasgo cosmopolita: la necesidad de descubrir en los seres humanos destinos comunes. Incluso en Visión de América, donde se revela su orgullo de ser latinoamericano, existe una singular manera de ir de lo telúrico a lo universal. Cuando sale de su trinchera política, logra que sus ensayos se lean con el interés que merece todo análisis sobre la condición humana y afirma sus dotes de prodigioso ensayista, al margen de los vaivenes políticos, que en verdad no faltaron. La modernidad cuestionada Octavio Paz, refiriéndose a Borges, dijo que sus cuentos debían leerse como ensayos y sus ensayos como cuentos. Carpentier, por su parte, fusiona ambos géneros desde el ejercicio intelectual combativo, con predominio de la tensión narrativa y de la cotidianidad. La desolación del hombre es para el autor cubano un modo de exclusión social que, además, tiene raíces en la angustia de no comprender lo que verdaderamente pasa en el mundo. Sus historias exhiben la lucha entre una modernidad que avanza y una realidad que, en muchos sentidos, se vuelve primitiva. Los personajes de Carpentier, señaló Fernando Alegría, "representan a un hombre que está consumido por el vacío espiritual y la espantosa presión que genera la decadencia del mundo moderno". Y eso vale tanto para los personajes sin ética como para las víctimas. En El recurso del método, se advierte la forma sutil en que Carpentier crea a un tirano cerebral, cuyo cinismo es el de alguien que extiende su acción a un sistema. Lo real maravilloso opera allí como descubrimiento y ausencia al mismo tiempo: el tirano está, sus actos son abyectos, pero nada es más cierto que el poder abstracto que envuelve la historia del continente. Sólo queda seguir buscando, luego de releer sus páginas, en un argumento que no se disuelve, el origen de signos autoritarios que aún hoy continúan latentes a través de resabios. Este es un tema en la obra de Carpentier, quizás un hito divorciado de su personalidad pública, más cercana a las contradicciones. Sin esquivar ninguno de los problemas de su tiempo, hubo en él una adhesión directa a la aventura latinoamericana, utópica, que al cabo resultó un lugar común entre los escritores del boom. Como se recordará, la novela de dictador creó una corriente -El Señor Presidente, de Asturias; Yo, el Supremo, de Roa Bastos; El otoño del patriarca, de García Márquez- que expresó la voz de resistencia de más de una generación. El exilio, la lealtad a las utopías y el rechazo a una modernidad de exclusión condujeron a Carpentier y a otros autores a pergeñar un universo literario, en algún punto, bastante efectista. Como lo era también el estilo neobarroco, que servía para proyectar en la escritura la exuberancia de los acontecimientos. Imágenes míticas No es posible analizar la obra de Carpentier sin referirse a su transfondo, tanto lingüístico como temático. A su escritura de orfebre que mide cada sustantivo, que compara cada adjetivo, se suma la pluralidad de temas: la religión, los mitos, la problemática social, la soledad, la naturaleza virgen, la rutina, los pesares de tener que sobrevivir a la pobreza. De regreso a Cuba, en 1959, Carpentier ahondó estas inquietudes y compartió las ideas que entonces predominaban en los grupos culturales en los que había hecho, décadas atrás, amistades como las de García Lorca y Pedro Salinas. Si bien El reino de este mundo y Los pasos perdidos habían dado clara cuenta del valor de su novelística, el regreso en 1959 lo llevó a un primer plano. La historia turbulenta de su país le fue favorable: oficialista por decisión, vicepresidente del Consejo Nacional de la Cultura, sus primeras novelas ganaron espacio. Luego del éxito, en 1958, de su libro de relatos Guerra del tiempo, se publicó en 1962 El siglo de las luces. Puede decirse que la cultura de los años 60, con el carisma de la palabra revolución, encontró a Carpentier en el lugar exacto y ubicado como uno de los intelectuales más reconocidos. Su labor, desplegada en sus libros y en los cargos oficiales, lo llevó a ser, desde 1966, diplomático en París, donde murió en 1980. El regreso, por motivos tan distintos, a Europa le permitió escribir con suficiente tranquilidad. Sumó a sus obras ya celebradas por la crítica, otras novelas de gran importancia: Concierto barroco (1974), basada en un viaje que sortea el tiempo y pone al lector en la Europa del siglo XVIII; El recurso del método (1974), incluida en la tradición del boom; La consagración de la primavera (1978), voluminosa novela que anida en la Guerra Civil española y se extiende hasta la Revolución cubana y El arpa y la sombra (1979), cuyo protagonista no es otro que Cristóbal Colón. Vasto mapa de una narrativa inspirada en la realidad latinoamericana pero atravesada por imágenes míticas, casi todos los textos de Carpentier dejan ver cierta pasión por lo misterioso, detrás de situaciones y actos desmedidos. Este universo mítico está construido alrededor de los sueños latinoamericanos, aunque se sustenta en una elaboración rigurosa y sutil del hombre. Basta tomar El arpa y la sombra, su última novela, y advertir cómo este libro surgió del rechazo que sintió Carpentier ante el libro de León Bloy, escritor católico que promovió la beatificación del Almirante y, sin más, su paralelo con Moisés y San Pedro. Carpentier vio en esto las huellas de un mito y empezó a trabajar la increíble aventura exterior e interior de Colón, hasta arribar a la confesión íntima del navegante en los últimos momentos de su vida. El texto, además, reúne múltiples puntos de vista, ya que en él convergen las voces de los personajes y así se crea un clima fragmentado, un ambiente de conjura. No se trata de una novela histórica sino de la historia de un hombre que deserta de ser protagonista: la proximidad de la muerte acerca a Colón a ver más de sus debilidades que de sus hazañas. La desmesura de los mitos refleja la historia de América latina, y Carpentier descubrió que, en el trazo firme y oculto del sentimiento americano, como en su idiosincrasia, había un insoslayable caudal literario. Alejo Carpentier construyó una valiosa narrativa que, en 1977, mereció el Premio Cervantes. Rozó, al igual que Borges, el codiciado Nobel como permanente candidato. Tarde o temprano, descreyó de la literatura deudora de ideologías, acaso porque su novelística se debe a una escritura asida a la creación y a la experiencia estética.

sábado, enero 08, 2005

Foucault sigue dando cátedra

Alumno de Maurice Merleau-Ponty y Louis Althusser, con su "Historia de la locura en la época clásica" (1961) y, sobre todo, con "Las palabras y las cosas" (1966), Foucault logró imponerse en el horizonte intelectual francés del siglo XX, determinando tanto la epistemología como la filosofía política contemporáneas. A partir de los 70, ya profesor en el Collège de France, comienza a ocuparse del análisis de los mecanismos de poder ("Vigilar y castigar", 1975, y "La voluntad de saber", 1976). En sus últimos libros y cursos emprende un largo e influyente viaje por la Antigüedad grecorromana. Murió en París.Desde 1970 hasta su muerte, en junio de 1984, Michel Foucault dictó trece cursos en el Collège de France. Un tema diferente cada año, según el recorrido que seguían sus investigaciones. En ese entonces, ingresaba en una sala desbordada de auditores, encendía la lámpara de un escritorio invadido por grabadores y leía velozmente el material que había preparado y con el que daba cuenta de su trabajo. Pronunciado públicamente, el contenido de estas grabaciones no está afortunadamente comprendido por la prohibición testamentaria de toda publicación póstuma.A partir de las grabaciones y consultando el texto del que se servía Foucault, un grupo de trabajo comenzó a editar estos cursos a partir de 1997. Ya están disponibles seis en francés y tres de ellos se publicaron también en español: "Hay que defender la sociedad", Los anormales y Hermenéutica del sujeto. Todavía faltan traducir El poder psiquiátrico (publicado en 2003) y los dos que aparecieron en francés en octubre pasado: Seguridad, territorio y población (el curso de 1977-1978) y Nacimiento de la biopolítica (de 1978-1979). Estos últimos dos, que nos interesan aquí, han sido preparados por Michel Senellart.En Vigilar y castigar (1975), Foucault describe la formación y el funcionamiento del dispositivo disciplinario: una forma de ejercicio del poder que tiene por objeto los cuerpos individuales y que busca hacerlos políticamente dóciles y económicamente provechosos. En la última parte de La voluntad de saber (1976), luego de haber analizado el dispositivo de sexualidad, Foucault describe otra forma de ejercicio del poder que también tiene por objeto el cuerpo, pero no el individual, sino el de la especie, el de la población, el cuerpo colectivo. Se trata de la biopolítica. La formación de una biopolítica, de una política de la vida biológica, marca, según Foucault, el umbral de la modernidad biológica. Con sus palabras, si, para Aristóteles, el hombre era un animal viviente y además capaz de una existencia política; el hombre moderno es el animal cuya política tiene por objeto su ser viviente. Como lo mostró el propio Foucault, este umbral biológico de la modernidad no es sólo el umbral a partir del cual una política afirmativa de la vida es posible, también lo es una política negativa de la vida, una política de muerte: una tanatopolítica. El racismo moderno, biológico y de Estado, de hecho, ha llevado a su expresión paroxística el funcionamiento de los mecanismos que se originaron al atravesar este umbral.Con la publicación del curso Seguridad, territorio y población, se agrega al análisis del dispositivo disciplinario y de sexualidad, el estudio de los dispositivos de seguridad. A través de ellos se describe la formación de una de las piezas esenciales de la biopolítica. Las tres primeras lecciones de este curso abordan, precisamente, las características generales del dispositivo de seguridad, comparándolo con los mecanismos de la soberanía y de la disciplina. Para describir los dispositivos de seguridad, Foucault estudia la formación y la problemática de las nociones de medio —especialmente urbano— de población y de normalización.Respecto de la historia de los dispositivos de poder, vale la pena señalar que, si bien Foucault nunca sostuvo una total substitución de los dispositivos de soberanía por los disciplinarios y de éstos por los de seguridad, algunos intérpretes (como Michael Hardt y Toni Negri, en Imperio, por ejemplo) presentaban la historia foucaulteana de los dispositivos de poder como una sucesión. Sin embargo, Foucault insiste, cuando se ocupa de caracterizar los dispositivos de seguridad, precisamente en la posición contraria. No hay una época antigua de la soberanía, otra moderna de las disciplinas y otra contemporánea de la seguridad y de la biopolítica. Soberanía, disciplina y seguridad forman, más bien, un triángulo. Lo que ha cambiado, de una época a otra, es el vértice dominante.A partir de la cuarta lección del curso, el eje del análisis se desplaza de los dispositivos de seguridad al estudio de la historia de las artes de gobernar y de lo que denominará la gubernamentalidad: la racionalidad de las prácticas de gobernar. Esta lección y la siguiente, particularmente interesantes desde un punto de vista teórico y metodológico, pueden considerarse, por ello, como la bisagra del curso. Las lecciones siguientes se ocupan del primer gran capítulo de esta historia, del poder pastoral. Este comienza por sus orígenes en la cultura política oriental (Egipto, Babilonia, Israel), continúa con el análisis del significado de su ausencia en la cultura política grecorromana (Foucault dedica una especial atención a El político, de Platón), analiza su desarrollo con el cristianismo y culmina con su crisis y estatización en los albores de la modernidad. Luego, con las transformaciones del poder pastoral, se inicia el segundo gran capítulo del estudio de las artes de gobernar: la razón de Estado.Las últimas dos lecciones del curso abordan el estudio de la policía como técnica propia de la razón de Estado. En la época, el término "policía", en efecto, es utilizado para referirse al nuevo dominio en el que el poder político y administrativo del Estado puede intervenir. El objeto de la policía, como lo muestra Foucault, es el hombre mismo. En este sentido, "ciencia de la policía" (Polizeiwissenschaft) fue el primer nombre que recibió lo que nosotros conocemos actualmente como estadística.Nacimiento de la biopolítica está enteramente dedicado al estudio de la otra gran forma de la racionalidad política moderna, que surgió precisamente en contraposición a la razón de Estado: el liberalismo. El análisis de Foucault, luego de algunas consideraciones generales y metodológicas, comienza por el cameralismo y el mercantilismo (siglos XVII y XVIII); pasa luego a la fisiocracia, al surgimiento de la economía política y del liberalismo clásico (siglo XVIII). Con la lección del 7 de febrero de 1979, emprende el estudio del neoliberalismo (siglo XX): el neoliberalismo alemán y el llamado Ordoliberalismo, la difusión del modelo alemán en Francia y los Estados Unidos, el paso hacia el neoliberalismo en Francia y el neoliberalismo americano. Las últimas lecciones están consagradas al estudio de lo que él llama el modelo del homo oeconomicus.Asistimos, según Foucault, a una sobrevalorización y, consecuentemente, a una fobia del Estado. Por un lado, bajo el lirismo de un monstruo frío que nos enfrenta (una alusión a Nietzsche); por otro, bajo la forma, paradojal y reductiva, de la limitación del Estado a ciertas funciones consideradas esenciales. Pero, desde su perspectiva, no es el Estado ni la estatización de la sociedad lo que realmente importa para nuestra actualidad, para nuestra Modernidad, sino la gubernamentalidad. Curioso término, casi una mala palabra. Foucault es el primero en señalarlo. Con él se refiere al conjunto constituido por las instituciones, los procedimientos, análisis y reflexiones, cálculos y tácticas que permiten ejercer esta forma de poder que tiene por objetivo la población; por forma mayor, la economía política y los dispositivos de seguridad como instrumento técnico esencial. De ahí que la era de la gubernamentalidad sea la era de la biopolítica, y el liberalismo, una de sus formas constitutivas.No es extraño, entonces, que el curso dedicado a la historia del liberalismo se titule Nacimiento de la biopolítica. Para Foucault, en efecto, la cuestión fundamental que nos plantea el liberalismo no es la del mercado o la de la representación ideológica que la sociedad tiene de sí misma, sino el gobierno de la vida, tal como ésta aparece en ese nuevo objeto de acción y de análisis, descubierto en el siglo XVIII, esto es, la población. Desde este enfoque, la historia del liberalismo, con sus apogeos y sus crisis, aparece como la historia de una difícil y riesgosa relación entre libertad y seguridad; pues, como lo expresa Foucault, "la formidable extensión de los procedimientos de control, de restricción, de coerción, constituirán la contraparte y el contrapié de las libertades".Foucault, quien utiliza por primera vez el término "biopolítica" en 1974 (en una conferencia en la Universidad de Río de Janeiro: "El nacimiento de la medicina social"), no fue su inventor. Por cuanto sabemos, su origen se remonta al sueco Rudolf Kyellen (1905). Tampoco ha sido Foucault el primero en ocuparse de la problemática que este término plantea, es decir, la relación entre la política y la vida biológica. Según informa Roberto Esposito, en su libro más reciente —Bíos. Biopolítica y filosofía, publicado en Italia en 2004—, antes de Foucault es necesario distinguir tres etapas de la biopolítica. Una etapa organicista, en el primer trienio del siglo XX, mayormente en lengua alemana, en la que hay que ubicar a Kyellen y al barón Jacob von Uexküll. Esta primera fase está dominada por el esfuerzo de pensar el Estado como un organismo viviente. En segundo término, una etapa humanista, alrededor de los años sesenta y mayormente en lengua francesa. Aquí encontramos a Aaron Starobinski y a Edgar Morin. En esta segunda fase, se busca explicar la historia de la humanidad partiendo de la vida (en griego, bíos), sin reducir por ello la historia a la naturaleza. En tercer término, se distingue una etapa naturalista, surgida a partir de mediados de los sesenta y en lengua inglesa (en autores como Lynton Caldwell y James Davies). Aquí la naturaleza aparece como el único referente regulativo de la política. Respecto de estas etapas, la obra de Foucault (junto con la de Hannah Arendt) representa una cuarta que no está en relación de continuidad con las precedentes.Foucault ha renovado la problemática y ha conferido a la noción de biopolítica un valor interpretativo y una potencia especulativa que modifican notablemente el cuadro de la filosofía política contemporánea. A pesar de ello, su análisis deja abiertas algunas cuestiones fundamentales: por un lado, la relación entre categorías jurídicas y biopolítica; por otro, la relación de reversibilidad entre política de vida (biopolítica) y política de muerte (tanatopolítica).A partir de ellas y, por lo tanto, continuando su trabajo, es necesario señalar la aparición de una quinta etapa en la teoría de la biopolítica, representada por dos filósofos italianos: Giorgio Agamben (especialmente sus textos Homo sacer. El poder soberano y la vida desnuda, de 1995, y Estado de excepción, de 2003) y Roberto Esposito (además del texto que mencionamos antes, Immunitas. Protección y negación de la vida, 2002). La primera cuestión —la relación entre categorías jurídicas y biopolítica— es la que afronta Agamben estudiando la noción de estado de excepción: el mecanismo por el cual el poder se refiere a la vida. La segunda —reversibilidad entre bio y tanatopolítica— es la que aborda Esposito con la noción de inmunidad. Mientras Agamben considera que la relación entre el poder soberano y la vida es constitutiva de todo poder soberano, no sólo moderno, Esposito sostiene, en cambio, que la biopolítica, estrictamente hablando y como piensa Foucault, es un producto propio de la modernidad (llega incluso a afirmar que la noción de inmunidad puede convertirse en el paradigma interpretativo de la modernidad).Más allá de estas diferencias, una cosa es cierta: Foucault, con sus análisis de la biopolítica, la razón de Estado y el liberalismo, ha abierto una nueva y fructífera etapa para la filosofía política. Por un lado, ya no podemos pensar la política de la misma manera. Aunque sigamos utilizando las viejas categorías modernas (soberanía, propiedad, libertad), ellas ya no tienen el mismo sentido: están atravesadas por la problemática de la biopolítica. Por otro, pensar una biopolítica que no incluya como mecanismo inmunológico una tanatopolítica —que no se convierta por seguridad en política de muerte— parece ser el desafío más importante que debemos afrontar.

domingo, enero 02, 2005

Susan Sontag: retrato de una intelectual (1933-2004)

Es difícil sobrevivir a una fama temprana. Susan Sontag apenas había cumplido los treinta años en 1964, cuando sus "Notas sobre lo camp" aparecieron en Partisan Review y de la noche a la mañana se convirtió en una celebridad en los Estados Unidos, coronada por una reseña del New York Times que explicaba a sus lectores cómo un artículo publicado en una revista literaria podía haber repercutido en todo el país más allá de los círculos intelectuales. La proeza de definir, por ejemplo, una forma de sensibilidad hasta ese momento difusa, y de hacerlo en una prosa digna de los ensayos de Oscar Wilde había sido cumplida por una mujer que las fotografías revelaban de una belleza sensual: pelo renegrido, labios pulposos, grandes ojos de mirada intensa. Sontag logró sobrevivir a esa notoriedad imprevista y no buscada. Lo logró con una exigencia intelectual y cívica poco frecuente. Sus ensayos de aquellos años, que iban a aparecer reunidos en Contra la interpretación (Against Interpretation) y Estilos radicales (Styles of Radical Will), la impusieron como una escritora brillante que ignoraba lisa y llanamente el provincialismo de los intelectuales norteamericanos: su frecuentación de la obra de Cioran, Barthes, Artaud y Lévi-Strauss; más tarde de Canetti y Benjamin, alimentaba una exploración del hecho estético y del juego de ideas que incluía, desde el principio, al cinematógrafo entre sus referencias ineludibles: Bresson, Godard, Persona de Bergman o el Hitler de Syberberg. "Europeizada" para sus compatriotas, esta mujer criada en Arizona y California, educada en las universidades de Chicago y Harvard, al llegar por primera vez a París a los diecinueve años emergió de la Gare Saint-Lazare para tomar un taxi sin dar al chofer otra indicación que la palabra "Sorbonne". Lo contaba muchos años más tarde, riendo por el sentido práctico que el episodio revelaba contra una aparente vocación académica: la joven ávida de experiencia sabía que era en los alrededores de la célebre universidad donde hallaría hoteles baratos para estudiantes... Había en Sontag algo profundamente norteamericano, acaso propio de otra época de los Estados Unidos: cierta candidez aliada a una inagotable curiosidad, algo que recuerda a las heroínas de Henry James. En su caso, los vaivenes de la historia que le fue contemporánea no dejaron de solicitarla. Participó en la militancia contra la intervención de su país en Vietnam, hizo (como Mary MacCarthy y otros intelectuales norteamericanos) el viaje ritual a Hanoi y escribió un libro sobre su visita al país agredido por sus compatriotas. Pero en ningún momento cedió a la inevitable, acaso necesaria, miopía de toda militancia: siempre vio cómo la utopía comunista exigía para realizarse renunciar a todo espíritu crítico, así como comprendía hasta qué punto la abundancia de la oferta cultural en el mundo capitalista ahoga bajo su ruido las voces individuales que no se promueven según las leyes del mercado. Por aquellos años Sontag también hizo sus primeras incursiones en el cine (en Suecia) y en el teatro (en Italia). Los resultados no fueron lo más destacado de su obra pero sí un predicado de ese personaje de avasallante energía que, paradójicamente, iba a confirmar la enfermedad: de su primer cáncer, en 1974, surgió no sólo un libro, La enfermedad como metáfora (Illness as Metaphor), sino también una renovada voluntad de vivir reconocible en toda su producción de aquellos años. En los ensayos de Sobre la fotografía (On Photography) y Bajo el signo de Saturno (Under the Sign of Saturn) hay una urgencia inédita por intervenir en los temas que aborda. Sontag siempre entendió que lo imaginario es no sólo una parcela decisiva de la realidad; interviene en ella, la modifica, le reconoce valores diferentes de lo meramente económico o moral. Hace veinte años luchó para que se publicara en inglés a Robert Walser; hace un año, para que se tradujera a Roberto Bolaño. Durante más de treinta años de amistad, era raro que en nuestros encuentros no citara regularmente a Borges, el nombre de algún personaje de la Historia universal de la infamia, alguna situación de un cuento o, sencillamente, la estatura mítica del ciego que encarnó para el siglo XX la literatura entera. Recuerdo que después de la caída del muro de Berlín intuyó que una ola de guerras civiles, locales, iba a terminar de destruir los últimos focos de cultura cosmopolita que los nacionalismos inventados en el siglo XIX habían logrado gradualmente exterminar al imponerse en el siglo XX. A mi afecto por la desaparecida Esmirna anterior a Kemal Atatürk, a la extinta Alejandría anterior a Nasser, Susan me iba a responder que era necesario agregar Sarajevo, adonde fue en plena guerra civil de la ex Yugoslavia, menos para poner en escena, bajo las bombas, Esperando a Godot que para estar cerca de las ruinas de una ciudad donde habían podido convivir durante siglos cristianos, musulmanes y judíos. Poco antes yo había realizado un pequeño film en el que a través de la música de Scarlatti evocaba la Andalucía anterior a 1492, donde esa misma convivencia había sido posible. Le envié un video del film como respuesta a su viaje y en nuestro siguiente encuentro me lo comentó diciéndome: "Cada vez más la verdadera patria de gente como nosotros estará en la imaginación y en los libros". Esto me lleva a su admirable condena de la política de Israel, algo audaz para una judía norteamericana no marxista, y a su no menos admirable condena de la corrupción de los dirigentes palestinos que pretenden actuar en nombre de su pueblo, relegado y discriminado en su propia tierra. Demonizada por la prensa de su país porque mantuvo la cabeza fría después del ataque a las Torres Gemelas de Nueva York, su ferocidad se hizo mayor cuanto más de cerca la tocaba la soberbia del poder armado: ante la agresión norteamericana a Irak, con la salud ya minada por una serie de cánceres recurrentes, no dejó de participar en lo que podríamos llamar la resistencia interna. Cuando fue a recibir el premio de los libreros alemanes en 2003 (una de las distinciones europeas más independientes y respetadas, lejos de la politiquería del premio Nobel), el embajador de los Estados Unidos en Alemania rehusó asistir a la ceremonia y ella le agradeció públicamente su ausencia. El horror de la tortura institucionalizada indignaba por encima de cualquier otra cosa a Sontag. No en vano nunca luchó por principios abstractos, que siempre terminan justificando lo inaceptable, sino por el derecho de los individuos a vivir a la altura de sus aspiraciones. Su último libro de ensayos se tituló Ante el dolor de los demás (Regarding the Pain of Others), título que juega con los dos sentidos que tiene en inglés su primera palabra: tanto "respecto a" como "mirando" el dolor de los demás. Me doy cuenta de que no he hablado de la obra de ficción de Sontag, la parte menos apreciada de su producción; es, sin embargo, la que más claramente refleja su trayectoria humana individual. A sus primeras novelas de los años 60, El benefactor (The Benefactor) y Estuche de muerte (Death Kit), ejercicios demasiado intelectuales para resultar realmente convincentes como obras de imaginación, sucedió un largo silencio que iba a romperse en la última década con dos voluminosas novelas en apariencia "históricas", donde el placer de contar, de inventar situaciones y peripecias para sus personajes, de variar los abordajes narrativos a lo largo del mismo libro está alimentado por sus emociones más personales: en El amante del volcán (The Volcano Lover), su pasión por Italia, su fascinación con las pasiones que ese territorio de la inteligencia y el placer de los sentidos despertó siempre en los extranjeros, y al mismo tiempo la admiración por la lucha revolucionaria encarnada en una figura de mujer; en En América (In America), su propia pasión por el teatro, por inventarse una nueva identidad en un escenario que en este caso es el de un continente inexplorado. Estas novelas están llenas de vida emotiva e intelectual y en ellas reconozco la satisfacción de un deseo que en Susan Sontag iba aumentando con la edad, con la salud asediada, con la pérdida de las ilusiones políticas en este mundo cada vez más atroz, el de nuestro presente. Decir que ese deseo es el de vivir intensamente, el de conocer más y mejor, el de explorar nuevas experiencias me parece una forma acaso banal de describir una entrega que en ella tenía la nobleza de las pasiones a las que un individuo se atreve y aún más si es un intelectual, a quien la imaginación colectiva ve ajeno a toda intensidad de sentimiento. Es, sin embargo, esta intensidad del sentimiento lo que hoy, en este día de tristeza, a pocas horas de enterarme de su muerte después de meses de lucha contra un linfoma, rescato de la mujer que fue mi amiga. Dedico estos párrafos a la persona que ella más quiso: a su hijo