sábado, abril 30, 2005

Robert Musil

Acaba de publicarse en la Argentina la versión definitiva de la obra cumbre de Robert Musil. El hombre sin atributos (Seix Barral) es uno de los libros más admirados por otros escritores del siglo XX, y cifra de una relación intensa y angustiante con la literatura concebida como suma de vida, ensayo y ficción.
El atractivo del psicoanálisis, su fama y su aceptación, provienen quizá de su capacidad para democratizar el heroísmo y la tragedia, para arrebatarle a la aventura su aura elitista e inyectarla en lo más íntimo de la apagada vida burguesa. Muerto Dios, en un mundo desacralizado por la ciencia, la teoría psicoanalítica apareció y dijo: los dioses combaten en el interior del hombre, en lo profundo de toda persona habita el drama y grita el deseo.
La génesis de esa idea –desarrollada hace algunos años por Ricardo Piglia– fue tempranamente planteada por Robert Musil en su descomunal e inconclusa novela El hombre sin atributos, la más ensayística y nietzscheana de las novelas, acaso la más ignorada de las grandes obras literarias de principios del siglo XX, cuya versión definitiva acaba de llegar al país. Al austríaco Musil no le caían nada simpáticas las teorías de su contemporáneo Freud. Frente a la épica de la subjetividad propiciada por el psicoanálisis, frente al hombre moderno que la racionalidad científica ha cosificado y dejado vacío, sin esencia detrás de sus circunstancias, sin una verdad última a la que remitir su vivir, Musil proyectó una salida. Inventó un nuevo héroe, amoral y nada romántico, que busca erotizar la razón, un hombre potencial que se atreve a asumir la multiplicidad de alternativas que ofrece la realidad, el que acepta todo pero no se deja celar por nada, el hombre sin cualidades que alberga todas las posibilidades sin dejarse determinar por una unidad que las reúna. “El hombre cuyo yo está en busca de su mí” es la traducción que (en inglés) George Steiner sugirió para el título del libro.
Por su vastísima variedad de temas, por su complejidad y erudición enciclopédica, El hombre sin atributos puede aceptar las más diversas lecturas e interpretaciones, incluso las más contradictorias. Críticos y comentaristas no se las han ahorrado. Con más de 1500 páginas, la novela es un monstruo que se devoró a sí misma y a su creador: Musil trabajó en ella más de veinte años y murió sin poder terminarla, corrigiendo y reescribiendo obsesivamente. “Todo lo inteligente termina cancelándose a sí mismo”, opinaba él.
La trama y los personajes de la novela, el trasfondo histórico y el inventario de ideas que despliega aparecen atados a la vida del autor, a su heterogénea formación intelectual y al derrumbe civilizatorio que hizo estallar a su época en dos guerras mundiales. Robert Edler von Musil nació en 1880, en Klagenfurt. Se formó en una escuela de cadetes y luego en una academia militar cuyas enseñanzas no le fueron gratas: la llamaba “el ojete del diablo” y sobre su experiencia allí escribió su primera novela, Las tribulaciones del estudiante Törless (1906), en la que se ha querido leer un anticipo del sádico autoritarismo nazi.
Antes de participar de la Gran Guerra se licenció en ingeniería, estudió filosofía, matemática y psicología, y hasta patentó un cromatógrafo, un aparato que descomponía los colores hasta llegar al blanco (digno invento del autor de un libro titulado El hombre sin atributos, se ha dicho). Pero lo dejó todo para dedicarse a la literatura. Vivió en Berlín y en Viena, la ciudad consciente de protagonizar los últimos días de la humanidad, devorada por la aceleración de la historia, la capital de un imperio que reunía a Kafka, Elias Canetti, Alfred Loos, Hugo von Hoffmansthal, Mahler, Wittgenstein y también a Hitler. Del Führer terminaría huyendo Musil en 1938, tras la anexión de Austria. Para entonces sus obras habían sido prohibidas por “oscurantistas” y de “un pesimismo decadente”. Se instaló en Suiza hasta su muerte, fechada en 1942.
Las crónicas de sus contemporáneos, así como la más completa biografía (publicada en alemán en el 2003 y aún sin traducir), no recuerdan a Musil como una compañía agradable sino como alguien frío, orgulloso e inaccesible, siempre impecablemente vestido y con el sentimiento de no ser reconocido ni valorado. Cosa que era cierta. Tras un relativo éxitoinicial fue paulatinamente olvidado. Su obra teatral Los entusiastas se representó sólo una vez (entre los espectadores estuvieron Luigi Pirandello y Joseph Goebbels). El exilio y el fracaso literario lo hundieron en la pobreza. Los últimos años vivió gracias a la caridad de escasos admiradores y filántropos. “Que uno no sea famoso es natural, pero que no tenga suficientes lectores como para vivir es escandaloso”, pensaba. Tampoco era reconocido por los círculos literarios. Walter Benjamin declaró su admiración por él como pensador, pero lo negó como novelista. Su independencia de pensamiento y falta de pragmatismo no ayudaban. Además, el sentimiento era recíproco: Musil desdeñaba a sus colegas. Consideraba inferiores a escritores famosos, como Franz Werfel y Stefan Zweig, y menospreciaba a otros estimados como genios, entre ellos a Thomas Mann y Hermann Broch (que, a su vez, fueron algunos de aquellos filántropos que le permitieron sobrevivir). James Joyce le era indiferente: fueron vecinos en Zurich y jamás se hablaron siquiera.
La amargura y el aislamiento de Musil crecieron en forma proporcional al trabajo que le dedicó diariamente, desde 1920, a El hombre sin atributos. En una carta de 1934 comparó sus esfuerzos en la novela con “la dedicación de un gusano de la madera perforando el marco de un cuadro en una casa que se está incendiando”. Cuando murió en Ginebra, sólo ocho personas acompañaron su ataúd. El reconocimiento internacional comenzaría a llegar años después.
Densa, sofisticada y presuntuosa, pero a la altura de sus ambiciones, la enorme novela de Musil sólo puede compararse con monumentos como En busca del tiempo perdido y Ulises. La obra surgió como la reunión de varios proyectos diferentes: una sátira sobre la decadencia de Occidente, el relato de un homicidio, una narración que iba a llamarse “La hermana gemela”. La novela está dividida en dos libros. El primero, publicado originalmente en 1930, sitúa el relato en 1913 y en el reino imaginario de Kakania, nombre que, además de remitir a su manifiesta cacofonía, alude a la sigla KK, de kaiserlich und königlich (“imperial y real”), la fórmula con que se citaba al Estado austrohúngaro.
El hombre sin cualidades es Ulrich, alguien muy parecido al autor, un matemático escéptico e idealista, de un incansable meditar, sistemático y extremo. Tiene 32 años y detrás suyo sólo ve ruinas y adelante, un precipicio: la crisis de una civilización desbocada. Ulrich se convence de ser un hombre sin atributos cuando reconoce que su época, no muy distinta de la actual, es capaz de considerar “genial” a un caballo de carreras: “Un campeón de boxeo y un caballo superan a un gran intelectual en que su trabajo puede ser medido sin discusión, y el mejor entre ellos es reconocido como tal por todos”. Sin asumir una perspectiva romántica, la novela denuncia la escisión entre razón y espíritu que quiebra al hombre moderno, acusa a la técnica instrumental de haber colonizado mundo y valores. “Vivimos una época en que las máquinas se hacen cada vez más complicadas y los cerebros, cada vez más primitivos”, sostenía Karl Kraus, otro lúcido contemporáneo del autor.
Meticuloso y exhaustivo hasta la obsesión (en sus diarios, Musil se autodenominaba “el vivisector”), Ulrich sueña una “utopía de la vida exacta”, una matemática del espíritu, aboga por la creación de un secretariado general del alma y la precisión. Se resiste a aceptar que la vida intelectual implique coartar la vida emocional: en ese sentido es que quiere una razón erotizada.
El argumento del primer libro crece capilarmente en torno a Ulrich y sus relaciones con la Acción Paralela, una misión patriótica destinada a planificar un homenaje al 70º aniversario del emperador en el trono, a celebrarse en 1918. Con ese pretexto, Musil se burla de la burocracia, la vacuidad y la charlatanería de una sociedad en putrefacción. “Tiene que suceder algo”, es la premisa repetida hasta el hartazgo, “algo”relacionado con las grandes ideas, con la supremacía imperial, la paz y la cultura con mayúsculas. Nada sucederá. Una de las ironías de la novela (“la ironía no es un gesto de superioridad sino una forma de lucha”, entendía Musil) es que el fastuoso homenaje está, para el autor y el lector, fracasado desde su concepción: en 1918 desaparecerían del mapa el Imperio Austrohúngaro y su estrafalaria sucedánea KK.
En ese contexto se posicionan los muchos personajes. Arnheim, el hombre con atributos, un prusiano exitoso y cosmopolita que tiene ideas sobre todo y siempre tiene ganas de explicarlas, inspirado en Walter Rathenau, un político de Weimar que fue asesinado por los antisemitas. Walter, el genio malogrado, basado en un amigo de la infancia del autor, Gustl Donath, que resultó bastante disgustado con su retrato. La esposa de Gustl, Alice Donath, inspiró el personaje de Clarisse, que en la ficción y la realidad terminó loca (Musil fue razonablemente acusado de no colaborar con su salud mental por haberle regalado las obras completas de Nietzsche para su boda). A partir de un caso real, Musil teje una trama secundaria en torno a Moosbrugger, el autor de un violento crimen sexual que le permite explorar el reverso de la civilización: “Si la humanidad pudiera soñar colectivamente... ese sueño sería Moosbrugger”, reflexiona Ulrich. Pese a su tendencia a la abstracción, a las descripciones casi fenomenológicas, la novela tiene pasajes muy graciosos, que brotan de seres como la snob Diotima, tan hermosa como imbécil; Tuzzi, el burócrata cornudo; y el hilarante general Stumm von Bordehr. También están las amantes de Ulrich, Leona y la ninfómana Bonadea; luego aparecen Meingast, un farsante de discurso seudomístico basado en el siniestro Ludwig Klages, y unos cuantos personajes más.
La decadencia del mundo narrado y las aspiraciones de sus habitantes contrastan con el estilo y el tono de un Musil mesurado, distante y meditativo, deliberadamente complejo, que apela a un lenguaje emparentado con la exactitud científica y a la vez pleno de ambigüedades, lírico y analítico. La acción avanza lentamente, morosa, narrada en forma indirecta o velada por las reflexiones de sus criaturas. La novela no es realista ni mucho menos psicológica. ¿Novela gnoseológica? Para Milan Kundera, Musil es junto con Broch autor de una de las llamadas nunca escuchadas por la historia de la novela: la del pensamiento, “hacer de la novela la suprema síntesis intelectual”.
“Hacia el imperio milenario (Los criminales)” es el título del libro segundo, del que Musil sólo llegó a publicar 38 capítulos en 1933. A fines de esa década, ya en el exilio, entregó otros veinte capítulos bajo presión de su editor, que le había adelantado dinero. Pero antes de que fueran publicados retiró las pruebas de imprenta y el día en que murió aún seguía revisando y añadiendo. Un año después, la viuda del escritor publicaría parte del material heredado, que superaba las 10 mil páginas manuscritas. Los textos vinculados a la novela serían incluidos en la edición alemana de 1951, pero recién en la de 1978 aparecerían -teóricamente– completos y ordenados. Sobre la base de esa última publicación se realizó la nueva edición castellana de Seix Barral, que recupera la distribución de la obra en dos tomos, en lugar de los cuatro volúmenes que formaban la primera traducción, aparecidos entre 1968 y 1982. Ya en el 2001, en España, la misma editorial había publicado la obra en dos tomos, reproduciendo idéntico material antes distribuido en cuatro. Finalmente, en diciembre pasado vuelve a publicar dos tomos, con iguales versiones castellanas, pero revisadas por uno de los tres traductores, Pedro Madrigal. Es esta versión definitiva la que ahora llega a la Argentina, aunque, de acuerdo con sus notas, el propio Madrigal, “para no abultar”, decidió omitir ciertos capítulos “un poco reiterativos” que Musil dejó a medio corregir.El carácter inconcluso del segundo libro no se advierte en la escritura, sumamente elaborada, pero sí en el argumento: hay muchos hilos nunca hilvanados, subtramas interrumpidas. La Acción Paralela y su fauna, junto con el tono satírico, son relegados como un fondo sobre el que se dibuja la relación entre Ulrich y Agathe, los hermanos que se reencuentran después de muchos años. Sobre Agathe, como antes sobre Clarisse y Diotima, se apoya la mirada de Musil atenta a la psicología femenina, ya presente en obras anteriores (en los relatos de Tres mujeres y de Uniones).
“Sólo hay una pregunta que realmente merece pensarse y esa pregunta es: ¿cuál es la vida auténtica?”, dice el hombre sin atributos. El segundo libro cuenta su viaje hacia la verdadera vida, un “otro estado” al que se llegaría por el amor y el erotismo como vías místicas. Antes descripto como “una persona religiosa a la que, simplemente, le ocurre que no cree en nada por el momento”, ahora Ulrich, como un asceta, busca la supresión de la individualidad y la comunión con el otro, la trascendencia en una forma de androginia.
Musil no llegó a elegir ninguno de los finales que había imaginado para la novela. Uno era, al estilo de La montaña mágica, el estallido de la Gran Guerra. Alguna vez declaró que su intención era concluir en medio de una frase, después de una coma. También habló de cerrar el libro con una serie de aforismos. Otro desenlace posible, acaso el más probable, es el de la consumación del amor entre los hermanos. Es el final que han elegido los editores. Fugados de la sociedad, situados en un jardín edénico, “los criminales” entienden que sólo desafiando a la moral burguesa podrán encarnar la felicidad. Claudio Magris observó que las últimas páginas de la novela alcanzan “una de las más altas representaciones de la perdición amorosa, una felicidad indisoluble del horizonte marino en la que tiene lugar, pero tan intensa que los dos amantes no logran soportarla, de suerte que regresan a la vulgaridad, al flirt sin encanto y sin herida, a las ocupaciones y a las horas que se escurren en la nada pero que, no siendo nada, no acarrean dolor al desvanecerse”.

ERIC HOBSBAWM

Siento una gran admiración por Mijail Gorbachov. Se trata de una admiración que comparten todos los que saben que, de no ser por sus iniciativas, el mundo seguiría viviendo bajo la sombra de la catástrofe de una guerra nuclear, y también que la transición de la era comunista a la era no comunista en Europa oriental, y en la mayor parte de los sectores no caucásicos de la ex URSS, tuvo lugar sin un derramamiento de sangre significativo. Su lugar en la historia está asegurado.¿Pero la perestroika dio lugar a una segunda revolución rusa? No. Produjo el derrumbe del sistema que se había basado en la Revolución de 1917, a lo que siguió un período de ruina social, económica y cultural del que los pueblos de Rusia todavía no terminan de salir. La recuperación de esa catástrofe ya está tardando más de que lo que le llevó a Rusia recuperarse de las dos guerras mundiales.Lo que emerja de esta era de catástrofe postsoviética es algo que la perestroika no contempló, y mucho menos preparó, ni siquiera después de que los partidarios de la perestroika tomaron conciencia de que su proyecto de un comunismo reformado, o incluso de una URSS socialdemocratizada, era imposible. Ni siquiera lo contemplaron los que llegaron a pensar que el objetivo debía ser un sistema capitalista según el modelo occidental liberal, y más precisamente el estadounidense.El fin de la perestroika precipitó a Rusia en un espacio carente de toda política real, con excepción de las recomendaciones de libertad de mercado de los economistas occidentales —que eran aún más ignorantes de la forma en que funcionaba la economía soviética que sus seguidores rusos respecto de cómo operaba el capitalismo occidental—. Por ninguna de ambas partes hubo una consideración seria de los problemas necesariamente largos y complejos de la transición. Ni pudo haberla, cuando se produjo el derrumbe, dada la velocidad del mismo.No quiero responsabilizar de eso a la perestroika. La economía soviética era casi sin duda irreformable para la década del 80. Si hubo oportunidades reales de reformarla en la década del 60, éstas se vieron saboteadas por los intereses de una nomenklatura que para ese momento ya estaba muy consolidada y era incontrolable. Es posible que la única verdadera oportunidad de reforma haya tenido lugar en los años que siguieron a la muerte de Stalin.Por otra parte, el repentino derrumbe de la Unión Soviética no era algo probable ni esperado antes de fines de los años 80. Una importante figura de la CIA que fue entrevistada por el profesor Fred Halliday, de la London School of Economics, consideraba que, en el caso de que Andropov hubiera sobrevivido y hubiera gozado de buena salud, aún habría existido una Unión Soviética a fines de los años 90.Torpe, ineficiente, en lenta declinación económica, pero todavía existiría. La situación internacional habría sido muy diferente. La caída del único estado ruso que había sido una gran potencia mundial desde el siglo XVIII generó un caos internacional, como pasó también tras el derrumbe de los imperios Austro-Húngaro y Otomano después de la Primera Guerra Mundial. Durante algunos años, hasta la misma existencia de Rusia como estado quedó cuestionada. Ya no es así, pero el necesario restablecimiento del poder estatal en Rusia en los últimos años puso en riesgo la liberalización política y jurídica que fue el principal —y me atrevería a decir que el único— logro de la perestroika.¿La perestroika anunció "el fin de la historia?" El derrumbe del experimento que inauguró la Revolución de Octubre es sin duda el fin de una historia. Ese experimento no se repetirá, si bien la esperanza que representó, por lo menos en un primer momento, seguirá formando parte de las aspiraciones humanas. La enorme injusticia social que dio al comunismo su fuerza histórica en el siglo pasado no disminuyó en este siglo. ¿Pero fue "el fin de la historia", como proclamó Francis Fukuyama en 1989 con una frase de la que sin duda hoy se arrepiente?Fukuyama estaba doblemente equivocado. En el sentido literal de la historia como algo que genera titulares en diarios y noticieros, la historia en efecto continuó desde 1989, y con características aún más dramáticas que antes. A la Guerra Fría no siguió un nuevo orden mundial, ni un período de paz, ni tampoco la perspectiva de un progreso global predecible, como pensaban los observadores occidentales a mediados del siglo XIX, el último período en que el capitalismo liberal —en aquellos días bajo el auspicio británico— no tuvo dudas respecto del futuro del mundo.Lo que tenemos en la actualidad es una superpotencia que aspira de forma nada realista a una supremacía mundial permanente que no tiene antecedentes históricos ni tampoco probabilidades, dado lo limitado de sus propios recursos, sobre todo en momentos en que el poder estatal se ve debilitado como consecuencia del impacto de agentes económicos no estatales en una economía global que excede el control de todo estado, y dada la visible tendencia del centro de gravedad global a desplazarse del Atlántico norte al sur y al este de Asia.Más cuestionable aun es el sentido más amplio —casi hegeliano— de la frase de Fukuyama. Implica que la historia tiene un fin, a saber una economía capitalista mundial sin límites, unida a sociedades que se rigen por instituciones democráticas liberales. Esa teleología no tiene una justificación histórica, ya sea marxista o no marxista, y sin duda no hay nada que sustente la creencia en un desarrollo mundial único y uniforme.Tanto la ciencia evolutiva como las experiencias del siglo XX nos enseñaron que la evolución no tiene una dirección que nos permita hacer pronósticos concretos sobre sus futuras consecuencias sociales, culturales y políticas.La creencia de que los Estados Unidos o la Unión Europea, en sus diversas formas, alcanzaron una forma de gobierno que, por más deseable que pueda ser, está destinada a conquistar el mundo y no está sujeta a la temporalidad y la transformación histórica, es el último de los proyectos utópicos tan característicos del siglo pasado. Lo que el siglo XXI necesita es esperanza social y realismo histórico.

domingo, abril 17, 2005

Para que las razones ajenas se respeten

En Las voces de la libertad (Edhasa), Michel Winock estudia el compromiso político y social de los intelectuales franceses durante el siglo XIX. La herencia de esos hombres y mujeres, entre los que se cuentan Benjamin Constant, Victor Hugo, Emile Zola, George Sand y Madame de Staël, marcó el papel que habrían de desempeñar sus descendientes espirituales no sólo en Francia, sino también en el resto del mundo occidental
Las voces de la libertad, del historiador Michel Winock, acaba de aparecer en castellano. La obra lleva por subtítulo Intelectuales y compromiso en la Francia del XIX. ¿Qué estudia este voluminoso trabajo de más de novecientas páginas? La figura del hombre de letras como vocero de una causa política o, más ampliamente, de un ideario social. Bueno es recordarlo a comienzos del siglo XXI. Las voces de la libertad, en lo que atañe a los intelectuales, se reducen desgraciadamente a unas contadas expresiones, diseminadas mayormente en América y Europa. Pocos son hoy los escritores que rebasando el campo académico y el ejercicio absorbente de sus especialidades, han querido y sabido aunar, al cumplimiento de su vocación, el compromiso con los problemas que en tantos órdenes enfrentan sus comunidades y la comunidad internacional. No obstante, la palabra de los intelectuales no deja de ser objeto de la demanda social tras la apatía que siguió al descrédito en que cayeron las polarizaciones entre izquierdas y derechas, a fines del siglo pasado. De ellos se espera un planteo más matizado que el que proviene de los líderes políticos que hoy rigen el mundo; una reflexión más honda y más franca que la que alientan los maniqueísmos. Los imperialismos abiertos o solapados de esta hora, así como los fundamentalismos de distinto signo, están lejos de agotar en sus planteos la lectura de lo que nos pasa. El libro de Winock nos remite a un período histórico en el que los ideales progresistas, orientados hacia la instauración de una sociedad más justa, absorbieron el interés de buena parte de la intelectualidad francesa. Crear ficción e incidir sobre el curso de los acontecimientos pasaron a ser imperativos convergentes. Realismo y ensoñación se fundieron así en un proceso complementario cuyos frutos indaga este ensayo. Dividida en tres secciones, la obra de Winock se extiende, en conjunto, desde los días fundacionales de la Revolución de 1789 hasta el apoteótico adiós brindado a Victor Hugo en sus funerales. Más de treinta protagonistas de la cultura francesa del siglo XIX desfilan por sus páginas. Como es fácil advertir, el territorio biográfico e histórico abarcado no puede ser más amplio y, repasando los nombres que lo animan, no puede ser más elocuente. En lo que hace a sus recursos narrativos, Winock entiende que la historiografía procede como la novela: "elige, simplifica, organiza". Su propósito es contar la historia de los combates llevados a cabo por los hombres de letras, los escritores y los escribientes (siguiendo la distinción de Roland Barthes) confundidos a favor de la libertad, a la vez contra los poderes y contra los demás hombres de letras, servidores de la autoridad reaccionaria o de la autoridad utopista". No le interesa, pues, elaborar una historia literaria. La trama de su libro es política. Ello explica la ausencia de ciertas figuras estelares de la poesía. Justificadamente entonces, brillan por su ausencia De Vigny y Nerval. Lo mejor de la atención y del afán analítico de Winock se concentra en autores como Constant y Zola, por ejemplo, para no hablar de Victor Hugo. ¿Qué advierte en ellos Winock? La consagración apasionada a la política, su incidencia sobre la opinión pública en torno a los problemas éticos y sociales, el talento literario puesto al servicio de la consideración de la actualidad. La crónica, el artículo, la nota periodística, le deparan las evidencias que busca. Textos menores para una mirada convencional, de ellos sin embargo extrae Winock la savia que nutre el tronco de su apasionante propuesta. Con ellos reconstruye los caminos transitados por la búsqueda de libertad en el siglo XIX. Entre los señalamientos centrales de Michel Winock figura éste: los hombres y mujeres del siglo XIX "presentan, desde el punto de vista político, una particularidad que los distingue a la vez de los intelectuales del siglo XVIII y de los intelectuales del XX". Para evidenciarla, Winock recurre a una página célebre de Tocqueville, extraída de El Antiguo Régimen y la Revolución. A propósito de los primeros (es decir, los intelectuales del siglo XVIII) Tocqueville afirma: "Mientras que en Inglaterra aquellos que escribían sobre el gobierno y los que gobernaban estaban mezclados, y unos ponían en práctica las ideas nuevas, mientras otros recogían y circunscribían las teorías con la ayuda de los hechos, en Francia (durante ese mismo siglo) el mundo político quedó dividido como en dos provincias separadas y sin comercio entre ellas. En la primera se administraba; en la segunda se establecían los principios abstractos sobre los cuales se debe fundar toda administración". De modo que, en el siglo XVIII, Francia vivió sumida en una disociación profunda entre realizadores y pensadores de lo político. Estos últimos abocados, según Tocqueville, a elaborar consideraciones sobre una ciudad ideal que distaba de ser aquélla donde la historia desplegaba cotidianamente su vértigo y sus contradicciones. Considera, además, Michel Winock que ese mismo diagnóstico puede aplicarse a los intelectuales del siglo XX, "época en la que tanto se habló de compromiso". "Los escritores del XIX, a su vez, también se comprometieron, añade Winock, y ahí reside el propósito de nuestro estudio. Se comprometen por o contra la libertad, a favor o en contra de la monarquía y de la República, a favor o en contra del socialismo. Pero si muchos de ellos construyen todavía castillos en el aire, la mayor parte se asigna a sí misma el deber de participar en la acción. Solicitan escaños parlamentarios, se convierten incluso en ministros o hasta en jefes de gobierno. En esta sociedad censataria, y desde luego elitista, incluso después de la instauración del sufragio universal, desean asumir sus responsabilidades y sus convicciones. Aristócratas de nacimiento o del saber o del talento, estiman que si piensan y comentan la política, deben hacerla también." Nada muy distinto, como bien se ve, de lo ocurrido entre nosotros, los argentinos, a lo largo del siglo XIX, pródigo en figuras destacadas en el campo intelectual y reacias a escindir su labor creadora del quehacer político. El alejamiento de los intelectuales de la política argentina sobrevendrá recién en el siglo XX. Su ejercicio, especialmente errático a partir de 1930, verá alternarse, en la administración del poder, a militares y civiles que serán, en su mayoría, abogados y ya no escritores. Winock no se interesa únicamente por los escritores comprometidos. También le importan las escritoras. No se le escapa el notable desempeño de las mujeres del siglo XIX en la transformación de la política francesa. Ellas, subraya, "no podían pretender la obtención del mando. Su presencia, en la vida política, por tanto, es mucho más asombrosa aún, y mucho más fuerte, sin duda, que en el siglo XX. Germaine Staël, George Sand, Flora Tristan, Marie d´Agoult (Daniel Stern), Jenny d´Héricourt, Pauline Roland, Louise Michel, Séverine, tantas y tantas mujeres de letras que, desafiando las barreras jurídicas, la reprobación social y la ironía o los llamamientos a la prudencia de sus mejores amigos, no dudaron el lanzarse al combate político. Desde luego, todo separa (y no solamente el tiempo) a la liberal madame de Staël, hija de las Luces y del barón de Necker, de la pasionaria Louise de Michel, comunera y anarquista. Queda esa presencia femenina obstinada en el centro del foro". Al volver la mirada sobre las costas del Río de la Plata, el siglo XIX ofrece un panorama muy distinto. Ni rastros de protagonismo femenino en el escenario político. Llamativo contraste con el siglo XX en el que las mujeres, especialmente en la Argentina, alcanzarían el centro de la escena cada vez con mayor intensidad. A Michel Winock no sólo le importan las convicciones de esas mujeres y de esos hombres del siglo XIX francés consagrados a la política con el mismo fervor que a la literatura. Explora sus vidas con idéntico interés. Mejor aún: enhebra el relato de sus biografías con la génesis y el desarrollo de sus ideas. No olvida ni la sorprendente coherencia que a veces existió entre unas y otras, ni las incoherencias, notorias en más de un caso, que también tuvieron lugar. ¿Un ejemplo restallante de esto último? El de Benjamin Constant. "Su vida veleta e indecisa contrasta violentamente con el vigor de su pensamiento y el rigor de su pluma". Este es uno de los retratos más logrados entre los retratos ofrecidos por Winock. Otro de la misma estirpe: el de Augusto Compte. Tras su místico amor por Clotilde de Vaux", el fundador del positivismo desembocó en la invención "de una religión delirante". A diferencia de nuestro tiempo, signado por el escepticismo en el ascendente de los valores morales sobre la política, el siglo XIX apostó a la concreción de las esperanzas colectivas. Se sintió heredero de la ilustración. Concibió las utopías mesiánicas y creyó en ellas y en el sentido de la historia. Por cierto, de esa fe desenfrenada nacieron muchas atrocidades políticas del presente. Una misma matriz produjo los horrores de izquierda y de derecha que envenenaron el siglo XX. No obstante, "el autor de esta obra, confiesa Michel Winock, sin ilusiones desmesuradas sobre la naturaleza humana, no esconde cierta admiración por esos hombres y mujeres que creyeron en el porvenir individual y social y cuyo principio, la libertad, sería la piedra de toque. No proponemos una época edificante cuyos protagonistas se fueran pasando, como ángeles de la paz, la antorcha sagrada de generación en generación. Es más bien la travesía de un siglo trepidante, contradictorio, a veces desesperante, pero cuyas obras de espíritu siguen siendo nuestra herencia inalienable". Es preciso volver a reconciliar la iniciativa política con las tareas del pensamiento. Ello equivale a recuperar una visión esperanzada del papel transformador de las ideas, sin caer por ello en las idealizaciones. La fascinación por las utopías ha poblado la tierra de muertos. No se trata, pues, de redimir al hombre a través de la puesta en práctica de un saber absoluto. No hay saber absoluto. Hay criterios, perspectivas diversas, encontradas, contradictorias más de una vez. Desoír esa diversidad es fatal para la convivencia. Aceptarla sin más es resignarse al aislamiento. Empeñarse en crearles un escenario propicio para la interdependencia es el imperativo de esta hora. Asistimos en el presente a un panorama yermo en lo que hace al debate de auténticas ideas. Cunde por donde menos debería una simplificación extrema en la caracterización de los problemas que nos afectan. La realidad sigue siendo un pretexto para la ideología. Hay un profundo cisma entre hechos y sentido. La palabra daña cuando pretende homologar sin más sus significados a las cosas. No hay equivalencia entre unos y otras y se olvida con demasiada frecuencia que esa disonancia es bienhechora para la libertad del espíritu. Pero también daña la palabra cuando es encubridora, cuando tergiversa lo que se sabe y se desentiende brutalmente de la ética en favor del poder. Es preciso sanear la noción de lo político. Los abusos corporativos la han envilecido. Pero abandonarla a su suerte puede empeorar las cosas. Nada facilita más el retorno de los totalitarismos que la presunción de que la vida humana es posible de espaldas a lo político. Basta ver la desorientación cívica que consume a las democracias avanzadas ante la embestida del terrorismo internacional: desconfianza creciente ante los inmigrantes, exacerbación de las posturas religiosas, aislacionismo, radicalización del espíritu nacionalista. Pestes, en suma, cuyo poder aniquilador quedó ampliamente demostrado en los siglos precedentes. Si bien la defensa de Occidente exige resolución y firmeza, no por ello debemos desconocer y enmascarar el penoso retroceso en que se encuentran los valores esenciales de la democracia. Principalmente tras el derrumbe mucho más que simbólico de las Naciones Unidas. Es en los países donde el progreso material prepondera donde lo mejor de la identidad occidental se dilapida a diario en un consumismo desenfrenado y en un hedonismo ciego e indiferente a la siembra de desigualdades. No podremos reconstruirnos si no entendemos qué precipitó nuestra caída. La lectura de estas novecientas páginas de Michel Winock no defraudará a quienes se atrevan a frecuentarlas. Darán acceso a propuestas interpretativas propicias para la comprensión de nuestro tiempo. Winock propone una visión del siglo XIX francés signada por los interrogantes que le formulan el hoy y el mañana de su país. Uno de ellos es el que insiste en saber si los intelectuales franceses, precisamente porque pueden interpretar con hondura el curso seguido por lo que pasa, volverán a actuar allí donde tanta falta hace obrar, siguiendo la brújula de la cultura y el don de la reflexión. Se trata, estima él, de devolver a la política la dignidad y el sentido democrático de que la privan los liderazgos mediocres y autoritarios.

sábado, abril 02, 2005

Julio Verne, un agitador de la imaginación

El gran escritor francés, de cuya muerte se acaban de cumplir cien años, se adelantó a su tiempo a través de la fantasía: narró los viajes espaciales, las travesías en submarino y hasta recreó una videoconferencia, cuando la ciencia apenas soñaba con estos avances. Su legado perdura en más de 80 novelas y en la imaginación de varias generaciones. "Una obra gigantesca, pero efímera. No durará". Un siglo más tarde, el afán profético de esta frase publicada en la necrológica que el diario Le Matin le dedicó a Julio Verne el 25 de marzo de 1905, tropezó con una realidad muy diferente. El día anterior, en una casa ubicada en el número 44 de Boulevard Longueville, en la ciudad de Amiens, Verne moría a los 77 años de edad, enfermo de diabetes. Con su desaparición dejaba a la literatura huérfana de maravillas por descubrir, de folletines en tela de juicio, de hallazgos científicos y tecnológicos perdurables. Hace exactamente cien años, Verne dejaba de darle al mundo un bosquejo de cómo podía ser el futuro. ¿Habría imaginado el escritor francés un presente como el de hoy? En una de sus últimas cartas, sentía que todo aquello que lo rodeaba era pobre y pequeño: "Cada vez veo peor y he perdido también un oído; gracias a esto sólo corro el peligro de oír la mitad de las tonterías y de las mezquindades que corren por el mundo. Es un gran consuelo". A cien años de su muerte, la obra del creador del capitán Nemo —admirada por escritores como Tolstoi o Saint-Exupéry y estudiada por críticos como Foucault y Roland Barthes— se transformó en una de las más importantes de la literatura universal: la labor de un hombre del siglo XXI. La narrativa de un clásico de siempre. Una isla como patriaEl 8 de febrero de 1828, en la isla Feydeau, en la ciudad francesa de Nantes, Sophie Allote de la Füye dio a luz al primero de sus cinco hijos: Julio Gabriel Verne. Criado en el seno de una típica familia burguesa parisina, a los seis años comenzó a recibir clases especiales y a los diez ingresó en el colegio Saint-Stanislas; las materias en las que se destacó notoriamente fueron geografía, griego y latín, y hasta era capaz de traducir al francés algunos textos escritos en estas lenguas. Sus estudios de bachiller, a partir de los trece años, los hizo en el liceo Real de Nantes. Eran años en los que ya se insinuaban sus deseos por viajar y escribir, aunque el Verne adolescente era consciente del destino que su familia tenía preparado para él. Su padre, Pierre Verne, un prestigioso abogado de la ciudad de Nantes —hijo también de un reconocido juez de Francia—, había decidido, en el mismo momento en que su primer hijo nació, que el primogénito se acomodara a la vocación de sus mayores.En cierta forma, su padre favoreció el hecho de que tomara contacto con una realidad que Nantes no vivía: cuando cumplió los 19 años, lo obligó a trasladarse a la capital para seguir la carrera de leyes. Este hecho marcaría para siempre la vida de Verne: mientras Nantes estaba vacía de encantos, en París encontraría la magia, las luces y el encanto de una ciudad bulliciosa y en pleno recambio; y no sólo eso, también disfrutó caminar por las mismas calles donde transitaban Balzac, Dumas o el propio Baudelaire. Bajo el influjo de ParísVerne fue testigo de una Francia que vivía un momento muy relevante de su historia, y París era el epicentro de todo lo que sucedía en el país: tras la Revolución de febrero de 1848, se proclamó la Segunda República y el príncipe Luis Napoleón asumió la presidencia; se establece el sufragio universal y la abolición de la esclavitud llega a las colonias francesas. En sus primeros años en París, Verne escribe dos obras estrechamente relacionadas con estos episodios: una tragedia en verso para marionetas y lo que más tarde sería su primera obra de teatro: Alejandro VI. ¿Qué se sabe de ese Verne de 20 años, estudiante de leyes en una ciudad desmesurada y ajena? El único dinero que posee es el que le envía su padre, y para poder ahorrar come únicamente pan y leche; también se muda de la pensión de sus primeros meses a una buhardilla compartida. Sin embargo, asiste a veladas y salones literarios de la mano de su tío y es en esa época cuando conoce personalmente a Alejandro Dumas. Su amistad con el autor de El Conde de Montecristo lo lleva a sentarse en el palco de honor el día en que Los tres mosqueteros se estrenó en su adaptación para el teatro. Ya graduado como abogado, Julio Verne insiste en quedarse en París aunque su padre lo intime a volver a Nantes y lo amenace con no enviarle más dinero, cosa que efectivamente deja de hacer. Bajo esas circunstancias, Verne comienza a trabajar como secretario del Teatro Lírico y se instala a diario en la Biblioteca Nacional para estudiar materias como matemática, física, química, oceanografía, geología y astronomía. se sumerge con avidez en los temas que luego serían el motor de su narrativa. También aprovecha cada segundo libre para escribir piezas de teatro, poemas, cuentos, canciones, operetas y sainetes, incluso llega a comprarse un piano para preparar sus obras. Alguno de esos títulos fueron publicados en la revista parisina Musee des familles y más tarde, cuando era ya un escritor consagrado, reaparecieron en los volúmenes de Viajes Extraordinarios. Entre 1852 —año en el que logra publicar y poner en escena su comedia Las pajas rotas— y 1855, publica varios cuentos (entre otros, Un drama en México, Una invernada entre los hielos y MaÃtre Zacarías) y obras de teatro como Castillos en California y Colin-Maillard, ambas escritas en colaboración. Mientras tanto, aquejado por intensos dolores de cabeza, problemas en los oídos, un permanente insomnio y una parálisis facial que se repetirá de manera intermitente a lo largo de toda su vida, Verne se refugia en un exceso de trabajo y, en lo personal, en un tobogán difícil de domesticar que casi lo lleva a aceptar una boda por conveniencia arreglada por sus padres. Aquellos años en los que su situación económica era muy dura y en la que sus sentimientos no eran correspondidos, cambiaron repentinamente en mayo de 1856, en un viaje que realiza a Amiens. Allí conoce a Honorine de Viane, una joven viuda madre de dos niñas. El 10 de enero de 1857, a poco menos de un año de estar juntos, Verne contrae matrimonio y se traslada a vivir a París nuevamente. Entonces conoce a su cuñado, quien lo incita a convertirse en un agente de la Bolsa, trabajo en el que le irá muy bien y en el que se mantuvo hasta 1863. Luego del cuarto año de matrimonio, en agosto de 1861, nacerá su único hijo, Michel. El encuentro con HetzelEn enero de 1863, a los 35 años y con más de veinticuatro obras de teatro escritas, Julio Verne publica su primera novela: Cinco semanas en globo. El encuentro con uno de los editores más reconocidos de su época, Jules Hetzel, le ayudó en su sueño de convertirse en un escritor famoso. La relación de amistad y trabajo que ambos tuvieron perduró hasta 1887, año en el que Hetzel murió. Este personaje marcaría una bisagra fundamental en la vida del escritor. Jules Hetzel era un hombre que amaba su época, siempre atento a las nuevas ideas y a los nuevos talentos. Entre otros nombres, había publicado las obras de Víctor Hugo y Jules Michelet, convirtiéndose en uno de los editores más importantes del siglo XIX. Un año antes de que fuera publicada su novela, Verne había visitado casi todas las editoriales parisinas sin éxito: a nadie le interesaba publicarla. Fue Hetzel quien intuyó el talento del joven Verne: "Tiene usted madera de escritor —le dijo—, pero necesita convertir esta novela en algo más sólido y ordenado, en una auténtica novela de aventuras". Luego de indicarle qué tipo de correcciones tenía que hacerle a su texto para que pudiera ser publicado (por ejemplo, el título original era Un viaje en los aires), Hetzel aguardó a que saliera a la venta para ver cuáles serían los resultados: Cinco semanas en globo tuvo un notable éxito y Hetzel no tardó en hacerle firmar a Verne un contrato por sus próximas obras. Cinco semanas en globo se inscribía en la historia de la narrativa como la primera novela que incluía temas científicos en la literatura, una novela adelantada a su tiempo. La novela de un hombre de otro siglo. Un viajante visionarioLa historia que se narra en Cinco semanas en globo es el relato de un viaje hecho por el doctor Fergusson y sus acompañantes sobre el continente africano. El globo —llamado Victoria—, estaba inspirado en las muchas experiencias que ya se habían tenido en los viajes aerostáticos, aunque por aquellos tiempos nunca hacían un recorrido muy largo, a lo sumo de Turín a Marsella. De esta manera, Julio Verne inicia una serie de proyecciones o invenciones que lo muestran como un escritor avanzado en el campo de la ciencia. Mucho se discute acerca de esta particularidad, pero basta nombrar el uso de algunas máquinas o invenciones que aparecen en sus libros para pensar que era un hombre que navegaba más allá que sus contemporáneos. En Cinco semanas en globo habla de los viajes en globo de largo aliento y del descubrimiento de las fuentes del Nilo; en De la Tierra a la Luna (1865) y Alrededor de la Luna (1869) escribe acerca del uso de cañones a larga distancia, de viajes espaciales y de los primeros hombres en pisar la Luna; en Veinte mil leguas de viaje submarino (1869) narra la búsqueda de tesoros sumergidos en el fondo del mar, el uso de la escafandra y de la corriente eléctrica como fuerza de propulsión, así como del descubrimiento del Polo Sur; en Los quinientos millones de la Begún (1878) menciona el uso de satélites artificiales; en Robur el conquistador (1885) describe un helicóptero y en su novela En el siglo XXIX (1890), habla acerca de una videoconferencia. Pero no sólo en la ciencia o en su propia imaginación encontraba Verne un motivo que lo impulsara a escribir una historia; él fue un hombre que viajó incansablemente durante toda su vida y de cada viaje extraía anécdotas y aventuras que luego transformaba en literatura: en 1859 viajó por Bordeaux, Liverpool, Edinburgh, Escocia y Londres, y de estas impresiones surgió el libro Viaje con rodeos a Inglaterra y Escocia. En 1861 visitó Escandinavia (mientras estaba fuera del país, Honorine trajo al mundo a su hijo Michel). En 1867, Verne se embarcó en el transatlántico Great Eastern rumbo a los Estados Unidos, allí visitó Nueva York y las cataratas del Niágara (experiencia que aparece en Una ciudad flotante). Invitado por su editor, entre 1871 y 1873 estuvo en Jersey, Londres y Woolwich. En 1876 hizo una expedición por el litoral inglés. En 1878, un largo viaje a bordo de su yate, el Saint-Michel III, lo llevó a Lisboa, Tánger, Gibraltar y Argel. Nuevamente en su yate, Verne viaja en 1879 por las costas de Inglaterra y Escocia. En 1880 visitó Irlanda y Noruega. En 1881 viajó a los Países Bajos, Alemania y Dinamarca (a bordo del Saint-Michel III, Verne escribió De Rotterdam a Copenhague). Durante los años siguientes viajará a través del Mediterráneo: su brújula lo lleva a Argel, Malta, Italia y otros países. Pero a partir de 1886 un retiro forzoso le puso freno a su espíritu viajero: un sobrino suyo, enfurecido porque Verne no le prestó un dinero que le pedía, le disparó dos tiros en una pierna que lo dejaron cojo por el resto de su vida. La novela consagratoriaLuego del primer éxito que tuvo Cinco semanas en globo, Verne escribió varias obras importantes (entre las que pueden citarse el ensayo literario Edgar Poe y sus obras, París en el siglo XX, Aventuras del capitán Hatteras, Viaje al centro de la Tierra, De la Tierra a la Luna, San Carlos, Los forzadores de bloqueos: de Glasgow a Charleston, Los hijos del capitán Grant y la ya mencionada Una ciudad flotante), pero no fue hasta 1869, con la aparición de Veinte mil leguas de viaje submarino, que su fama llegó al punto más alto. La novela muestra cómo el capitán Nemo, a bordo del Nautilus, rechaza a los seres humanos y al mundo que éstos habitan; Nemo decide viajar en su submarino y alejarse definitivamente de su país, elige no ser nadie en el mundo: "He roto con toda la sociedad por razones que sólo yo tengo el derecho de apreciar. No estoy sometido por lo tanto a ninguna de sus leyes". Veinte mil leguas de viaje submarino será la consagración definitiva de Julio Verne: la fama y el dinero habían llegado a su vida. Durante varios años sólo se dedica a viajar en su yate y a concebir otra de sus grandes novelas consagratorias: La vuelta al mundo en ochenta días, publicada en 1873. Luego vendrán La isla misteriosa, Miguel Strogoff, Las indias negras, Los quinientos millones de la Begún, La casa de vapor, El rayo verde y otro medio centenar de títulos. Uno de sus últimos libros es Dueño del mundo, escrito en 1903. Póstumamente aparecieron muchas novelas, dadas a conocer por su hijo Michel, que aún permanecían inéditas y de las cuales todavía se discute su autenticidad: El faro del fin del mundo (que transcurre en Tierra del Fuego), El volcán de oro, La agencia Thompson y Cía, La caza del meteoro y El piloto del Danubio, entre otros títulos.Un Verne ocultoAl consultar muchos de los artículos de varios especialistas en la obra verniana, se llega a la conclusión de que el autor francés cargaba muchos de sus textos de mensajes y palabras ocultas. Una de las hipótesis que se maneja es que Verne pertenecía a algún tipo de sociedad secreta o que estaba vinculado con la masonería francesa; otra teoría asegura que le daba mucha importancia a los nombres de sus personajes y por esto los reforzaba de algún sentido especial. Podrían citarse, por ejemplo, las especulaciones que se han realizado acerca de los anagramas o las escrituras en clave —en las que los signos gráficos de la lengua francesa se veían alterados— que Julio Verne utilizó para nombrar a algunos de sus personajes: en Veinte mil leguas de viaje submarino, el protagonista es el capitán Nemo, cuyo significado en latín es "nadie" y que condice con la personalidad con que dotó a su célebre marino. En esa misma obra aparece la frase "Nautron respoc lorni virch"; los estudiosos dicen que el significado de esa frase es "Crespo no está a la vista del Nautilus" (compuesto por palabras con raíces de latín, por anagramas, por alusiones a palabras francesas y por deformaciones de algunos términos alemanes). Otros ejemplos que citan los especialistas en su obra son el apellido del protagonista de la novela El secreto de Matson —Pierdeux—, o el de la novela Héctor Servadac, o bien el de los dos personajes del cuento El doctor Ox —Ox y su auxiliar Ygene—: en el primer caso estiman que Pierdeux es la fórmula del cálculo del área de la circunferencia (pi-r-2); Servadac, escrito de derecha a izquierda, es cadáveres en francés, y Ox y Ygene forman la palabra oxígeno, tema central del cuento. ¿Existió un Verne oculto? Estas especulaciones sobre anagramas y mensajes cifrados no han logrado desentrañar el significado de la inscripción aparecida en Viaje al centro de la Tierra: "Et quacumque viam dederit fortuna sequamur". Hace cien años, Verne se llevó ese secreto.