domingo, mayo 15, 2005

¿Un genio sólo para lectores ilustres?

El crítico más importante en lengua alemana, Marcel Reich-Ranicki, ataca sin piedad a Robert Musil y describe la novela El hombre sin atributos como el desorden mental de un ingeniero desorientado. Sin embargo, la lista de los admiradores de esa obra incluye una especie de galaxia de celebridades literarias, entre las que figuran Hermann Broch e Italo Calvino
Marcel Reich-Ranicki, veterano pope de la crítica alemana, ha escrito Siete precursores, canon de la literatura alemana del siglo XX. Su parte meteorológico se concentra en las tormentas. En el ecosistema de Reich-Ranicki reina un cautivador mal tiempo. La sorpresa esencial del libro es que uno de los siete fantásticos es pésimo. Se trata de Robert Musil. Otros dos, Schnitzler y Tucholsky, representan casos menores pero significativos de la exploración narrativa: las pulsiones del inconsciente y su confrontación con las costumbres (Schnitzler) y la asimilación literaria de la cultura popular, el folletín, el cabaret y la oralidad popular (Tucholsky). En lo que toca a Kafka, Reich-Ranicki lo estudia como persona intratable. El burócrata dedicado a quejarse de su padre es un caso clínico y su novia Milena, un caso delictivo (una morfinómana esforzada en actuar de vampiresa). Döblin es visto como alguien que vivió dándose de topes con puertas que no pudo abrir hasta lograr el solitario portento de Berlín Alexanderplatz. El antiprofeta de Siete precursores... sólo admira a fondo a Thomas Mann y Bertolt Brecht. Reich-Ranicki observa que ningún escritor estará jamás satisfecho con sus intérpretes. El crítico opera en oposición al autor. En el más conocido de sus libros, Mi vida, relata su deportación al gueto de Varsovia y sus penurias durante el nazismo. La literatura fue para él la cábala que mejoró el dibujo del mundo. En forma peculiar, el sobreviviente convirtió la lectura en dramaturgia; no sólo combate con sus temas sino con sus propios lectores. Este temple polémico difícilmente podía dejar de ser contratado por la televisión. En su momento mediático cumbre, Reich-Ranicki rompió un ejemplar de Es cuento largo, de Günter Grass. De manera típica, comentó en una entrevista posterior que Grass es el mejor autor alemán de la segunda mitad del siglo XX. El libricida sólo ultraja a quienes valen la pena. Siete precursores... pertenece al terreno del psicodrama crítico. La arbitraria sagacidad del autor se vuelve adictiva. ¿Hasta dónde puede llegar alguien que desvaría con tanto conocimiento de causa? Concentrémonos en el maltrato con que distingue a Musil. El hombre sin atributos fue inacabable para el autor y casi siempre lo ha sido para sus lectores. En 1968, la revista Pardon envió fragmentos del libro (disfrazado de manuscrito) a treinta y seis editoriales. El "inédito" fue rechazado con acres comentarios, incluyendo los de la editorial Rowohlt, que lo había publicado. Son conocidos los reproches a Musil: el ensayismo que ahoga la narración, la falta de estructura, la excesiva simultaneidad a la que aspira, las escenas amorosas que mezclan un freudismo de manual y literatura de boudoir. Sin embargo, de Calvino a Broch y de García Ponce a Pérez Gay, Musil ha encontrado sugerentes intérpretes para su caos luminoso y su excepcional poética del acontecer y la conciencia. Reich-Ranicki no acepta paliativos. Estamos ante el desorden mental de un ingeniero que reunía saberes diversos porque no sabía qué quería. Después de describir el oscuro departamento en el que Musil vivía sin agua corriente y su vocación fanática de novelista sin lectores, Reich-Ranicki entrega peores noticias: el héroe trabajó en vano. No estuvo a la altura de Joyce o Döblin (a quienes no estudió por arrogancia); además, plagió periódicos y tratados científicos (para mayor crueldad, el perseguidor no pone ejemplos). Para estos momentos, uno quiere que alguna ONG detenga a Reich-Ranicki. El crítico prosigue, imperturbable. El hombre que no tuvo lavabo y vivió de la caridad, decepcionó a sus allegados. Hermann Broch hubiera preferido que no se extraviara en el interminable solipsismo de El hombre sin atributos (el autor de La muerte de Virgilio es llamado como testigo de cargo para incriminar a Musil, pero no para asumir el puesto de octavo precursor, que sin duda merecería). En suma: "No es posible silenciar que El hombre sin atributos se asemeja a un desierto con bellos oasis. El trayecto de un oasis a otro constituye a veces una tortura. Quien no sea un masoquista acabará capitulando antes o después". Después de este comentario, viene un giro revelador. En 1980, Reich-Ranicki escribió en el Frankfurter Allgemeine un artículo que terminaba con un llamado que quizá gritó disfrazado de bombero: "Salvemos El hombre sin atributos". Su propuesta consistía en seleccionar 500 páginas legibles de las 2.172 disponibles. La iniciativa partía de un presupuesto: la novela contiene un tesoro disperso y sumergido. Sin embargo, después de citar la negativa de Rowohlt a hacer la antología, el escaso entusiasmo de ocho autores consultados al respecto y la solitaria adhesión de Golo Mann, Reich-Ranicki vuelve a la carga contra el autor sin atributos. ¿Qué hubiera pasado si hoy pudiéramos leer el Musil de Reich-Ranicki? El teatro sería distinto. Ejemplo del no siempre exquisito arte de desollar titanes, Siete precursores... es un libro-droga; sus perjudiciales deleites reavivan el incendiario diálogo entre creador y crítico. La auténtica posteridad de la literatura depende de otras circunstancias, tan esquivas como el flujo del destino que Musil captó en El hombre sin atributos: "El camino de la historia no es el que recorre una bola de billar dando carambolas con una dirección única; se asemeja más bien al rumbo de las nubes, a la trayectoria descrita por un vagabundo en las calles de la ciudad, rechazado aquí por una sombra, allá por un grupo de hombres, más adelante por una esquina extraña, y que llega siempre a un lugar desconocido y nunca deseado".

Auschwitz, los nazis y la “solución final”

De los millones de palabras vertidas o fotogramas filmados sobre el Holocausto, no hay ni un solo libro o película que llegue alguna vez a representar cabalmente lo que fue aquella matanza sumida en el esplendor de la irracionalidad. Está el retrato intimista (El diario de Ana Frank, y La noche, el alba, el día, de Elie Wiesel), el relato-testigo (la trilogía de Primo Levi: Si esto es un hombre, La tregua y Los hundidos y los salvados), el racconto cotidiano del horror (los diarios del filólogo alemán Victor Klemperer), el esbozo reflexivo (La especie humana, del escritor comunista francés Robert Antelme, o Un instante de silencio en el paredón y Sin rumbo, del húngaro Imre Kertész), y los miles de obras historiográficas que abundan en este continente temático con el fin de devolver a la barbarie su realidad y hacerla inteligible a través de la palabra. Sin embargo, ninguno es capaz de mostrar el todo sin caer en la simplificación; lo que hacen, en cambio, es exponer a la luz una parte pequeña del rompecabezas infinito de la bestialidad. Cuando se sentó a escribir lo que sería la obra cúlmine de 15 años de investigación sobre el nazismo, el inglés Laurence Rees (productor y director creativo de la BBC, especializado en documentales y programas sobre historia) partió justamente de esa idea: sus documentales televisivos y libros futuros nunca desmenuzarían la escena completa del genocidio, sus múltiples aristas, las causas y consecuencias particulares (las no contadas por la Historia) o tampoco darían cuenta de millones de anécdotas personales –cada una única y valiosa– que se perdieron para siempre: su trabajo, al menos, serviría en un futuro no muy lejano, cuando se desvanezca la memoria viva y no quede sobre la Tierra un solo sobreviviente del exterminio, como una especie de cápsula del tiempo capaz de conservar intacta en sus páginas la recreación literaria del hito del siglo XX. De modo tal que la literatura no sólo encontrara su fuerza en el goce estético sino también en su emplazamiento como única fuente de conocimiento y comprensión del mundo.
Y así lo hizo: a través de cientos de entrevistas realizadas a sobrevivientes del genocidio y a verdugos nazis, reconstruye en cuatrocientas y pico de páginas el corazón de –como él la llama– la “orgía de la destrucción”: Auschwitz. 14 de junio de 1940-27 de enero de 1945. Excluyendo cualquier alusión a la dimensión mítica de una batalla entre el bien y el mal (forma más usual de describir el conflicto), Rees aborda el tema con una estrategia doble de distanciamiento y proximidad: primero expone fríamente los hechos, las evidencias y los números de la muerte, y cuando se cree que está todo dispuesto para que el libro entre en una pendiente enumerativa y ríspida, arremete con la fuerza del testimonio (de víctimas y victimarios, con nombre y apellido) que genera un juego doble de empatía y asco (en cuanto a las palabras de los verdugos, que en su mayoría no se arrepienten de lo hecho).
Publicado en concordancia con el 60º aniversario de la liberación del campo de concentración y exterminio donde murió un millón de personas, Auschwitz: Los nazis y la “solución final” –hay que advertir– resulta difícil de leer. No por el estilo que adopta el autor en el relato de su evolución o por la montaña de datos y explicaciones que presenta sobre lo que un grupo de seres humanos educados y tecnológicamente avanzados puede llegar a hacer (los experimentos de Mengele; la venta de personas como conejillos de Indias a compañías como Bayer; las razones del uso del Zyklon B –hacía menos “penoso” el proceso homicida: los verdugos nazis ya no tenían que mirar a sus víctimas a los ojos mientras los asesinaban–; el dato de que cerca del 85% de los miembros de las SS que sirvieron en Auschwitz quedaron impunes), sino justamente por lo macabro del referente: la exposición de los aspectos más crudos acaecidos en el mayor escenario de muerte de la historia y la locura megalomaníaca de una jauría de criminales aferrados a la siniestra lógica hitleriana de la concepción ultradarwinista del mundo

sábado, mayo 07, 2005

Jean-Paul Sartre: cien años de libertad

Los intelectuales y el poder" es el título de una extensa conversación entre Michel Foucault y Gilles Deleuze que tuvo lugar en 1972. Foucault comienza refiriendo la inquietud de un maoísta que comprendía bien por qué Sartre se ocupaba de política, un poco menos por qué lo hacía Foucault, pero para nada en el caso de Deleuze. El en ámbito de la filosofía alemana, Nietzsche y sobre todo Heidegger fueron los nombres en torno a los cuales se planteó la cuestión de las relaciones entre los filósofos y la política. En gran medida, el centenario del nacimiento de Sartre está convirtiéndose en la ocasión para desplazar este interrogante hacia el paisaje intelectual francés del siglo XX y retomar el tema de aquella conversación entre Deleuze y Foucault.El intelectual y el profesorEl compromiso político de Sartre, sus luchas y sus causas son nuevamente objeto de un debate que se ve fortalecido por la comparación con el otro pensador político francés nacido en el mismo año; compañero de estudios gracias al cual Sartre descubrió la fenomenología: Raymond Aron.Cuenta Simone de Beauvoir que una tarde en el bar Bec de Gaz de la calle Montparnasse, mientras tomaban la especialidad de la casa, cóctel de albaricoque (o, según otras tradiciones, una simple jarra de cerveza), recién llegado del Instituto francés de Berlín, Aron convenció a Sartre de que la fenomenología respondía exactamente a sus preocupaciones filosóficas. Y Sartre se encaminó hacia Friburgo: hacia Husserl y Heidegger.Pero el tiempo terminó enfrentándolos. En un rincón, el intelectual militante, el pensador de izquierda, vinculado al marxismo —aunque las relaciones no siempre fueron buenas: sus libros estuvieron prohibidos en los países del Este— y al maoísmo; en el otro, el defensor de ideas liberales, el investigador cercano a la derecha francesa —aunque las relaciones tampoco fueron siempre buenas: "profesor en Le Figaro, periodista en el Collège de France", dijo de él De Gaulle—.En medio del fervor de los acontecimientos del 68, el 19 de junio de ese año, precisamente, Le Nouvel Observateur publicó una larga entrevista, reproducida luego en Situations VIII y titulada: "Las bastillas de Raymond Aron", en la que Sartre afirmaba: "Aron no se discutió nunca a sí mismo y es por eso que a mis ojos es indigno de ser profesor"; no se puede suponer que "pensar sólo detrás del escritorio —y pensar la misma cosa desde hace treinta años— represente el ejercicio de la inteligencia". "Un intelectual, para mí, —decía allí Sartre, diferenciándose de Aron— es eso: el que es fiel a un conjunto político y social, pero que no cesa de discutirlo".La herencia de HegelResulta imposible comprender por qué y cómo los filósofos franceses del siglo XX hacen política sin tener presente a Hegel. Y en particular, la interpretación que de él hace, así como la influencia y la personalidad de Alexandre Kojève. La obra filosófica de Sartre, en efecto, se puede leer como una extensa discusión con el hegelianismo desde una perspectiva existencialista que se combina con elementos del psicoanálisis y del marxismo. A partir de esta discusión, Sartre llegará a una concepción filosófica de la política del siglo XX opuesta a la de Kojève.En 1927, Kojève —ruso, sobrino de Kandinsky y apenas tres años mayor que Sartre— se instala en París. Kojève había conocido a Alexandre Koyré a causa de una curiosa historia sentimental: Kojève terminó casándose con la esposa del hermano de Koyré, otro emigrado ruso que dictaba un curso sobre la filosofía religiosa de Hegel en la Ecole Pratique des Hautes Etudes. Cuando Koyré fue transferido a El Cairo, Kojève se encargó de reemplazarlo en aquel curso. Esta sustitución terminó convirtiéndose, junto con la recepción de Husserl y de Heidegger, y luego de Nietzsche, en uno de los acontecimientos fundadores de la filosofía francesa del siglo XX. Y aquella curiosa historia sentimental fue una de las muchas casualidades que hicieron posible el célebre seminario de Kojève sobre la Fenomenología del espíritu de Hegel. De 1933 a 1939, generalmente los lunes a las 17,30, para seguir el comentario párrafo por párrafo del texto de Hegel, se reunían casi todos aquellos que luego serían los intelectuales de la posguerra: Raymond Queneau, Gaston Fessard, Jacques Lacan, Raymond Aron, Georges Bataille, Maurice Merleau-Ponty, Jean Hyppolite, André Breton... En la lista de los asistentes formales o informales, sin embargo, no figura Sartre.A Kojève, en realidad, no le interesaba tanto el texto de Hegel, sino, más bien, las consecuencias especulativas que podía extraer de su sistema. En 1947, Gallimard publicó el contenido del seminario bajo el título de Introducción a la lectura de Hegel. El capítulo de la dialéctica del amo y del esclavo es una de las claves de la interpretación de Kojève: el hombre es fundamentalmente deseo de reconocimiento, lucha por el reconocimiento y la historia es historia de los deseos deseados. A partir de aquí, la Fenomenología aparece como una obra de antropología filosófica y Hegel, como un pensador existencial. La otra tesis fundamental de Kojève y la más importante es la del final de la historia (no sólo de la filosofía, como pensaba efectivamente Hegel). Como explicará más tarde en su última entrevista, "siempre se producen acontecimientos, pero desde Hegel y Napoleón no se ha dicho nada más, no se puede decir nada nuevo". Por ello, tampoco son posibles nuevas revoluciones; la revolución china, por ejemplo, es sólo la introducción del código napoleónico en ese país.De aquel seminario también había participado Robert Marjolin. Después de la guerra, Marjolin le hizo un lugar a Kojève en el seno de la DREE (la Dirección de las Relaciones Económicas Exteriores de Francia). El emigrado ruso se convierte en asesor de los economistas franceses. El filósofo es ahora funcionario. Entre sus muchos sucesos en este campo, será uno de los principales negociadores por Francia de los acuerdos que culminaron en el GATT, dará consejos acerca de cómo devaluar, entrará en contacto con el futuro primer ministro, Raymond Barre, y los futuros presidentes del Fondo Monetario. Con la creación del Mercado Común, Kojève se desempañará en los organismos de la Comunidad, interesándose particularmente en la creación de un banco común europeo y en la elaboración de un sistema aduanero-tarifario. La muerte, de hecho, lo sorprenderá en Bruselas.Durante estos años de funcionario, Kojève comienza a elaborar la idea de que el nuevo capitalismo representa el estadio final de la historia, la forma política del reconocimiento recíproco. Esta es la teoría que expondrá, invitado por Carl Schmitt, en la conferencia "El colonialismo desde una perspectiva europea". Una frase resume su posición: "Marx es Dios, Ford es su profeta". Kojève explicará, en efecto, que el nuevo capitalismo ya no es contradictorio con el marxismo, que ha integrado en sus mecanismos el potencial revolucionario de éste último y que, por ello, está destinado a mundializarse. Kojève, un "marxista de derecha".El final de la historia implicaba, de este modo, que también el hombre había acabado, había muerto. Su deseo estaba satisfecho; ya no era necesario luchar por el reconocimiento, sino sólo administrarlo y extenderlo. Así Kojève podía decir: "nos dirigimos hacia un modo de vida ruso-americano, antropomórfico pero animal, quiero decir, sin negatividad", volvemos a la naturaleza, nos convertimos en "monos sabios".Resucitar la libertadSartre, afirma el Diccionario de los intelectuales franceses en el artículo que le dedica, encarna mejor que nadie la figura del intelectual francés comprometido con los combates de su tiempo. Pero sería un error concluir, forzando la contraposición y adoptando las expresiones enfervorizadas de Sartre, que Aron haya sido sólo un académico, un intelectual de escritorio. El mismo diccionario, esta vez en el artículo "Aron", aclara que pocos intelectuales se han comprometido como él. Por ejemplo, en los años 40, cuando posterga temporalmente su carrera universitaria para sumergirse en el periodismo político de las revistas Combat o Le Figaro. O, como aconteció en la época de la guerra de Argelia, cuando se opuso a la derecha francesa en nombre de la libertad. Deberíamos decir, más bien, que Sartre y Aron veían las relaciones entre teoría y práctica de manera inversa. Para Sartre, diciéndolo muy esquemáticamente, hay una prioridad de la acción sobre la teoría. Para Aron, en cambio, la prioridad es elaborar los instrumentos teóricos de la acción política.Ahora, como dijimos, es posible leer la obra de Sartre, en particular, El ser y la nada (1943) y la Crítica de la razón dialéctica (1960), como una extensa discusión con Hegel-Kojève. En la primera de estas obras, Sartre parte de la fenomenología. No tanto la de Husserl, que había criticado en sus trabajos anteriores (como La trascendencia del ego, 1936), sino sobre todo la de Heidegger. El subtítulo de la obra, Ensayo de ontología fenomenológica, lleva la marca de esta filiación. La primera parte de la obra está dedicada a mostrar la relación entre la conciencia y la negación. Hay una diferencia fundamental entre el ser que se convierte en fenómeno para la conciencia (lo que la conciencia conoce) y el ser propio de la conciencia. Mi conciencia, en efecto, no existe como distinta, como puesta por mí, mi conciencia soy yo mismo. Del ser distinto de mí, del ser en-sí, puedo distinguir, entonces, el ser-para-mí, el ser de la conciencia. Ese ser fuera de mí es lo que de hecho es, en plena adecuación consigo mismo. En la conciencia, en cambio, no encontramos esta adecuación. La conciencia está presente a sí, es consciente de sí misma (si no sería inconciencia); pero esta presencia no es simple coincidencia, lo que también la volvería inconsciente. La distancia que separa la conciencia de sí misma no es un ser, sino la nada que proviene de ella misma. Esta negación, sin embargo, no tiene un fundamento, algo que la preceda, sino que es sólo su propia actividad. La conciencia, en definitiva, no es, deviene tal. Su actividad precede a su ser, su existencia a su esencia. En este sentido, el hombre se crea su esencia, se elige a sí mismo y decide sin puntos de apoyo ni criterios preestablecidos. Por ello, es libre. Esta libertad es, sin embargo, una condena. El hombre no puede no ser libre. La angustia, precisamente, nos revela nuestra condena a la libertad.En unas páginas muy densas (277-298 de la edición francesa), Sartre compara la conciencia hegeliana con las filosofías de Husserl y de Heidegger. Retoma la célebre dialéctica entre el amo y el esclavo, que era una de las claves de la interpretación de Kojève, y acusa a Hegel de un doble optimismo. Por un lado, un optimismo epistemológico: la relación entre mi conciencia y la de los otros sería, finalmente, sólo una relación cognoscitiva, de mutuo re-conocimiento. Para Sartre, no hay reciprocidad. La relación con los otros es siempre conflictiva y mi maldición es ser siempre un "otro". Por otro lado, hay en Hegel un optimismo más fundamental, un optimismo ontológico: la verdad es la verdad del Todo. Hegel se sitúa desde la perspectiva del Todo. Las conciencias son sólo sus momentos. Y cada conciencia, en la medida en que es pensamiento, un cogito, puede reconciliarse con el Todo. La Historia sería el nombre de esta reconciliación. Para Sartre, en cambio, inspirándose en Heidegger, la conciencia no se reduce al cogito, es existencia, es proyecto.En la Crítica de la razón dialéctica, Sartre retoma el problema de la relación de la conciencia individual con la dialéctica histórica. Se inspirará ahora en el marxismo, pero corrigiéndolo desde su existencialismo. También aquí se trata de evitar un optimismo triunfalista. La totalidad, lo universal, la Historia no existen como tales; sólo tienen realidad en los individuos: "el fundamento concreto de la dialéctica histórica es la estructura de la acción individual". No se trata de superponer la Historia a los individuos, sino de leerla desde adentro. Toda situación histórica es el resultado de la dialéctica entre los proyectos de los individuos que, puesto que se fundan en la libertad, no están predeterminados. La Historia, entonces, es una multiplicidad de ficciones (totalizaciones) que no tienen realidad en sí mismas, que son la exteriorización de las acciones individuales.Razones para rebelarseExiste, claramente, una continuidad entre los dos textos de Sartre El ser y la nada y Crítica de la razón dialéctica, pero también profundas diferencias. Más allá de la rehabilitación de la capacidad negadora de la conciencia, el hombre de la primera obra aparecía como una "pasión inútil", un dios fracasado. Su concepción de la angustia podía conducir o conducía, según las críticas de los marxistas, a una forma de quietismo o, al menos, al indiferentismo. El hombre había recuperado su libertad, pero no disponía de brújula. La reflexión sobre moral prometida por Sartre y que debía seguir a El ser y la nada, de hecho, nunca fue llevada a término. Sus esbozos fueron publicados póstumamente como Cuadernos para una moral. En los trabajos que separan ambas obras (como Materialismo y revolución, de 1946), Sartre reformula el tema de la intersubjetividad para hacer posible la colaboración de los hombres en un proyecto común. En la Crítica de la razón dialéctica, para señalar alguna de las diferencias, la posibilidad de una acción común pasa a través de una reformulación del concepto de libertad a fin de dar cuenta de la materialidad de los condicionamientos de la situación en la que el hombre decide su proyecto. El hombre ya no será simplemente "lo que hace", sino "lo que hace con lo que se le da". Los hombres, afirma ahora, son todos esclavos en la medida en que sus experiencias vitales se desarrollan en situaciones originariamente condicionadas por la penuria. La acción histórica es nuevamente necesaria. Para superar la serialidad de lo colectivo (que se podría comparar a la animalización del hombre en el nuevo capitalismo, según Kojève), Sartre describe la constitución de grupos en fusión, reunión de individuos que reconocen un proyecto común de liberación.Dios ha sido separado de su profeta, Marx ha sido separado de Ford. Ya no es necesario convertirse inevitablemente en funcionario. Más bien, todo lo contrario. O, como dice el título de un texto sartreano, hay razones para rebelarse.Poder y libertadLuego del encuentro con Aron que le hace descubrir la fenomenología, Sartre, atraído por ella, compró el libro de Emmanuel Levinas sobre la Teoría de la intuición en Husserl. Pero la relación con Levinas no se detiene aquí. Bernard-Henri Lévy (en El siglo de Sartre, 2000), en efecto, sugiere que el último Sartre ha sido levinasiano. Para sostenerlo, se basa en la extensa entrevista que le hiciera al filósofo su secretario privado, Benny Lévy (o Pierre Victor), publicada como entrevista en Le Nouvel Observateur en 1980, con el título "La esperanza ahora". A través de esta entrevista podemos acceder al libro que ambos preparaban desde 1975: Poder y libertad.Benny Lévy era el jefe de aquellos a los que los franceses llamaban "los maos". En 1970, solicitó a Sartre que se hiciera cargo de la dirección del periódico maoísta La causa del pueblo, y a partir de junio de 1974, Lévy se convertió en su secretario y su confidente. Sartre escribió en una oportunidad a Giscard d'Estaing para que Benny Lévy obtuviera la nacionalidad francesa, cuya carencia lo obligaba a vivir casi en la clandestinidad. Según Lévy, en reconocimiento a esa intervención, Sartre nunca atacó a Giscard d'Estaing.La masacre de Berlín alejó a Benny Lévy de los grupos revolucionarios ligados a la violencia; y el descubrimiento del pensamiento de Emmanuel Levinas lo hizo renacer filosóficamente. No fue sólo un reencuentro con la filosofía, también con el judaísmo. Comenzó a estudiar hebreo y a leer el Talmud.En 1946, Sartre había escrito las Reflexiones sobre la cuestión judía. Con este escrito, Sartre tuvo el mérito, como Vladimir Jankélevitch, de haber roto el silencio filosófico sobre la cuestión en Francia. Pero para él, que por esa época no había logrado superar los prejuicios asimilacionistas, el "judío" finalmente no existe: es creado por la mirada del "otro". A partir de su viaje a Israel en 1967, comenzó a modificar esta posición. Pero Benny Lévy, según aquella entrevista, lo llevó mucho más lejos: lo llevó inclusive a reconocer la especificidad del judaísmo y de su cultura. La prioridad de la ética y la noción de mesianismo son los temas de Levinas que Benny Lévy discutirá con Sartre y que, según Bernard-Henri Lévy, hacen del último Sartre un levinasiano.Las respuestas de Sartre, aun antes de ser publicadas, fueron objeto de escándalos y tensiones. Ellas no coinciden con la versión oficial de los últimos días del filósofo que nos ofrece Simone de Beauvoir en La ceremonia del adiós. Para su compañera de medio siglo, como también para Raymond Aron, se trata sólo de una retractación de su ateísmo arrancada malvadamente a un anciano.Annie Cohen-Solal, en su biografía Sartre. 1905-1980, publicada en 1985, narra los pormenores de esta historia. Cuando el manuscrito llegó a las manos de Jean Daniel, director de Le Nouvel Observateur, quienes estaban en contra de Benny Lévy, con Simone de Beauvoir a la cabeza, llamaron a Daniel por teléfono para evitar la publicación de la entrevista. Finalmente, llamó el mismo Sartre y pidió a Daniel que la publicara íntegramente.No vamos a expedirnos aquí sobre este último Sartre, pero una frase suya en esa conversación con Jean Daniel nos parece la mejor conclusión: "La trayectoria de mi pensamiento se les escapa a todos".