lunes, octubre 31, 2005

Pasolini, una vitalidad desesperada

El debut de Pier Paolo Pasolini como cineasta fue con "Accattone", en 1961, film que provenía de su propia novela "Una vida violenta". El realizador se había formado en la Universidad de Bolonia, pero en otros campos: artes plásticas, historia y literatura. Otra novela suya, "Ragazzi di vita" ("Chicos de la calle", de 1955), acudiría a la memoria cuando, muchos años después, uno de esos ragazzi, de 17 años, lo precipitó a su trágico final en la madrugada del 2 de noviembre de 1975, cerca de Ostia, la playa popular de Roma. Al cumplirse 30 años de su asesinato, en todo el mundo se evocará la controvertida figura de uno de los grandes artistas del siglo XX. En Buenos Aires, la Cinemateca Argentina (con auspicios del Instituto Italiano de Cultura) lo homenajeará con el ciclo "Las cenizas de Pasolini", que reúne once de sus films (y uno más, de su colaborador Sergio Citti, fallecido hace un par de semanas) y que se iniciará pasado mañana en la Sala Lugones del Teatro San Martín, con "Accatone". Pasolini había nacido en Bolonia el 2 de marzo de 1922, pero su adolescencia transcurrió en la región del Friuli, tierra de sus ancestros. Allí compuso sus primeros poemas y consumó su iniciación sexual (según su primo Nico Naldini, con un chico de nombre Bruno, con quien iba a nadar). También, sus primeros contactos políticos con el Partido Comunista Italiano, que en poco tiempo acabarían mal. Ya instalado en Roma, se acercó a Federico Fellini y colaboró en el guión de "Las noches de Cabiria", para luego debutar como realizador. Con "Accattone" -que pasado mañana se volverá a ver en una copia cedida por Cinemateca Uruguaya- se internó en un campo expresivo del que desconocía las reglas: "Llegué al cine desde la literatura, desprovisto de preparación técnica -reconocería después-. El día de la primera toma el operador me preguntó: «¿Qué lente le ponemos a la cámara?», y yo no sabía qué cosa eran esas lentes". Fue una incursión en el mundo de la marginalidad, a la que siguió "Mamma Roma" (1962, que se verá el jueves, a las 14.30, 17, 19.30 y 22), para la cual contó con el privilegiado concurso de Anna Magnani en el personaje epónimo, en el que resultó uno de los trabajos emblemáticos de la monumental actriz. Una obra múltiple Aparte de su multifacética creatividad como poeta, narrador, plástico y ensayista, su obra cinematográfica consiste en una veintena de films, entre largometrajes y episodios en obras compartidas, como el célebre "La ricota", integrante de "RoGoPaG" (los otros episodios los firmaron Rossellini, Godard y Gregoretti). Su consagración sobrevino con "El evangelio según San Mateo" (1964), donde incorporó a su madre, Sussana, en el papel de María vieja y el escritor argentino Juan Rodolfo Wilcock como Caifás, que obtuvo el premio especial del jurado en el Festival de Venecia. Ya en su madurez expresiva y doctrinaria, “Teorema” (1968) causó en el mundo del cine un impacto semejante a la convulsión que había producido el ángel misterioso de su ficción en la familia burguesa en la que se instalaba. En sus adaptaciones de clásicos literarios asombra la coincidencia de la mirada pasoliniana con el espíritu de esos textos, en los que redescubre una desbordante sensualidad. En el “Decamerón” (1971), sobre Boccaccio, se funden el erudito, el cineasta estetizante, el pintor y el pícaro que desenmascara las vicisitudes del erotismo, así como en “Los cuentos de Canterbury”, donde Pasolini personifica al propio Chaucer. La llamada “Trilogía de la vida” se cerró, en 1974, con “Las mil y una noches”, en cuyo guión intervino Dacia Maraini. La escritora describiría al Pasolini de esa etapa final con una energía inusual, algo así como la mejoría de la muerte, en su desesperada vitalidad: “Creo que fue el film más feliz de cuantos hizo –dice Maraini–. O, al menos, el último que expresó una auténtica alegría de vivir, antes de entregarse a las lúgubres imágenes de muerte y de violencia de «Saló o los 100 días de Sodoma»”. Un capítulo aparte lo constituyen sus obras visionarias y de exploración de culturas no europeas, una intuición premonitoria de los “bárbaros” que, decenios más tarde, serían los indocumentados de Europa. La más fuerte de esas visiones fue “Medea” (1970, con María Callas), en la que concibe a la heroína como una hechicera que altera las reglas de la civilización occidental con sus ritos de otras culturas: hay veinte minutos del film consagrados a sacrificios humanos y ofrendas a la tierra. El sacrificio y la ofrenda resultaron premoniciones del “proyecto” pasoliniano de su propio destino trágico. Según el pintor Giuseppe Zigaina, su amigo y maestro, el cineasta vaticinó su muerte, que debía ocurrir un domingo, el mismo día de los difuntos en que habían matado a su hermano Guido. Y así ocurrió. Un crimen político Hipotéticamente, ese día de 1975 fue asesinado por Pino Pelosi, de 17 años, un amante circunstancial que había accedido a subir al Alfa 2000 de Pasolini. El chico fue condenado y encarcelado por ese crimen, pero en mayo de 2005, treinta años después, Pelosi reveló que no lo había matado él, sino tres desconocidos que hablaban con acento meridional, posibles emisarios de la mafia sureña que lo golpeaban mientras lo incriminaban como “cerdo comunista”. Pelosi intentó huir en el auto de Pasolini y, al parecer, pasó involuntariamente sobre el cuerpo del agonizante artista, y así precipitó su muerte. Se trataría, pues, de un crimen político, algo que en su momento habían conjeturado Alberto Moravia y Laura Betti. Pero los tribunales de Roma no han reabierto el caso. Al evocar su figura reaparece ese Pasolini que se definía como marxista no ortodoxo y, al mismo tiempo, como católico posconciliar, en medio de un inconformismo a ultranza que marcó su trayectoria artístico-política y su propia vida. Los detalles de su muerte han conocido una nueva versión. Quizás en el futuro se develen otras, que no harán sino incentivar el misterio de una existencia inextricable

domingo, octubre 30, 2005

Sexo, Tomates y Lenguaje

Entrevista con el escritor israelí Meir Shalev
Resulta inevitable ligar la biografía del escritor Meir Shalev con la creación del Estado de Israel. Ambos nacieron en 1948. Perteneciente a una generación posterior a la de A.B. Yehoshúa, Aharón Appelfeld y Amós Oz -aquellos que tuvieron que poner el hombro para la creación del estado- el nombre de Meir Shalev, es uno de los que más resuenan en la producción israelí contemporánea, junto con el de David Grossman. Multifacético exponente de la cultura actual, Meir Shalev se recibió de psicólogo y conoció la popularidad en los medios de comunicación. Dio sus primeros pasos en la radio para luego convertirse en conductor de televisión. Presentaba y entrevistaba a figuras de renombre. Durante esos años mantuvo su vocación en secreto: convertirse en escritor. Proveniente de una familia dedicada a la literatura -su padre fue un reconocido poeta y crítico, su prima Trsuyá es una importante novelista y su hermana es editora-, Shalev publicó su primera obra "Una novela rusa" recién a los cuarenta años. Desde entonces, se sumó a la exclusiva minoría de escritores que pueden vivir de sus libros. Lleva editadas varias novelas, cinco relatos juveniles y colecciones de ensayos. Además, colabora semanalmente en el diario Yediot Achrono en temas de política, cultura, educación y artículos humorísticos. Meir Shalev vive en una zona céntrica residencial de Jerusalén. Dentro de su departamento -moderno, cálido y amplio- uno siente que podría estar en Madrid, París o Buenos Aires. Allí tuvo lugar la entrevista. Acerca de los orígenes de su pasión literaria, cuenta lo siguiente: "Diría que no la heredé de los escritores de mi familia, sino de las historias que me contaba mi madre. Provenía de una familia de granjeros que relataba historias de mitos locales. Creo que esto -junto con la Biblia y la mitología griega- constituyen la fuente de mi literatura. Mis padres me enseñaron a escribir a la temprana edad de tres años y medio. Hice lo mismo con mis hijos. Creo que es una tradición judía. Pero ahora en Israel ya no se la sigue. Los chicos aprenden a leer y escribir a la misma edad que en todos lados". Quizás el aporte más importante a la literatura de su país sea su delicado trabajo con el idioma, una labor artesanal teniendo en cuenta las particularidades de esta lengua milenaria. El personaje principal de su novela "Por amor a Judith" (Salamandra) se llama Zeide -que en yiddish significa abuelo- siguiendo una superstición judía de Europa del Este que dice que los chicos con ese nombre tienen algún tipo de protección contra la muerte. "Me gusta mucho el idioma, la lengua, el juego con los nombres de los personajes, las palabras en sí mismas. Me considero privilegiado por escribir en hebreo". Y explica: "A pesar de su desarrollo, en la actualidad, a un chico de diez años se le puede dar un pasaje de la Biblia y lo comprende en un sesenta o setenta por ciento. Aún se pueden leer los textos bíblicos en su forma original". Shalev expresa sus ideas sobre el presente y el porvenir de su idioma: "El hebreo actual permite distinguir las distintas capas que recorren la historia de la lengua", afirma. "Se puede combinar en una misma oración lunfardo moderno con verso bíblico. Todo se entrelaza con armonía, suena muy natural y cualquiera lo entiende. Pienso que dentro de cincuenta años no va a ser lo mismo", considera. "Nuestro idioma será como cualquier otro, la evolución es muy rápida. Existirán el clásico y el moderno, como sucede con el latín y el griego". El hebreo como lengua oral cayó en desuso durante más de mil años. A principios del siglo veinte, previo a la formación del estado de Israel, se lo volvió a utilizar en aquella zona. "La mayoría de las expresiones de afectos, comportamientos o sentimientos humanos se mantuvieron", dice el autor. "Esas cuestiones no se modifican demasiado, ni emotiva ni lingüísticamente. En cambio, para el mundo material, el hebreo no contaba con las palabras necesarias. Cuando recomenzamos a hablarlo, hubo que buscar nuevos términos para la maquinaria, la electricidad y los instrumentos modernos. Inclusive se crearon palabras como tomate; no había tomates en Medio Oriente en la época del Rey David. O sea que esta palabra nació hace cerca de ochenta años y es una palabra sexy, que viene de florecer, pero en un sentido sexual. Cuando surgió, alguna gente se opuso: les pareció demasiado". Consultado acerca de los nuevos vocablos, Shalev explica lo siguiente: "Algunos derivan fonéticamente de idiomas extranjeros, otros se toman de palabras bíblicas relacionadas con el significado de un término inexistente. Por ejemplo, la palabra auto proviene de algo como máquina. Aquello vinculado con la luz eléctrica, de un término de la Biblia que nadie sabe a ciencia cierta qué quiere decir, pero que guarda relación con la iluminación, aunque quizás en otro sentido. La palabra pistola es algún tipo de piedra preciosa y su raíz significa calor". "Mi interés por la Biblia no tiene que ver con la religión", aclara el autor. "La leí como el libro que relata la historia de mi gente, como la tradición y la literatura que fundaron nuestra cultura". A su novela "Esaú" la prensa norteamericana le encontró resonancias bíblicas. "Escasamente tengo alguna relación con la religión", dice sonriente. "Creo que conozco un poco más acerca de la religión judía que el judío secular promedio, pero no la practico. Aprecio sus aspectos morales, aunque no ciertas costumbres, como la comida kosher o el shabat. Cuando releo los Diez Mandamientos encuentro el núcleo básico de nuestra ley: venerar un solo dios y no traicionarlo, respetar a los padres, no robar, no matar... Lo que me interesa de esto es su valor moral. Creo que el mejor precepto es el que postula no tener malos pensamientos. Nadie puede obedecerlo, es demasiado elevado... Pareciera que sólo existe para que no se pueda cumplir y todos se sientan algo culpable". Shalev menciona algunos de los escritores que más lo han impactado: Melville, Thomas Mann, Gogol, Bulgakov, Jean Rouau (escritor francés contemporáneo), Natalia Ginsburg y Thomas Hardy... En cuanto a sus compatriotas, Yaacov Shabtai y Yehoshúa Kenaz. "Uno de los escritores israelíes que mejor utilizó el lenguaje es Shai Agnon, su conocimiento del hebreo es muy vasto, tanto que a veces es difícil leerlo". Curiosamente, sus libros infantiles son tan populares como sus novelas: "Escribo cuentos para niños. No me veo como un educador ni escribiría libros didácticos, ni siquiera me gustaban de chico. Creo que mis cuentos no apuntan a un mensaje, mis novelas tampoco. Quizás a excepción de uno que trata sobre un viejo tractor que llega a un jardín de infantes y luego se convierte en ómnibus escolar. Creo que la moraleja es que la gente mayor debe tener un lugar en la sociedad. También escribí un relato sobre un chico al que le daban vergüenza las conductas de su padre y al final trata de aceptarlo como es. Por supuesto que hay temas que no se pueden tocar en los libros infantiles. Por ejemplo, no relataría sobre violencia ejercida a niños. A mi hijo, de pequeño, le leía el libro infantil Platero y yo". El autor rememora su propia infancia. "Tuve una conexión muy profunda con el pequeño pueblo donde nací, en el Norte de Galilea. Coincidió el momento en que mamá estaba embarazada de mí con la Independencia de Israel. Jerusalén estaba cercada, entonces nos tuvimos que ir. Pronto nos mudamos a un kibbutz en Guinosar, que comenzó en mil novecientos. Recién volvimos a Jerusalén cuando tenía once años. Nunca perdoné a mis padres por esto. Todavía sigue sin gustarme vivir en esta ciudad. Hace tres años empecé a construirme una casa cerca del pueblito donde nací". Recuerda que Appelfeld jugaba al ajedrez con su padre cuando era chico: "Su vida puede generar muchas novelas más, en cambio la mía no. Diría que llevo una vida común, casi aburrida". "Viajo a menudo por trabajo. Cada uno de los escritores israelíes leídos en otros países tenemos un lugar de reconocimiento en Europa. El mío es Holanda. El de Yehoshúa es Italia, y el de Amós Oz, Inglaterra. Sin embargo, las travesías que más disfruto son aquellas en las que visito lugares como bosques o selvas. Me gusta recorrer sitios salvajes, hacer algún tipo de aventura. Estuve en los bosques de Kenia y Australia, fui a Mongolia. En cuanto a la promoción de mis libros, mis lugares preferidos son Holanda e Italia". Su deleite por la naturaleza aparece en sus novelas. "Describo en gran detalle la flora y la fauna de ciertos lugares de Israel. Incluso recibí un premio bastante curiosos de la Sociedad Botánica de Israel por mi novela "The Blue Mountain". Me galardonaron por la precisión y la agudeza en la descripción de las plantas". Actualmente, el autor se encuentra en pleno trabajo para su nueva novela por lo cual no viaja y rara vez recibe un periodista. Aclara que realiza una profunda investigación antes de comenzar la escritura. "No puedo contar toda la historia de mi nuevo libro. Básicamente se trata del reencuentro de un hombre y una mujer que fueron pareja. El escenario es la casa que él se está refaccionando. La empresa constructora pertenece a la protagonista y su padre, quien orquesta el encuentro por intereses personales. La historia secundaria es la de los padres de esta pareja. En parte está situada en Jerusalén en 1948, pero la mayoría en Tel Aviv y en un pequeño pueblo en algún lado cercano". A pesar de ser militante activo del Frente Pacifista, deja en claro: "Mis libros no son políticos. No me interesa expresar mis ideas sociales a través de mi literatura".

Es el filósofo más grande que tuvimos en el siglo XX

“Si Heidegger es el filósofo más importante del siglo XX, Sartre es el más grande”, dice José Pablo Feinmann en la entrevista con Página/12. “Sartre ha sido sometido a una total discusión y olvido desde el surgimiento del estructuralismo y el principal responsable de esa actitud fue Foucault, que lo agredió primero y lo ignoró después, Althusser y todo el posestructuralismo y el posmodernismo que negaron la concepción política del compromiso”, señala Feinmann, que acaba de publicar su última novela, La sombra de Heidegger, en donde hay un capítulo homenaje a La náusea. El filósofo y escritor argentino define la trilogía de Los caminos de la libertad como “un proyecto tremendamente ambicioso” que recupera, ante todo, el gran concepto de la filosofía sartreana: la libertad. –¿Cómo funciona en Sartre ese concepto fundante de libertad?–Sartre la entiende como la libertad de la conciencia intencional, de la conciencia pre-reflexiva. Ese cogito pre-reflexivo que está arrojado sobre el mundo no tiene contenidos y, por lo tanto, es libre de darse el ser en cada acto, en cada compromiso, en cada elección porque su misión es la de intencionar sobre el mundo. Ahora, en la medida en que se va eligiendo a sí mismo se produce la consistencia del ser. Para Sartre, el fundamento de la alienación es siempre la libertad, hay alienación porque hay libertad del sujeto. El enunciado fundamental de la filosofía sartreana es que “la libertad es el fundamento del ser”. En Los caminos de la libertad desarrolla las elecciones de los hombres, su arrojo en el mundo temporalizado, la temporalización y el surgimiento de un mundo con la existencia del hombre. Sin hombres que traen el sentido, la libertad y la temporalidad, no hay mundo.–Uno de los personajes, Brunet, se pregunta de qué sirve la libertad si no es para comprometerse. ¿Qué ocurre con la libertad como fundamento del ser cuando aparece la idea del compromiso?–Por más que nos comprometamos, nunca podemos cosificar la libertad, el hombre no puede cosificarse, está condenado a ser libre. Por más que yo me comprometa a ser un mozo de bar, nunca voy a serlo totalmente porque mi libertad constantemente erosiona el ser que yo quiero ser. No hay completud en el hombre porque es una nada trascendente, una nihilización del ser. Lo que le podemos responder al bueno de Brunet es que por más que yo me afilie al Partido Comunista, por más que acepte el dogma y la ideología del partido, siempre va estar mi libertad fundante erosionando la inercia y el dogmatismo que se quiere inocular en esa conciencia. –¿Qué desafíos le plantea Sartre a los intelectuales de hoy?–Seamos un poco malos: lo que Sartre le plantea al aburrido y burocrático intelectual del presente es que no se cosifique como intelectual académico, sino que ejerza su esencial libertad. El intelectual de la academia, del paper, es el intelectual cosificado que quiere ser profesor y quedarse reposando en esa cosificación del ser. Pero Sartre señala que no hay cosificación del ser porque el ser del hombre es libre; es ser nada, nunca ser algo. El intelectual sartreano está expectorándose de sí, arrojándose a un mundo y este mundo lo lleva a un compromiso que no le da reposo nunca.

El artista de lo absurdo en lo cotidiano

Cuentan que Kafka, poco antes de morir, le dijo a su médico: “Máteme, si no es usted un asesino” y que luego agregó: “No se vaya”. Cuando el pobre médico le respondió “Yo no me voy”. Kafka entonces le dijo: “Pero yo me voy”. Quienes lo conocieron divulgaron muchas situaciones como ésta. Fueron sus biógrafos los que obligaron a asumir que la vida de Kafka se superpuso a la obra. También su Diario, su Carta al padre, la correspondencia con sus tristes novias, su clásica foto donde las orejas amenazan con adelantarse a su perplejidad. El destino de Kafka, afirmaba Borges, fue transmutar las circunstancias y las agonías en fábulas. Y tal vez ésta sea la situación más kafkiana de todas: ya no se puede olvidar de una hipótesis tan improbable como asfixiante. Y en el principio hay una encrucijada: Kafka nació el 3 de julio de 1883 en una Praga habitada por tres grupos incompatibles: judíos, checos y herederos de la aristocracia austríaca alemana. Hizo sus estudios en alemán pero decidió aprender a hablar en checo, dos lenguas opuestas que ni siquiera admitían traducción. ¿Era alemán, checoslovaco o judío? ¿Tenía que escribir sus libros en checo o en alemán? El mismo admitió: “Viví entre tres imposibilidades: la imposibilidad de no escribir, la de escribir en alemán, la de escribir en otro idioma, la de escribir. Era una literatura imposible por todos sus costados”. Esta convicción de la imposibilidad es la que lo llevó a asumir cada escollo como parte de un legado y también de una narración. “Este ser de otra raza, de otra configuración psíquica y onírica, observador distante y de ojos de microscopio fue el judío checo que escribió en alemán y pensó en hebreo”, lo definía por estas tierras Ezequiel Martínez Estrada. Relatos a pesar de Kafka Los relatos completos de Kafka que Página/12 entregará gratis con el diario desde mañana han sido organizados en cuatro tomos, con prólogo de Juan Forn. El criterio no es cronológico sino que elige dar cuenta de las decisiones del autor para con su propia obra. Por un lado, lo que consideró publicable y, por otro, lo que decidió quemar. En los dos primeros tomos figuran los textos que el mismo Kafka dio a la imprenta. Entre ellos se cuentan: La metamorfosis, Un artista del hambre, Un artista del trapecio –estos tres con traducción de Jorge Luis Borges–, En la colonia penitenciaria, Ante la ley, hasta llegar al último cuento que escribió poco antes de morir, Josefine, la cantante o el pueblo de los ratones, publicado en 1924. Los otros dos tomos recopilan cuentos no menos famosos –Una confusión cotidiana y La construcción de la muralla china, por ejemplo–, que jamás fueron dignos de aparecer en libros, según el juicio de su autor. Juicio que no compartió su amigo Max Brod y según el cual tampoco habrían podido llegar al público las novelas El proceso, El castillo ni América.El valor de esta colección se apoya sobre todo en la posibilidad que otorga a los lectores de encontrarse con los más consagrados y también con los relatos menos conocidos. Inclusive con los atípicos, para lo que se espera siempre de Kafka. Este es el caso de su sutil interpretación de Sancho Panza, el hombre libre que consigue alejar con la literatura a su demonio, Don Quijote. O los textos recopilados bajo el título de Contemplación (1913) así como también de muchos de los que corresponden a esta misma época y que fueron editados después de su muerte. El autor retiene para sí lo atroz, mientras desliza ante el espectador sus reflexiones tragicómicas sobre la vida cotidiana. Cuando Kafka llevó este primer libro a su editor, debieron agrandarle la letra hasta un tamaño casi ridículo para dar con un ejemplar de unas 90 páginas. Kafka no sólo había escrito breve sino que había sacado de circulación muchos de sus textos a último momento. Tanto los primeros como los que luego fueron recuperados demuestran su capacidad de condensar lo absurdo en escenas reconocibles. Siempre encuentra una frase delirante para empezar: “¡Parece tan duro quedarse soltero!” o “Si uno lo piensa bien, nada hay que pueda movernos a querer ser los primeros en una carrera de caballos” o “Muchas veces, cuando veo vestidos con múltiples pliegues y adornos, pienso que no se conservarán así por mucho tiempo, sino que mostraran arrugas imposibles de planchar”. Las tapas de los cuatro tomos incluyen en su diseño, cuatro dibujos originales de Franz Kafka, que Max Brod también sacó de los cajones privados e hizo públicos cuando escribió la biografía de su amigo. Un clásico contemporáneoKafka no era un hombre vencido; en todo caso, tenía la determinación de cumplir con todo, a la altura de la perfección. Tal vez esta es la razón por la cual nunca se consideró lo suficientemente apto para contraer matrimonio ni para editar los manuscritos que iba sumando por las noches. Publicó muy poco y en su testamento pidió el fuego para casi todo. Más que obedecer a un mandato paterno o burocrático, se había sometido a sus propias certezas. Por eso, sus diarios, sus cartas y sus famosas listas sobre temas íntimos son obras maestras de afligido circunloquio no sólo con respecto a los otros, sino sobre todo a él mismo. El 18 de julio de 1906, por cumplir con él y con su padre, se recibió de doctor en jurisprudencia. Abrazó el título junto con dos determinaciones: no ejercer jamás como abogado y no recibir desde ese día, un peso más de su familia. Se concebía como escritor pero pensaba que vivir de la creación literaria era una forma de envilecerla. La ocupación y el arte debían permanecer completamente separados del resto. Después de dos años de penurias, consiguió el resto: un empleo en un instituto de seguros contra accidentes de trabajo. Fragmentos enteros de sus obras, así nos vemos obligados a pensar, deben su atmósfera a este instituto: no sólo el Gregorio Samsa de La Metamorfosis, sino el adolescente de El fogonero, los pacientes de Un médico rural, por nombrar algunos. La obra y la sensibilidad de Kafka son a nuestra época, ha dicho W.H Auden, lo que Shakespeare y Dante a las suyas. Y a la distancia, en estos cuentos, se ve claramente el existencialismo de Sartre, la angustia del hombre moderno ante el poder omnipotente. Los jeroglíficos de Kafka han sido leídos también como premonición de la prepotencia racista y el horror nazi que llegó más de diez años después de su muerte. La radiografía de la burocracia autoritaria aparece denunciada en sus obras, así como la mágica elaboración de un lenguaje actual, definitivo adiós a la lógica literaria del siglo XIX. Kafka trae consigo el silencio como respuesta a los enigmas contemporáneos. No es el Canto de las Sirenas, afirma en su fábula, sino el estarse calladas, lo que lleva la verdadera carga de iluminación y amenaza. La única respuesta correcta no está en el habla sino en lo que no se dice. Y eso es lo que Kafka logra siempre: dejar al lector encerrado con sus personajes, sus situaciones y sobre todo con el silencio. Con la deliberada renuencia a develar qué le pasa exactamente a Samsa, cuál es la Ley ante la cual esperamos, qué es lo que hace imposible vivir, por qué clase de cantores los pueblos se dejan masacrar. Su literatura, en suma, contiene la de los escritores que vinieron y determina una lectura kafkiana del resto. Borges, uno de los principales introductores de este autor en la biblioteca argentina, consideraba a Kafka como el gran escritor clásico del siglo XX. Y tal vez así sea. Literalmente así. Y entonces Kafka no vivió tan atormentado como quisimos pensar, sino que fue el siglo que apareció en sus relatos y durante el cual lo leímos, lo que nos llevó a pensar de esta manera. En el centro de un mundo extraño, las parábolas de Kafka dejan fluir el recuerdo de una vieja esperanza de redención. A la distancia, alguien puede recordar en sus obras al dios ausente de la vida moderna, que de existir podría venir y salvar a los personajes de todos estos relatos, salvar a Kafka de los numerosos callejones sin salida que cruzaron su vida. Y dejar al lector solo en este mundo.

La habitación de los niños

Louis-René des Forêts El Cuenco de Plata 187 páginas
Es raro: Louis-René des Forêts es un escritor desconocido en nuestro país, extraño porque la literatura francesa siempre pareció estar para nosotros a la vuelta de la esquina. La razón más evidente de esta presencia invisible parecería ser que hay pocas obras suyas traducidas a nuestra lengua. Pero no. Hay algo más. Hay un grito silencioso en la prosa de Des Forêts que puso al autor y a su obra en esa calle lateral de la narrativa francesa, y está bien que así sea.
Dicen quienes los conocieron que era un hombre discreto, reservado y de pocas palabras. Mientras que sus amigos (Michel Gallimard, Georges Bataille, Maurice Blanchot) fueron arañando la fama entre los años ’60 y ’80, el nombre de Des Forêts se mantenía siempre en silencio. Publicaba en algunos diarios y leía vorazmente. Sabemos de él que nació en 1918 y que tuvo una infancia errante por distintas ciudades de Europa. Su momento de inflexión le llegó a los 15 años, cuando en su vida se cruzaron las páginas de Baudelaire, Shakespeare, Rimbaud y Joyce. Los viajes siguieron, pero Des Forêts ya se estaba preparando para su primer libro, que llegó en 1941, el primero de una serie no muy prolífica pero sí sustanciosa, hasta su muerte en el año 2000.
La habitación de los niños se editó por primera vez en 1960 y obtuvo un desconocido pero prestigioso premio de la crítica francesa. Son cuatro cuentos, pero hay una instancia en que el libro se pliega y se vuelve profético de sí mismo. Así, en cada cuento están implícitos y extrañamente silenciados el resto de los relatos, y leerlos es nada menos que sacarlos de su letargo. Y la palabra letargo no es casual: hay en los cuentos de Des Forêts un registro personal del sueño, de la imagen onírica e incluso de la alucinación. El elemento que configura esta especie de tejido interno, este lazo entre las historias, parecería ser la voz, en sus distintas formas y encarnaciones. La voz del que narra, las voces de los que son narrados y el eco que subsiste a toda pronunciación. Es como si todo el libro estuviera atravesado por la misma voz que es todas las voces y no es ninguna. Bien señala Silvio Mattoni en el prólogo de esta edición que en los cuatro relatos del libro “alguien se calla”. Y en esa instancia precisa, Des Forêts nos pone contra el reverso de la voz, y así, también, ante el reverso de toda narración. Quizás el lugar que le corresponda como escritor sea ése: el de dar cuenta de un silencio que deja su eco en la literatura.
En los cuentos de La habitación de los niños se puede leer una tensión entre el detalle y la acción, así como entre la reflexión y la narración pura. Como si, a cada instante, Des Forêts estuviera por dar ese paso que lo catapultaría en el interior de una tradición específica de las letras francesas, y allí girara para un costado, escapando. Cuando parece desvanecerse en el detalle, vuelve a irrumpir en toda su centralidad narrativa; y cuando el relato aparenta tornarse en una bajada de línea filosófica, la narración da un vuelco brusco y se pierde en alguna cara o en el matiz de una voz.
Es así como leemos La habitación de los niños con gusto. Con el placer de encontrarse con unos escritos que, si bien son breves, se pueden leer como una literatura que se extiende en sus muchos matices y que, por suerte, nunca se acaba

Inasible François Weyergans

Es uno de los escritores de lengua francesa más importantes. En este diálogo habla de cuánto le cuesta dar por terminado un libro, más aún publicarlo, y se refiere a sus excentricidades y rituales
Conocer a François Weyergans es como entrar en un cuarto de espejos deformantes. Considerado una de las plumas más talentosas de la literatura francesa, Weyergans (Bruselas, 1941) es -como los personajes de sus libros- indescifrable, maniático, obsesivo, fetichista, desordenado, extravagante, un auténtico misterio: ¿genio, demonio, farsante, manipulador, neurótico al borde la patología o quizás todo a la vez? ¿Cómo definir a un hombre que reescribe cien veces cada párrafo porque no puede poner punto final a un libro? Que no cuelga el teléfono porque no tolera ser él quien interrumpe un diálogo. Que es capaz de recordar por qué utilizó cada palabra de sus libros. Que no puede sentarse a escribir si falta un solo elemento de su entorno habitual. Que duerme junto al último manuscrito para no abandonarlo. Que sólo acepta publicar si termina de escribir en agosto o, de lo contrario, espera hasta el año siguiente. Que es un maniático de la aritmética: sabe cuántos días vivió desde su nacimiento. Que considera la ternura una palabra desagradable. Entre otras curiosidades, filmó una película, Color carne, que nunca llegó al público, a pesar de su reparto estelar: Dennis Hopper, Bianca Jagger, Verushka y el bailarín argentino Jorge Donn. Tampoco pudo estrenar otra media docena de películas que dirigió en su carrera cinematográfica. El asegura que se trata de una sucesión de infortunios: todos sus distribuidores quebraron justo antes de la exhibición. Pese a todo, sus biografías lo califican de "gran cineasta" y sus filmes recibieron importantes galardones. Después de siete años de ausencia en las librerías, durante la cual, cada verano, su editor anunciaba inútilmente, con grandes campañas de prensa, su inminente aparición, Weyergans acaba de publicar su nuevo libro: Trois jours chez ma mère (Tres días con mi madre). "Cada verano me digo que es hora de dejar de no publicar", escribió hace tres años, aludiendo a su imposibilidad casi genética de poner el punto final a una obra. De esa época, conserva un voluminoso dossier de prensa con todos los artículos que proclamaban la salida de sus libros. El mismo contribuía a alimentar esa superchería con decenas de entrevistas. -Es como un juego. Es apasionante ver qué pasa cuando la gente espera. -¿Y qué pasa? -Nada, en el fondo la gente espera. Es amable de su parte. Es halagador sentirse esperado. Pero es muy peligroso. Podrían decirse "No vamos a esperarlo". También podrían decir "Después de todo no valía la pena". El juego consiste en llevar el riesgo a sus límites y ver. Con esto, consigo que mi vida sea bastante interesante. El único que comprende esos mecanismos es su gran amigo, el coreógrafo Maurice Béjart: "Escoger una solución es perder todas las demás. François hace vida conyugal con sus manuscritos. Nunca quiere divorciarse", interpreta. Durante siete años, cada noche -porque vive de noche-, Weyergans trató de escapar de su obsesión. Para escribir, se atrincheraba en su escritorio, donde reina un desorden indescriptible, rodeado de libros, diccionarios y miles de hojas "de tamaño A4, de al menos 80 gramos" escritas a mano, tachadas y reescritas. "Tengo una excelente memoria visual. Sé perfectamente dónde están las escenas que escribí. A veces, al buscar una de ellas, caigo sobre otra y decido integrarla al libro en curso", precisa. Para poner orden, hasta pensó en tender una cuerda y colgar las hojas con broches, "como hacía Louis-Ferdinand Céline. Pero me dije que era mejor así". Mientras espera la inspiración, durante esos aquelarres nocturnos, toma té verde, escucha a Bach, les escribe versos a sus cuatro hermanas, y fuma entre dos y tres paquetes de Gitanes. En los períodos en que las musas rehúsan acudir a su mesa de trabajo, adopta drásticas medidas para obligarse a escribir: compra yogur y se promete terminar el libro antes de la fecha de expiración. Cuando le falla ese recurso, compra latas de sardinas en aceite, "que duran varios años más". También envía decenas de mensajes de texto desde su teléfono celular. "Lo más duro: ¿pensar o escribir? No es simple escribir lo que uno piensa. Pues, ¿qué pensar?", dice uno de los textos recibidos en los últimos días por un amigo. En el suelo, entre libros y hojas sueltas, hay un colchón. "Cuando consigo escribir varias páginas, no quiero alejarme de ellas. Me siento como un niño con un regalo recién recibido. Entonces extiendo el colchón y duermo allí", confiesa. En su escritorio también hay dos computadoras, cuatro máquinas de escribir mecánicas y una inmensa impresora con teléfono y fax."Fax" es una palabra mágica para Weyergans. Cuando comienza su inmersión en la escritura, justo en el momento en que las estrellas brillan y la ciudad duerme, el fax adquiere una frenética actividad. En cuatro años, ha enviado más de 1.200 faxes a la Tierra entera: amigos, familia, escritores, editores, banqueros y acreedores. -¿Por qué tantos faxes? -Porque también eso es escribir. Finalmente decidió terminar el libro por insistencia de su madre: "Deberías publicar. La gente creerá que estás muerto", le dijo. Además, reconoce, cada vez recibía más visitas de oficiales de justicia y perceptores de impuestos que acudían a reclamarle deudas en mora. "Yo soy un pobre de lujo", les advertía. Finalmente, al cabo de esos siete años de equívocos, angustias y especulaciones, consiguió terminar su manuscrito en agosto. El esfuerzo le hizo perder nueve kilos en los últimos quince días de trabajo. Su novela causó tanta sorpresa que, apenas salió, comenzó a figurar entre los favoritos para ganar el preciado Premio Goncourt. Trois jours chez ma mère es la continuación de Franz et François (1997), que evocaba la relación tormentosa del novelista con su padre, el crítico de cine y escritor católico belga Franz Weyergans. Weyergans padre murió pocas semanas después de haber sido publicado Le Pitre, el primer libro de su hijo, a quien le había prohibido ser escritor y recomendado que eligiera la carrera de cineasta. Antes de publicar esa novela, François intentó superar el conflicto a través de un largo psicoanálisis con Jacques Lacan. Hoy, el novelista corrige la versión: "Lo que disgustó a mi padre fueron los pasajes altamente eróticos del libro. Tenía miedo de que pensaran que había sido él, el ultracatólico, quien lo había escrito. De lo contrario, hubiese aceptado que yo me dedicara a la literatura", conjetura. Ahora el objeto de reflexión es la figura cautivadora de la madre, personaje omnipresente en este segundo capítulo del díptico familiar. -Para terminar Franz et François tardó cinco años. ¿Por qué esta vez necesitó siete? -Porque con el padre había un conflicto. Aquí hay menos conflicto entre esa madre y su hijo. Esto fue mucho más difícil. Hace unos años hice un libro sobre la vida de un monje en el siglo IV, Macaire, el copto, que vivía en el desierto y que dejaba de creer en Dios. Terminarlo fue terriblemente difícil porque después de la cuarta página no había más nada que decir sobre el desierto: tres o cuatro piedras, el sol, cinco insectos? y se terminó. No hay conflicto exterior en un desierto. El conflicto era interior. Con la madre fue igual. Desde el primero al último de sus libro, Weyergans despliega una erudición que fascina al lector. Presa de una curiosidad sin límites, su avidez por el conocimiento lo induce a estar al corriente de todas las publicaciones, los espectáculos, las enciclopedias, los periódicos de moda o de deportes, el teatro japonés, la pintura, los filmes de los años 30, los teósofos de la Edad Media y los manuales de ebanistería. Esa búsqueda insaciable es quizá una forma más de abordar el tema central de su obra, la cuestión que no cesa de angustiarlo: el acecho de la disolución de la identidad. Ese "¿quién soy?", que se formulan cada uno de los héroes de sus novelas. Para Weyergans, la respuesta parece ser: "Soy escritor". En uno de sus libros más celebrados, La démence du boxeur (La demencia del boxeador), a través de un personaje, Melchior, el novelista constata que el cine "como arte, no como industria del espectáculo" está a punto de morir y que la escritura, obra de un hombre solo enfrentado con el tiempo, resiste a todas las usuras, a todas las degradaciones, a la voracidad del mundo que lo rodea. -Las mujeres, otro elemento central de su obra, también constituyen un lazo indisoluble con la escritura. -Lo que espero de las mujeres que conozco es que me den ganas de escribir. El sexo es, con la escritura, el segundo gesto de rebelión a la autoridad paterna. Omnipresente en sus libros, el sexo es el tema más importante de Salomé, su primera novela, escrita hace 36 años y publicada pocos días después de Trois jours? Delirante, onírico, el libro es un vagabundeo amoroso, erótico, que cuenta las emociones de un joven cineasta, especie de Casanova desencantado que va a Bruselas a escuchar Salomé de Richard Strauss. "No esperaba lo que me cayó encima esa noche. Una conmoción. ¿Es mi culpa si las mujeres turbadoras me turban y si las mujeres desconcertantes me desconciertan?", se inquieta el personaje. Para el joven escritor, Salomé es el resumen de todas las mujeres, de todas las experiencias y todos los fantasmas que lo acompañarán durante su vida. "Reúno en el nombre de Salomé todas las vaginas desfloradas desde la muerte del tetrarca Herodes Antipatros", confiesa en el texto. Su nueva novela es la historia de un libro imposible de escribir, de citas postergadas una y otra vez: con la creación, consigo mismo y -de paso- con su madre. Trágico, cómico, escrito con un lenguaje fluido y cristalino como el hilo de agua de un manantial. Trois jours chez ma mère es una formidable novela sobre la dificultad de la creación literaria y una vertiginosa reflexión sobre el escritor y sus dudas. Lleno de humor y de angustia, de locura y de nostalgia, de erotismo, banqueros, inspectores de impuestos y digresiones sobre la vida de los insectos; su prosa remite inevitablemente a ciertas películas de Woody Allen. El libro pone en escena a un escritor incapaz de escribir que, para terminar un libro prometido a un editor, decide visitar a su madre en el sur de Francia. La sutileza de la novela reside en que, lejos de ser un relato lineal, la historia se articula como un juego de muñecas rusas que se desarma frente a un espejo. Como en Franz et François, el intérprete de la novela es François Weyergraf, falso doble del autor. Weyergraf inventa a su vez un personaje, Graffenberg, que inventa por su parte a un cierto Weyerstein? Todos, naturalmente, intentan escribir sobre sus madres. Para Weyergans, esa astucia es una forma más de confundir las pistas, de mostrar la complejidad de la relación entre el autor y su obra. En este caso, esa relación parece imposible de desenmarañar: todos sus lectores terminan por confundir ficción y realidad, y juran que el protagonista es el escritor. "Un día, escribiré un libro sobre una piedra y todos creerán que la piedra soy yo", dice el personaje del libro a su madre. -¿Usted confunde realidad y ficción en forma deliberada? -Los críticos dicen que mi obra es autobiográfica. Es mucho más sutil que eso. En realidad, es casi al revés. Yo invento una vida al personaje con el cual termino por identificarme. Es una forma de conocer mejor mi propia vida. Y viceversa. Por ejemplo, un día quería hacerle cortar el pelo a mi personaje. Y me di cuenta de que hacía mucho que no lo hacía yo mismo. Entonces fui al peluquero y terminé redescubriendo la sensación que dan el peine y las tijeras en la cabeza. Y así pude contarlo mejor. Eso indica bien la ambigüedad entre la creación y la realidad. -¿Piensa que la crítica literaria no está preparada para entender este tipo de "juego"? -Creo que la forma actual de recibir los libros está muy atrasada en relación a lo que ocurre con otras formas de arte. Cuando los críticos dicen "es alusivo", tengo la impresión de que es lo mismo que reprochar a Picasso pintar los dos ojos de una mujer del mismo lado de la cara. O a Matisse pintar una mano con cuatro dedos. Ellos sabían muy bien que una mano tiene cinco dedos. Es que quisieron hacerlo así. Como viaja muy poco porque teme no querer volver, Weyergans no ha podido cumplir su sueño de viajar a Buenos Aires para conocer el Teatro Colón. -Quien despertó esa curiosidad fue el desaparecido bailarín Jorge Donn, que terminó por convertirse en uno de sus mejores amigos. -Sí. Yo estuve a su lado en sus últimos momentos. Antes de morir, en noviembre 1992, en una clínica de Lausana, me dijo "Estoy orgulloso de vos". Siempre me hablaba del Teatro Colón de Buenos Aires. Desde entonces me digo que algún día debo ir a conocerlo. -Donn también le hizo descubrir otro de sus tesoros secretos: la milonga. -En los años 70 me trajo de Argentina una colección de milongas que me ayudan a pensar durante mis noches de insomnio. La milonga no tiene nada que ver con el tango. Es mucho más triste, más melancólica. Es excelente para la inspiración. Ahora que por fin "dejó de no publicar" y puede ver su libro en las pilas de best sellers de las librerías, el novelista está lleno de proyectos. Por empezar, volverá al cine. Acaba de firmar un contrato con el productor Claude Berri para dirigir un filme, cuyo argumento mantiene en secreto. Su única ambición es que el protagonista sea interpretado por Sean Penn, "aunque debería adelgazar un poco. No debe ser muy difícil contratarlo -conjetura-; sólo hay que convencerlo y pagarle lo que pide". Simultáneamente, François Weyergans escribirá tres libros. Todos -prometido- estarán terminados en el mes de agosto. Por Luisa Corradini Para LA NACION - París, 2005 Obras François Weyergans nació en Bruselas en agosto de 1941. Es cineasta de formación y autor de doce novelas publicadas a partir de 1973.
Le Pitre (Premio Roger Nimier, 1973)
Berlin mercredi (1979)
Les figurants (Premio de la Société des Gens de Lettres y Premio Sander de la Academia Real de la Lengua de Bélgica, 1980)
Macaire, le copte (Premio Rossel y Premio Deux Magots, 1981)
Le radeau de la méduse (Premio méridien des quatre juys, 1983)
Françaises, français
La vie d’un bébé (1986)
Je suis écrivain (1989)
Rire et pleurer (1990)
La démence du boxeur (Premio Renaudot, 1992)
Salomé (Primera novela, escrita hace 36 años y publicada en 2005)
Franz et François (2005)