domingo, diciembre 25, 2005

Pinter tu aldea

Este es el discurso de fuerte contenido político que el dramaturgo y poeta Harold Pinter pronunció en la ceremonia de entrega del Premio Nobel de literatura.
En 1958 escribí lo siguiente: “No existen fuertes distinciones entre lo que es real y lo que es irreal, ni entre lo que es verdadero y falso. Una cosa no es necesariamente verdadera o falsa; puede ser a la vez verdadera y falsa”. Creo que estos juicios todavía hacen sentido y aun pueden aplicarse a la exploración de la realidad a través del arte. Como escritor, los sostengo, aunque no puedo hacerlo como ciudadano. Como ciudadano debo preguntar: ¿qué es verdadero? ¿Qué es falso?
La verdad en teatro siempre resulta elusiva. Nunca se la puede hallar de modo absoluto y, sin embargo, es obligatorio buscarla. La búsqueda es lo que obviamente dirige el esfuerzo. La tarea de uno es esa búsqueda. Las más de las veces, uno tropieza con la verdad entre tinieblas, chocándose con ella, o apenas entreviendo una imagen o una forma que parece corresponder a la verdad, a menudo sin advertir que uno lo ha hecho. Pero la verdad es que nunca hay algo así como una verdad única en el arte dramático. La mayoría de las obras se engendran merced a una línea, a una palabra o una imagen. La palabra a menudo es seguida estrechamente por la imagen. Daré dos ejemplos de dos líneas que se me aparecieron en la cabeza como de la nada y fueron seguidas por dos imágenes, a las cuales yo seguí a mi vez.
Las obras son The Homecoming (El regreso) y Old Times (Viejos tiempos). La primera línea de El regreso es ‘¿Qué hiciste con las tijeras?’. La primera línea de Viejos tiempos es “Oscuro”. En ambos casos no tengo más información. En el primer caso alguien estaba obviamente buscando un par de tijeras y le preguntaba eso a alguien de quien sospechaba que seguramente se las había robado. Pero de algún modo supe que la persona a quien se dirigía no le iba a dar un carajo las tijeras, ni siquiera le iba a contestar. “Oscuro” lo tomé de la descripción del cabello de alguien, el cabello de una dama, y fue la respuesta a una pregunta. En ambos casos me vi subyugado a ver qué ocurría. Esto ocurrió visualmente, en un muy lento fundido, de la sombra a la luz.
Siempre empiezo una obra llamando a los personajes A, B y C.
En la obra que luego fue El regreso se ve a un hombre que entraba a una habitación miserable y le preguntaba algo a un hombre más joven que estaba sentado en un sillón horrible, donde leía un folletín hípico. Sospeché vagamente que A era el padre y B su hijo, pero no tenía pruebas. Sin embargo me lo confirmó un poco después cuando B (que luego se convirtió en Lenny) le dice a A (luego Max), ‘Papá, ¿no te importa si cambio de tema? Quiero hacerte una pregunta. La cena de la otra vez, ¿cómo se llama eso que comimos? ¿Cómo lo llamarías? ¿Por qué no te comprás un perro? Sos un cocinero para perros. En serio. Te creés que estás cocinando para un montón de perros’. Entonces ya que B llama a A ‘Papá’ me parece razonable asumir que son padre e hijo. A era entonces el cocinero y su comida no parecía gozar de alta reputación. ¿Esto significa que allí no hay una madre? No lo sé. Pero, como a veces me digo a mí mismo, nuestros comienzos nunca saben nuestros finales.
‘Oscuro.’ Una amplia ventana. El cielo del anochecer. Un hombre, A (luego sería Deeley), y una mujer, B (luego Kate), que están sentados tomando tragos. ‘¿Gordo o flaco?’ pregunta el hombre. ¿De quién hablan? Pero entonces veo, apoyada en la ventana, a una mujer, C (luego Anna), iluminada bajo otra luz, de espaldas a ellos, su cabello oscuro.
Es un momento extraño, el momento de crear personajes que hasta ese momento no tenían existencia. Lo que sigue es irregular, incierto, hasta alucinatorio, aunque a veces pueda ser una avalancha imparable. La posición del autor es extraña. En un sentido no es grato a los personajes. Los personajes se le resisten, no es fácil convivir con ellos, son imposibles de definir. Ciertamente no se les puede dictar lo que tienen que hacer o decir. En cierto grado jugamos con ellos un juego de nunca acabar, del gato y el ratón, la gallina ciega, las escondidas. Pero finalmente nos encontramos con gente de carne y hueso, con voluntades y sensibilidades individuales, hecha de componentes que uno es incapaz de cambiar, manipular o distorsionar.
El teatro político presenta un conjunto de problemas enteramente diferente. El sermoneo debe evitarse a toda costa. La objetividad es esencial. Se les debe permitir a los personajes que respiren su propio aire. El autor no debe confinarlos y obligarlos a satisfacer su propio gusto o disposiciones o prejuicios. Debe estar preparado para aproximarlos a una variedad de ángulos, a un rico y desinhibido rango de perspectivas, tomarlos por sorpresa en ocasiones, pero sin embargo darles la libertad para que sigan su propia voluntad. No siempre funciona. Y la sátira política, por supuesto, no adhiere a ninguno de estos preceptos, de hecho ocurre exactamente lo opuesto, porque ésa es su función.
El lenguaje político, tal como es usado por los políticos, no se aventura por ninguno de estos territorios, ya que la mayoría de los políticos, al menos según la evidencia de que disponemos, no están interesados en la verdad sino en el poder y en la perpetuación del poder. Para mantener el poder es esencial que la gente permanezca en la ignorancia, que viva ignorando la verdad, hasta la verdad de sus propias vidas. Lo que nos rodea es un vasto tapiz de mentiras, del cual nos alimentamos.
Como aquí todo el mundo sabe, la justificación para invadir Irak era que Saddam Hussein poseía un conjunto altamente peligroso de armas de destrucción masiva, algunas de las cuales podían caer en 45 minutos, produciendo una terrible devastación. Nos aseguraron que era verdad. No era verdad. Nos dijeron que Irak tenía contactos con Al Qaida y compartía la responsabilidad por las atrocidades en Nueva York del 11 de septiembre de 2001. Nos aseguraban que eso era verdad. No era verdad. Nos dijeron que Irak amenazaba la seguridad del mundo. Nos aseguraron que era verdad. No era verdad.
La verdad es algo enteramente diferente. La verdad tiene que ver con cómo Estados Unidos entiende su rol en el mundo y cómo eligen plasmarlo.
Estados Unidos apoyó y en muchos casos engendró todas y cada una de dictaduras militares de derecha en el mundo luego del fin de la Segunda Guerra Mundial. Me refiero a Indonesia, Grecia, Uruguay, Brasil, Paraguay, Haití, Turquía, las Filipinas, Guatemala, El Salvador, y, desde luego, Chile. El horror que infligió Estados Unidos a Chile en 1973 jamás podrá ser perdonado.
Se produjeron cientos de miles de muertes en todos estos países. ¿Tuvieron lugar? ¿Y son todos los casos atribuibles a la política exterior de Estados Unidos? La respuesta es sí: tuvieron lugar y son todos atribuibles a la política exterior norteamericana. Pero es difícil llegar a esta conclusión.
Nunca sucedió nada. Jamás sucedió algo. Incluso mientras sucedía no sucedía. No importa. Carece de interés. Los crímenes de Estados Unidos han sido sistemáticos, constantes, crueles, sin remordimientos, pero muy poca gente habla hoy de ellos. Ha ejercido una absoluta manipulación clínica de poder a escala mundial enmascarándose como una fuerza para el bienestar universal. Es un brillante, hasta ingenioso, acto de hipnosis, y altamente exitoso.
Puedo decirles que el de Estados Unidos es sin dudas el mejor show que pueda verse. Puede ser brutal, indiferente, desdeñoso y despiadado pero también es muy inteligente. Como un vendedor, está en su salsa, y su mercancía más vendible es la complacencia y el amor que se tiene a sí mismo. Lo que se dice un ganador. Se escucha decir por televisión a todos los presidentes norteamericanos las palabras ‘el pueblo norteamericano’, así como la sentencia: ‘Le digo al pueblo norteamericano que es tiempo de rezar y de defender los derechos del pueblo norteamericano y le pido al pueblo norteamericano que confíe en sus presidentes y en las acciones que tomará en nombre del pueblo norteamericano’. Es una estratagema vistosa. El lenguaje se usa para mantener a raya todo pensamiento. Las palabras el pueblo norteamericano proveen un almohadón de reaseguros verdaderamente voluptuoso. No hace falta pensar. Sólo desplomarse sobre el almohadón. El almohadón puede sofocar la inteligencia y las facultades críticas pero es muy confortable.
Estados Unidos ya no se molesta en conflictos de baja intensidad. Ya no ve ninguna razón para ser reticente o incluso artero. Pone las cartas sobre la mesa sin miedo o cálculo. No le importan un carajo las Naciones Unidas, la ley internacional o el disenso crítico, a los que considera impotentes e irrelevantes. Lleva un corderito atado con una correa, la patética y sometida Gran Bretaña.
La invasión de Irak fue cosa de forajidos, un acto de patente terrorismo de Estado, que demostró el desprecio más absoluto por las normas del derecho internacional. La invasión fue una acción militar arbitraria inspirada por una serie de mentiras y una grosera manipulación de los medios y obviamente, entonces, de la opinión pública; un acto dirigido a consolidar el control económico y militar norteamericano en Medio Oriente travistiéndolo en última instancia –porque todas las otras razones que alegaron fracasaron estentóreamente– de liberador. Una formidable exhibición de potencia militar, responsable de la muerte y mutilación de miles, miles, miles de inocentes (...)
Dice Pablo Neruda en su poema “Explico algunas cosas”:
Y una mañana todo estaba ardiendoy una mañana las hoguerassalían de la tierradevorando seres,y desde entonces fuego,pólvora desde entonces,y desde entonces sangre.Bandidos con aviones y con moros,bandidos con sortijas y duquesas,bandidos con frailes negros bendiciendovenían por el cielo a matar niños,y por las calles la sangre de los niñoscorría simplemente, como sangre de niños.
Chacales que el chacal rechazaría,piedras que el cardo seco morderíaescupiendo,¡víboras que las víboras odiaran!
¡Frente a vosotros he visto la sangrede España levantarsepara ahogaros en una sola olade orgullo y de cuchillos!
Generales traidores:mirad mi casa muerta,mirad España rota:pero de cada casa muerta sale metalardiendoen vez de flores,pero de cada hueco de Españasale España,pero de cada niño muerto sale un fusilcon ojos,pero de cada crimen nacen balasque os hallarán un día el sitio del corazón.
Preguntaréis por qué su poesíano nos habla del sueño, de las hojas,de los grandes volcanes de su país natal.
¡Venid a ver la sangre por las calles,venid a verla sangre por las calles,venid a ver la sangrepor las calles!
Déjenme aclarar que si cito un poema de Neruda no es para comparar la República Española con el Irak de Saddam Hussein. Cito a Neruda porque nadie en el campo de la poesía contemporánea que leo ofrece una descripción tan visceralmente poderosa de un bombardeo a civiles.
Dije antes que Estados Unidos no es del todo franco al poner las cartas sobre la mesa. Este es el punto. Sus políticas oficiales están definidas hoy como de “dominio en todo el espectro”. No es un término mío, es de ellos. “Full spectrum dominante” significa control de la tierra, del mar, del aire y del espacio y de todos los recursos.
Estados Unidos ocupa hoy 702 instalaciones militares en el mundo, en 132 países, con la honorable excepción de Suecia, por supuesto. No sabemos cómo hicieron pero están allá.
Estados Unidos posee 8000 cabezas nucleares activadas y operables. Dos mil están en alerta, con el dedo en el gatillo, listas para ser arrojadas con una advertencia de 15 minutos. Desarrollan nuevos sistemas de poderío nuclear, como las bombas que destruyen bunkers. Los británicos, cooperativos, tratan de reemplazar su propio misil nuclear, Trident. ¿A quién apunta?, me pregunto. ¿A Osama bin Laden? ¿A vos? ¿A mí? ¿A Joe Dokes? ¿A China? ¿A París? ¿Quién sabe? Lo que sabemos es que esta insania infantil –la posesión y el uso amenazador de armas nucleares– está en el corazón de la filosofía política norteamericana actual. Debemos recordar que Estados Unidos ejerce una presión militar permanente y no muestra signo de relajación.
Muchos miles, si no son millones, de personas en Estados Unidos demostraron estar hartos, avergonzados y furiosos por las acciones de su gobierno, pero como están las cosas no cuentan con una fuerza política coherente todavía. Pero la ansiedad, las incertidumbres y el miedo que vemos crecer diariamente en Estados Unidos parece difícil que disminuyan.
Sé que el presidente Bush tiene muchos logógrafos muy competentes, pero me gustaría proponerme para el puesto. Propongo la siguiente alocución, que podría leer por tevé a toda la nación norteamericana. Lo veo grave, con el pelo cuidadosamente peinado, serio, triunfante, sincero, a menudo lleno de misterio, a veces sonriendo con astucia, curiosamente atractivo, todo un hombre en la opinión de otros hombres.
“Dios es bueno. Dios es grande. Dios es bueno. Mi Dios es bueno. El Dios de Bin Laden es malo. El suyo es un mal Dios. El Dios de Saddam era malo, sólo que Saddam no tenía Dios. El era un bárbaro. Nosotros no somos bárbaros. Nosotros no le cortamos la cabeza a la gente. Nosotros creemos en la democracia. Dios también. Yo no soy un bárbaro. Yo soy el presidente elegido democráticamente en una democracia que ama la libertad. Nosotros somos una sociedad compasiva. Nosotros ofrecemos la compasiva electrocución y la compasiva inyección letal. Nosotros somos una gran nación. Yo no soy un dictador. El sí. Y él también. Todos son. Yo poseo autoridad moral. ¿Ven este puño? Es mi autoridad moral. Y no se olviden de eso”. Una vida de escritor es una actividad altamente vulnerable, casi desnuda. No tenemos que llorar por eso. El escritor hace su elección y se queda con ella. Pero se puede decir sin faltar a la verdad que estamos abiertos a todos los vientos, y que algunos son realmente helados. Estamos en nuestro propio territorio, con nuestros propios medios. No encontramos refugio, ni protección –a menos que mintamos, y en ese caso ya nos hemos convertido en políticos.
Esta tarde, me referí a la muerte varias veces. Voy a citar de un poema mío, que se llama “Muerte”:
¿Dónde encontraron el cuerpo muerto?¿Quién encontró el cuerpo muerto?¿Estaba muerto el cuerpo cuando lo encontraron?¿Cómo encontraron al cuerpo muerto?
¿Quién era el cuerpo muerto?
¿Quién era el padre o la hija o el hermano O tío o hermana o madre o hijo Del cuerpo muerto y abandonado?
¿Estaba muerto el cuerpo cuando lo abandonaron?¿Fue abandonado el cuerpo?¿Por quién había sido abandonado?
¿Estaba desnudo el cuerpo o vestido para un viaje?
¿Qué les hizo declarar que el cuerpo muerto estaba muerto?¿Declararon que el cuerpo muerto estaba muerto?¿Conocían bien al cuerpo muerto?¿Cómo supieron que el cuerpo muerto estaba muerto?
¿Lavaron el cuerpo muerto?¿Le cerraron los ojos?¿Enterraron el cuerpo?¿Lo dejaron abandonado?¿Besaron el cuerpo muerto?
Cuando miramos en un espejo pensamos que la imagen que vemos es correcta. Pero nos movemos un milímetro y la imagen cambia. En verdad, estamos mirando un mundo de reflejos que nunca termina. Pero a veces un escritor tiene que destruir el espejo –porque la verdad que nos mira está del otro lado del espejo.
Creo que a pesar de todas las enormes contras que por supuesto existen, una determinación intelectual inconmovible, indoblegable, valiente, que nos lleve a definir la real verdad de nuestras vidas y de nuestras sociedades es una obligación crucial que nos concierne a todos. Es de hecho inexcusable.
Si esta determinación no se corporiza en nuestra visión política, no tenemos esperanzas de restaurar lo que ya casi se ha perdido para nosotros: la dignidad del hombre.

Sábado inglés

La última novela de Ian McEwan aborda en un día importante los conflictos de la sociedad moderna: el 15 de febrero de 2003, día de la masiva concentración en Londres contra la guerra de Irak, un neurocirujano vive las contradicciones de Occidente como si fuera la última vez. Es complicado separar Sábado del flujo general de las novelas de McEwan (en especial una vez que ya ha ocurrido Expiación –a esta altura las novelas de McEwan ocurren–, y uno ya sabe que asistirá a una especie de lección de literatura, a un acto de mostración de lo que puede ser la felicidad de la prosa –como es el caso de Expiación, de la última parte de Los Perros Negros, o la terrible Niños en el tiempo–, como si nos dijera: esto es literatura, por empezar, y luego hablamos. Luego hablamos, sí, de este moderno Ulises (en el sentido de Odiseo y Leopold Bloom) que el sábado 15 de febrero de 2003 deambula por un Londres donde se desarrolla la fabulosa concentración de casi dos millones de personas contra la guerra de Irak. Y desarrolla su Sábado. Sólo una palabra (como Ulises). Pero así como puede creerse que una gran manifestación es capaz de impedir la guerra, se puede estar convencido de que la palabra garantiza la existencia y el buen comportamiento del fenómeno o el concepto, y no es así: del mismo modo que las concentraciones antibélicas no detienen la guerra aunque sean un éxito y campeen en su interior aires de victoria, la palabra puede no garantizar nada: el lenguaje entero podría no ser más que una inmensa farsa, y nos dejaría completamente indefensos levantar esa fina película de realidad que se manifiesta como literatura (la literatura es realidad en estado puro, al fin y al cabo, no ficción). Por eso la literatura no basta y por eso la peregrinación de Odiseo, o de Leopold Bloom en busca de sentido, por eso a Leopold Bloom lo esperará un inmenso monólogo que al ahogar el significado de las palabras demuestra que ni siquiera la literatura puede salvarnos del riesgo metafísico y el abismo semántico. No es el caso de este sábado de Henry Perowne, prestigioso neurocirujano que no busca sentido, que no se busca a sí mismo, que en realidad no busca nada, porque no hay aquí esa búsqueda siempre asociada a la peregrinación, y no hay nada que buscar, porque en realidad, en realidad, ya todo ha sido encontrado. Y mientras se mueve y cumple su rutina, lo hace amparado, y amparando, por ciertas certezas descomunales: es mejor el bienestar que el dolor, la satisfacción que la desesperanza (no existe nada especialmente valioso que la enfermedad ponga en evidencia, o el dolor, o la angustia), certezas que una y otra vez ya la cultura, ya la ciencia, ya el arte, ya la filosofía tratan de poner en duda. “Los jóvenes profesores se complacían en dramatizar la vida moderna como si fuera una serie de calamidades. Es su estilo, su modo de ser inteligentes. No estás en la onda, no eres profesional si consideras que la erradicación de la viruela forma parte de la condición moderna. O la reciente expansión de las democracias. Uno de ellos dio una lección vespertina sobre las perspectivas de nuestro consumismo y civilización tecnológica: nada buenas. (...) Pero si aniquilamos el sistema actual, el futuro nos mirará como a dioses, al menos en esta ciudad, dioses afortunados y bendecidos por la sobreabundancia de los supermercados, los torrentes de información accesible, la expectativa de vivir más años y las máquinas maravillosas. Vivimos en una era de máquinas portentosas. Teléfonos móviles apenas más grandes que una oreja. Extensas colecciones de música almacenadas en un objeto del tamaño de la mano de un niño. (...) El dispositivo estereotáctico guiado por ordenador que utilizó el día anterior ha transformado el método para hacer biopsias. (...) De hecho, todos los que pasan por esta calle parecen contentos, al menos tanto como él. Pero para los profesores de la academia, para las humanidades en general, la desdicha se presta mejor al análisis: la felicidad es un hueso más duro de roer.” En suma, la cultura occidental ha triunfado, pero la cifra de su triunfo no es Shakespeare, o Bach, cuyas variaciones Goldberg suele escuchar mientras opera en el quirófano, a veces en la versión de Glenn Gould, a veces en la más ortodoxa de Angela Hewitt: el gran triunfo es el bienestar, el agua de la ducha caliente, corriendo por el cuerpo un día de invierno: haber llegado desde las cavernas hasta acá, cruzando un océano de horrores, valió la pena. La ciudad es el instrumento más perfecto que se ha inventado, y el modo de vida de la clase media alta occidental es la mayor realización humana, aun siendo vulnerable a la muerte y a la enfermedad, aun con el horror de la historia, aun con la guerra de Irak, repudiable, injusta y fabricada, pero hecha, al fin y al cabo, contra aquellos que amenazan esas certezas centrales y quieren hacerlas saltar por los aires instaurando no solamente el terror político sino el vacío y la nada (y es por eso que no pueden sino ser fundamentalistas religiosos, porque el de Henry Perowne es un bienestar alcanzable y concreto; susceptible de ser reproducido y extendido; no requiere del conocimiento o la invocación de factores sobrenaturales; es un bienestar de objetos y no de dioses o palabras). Porque hay objetividad; es el gran descubrimiento de Occidente, y el que garantiza su superioridad, hay objetos y fenómenos por debajo del lenguaje. Aun sin el lenguaje los objetos seguirían allí, y no nos veríamos abandonados al vacío de esencias incognoscibles que, en última instancia, no le interesan a nadie. Los fenómenos son objetivos, son benéficos, están allí, y pueden ser aprehendidos en toda su rotunda simplicidad. ¿Pero entonces para qué hace falta la literatura? Para nada: alterar la literalidad significa un peligro tan grande como el que Al Qaeda hace correr a la civilización occidental. ¿Y entonces por qué esa punzante inquietud, esa percepción sobreagudizada que multiplica los significados, como si el recorrido no lo hiciera en realidad Henry Perowne, sino un flujo lingüístico que lo rodea y lo envuelve (como el flujo de aire que envuelve a un vehículo en movimiento) y que choca aquí y allá, permanentemente, contra cada punto de la realidad haciendo saltar significados como géiseres que rodean a los objetos y los enriquecen? Y justamente, si existe la felicidad de la objetividad, de una objetividad separada del lenguaje, el lenguaje también existe en tanto objeto, o fenómeno, tan amenazador como Bin Laden, y el mismo principio de objetividad le da poder.
Hay una contradicción allí que no consigue resolverse y que impide finalmente alcanzar ese estado de gracia que sería desprenderse por completo de la literatura y entregarse al mero goce de los objetos: la literatura acecha a Perowne en su misma familia (hija y suegro poetas, hijo dedicado a esa literatura que es la música).
No es la única amenaza, por otra parte. Lo es también el tiempo. El fondo de la manifestación contra la guerra es también el significante de la transitoriedad; así como esto se alcanzó (sabe Perowne), también se perderá. Y lo resume en un párrafo que evoca aquel bellísimo cuento “The Last of The Legions”, de Vincent Benet y donde probablemente se concentra, agazapado, el secreto de este libro magnífico: “Henry Perowne se coloca debajo de la ducha, una cascada potente bombeada desde el tercer piso. Cuando esta civilización se derrumbe, cuando los romanos, sean quienes sean esta vez, se hayan marchado por fin y empiece la nueva era de las tinieblas, esto será uno de los primeros lujos que perdamos. Los viejos acuclillados junto a las hogueras de turba hablarán a sus incrédulos nietos de que en mitad del invierno se ponían desnudos bajo chorros de agua caliente y limpia, les hablarán de pastillas de jabón perfumadas, de ámbar viscoso y líquidos bermellón con que se frotaban el pelo para dejarlo reluciente y más voluminoso de lo que era en realidad, y de gruesas toallas tan grandes como togas, extendidas sobre rejillas calientes”.

Los editores también van al paraíso

A los noventa años, es uno de los hombres más destacados y polémicos del mundo editorial francés. En este diálogo repasa su extensa carrera y explica por qué su oficio, tal como lo conoció, estaría por desaparecer.
Una vieja leyenda asegura que, cuando mueren, los grandes editores van a un paraíso donde también están los buenos escritores e intelectuales de la historia. Cuando llegue a ese lugar, Robert Laffont buscará a Lawrence Durrell para pedirle perdón por haber rechazado su manuscrito de Justine. Fue la mayor frustración de su carrera de editor. Uno de sus colaboradores le devolvió el original con una escueta ficha de lectura que decía: "Soporífero. No pude pasar de la quinta página". "Lo rechacé sin mirarlo. Pero, cuando lo leí, publicado por otra editorial, tuve un enorme remordimiento. Nunca pude sobreponerme a esa culpa", confesó en una entrevista. La editorial que fundó sobre las ruinas de la Segunda Guerra Mundial ya no le pertenece. Fue absorbida por un grupo controlado, a su vez, por un gigante de la industria multimedia. Pero si bien no pudo dejar un imperio a sus herederos, hizo algo mejor: creó una dinastía. Sus dos hijas y uno de sus yernos están al frente de editoriales y, en algunos casos, con mucho éxito. Anne, propietaria de Editions Anne Carrière, tuvo la audacia de comprar los derechos de El código Da Vinci cuando Dan Brown todavía era un desconocido. En Francia vendió casi 2 millones de ejemplares. Evidentemente lleva en las venas la sangre de Robert Laffont, que ha tenido un olfato especial para descubrir a los escritores de talento y a los que prometen convertirse en autores de éxito popular. De un viaje que hizo en los años 60 a Estados Unidos regresó con dos tesoros en su valija: los derechos de El padrino, de Mario Puzo, y el término best seller, que era prácticamente desconocido en Francia. -En esa época, cuando uno aspiraba a integrar el círculo privilegiado de "editores de prestigio", no podía caer en ciertas "bajezas". -¿Por ejemplo? -El peor pecado era publicar libros de gran venta. Pero también fui muy criticado cuando publiqué una colección que se llamaba "Enigmas del universo", que mezclaba descubrimientos o teorías científicas que podían considerarse de ciencia ficción. Eran cosas posibles, pero no seguras, de la vida en el espacio. -¿Qué tenía de malo? -Nada. Pero fui despreciado por mis colegas, que dejaron de considerarme como un editor noble. -Los otros también hacían cosas que, según ese criterio, eran non sanctas. -¡Claro! En esa época, Gallimard había comenzado a publicar la "Serie Negra", libros policiales de pequeño formato que se vendían, incluso, fuera del santuario de las librerías: las mejores ventas se realizaban en los quioscos de las estaciones de tren. Eso se admitía. La reputación de Laffont empeoró a su regreso de Estados Unidos, cuando lanzó la colección "Best-sellers". Lo más escandaloso fue que, a partir de ese momento, también inspirados en el modelo norteamericano, los diarios y revistas comenzaron a publicar en forma semanal las listas de los libros más vendidos. Su momento más difícil fue, acaso, cuando publicó Papillon, el libro de Henri Charrière sobre sus experiencias en la Isla del Diablo, en la Guayana francesa. "¿Cómo se le ocurre publicar las memorias de un ex condenado a trabajos forzados?", le recriminaron sus colegas. El libro terminó inspirando una película, interpretada por Steve McQueen, y fue -tal vez- el último gran best seller francés. -Sí, efectivamente. Creo que después de Papillon no hubo ningún otro libro francés de dimensiones planetarias. -¿Por qué? ¿Por qué la literatura francesa es muy intimista? -Siempre fue intimista, aunque los relatos de aventuras tuvieron gloriosos períodos en el siglo XIX con Alejandro Dumas, Julio Verne y algunos autores policiales. -¿Por qué actualmente no hay buenos escritores? -No es cierto. Hay algunos que son muy buenos, como Michel Houellebecq, Eric-Emmanuel Schmitt y François Weyergans. No me parece poco. -En todo caso, ¿por qué ya no hay más gigantes, como Malraux, Camus o Sastre? -No hay escritores que se impongan como en esa época (largo silencio). Puede ser un paréntesis? Formulada en esos términos, la explicación suena como una mentira piadosa con la literatura, esa amante que le dio grandes disgustos, pero también enormes satisfacciones. Su amor por ella comenzó a los cinco años. Como era un lector apasionado, en la escuela primaria maniobró para hacerse nombrar bibliotecario y, de esa forma, tener acceso ilimitado a los libros. Desde entonces, puede sumergirse en las páginas de un libro aunque esté rodeado de un ámbito hostil: "Cuando leo estoy como bajo una campana de cristal y me aíslo por completo del mundo exterior", asegura. Antes de darle un rumbo definitivo a su vida, Laffont vaciló entre la abogacía, el cine y la edición. Terminó la carrera de derecho, pero nunca quiso ejercer porque no se sentía capaz de defender a un culpable. Finalmente, se encontró ante la opción que le planteaban el cine y la edición. Se decidió después de escuchar el consejo de un amigo: "Son dos caminos que llevan derecho a la quiebra. El primero es el más rápido. El segundo es más refinado". "Si debía fundirme, era preferible que fuera con una estética distinguida", explica ahora, recordando esa época. El hombre que editó los thrillers más exitosos de Francia comenzó su carrera con Edipo Rey de Sófocles. "Ahora no vendería ni tres ejemplares, pero en esa época (1942) era tan grande la avidez del público que agoté una tirada de 5000 copias", recuerda. Aunque no hay ninguna estadística precisa, sus hijas estiman que en 65 años de actividad editorial publicó unos 10.000 títulos. Esa cifra equivale a un vertiginoso ritmo de dos libros nuevos por semana, sin contar las reediciones. Su catálogo incluía algunos autores tan prestigiosos y tan dispares en sus estilos como Graham Greene, Alexander Solyenitsyn, Henry James, John Le Carré, Norman Mailer, Anthony Burguess, Robert Ludlum, J. D. Salinger, Bruno Bettelheim, Mario Puzo, Dino Buzatti, el Dalai Lama, el abate Pierre, Lanza del Vasto, Lapierre y Collins, Raymond Aron, Jean-François Revel, Leon Uris, Bob Woodward, el general Eisenhower, Winston Churchill y el futbolista Michel Platini. Sus colegas, cizañeros y pérfidos, solían reprocharle carecer de línea editorial, caer en la tentación de modas, confiar en su instinto y dejarse seducir por sentimentalismos. Esos reproches son ciertos, por lo menos en parte. Pero también las envidias que suscitaban la independencia y la reputación de conquistador que persiguió toda la vida a este espléndido hombre de 1,80 de altura, rubio y de ojos celestes, que cautivaba a sus interlocutores con su mirada, aguda como una daga veneciana. Un arma con la cual solía también atravesar el corazón de las mujeres que se cruzaban en su camino. "Bobby el magnífico" -como lo llamaban sus colegas- se casó cuatro veces y frecuentó al jet-set de esa época: solía almorzar con Charles Chaplin, cenaba con Vivien Leigh y tenía gestos de gentleman. Por ejemplo, decidió publicar cuatro tomos de La vida de Malborough, de Winston Churchill, "simplemente en gesto de agradecimiento por lo que hizo por Francia durante la guerra". Su encuentro con Churchill, a quien admiraba profundamente, fue una de las experiencias más frustrantes de su vida. Las presentaciones se hicieron durante una recepción con motivo de un viaje de Churchill a París. El hombre que había vencido a Hitler lo recibió hundido en el fondo de un Chesterfield de cuero, con un vaso de whisky en la mano y los ojos semicerrados, lo que parecía indicar que se encontraba en un estado etílico relativamente avanzado. Después de las presentaciones realizadas por el embajador británico, lo único que consiguió articular Churchill fue una especie de gruñido. Uno de los pasatiempos favoritos de Laffont era encontrarse con algún escritor, en especial si formaban parte de su catálogo. Sus amigos más entrañables fueron, precisamente, Gilbert Cesbron, Graham Greene y Dino Buzatti. A Cesbron -su amigo de infancia- le tuvo la mano en el lecho de muerte. A Greene le publicó treinta y cuatro libros y el autor inglés "estuvo a mi lado en los momentos más difíciles de mi vida". Por pudor no dice que fue cuando murió su único hijo varón y en las dos ocasiones en que llegó al borde de la quiebra. Con Buzatti estuvieron frente a frente en las trincheras de la guerra: "Sin saberlo habíamos protagonizado nuestro propio Desierto de los Tártaros. Sin conocernos, nos vimos a través de las miras de nuestros fusiles", recuerda. Años después, cuando tomaron conciencia, se convirtieron en amigos inseparables. La independencia que mantuvo durante toda su vida -interpretada como un gesto de desdén- también irritaba a sus colegas: "Elegí esta profesión precisamente para no estar obligado a recibir órdenes de alguien que estuviera encima de mí", explica. -En su profesión, independencia es sinónimo de arrogancia. -Sin duda. Muchos premios literarios se deciden en las veladas mundanas. Poco después de la guerra, denuncié el sistema de premios literarios, que eran resultado de acuerdos y pactos. Eso no me acarreó muchos amigos. -¿Cuál es su concepción del oficio de editor? -Ayudar a transformar la mentalidad de los lectores. El oficio de editor consiste en tratar de publicar libros abiertos sobre la vida. Los éxitos me ponían feliz porque me encanta aportar alegría a seres que, bruscamente, descubren que un libro les hizo conocer algo nuevo o les dio un momento de felicidad. -¿Se puede decir que usted fue uno de los primeros editores populares? -No solamente. Fui el primer editor que no tuvo miedo a darle una apertura a su editorial. La vida es apertura al mundo y a las curiosidades que rodean nuestra existencia. Algunas editoriales se limitaban a hacer sólo libros muy prestigiosos. Yo tenía una visión más amplia. Adoro la curiosidad y la diversidad. Si con un libro consigo llegar a alguien que nunca lee, considero que se trata de un éxito fenomenal. -No es una noción demasiado comercial. -Jamás publiqué un libro pensando en el dinero. -¿Cómo? Usted publicó una enorme cantidad de best sellers. -¡Claro! Yo era, efectivamente, un editor que buscaba al público y no me avergüenzo, pero lo hacía por las razones que le expliqué hace un momento. Además, si un libro se vendía bien, mejor, eso me permitía asumir riesgos con autores menos conocidos. A pesar de esas declaraciones, el oficio de editar le deparó también enormes decepciones, sobre todo con los autores. "Todos los autores siempre creen que poseen un enorme talento, que tarde o temprano debe ser reconocido. El primer encuentro con un editor, cuando le anuncia que piensa publicar su libro, es maravilloso para el escritor porque equivale al primer reconocimiento oficial de sus cualidades. Es como un noviazgo. Cuando sale el libro, si tiene éxito, el autor considera que se trata de la consagración de su talento. Pero si fracasa, responsabiliza al editor de no haber sabido venderlo adecuadamente. Los más exitosos empiezan a sufrir el asedio de otros editores, que los cortejan sin cesar y les ofrecen condiciones más ventajosas. Muchas veces rompen contratos firmados", explica. En la época en que Henri de Montherlant todavía estaba en la lista negra de la depuración por su dudosa actitud durante la ocupación nazi, Laffont le firmó un contrato por varios libros. Pero apenas se levantó la sanción, Montherlant lo dejó plantado a pesar del acuerdo firmado. De Graham Greene guarda un recuerdo completamente diferente: "Siempre fue muy fiel y agradecido, cosa rara de ver en este oficio donde el reconocimiento es muy raro". Pero lo que más le duele es la imagen de "explotador" que arrastran siempre los editores. Además, en su caso particular, tenía fama de ser "el único editor que, además de saber leer, era capaz de sumar y restar". -Sin embargo, nunca fui un buen administrador y tampoco tuve una actitud mercantilista.Un día me encontré en un restaurante con François Mitterrand, antes de que fuera presidente. "¿Qué tal, Laffont? ¿Siempre ganando plata a costa de los escritores?", me dijo. Esa es una imagen ridícula del editor. La edición no es comercial. Es un oficio muy peligroso en el que se arriesga mucho dinero y en el cual los márgenes de ganancia son insignificantes. Cuando uno tiene un éxito, puede ganar dinero, pero no es el objetivo. Lo importante no es acumular fortuna, sino reunir los medios necesarios para prolongar la vida editorial. En definitiva, en cada decisión hay una jugada de póker. Un éxito o un fracaso pueden ser decisivos para una editorial. Pero históricamente, el oficio está terminado. Todas las editoriales creadas después de la Segunda Guerra Mundial terminaron absorbidas por grandes grupos financieros o multimedia. Ahora, el director de una editorial dentro de un grupo no es verdaderamente responsable porque no pone en juego su fortuna ni su patrimonio, como nos ocurría a nosotros cada vez que publicábamos un libro. Ese estrés me provocó varios infartos. A los 90 años, Laffont acaba de publicar Une si longue quête (Una búsqueda tan larga). En las 250 páginas de ese libro de memorias recuerda sus 65 años de carrera y advierte sobre los peligros que acechan hoy a la actividad editorial. -Parece poco optimista sobre el futuro de la edición francesa. -La edición tradicional está a punto de desaparecer para convertirse en una industria dominada por criterios de rentabilidad. El oficio, tal como yo lo conocí, está condenado. Los editores van a perder todos los derechos anexos, que caerán progresivamente en manos de los autores a través de los agentes. Los riesgos del editor no han disminuido, a pesar de los cambios tecnológicos, mientras que poco a poco desaparecen las fuentes de beneficios. Cuando las editoriales caen en poder de grandes grupos, desaparece el espíritu de edición, pues se trata de algo incompatible con la filosofía del oficio. La primera advertencia sobre ese fenómeno la lanzó en un ensayo que publicó hace cuatro años: Los nuevos dinosaurios. En él, Robert Laffont sostiene que la edición tradicional desaparecerá como los grandes monstruos que poblaron nuestro planeta hace millones de años. Con el tiempo, si continúa a este ritmo, también terminará por desaparecer el hombre, "condenado por su ceguera, su rapacidad y su incapacidad para controlar el progreso". Si se cumple su profecía, ese día no habrá autores para escribir el testimonio de ese Apocalipsis ni editores para publicarlo.

Koestler, el lobo solitario

El escritor húngaro sigue suscitando polémicas. Este año, se publicaron varios libros sobre el autor de El cero y el infinito, la célebre narración sobre los juicios en el Moscú de los años 30. La obra de Arthur Koestler, nacido en Budapest hace un siglo, no ha tenido ni remotamente la suerte de la de Sartre, de cuyo nacimiento también se cumplió este año el centenario. No hubo largos programas conmemorativos por televisión. La plaza principal de Saint Germain-des-Prés hoy lleva los nombres de Sartre y Simone de Beauvoir, pero ninguna calle o plaza de París, Londres o Budapest lleva el de Koestler. Cuando murió, ningún jefe de Estado vino a rendirle un último homenaje y a su funeral no asistieron, ni con mucho, 50.000 personas, como al del filósofo francés. Podrían aducirse varias razones. Orwell, que en general estaba bien dispuesto hacia él, se declaró insatisfecho con Espartaco y Arrival and Departure (Llegada y partida) no bien aparecieron. Estas y otras novelas suyas no han resistido el paso del tiempo. Lo mismo podría decirse de algunos escritos de Sartre y Beauvoir, pero ellos tenían una "familia", una escuela, muchos discípulos, todavía más admiradores y, por supuesto, una revista literaria influyente. Además, Sartre tiene asegurado un lugar en el repertorio teatral francés y Beauvoir, el apoyo constante, o casi, de las feministas, salvo las más radicales. Los tanteos de Koestler en la dramaturgia fueron pocos y débiles, y por sobrados motivos, no tuvo la menor posibilidad de transformarse en un ícono del feminismo. A diferencia de Sartre, él nunca leyó a Husserl ni a Heidegger. Fue un lobo solitario, más ducho en irritar y ofender a la gente que en ganar y conservar amistades. También hay razones políticas. Aun en vida de Sartre, sus opiniones políticas causaron cierta perplejidad y vergüenza hasta en sus admiradores más fervientes. Pero, en general, a los intelectuales franceses les fue fácil perdonarle sus numerosos errores, a menudo garrafales. En cambio, el anticomunismo de Koestler provocó un encono considerable que perduró aun después de terminada la Guerra Fría, precisamente por su acierto prematuro. Hoy se menosprecia la obra de Koestler posterior a los años 50, cuando abandonó la política. Pocos logran comprender sus "conceptos holónicos" o sus trabajos sobre parapsicología. Creyó que podría convertirse en el Darwin del siglo XX, pero no lo fue. Allí donde más se lo aprecia -en la historia de la ciencia y en su campaña por la abolición de la pena de muerte- su aporte fue menos original y notable que en sus escritos anteriores. No obstante, no ha sido olvidado. Su centenario ha dado pie a la reedición de algunas de sus obras en Gran Bretaña, Francia, Alemania y otros países. Por sobre todo, de Flecha en el azul y La escritura invisible que, por cierto, se cuentan entre lo mejor del género autobiográfico del siglo XX. Lo mismo cabe decir de El cero y el infinito (Darkness At Noon), que hoy es un clásico. Este año han aparecido nuevos estudios biográficos sobre Koestler. El más destacado es L´homme sans concessions, de Michel Laval, un voluminoso fruto de largos años de trabajo. Su autor conoce a fondo -quizá, mejor que todos los biógrafos anteriores- la izquierda europea de los años 30 y 40. Presenta un excelente panorama del ambiente cultural y político en que se arraiga la obra de Koestler. Pero, como lo indica el subtítulo, Arthur Koestler y su siglo, se ocupa más de sus amigos y enemigos, del trasfondo en general, que del escritor y su obra. Hasta ahora, Koestler no ha tenido suerte con sus biógrafos. El libro de Michael Scammell, de inminente salida, tal vez sea la excepción. Los de Ian Hamilton y Debray Ritzen, pese a sus muchos e indudables valores, son ensayos extensos, más que biografías de gran envergadura. David Cesarini pudo acceder a los papeles de Koestler. Sin embargo, de su The Homeless Mind (1998) emerge un retrato desigual. Su autor se explaya sobre la vida sexual de Koestler y su deplorable actitud hacia las mujeres en general. Pero ¿fue Koestler un monstruo? Una vez más, la comparación con Sartre y Beauvoir resulta instructiva. Algunas publicaciones recientes, como Tête à tête: Simone de Beauvoir and Jean-Paul Sartre, de Hazel Rowley, y un poco más atrás, Memorias de una joven informal, de Bianca Lamblin, han arrojado una nueva luz sobre la pareja. Comparado con ellos, Koestler parece casi un paradigma de franqueza y honestidad. Es bien sabido que Koestler era un pendenciero sin la menor pizca de autodisciplina. Aun así, y pese a todas sus riñas de borracho y sus agresiones desagradables, no era mendaz con sus parejas sexuales. No despreciaba a aquellos a quienes decía amar, como lo hacían Sartre y Beauvoir. Tampoco se especializaba en atraer a muchachas perturbadas. Fue un hombre perturbado a quien los antidepresivos y el psicoanálisis no ayudaron mucho, pero en él no hubo más maldad que en la mayoría del género humano. Fue capaz de amar, a menudo con un amor romántico. Quizá no pueda decirse otro tanto de Sartre y Beauvoir. Cuando hoy se menciona a Koestler, suele ser en relación con El cero y el infinito, la novela sobre los juicios en el Moscú de los años 30. Las confesiones de los viejos bolcheviques de crímenes atroces que, además, nunca habrían podido cometer fueron un enigma psicológico para el mundo de entonces. Hoy sabemos que Koestler erró en su conjetura básica pero, aun así, El cero y el infinito sigue siendo una de las más grandes novelas políticas del siglo XX. Quienes instigaron los juicios no obtuvieron las confesiones apelando a la férrea disciplina partidaria de los viejos bolcheviques, a su convicción de que el Partido nunca se equivocaba y exigía su sacrificio. Los interrogadores fueron mucho menos sutiles y refinados: arrancaron las confesiones torturando, golpeando y chantajeando a sus víctimas. Con todo, si bien la teoría de Koestler era errónea respecto a aquellos que comparecieron en juicio, en gran medida todavía es válida para muchos otros comunistas que, tanto en la Unión Soviética como en Occidente, continuaron justificando por largos años aquellos juicios fingidos. Otro libro nuevo, Arthur Koestler: Ein extremes Leben, de Christian Buckard, no es una biografía, en un sentido cabal, ni una evaluación literaria. Se centra en la actitud de Koestler hacia el judaísmo, el sionismo, Palestina e Israel. Es mucho más minucioso que los estudios anteriores sobre su infancia y juventud. Escudriña al chico de Budapest, al estudiante de Viena y, por sobre todo, su vida en Palestina: primero, holgazaneando en Haifa y Tel Aviv, sin un centavo, y luego, en los años 20, trabajando como periodista. Buckard desenterró los artículos de Koestler de esa época. Escritos en diversos idiomas, nos atrapan y a veces nos fascinan. En vano buscaríamos una coherencia ideológica en las opiniones políticas de este joven. Pese a su adhesión a Vladimir Jabotinsky, el talentoso líder sionista de derecha, decidió ingresar en un kibbutz izquierdista de Palestina. Pese a su sionismo ferviente, se interesó muy poco por la tradición, la historia y la cultura judías (lo mismo había ocurrido con Theodor Herzl, el fundador del sionismo político). Su transición al comunismo, a principios de los años 30, tal vez no haya sido una sorpresa absoluta. Su estadía en el kibbutz duró apenas unas pocas semanas. Era demasiado individualista para encajar allí y, como labrador, era torpe. Le pidieron que se marchara. Pasó el año siguiente incursionando en los oficios más insólitos: buscó publicidad para un nuevo diario en hebreo (idioma que nunca llegó a dominar), fue agrimensor y escribió cuentos de hadas. Padeció hambre y, con frecuencia, durmió en las oficinas de sus amigos, tendido sobre el piso. Luego, le cayó una oferta: escribir para diarios importantes de Alemania y Austria. En un par de años, se convirtió en lo que quería ser: un periodista famoso. Escribía bien y se desvivía por cubrir temas poco frecuentes, ya fuese un monasterio en el desierto de Sinaí o un burdel en Beirut. Su escaso conocimiento de la política de Medio Oriente no le impidió escribir con aplomo sobre Jordania, Egipto e Irak. Hasta pescó varias primicias. Señaló el fanatismo religioso de los wahabitas y el panarabismo nacionalista, y les predijo un gran futuro basándose en la tendencia generalizada a achacar todos los males de Medio Oriente al colonialismo occidental. Atacó la política de la cúpula sionista, a su juicio demasiado blanda y siempre dispuesta a transar. Pero todavía no se sentía cómodo. Jerusalén lo deprimía y los cafés de Tel Aviv no se parecían ni de lejos a los de Viena y Budapest. Así pues, en 1929, se marchó de Palestina. Sus tempranos éxitos periodísticos le valieron la corresponsalía en París de un importante diario alemán. Poco después, se unió a los comunistas. Su carrera ulterior está bien documentada. Cierta vez, Auden le aconsejó que abandonara la novela y se dedicara exclusivamente a escribir su autobiografía pero, en cierto modo, casi siempre hizo eso. En una cárcel española, sentenciado a muerte, escribió Un testamento español (titulado, más tarde, Diálogo con la muerte) y, en un campo de refugiados francés, El cero y el infinito. Su interés por Palestina se reavivó en los años que precedieron la creación del Estado de Israel: la visitó nuevamente en la década del 30 y en 1945-1949, a veces por largos períodos. Pero las viejas incoherencias persistieron. Simpatizó más con los terroristas de los 40 (el Irgún Tzvai Leumí y el Grupo Stern) que con sus viejos amigos del kibbutz, aunque otras veces declaraba que el sionismo era una tontería y que todos los judíos de la Diáspora deberían asimilarse. No bien se fundó el Estado de Israel, se apartó de él. La nueva nación era demasiado provinciana para un intelectual europeo como él. También le criticaba otras cosas, por ejemplo, el "levantinismo" cultural. Pero en 1973, cuando su existencia pareció peligrar, Koestler se inquietó mucho y si no volvió a visitar Israel, bien pudo haber sido por temor al impacto emocional. Era un hombre profundamente emotivo, pese a sus inclinaciones científicas. Sólo veinte años después retomaría la cuestión del judaísmo en El Imperio Kázaro y su herencia, un libro breve y extraño en el que intentó demostrar que los judíos no eran de origen palestino, sino caucásico: provenían del Imperio Kázaro del siglo X. La obra fue recibida con escepticismo y cierta ira. Recuerdo que en un encuentro casual que tuvimos en la Biblioteca de Londres, Isaiah Berlin me dijo, perturbado, que Koestler se había propuesto irritar a sus correligionarios. Si bien es cierto que su versión de los orígenes del pueblo judío se ha incorporado al arsenal antisemita, ni siquiera ahora estoy seguro de cuáles fueron sus motivos. Lo absurdo de su tesis saltaba a la vista y, de todos modos, ¿qué importancia política tenía? ¿Qué quedará de su obra? Fue despareja, pero esto también se da en grandes escritores. Hasta sus mejores libros tienen sus raíces en una época hoy lejana: la Guerra Civil española, los juicios de Moscú, el Holocausto. Pero tratan cuestiones morales todavía vigentes, como la de los medios y los fines en la política. Según el renombrado crítico contemporáneo Harold Bloom, El cero y el infinito es una obra de su tiempo; probablemente, durará tres generaciones y luego desaparecerá para siempre. Tal vez sea así, pero entretanto Bloom editó un libro con interpretaciones críticas acerca de ella, dentro de una serie que incluye otros volúmenes sobre la Ilíada, Como gustéis y Grandes esperanzas. A Koestler le habría hecho gracia que su libro siguiera molestando a los poscolonialistas sesenta años después de haber sido escrito. En suma, algunas obras suyas todavía suscitan pasiones y esto es más de lo que podemos decir de ciertos clásicos venerables.

El trabajo ¿nos hará libres?

El sociólogo norteamericano Richard Sennett realizó uno de los más lúcidos estudios acerca del impacto de la flexibilización laboral en la formación de la personalidad. Entrevistado en Nueva York, explica por qué el "nuevo capitalismo" desarticuló los lazos sociales, y anticipa la línea de su último ensayo, "La cultura del nuevo capitalismo". Sennett nació en uno de los barrios más pobres de Chicago y se destacó en su juventud como solista de cello. Residió en Boston, Londres y Nueva York y realiza investigaciones alrededor del mundo. El historiador y sociólogo Richard Sennett es una de las autoridades mundiales en procesos urbanos, tanto que ha sido convocado recientemente para dirigir un programa conjunto entre el MIT y Harvard (donde estudió) sobre ciudades. Enseña en la New York University y en la London School of Economics. Sus libros recientes han retomado la línea de uno de sus primeros trabajos: "The Hidden Injuries of Class", indagando la relación entre reconocimiento, identidad, trabajo y persona. Recibió en 2004 el premio a la trayectoria de la Asociación Norteamericana de Sociología. Richard Sennett es uno de los investigadores que ha iluminado de manera más rigurosa la relación entre capitalismo y personalidad. Desde sus primeras investigaciones históricas hasta sus últimos libros, ha utilizado diversos registros —archivos, novelas, entrevistas y la observación— para delinear dos hipótesis que recorren toda su obra: una, que la privatización de la vida pública redunda en una ausencia de espacios donde los extraños puedan encontrarse y reconocerse en sus diferencias; que las formas de la política que de esto resultan están cargadas del código afectivo más propicio para la esfera íntima y culminan en los líderes carismáticos y autoritarios.Sennett se hizo conocido en Argentina en 2002 con la publicación de La Corrosión del Carácter, un libro en el que el autor discute las consecuencias personales de la flexibilización laboral. Su último libro publicado en Argentina es Respeto, en el que, desde un registro autobiográfico, interroga las posibilidades de interactuar equitativamente y en cooperación en relaciones teñidas por la desigualdad de capacidades y experiencias. —La relación entre capitalismo y personalidad ha sido un núcleo de su obra. ¿Piensa que es aún productivo hacer estas preguntas?- —Si, de hecho esta pregunta se hace muy urgente por los cambios producidos por y en el capitalismo moderno. Este tiende a ser mucho más individualizado, aislante que en el pasado. Lo que argumento es que este nuevo capitalismo flexible desmonta la arquitectura burocrática que durante muchos años, a veces de manera feliz, otras no tanto, mantuvo a la gente agrupada. En este sentido el nuevo capitalismo es un sistema mucho más individualizante que los sistemas fijos, a gran escala, permanentes, de las grandes burocracias. El problema con la individualización es que el valor individual ha mutado en un asunto de habilidad y movilización de talento. Ya no reside más en el respeto recibido como miembro de una categoría social: el trabajador. El centro del sistema se movió del reconocimiento hacia el auto-desarrollo y la mayor parte de la gente perdió en el cambio. El sistema no tiene suficiente espacio para acomodar a la gente a la que presiona para que sea más habilidosa y más competente. - —¿Qué tipo de sociedades construye este nuevo capitalismo? - —Un mundo mucho más polarizado, que se divide entre relaciones sociales a gran escala en derredor del trabajo y relaciones personales, propias del mundo privado. Lo que se pierde son las organizaciones políticas intermedias que pueden mediar. Las ciudades, por ejemplo, se hacen más homogéneas, son más parte del capitalismo que sociedades auto-organizadas. El capitalismo flexible debilitó a los gremios y sindicatos, otro tipo de instancia de mediación institucional. El tipo de sociedades que construimos se erige sobre divisiones absolutas, la abstracción creciente del mundo del trabajo y el mundo que va hacia la intimidad de las relaciones afectivas.- —Su obra parece moverse de libro a libro; un tema irresuelto en uno parece llevarlo al próximo. ¿A dónde lo ha llevado el hecho de terminar "Respeto"?- —En dos direcciones. Por un lado, estoy publicando una mirada general sobre el nuevo capitalismo que lleva ese título, la cultura del nuevo capitalismo. Con éste considero que ya he dicho todo lo que tenía que decir sobre este tema, así que vuelvo a uno de mis primeros amores: un proyecto sobre las prácticas culturales materiales, el tipo de asuntos sobre los que escribí un poco en El declive del hombre público. El resultado primero de esto es un libro sobre el artesanado, sobre las relaciones entre las actividades mentales y manuales. Quiero hacer una serie de libros para mostrar el modo en que la cultura aparece expresada en prácticas materiales.- —En muchos de sus trabajos utiliza su propia práctica artesanal, la música, como metáfora de la interacción social. ¿Cuáles son los límites y las ventajas de esta metáfora?- —La ventaja es que nos ayuda a comprender cómo existe la cooperación en la desigualdad. La colaboración musical sucede entre gente que no hace lo mismo. El punto es entender, por ejemplo en una orquesta; cómo un gran número de actores individuales que hacen cosas diversas y de diverso valor expresivo tocan juntos. Es en ese sentido que la música se convierte para mí en una campo de investigación sobre la cooperación. El límite es bastante obvio. Que el poder controla a las relaciones sociales de una manera que aparece más morigerada en la música. Las prácticas de control tienen un fin distinto en las artes performativas que en la sociedad en general. Este no es sólo un dilema personal, existe toda una línea de pensamiento que se remonta a Maquiavelo, que piensa de manera dramatúrgica a las acciones sociales y políticas.- —¿Cómo relaciona a la música con el resto de su práctica intelectual?- —¡No la relaciono! Las tengo totalmente separadas. No enseño música, escribo sobre ella pero trato de no escribir sobre lo que me gusta tanto. Nunca tuve una relación fácil entre estos dos mundos. Yo nunca entré en una relación como la de Adorno, cuya experiencia de la música estaba influida por su actividad filosófica. Aunque lo que yo experimento con la música ha aparecido de alguna forma u otra en mis investigaciones sobre la vida social, no puedo decir que la sociología me haya convertido en un mejor músico, como sí podría decirse quizá de Adorno.- —¿Y la escritura de ficción? Sé que ha escrito dos novelas.- —Escribir no es algo que salga de manera natural, tuve que aprender cómo escribir y esto sale más fácil en la ficción que en el ensayo. Yo quisiera ser recordado como un escritor acerca de las sociedades antes que como un sociólogo y pienso que lo que trato de hacer es crear un lenguaje expresivo, una estética, para entrar a los problemas sociales. La ficción ha sido para mí un laboratorio para encontrar el lenguaje expresivo para el ensayo.- —¿Se considera un intelectual público? ¿Cuál debería ser el rol de ese tipo de intelectual?- —No sé qué debería hacer un intelectual público. Sí sé que alguien que escribe debe ser tan informativo como pueda para quien lo lee sin comprometer sus estándares intelectuales. Y que así es como se forma el ámbito público, cuando la gente se quiere comunicar entre sí. Quienes no se quieren comunicar, especialmente con aquellos que no son como ellos, han concluido en sus propios palacios, encierros de la búsqueda intelectual que perpetúan el propio poder. El problema es mayor en los Estados Unidos que en Europa o en América latina, donde existe una larga tradición de diálogo público. Pero en los Estados Unidos la academia tendió a aislarse de la arena pública. Aunque esto por suerte está cambiando. Estoy muy contento de que la idea de la sociología como una forma de expresión, como una forma de literatura, haya cobrado auge entre los jóvenes; que el divorcio entre saber y expresar que era tan fuerte en el momento positivista y que significaba que mucho de lo que escribían los sociólogos era ilegible, ha sido superado. Eso es bueno porque significa que los sociólogos pueden volver a la esfera pública en vez de refugiarse en una práctica intelectual hermética.- —Desde "El Declive del hombre público" en adelante usted abogó por espacios sin fines específicos donde la gente pudiera desarrollar una sociabilidad pública. ¿Cuáles serían estos espacios hoy?- —Creo que los que dije entonces aún se mantienen; serían espacios impersonales en vez de locales, mixtos en vez de homogéneos, espacios esencialmente urbanos. El cambio reside en dónde se pueden encontrar estos espacios. Cuando escribí el libro, el tamaño de la mayoría de las ciudades marcaba que el centro urbano sería el lugar de la sociabilidad pública. Con el tipo de ciudades que se están desarrollando hoy en día, la idea de un solo centro como el foco de la vida social se ve eclipsada. Acabo de volver de Shangai, una ciudad de 20 millones de habitantes. No tendría sentido, seria ecológicamente disfuncional intentar concentrar todas las funciones sociales en el centro de ese tipo de ciudad. Al dispersar el centro social, al tener varios de ellos, lo que comienza a suceder —y los chinos lo están entendiendo— es que aparecen estrategias de resistencia a formas de poder altamente centralizadas. Mi respuesta sería: el carácter es el mismo que yo imaginaba, pero dado el crecimiento económico y poblacional, la locación de ese espacio público se ha convertido en múltiple, en vez de unifocal.- —A pesar de esto ¿aún considera a la vista como el sentido principal para construir una sociedad democrática?- —El ojo es más importante que la palabra. El ojo es el órgano por el que los extraños se conocen y reconocen y la esencia de una sociedad democrática es que la gente aprende acerca de aquellos a quienes no conoce. Diría que es el sentido más subvalorado, uno no piensa a la democracia en términos visuales, lamentablemente aún no hemos teorizado bien este aspecto. Hice un trabajo bastante pobre al respecto en La Conciencia del Ojo. Me parece una tarea urgente saber qué es lo que aprendemos cuando miramos a gente de la que no sabemos nada y mirando lugares cuando no estamos en casa. Lo visual es un ámbito político que no hemos terminado de comprender.

domingo, diciembre 18, 2005

Los rostros de Pasolini

A treinta años de la muerte del escritor y cineasta italiano, vuelve al primer plano la obra de este intelectual que defendió de modo polémico sus ideas, a menudo proféticas. Ningún escritor sería hoy tan necesario como Pier Paolo Pasolini (1922-1975). Esta no es una declaración vanamente recordatoria, que ahonda en la retórica funeraria, sino más bien la simple afirmación de que sólo un intelectual de la talla del autor de Teorema podría explicar de manera lúcida y convincente el complejo entramado de conflictos políticos y culturales que afligen al mundo de hoy. Si estuviera vivo, seguramente ya se habría pronunciado sobre la guerra en Irak, la cuestión israelí o el debate acerca del concepto de terrorismo internacional. Si estuviera vivo, ya nos habría sorprendido con una poesía acerca del fenómeno de las masas de inmigrantes que llegan al Viejo Continente, sobre la violencia en las periferias de París o sobre los problemas raciales que azotan a las grandes ciudades del mundo. Si estuviese vivo, ya habría reflexionado acerca de la globalización y la balcanización, el vacío cultural que pende sobre Europa, la crisis política italiana. Pero se han cumplido treinta años de su asesinato -el 2 de noviembre de 1975-, y su ausencia se ha vuelto cada vez más notoria. "Toda cosa mientras exista me desilusiona", confesaba Pier Paolo con sus escasos dieciocho años a su querido amigo Franco Farolfi. Es quizás la desilusión que genera lo existente -como había testimoniado Leopardi un siglo antes- uno de los hilos conductores de la inestable y sólida personalidad del artista italiano más importante de la segunda mitad del siglo XX. Que haya hilos conductores en su vida y en su obra no se contradice con la evolución constante de sus ideas políticas, sociales y estéticas. Pasolini vivió en la contradicción como forma de preservarse de los consoladores esquemas sistemáticos. De su vida privada, que él mismo hizo pública, cabe recordar algunos elementos esenciales: el apego a Casarsa, el pueblo natal de su madre, en el Friuli, a pesar de su nacimiento en Bolonia y de los diversos destinos de su padre militar por la Italia del norte y del centro; el amor incondicional precisamente por su madre, con quien compartió toda su vida, hasta el mismo día de su muerte; el asesinato de su hermano Guido, partisano acribillado por una facción de la resistencia antifascista contraria a la suya; la homosexualidad como forma de rescate individual más allá de todas las convenciones sociales. De todos modos, la línea divisoria de su vida es el asesinato de Guido, en 1945, que le hizo descubrir velozmente el sentido monolítico de su propio destino, signado por la idea del sacrificio. El pasado queda cristalizado en un paisaje o en un personaje cualquiera de Casarsa, evocado con irreparable nostalgia en su primera poesía friuliana de La mejor juventud (1954) como un universo compacto de sentimientos auténticos que la milenaria cultura rural italiana había logrado conservar hasta ese entonces. La muerte de Guido congela su infancia y su primera juventud en una secuencia ininterrumpida de escenas familiares en que, ante todo, triunfa el afecto materno y una sensualidad homoerótica de deslumbrante belleza. A partir de los años 50, con su llegada a Roma, ciudad que lo fagocitó con sus fascinantes fastos y miserias, tuvo lugar la progresiva constitución del artista que afirmaba año tras año una vocación irrenunciable por la poesía, la narrativa, el teatro y el cine. Para nosotros, su biografía es una clave de interpretación de su obra; para él, fue la clave de interpretación del mundo. En épocas en que la crítica literaria señalaba la necesidad de un estudio inmanente de la literatura, sin intervenciones en la dimensión biográfica del autor, Pasolini demostraba, con su vida, que toda obra es el fruto de un compromiso permanente del artista con la realidad. En los años de la Universidad, en Bolonia, antes de su traslado definitivo a Roma, afianzó la relación con sus dos grandes maestros, Roberto Longhi y Gianfranco Contini. El primero, el crítico de arte más importante de Italia en el siglo XX, lo hipnotizó con su análisis de la pintura de Masolino y de Massaccio, y con una prosa que funde sistemas de metáforas, y tiene presentes los datos biográficos y el contexto cultural en que vivieron los artistas italianos. El segundo, el crítico literario más brillante después de Croce, le enseñó un método de análisis crítico filológico que tuviera en cuenta el proceso formativo de la obra con todas sus implicaciones históricas, estéticas y estilísticas. La preocupación constante de Pasolini por las cuestiones estilísticas es la huella evidente de semejantes maestros. En Roma, una de las ciudades menos católicas del mundo, contrariamente a cuanto uno se imagina, capital popular cínica y estoica, habitada por una aristocracia ignorante y decadente y por un proletariado y un subproletariado paupérrimos, nació su pasión por el dialecto romano y por los ambientes lúmpenes y degradados de las periferias suburbanas. Compuso sus novelas Muchachos de la calle (1955) y Una vida violenta (1960), dos epopeyas "pícaro-romanescas", como las llamó Contini, las defendió de los ataques de la crítica fascista y comunista y les asignó un lugar privilegiado en la narrativa italiana de esos años. Fundó Officina junto a Leonetti y Roversi, una revista cultural que intentó conciliar los presupuestos marxistas con la crítica de Roland Barthes y Lucien Goldmann, considerados por Pasolini los ensayistas más relevantes de ese período. Con Las cenizas de Gramsci (1957), El ruiseñor de la Iglesia Católica (1958) y La religión de mi tiempo (1961), Pasolini adoptó un estilo poético que conjuga obsesiones psicológicas, compromiso ideológico y cuidado formal de los versos. Anunció con ilusión -desmentida en breve tiempo- la oportunidad histórica del proletariado romano con el que se identificaba: "en los desechos del mundo nace/ un nuevo mundo: nacen nuevas leyes/ donde no hay más ley". Lo que se afirma en estas obras es el perfil de Pasolini "poeta civil". Mientras tanto, la gran lección de Contini aparece clara: frente al monolingüismo petrarquista que había transformado la poesía italiana en un ejercicio lírico de autoindagación psicológica, Pasolini retomó el plurilingüismo dantesco en el que convergen los tonos alto, medio y bajo de la lengua y, sobre todo, una visión universal y totalizadora del mundo asociada a una experiencia vital y literaria individual. Esa segunda tendencia de la cultura italiana (segunda no en el tiempo sino en la suerte que corrió frente al triunfo desproporcionado de la lírica petrarquista en Europa a lo largo de los siglos) es la estética revolucionaria que Pasolini cosechó para sí como modelo. Escribió: "Son infinitos los dialectos, las jergas/ las pronunciaciones, pues es infinita/ la forma de la vida". Su estilo está basado en la polémica: toda obra debe ser escandalosa e incómoda, no por el escándalo mismo, sino porque en una acción que provoca estupor hay siempre una idea de pureza original, de retorno a las formas primigenias del hombre, de lucha contra las convenciones anquilosadas. Por eso, fue un maestro de la contradicción. A él podrían aplicarse los famosos versos de Whitman: "¿Me contradigo a mí mismo?/ [...] Soy grande ... contengo multitudes". En los años 60 y 70, mientras seguía escribiendo ensayos, se dedicó sobre todo al teatro y al cine. Accattone (1961), La ricotta (1963), El Evangelio según San Mateo (1964), Edipo Rey (1967), Teorema (1968) son algunos de sus filmes más significativos, en los que, acabada la ilusión de la década del 50, Pasolini previó el inicio de una nueva prehistoria, marcada por las perversiones del materialismo ateo e inhumano del boom económico. El fin de la cultura italiana milenaria, campesina y pobre -vaticinó- sería la catástrofe de Italia. Ni el amor por Ninetto Davoli ni las intensas amistades con el grupo de intelectuales romanos que frecuentaba (Sandro Penna, Attilio Bertolucci, Vittorio Sereni, Alberto Moravia, Italo Calvino y todo el grupo de Officina, entre los cuales estaba Franco Fortini) bastaron para detener el avance sistemático de una desesperanza cada vez mayor, arrasadora y terrible. En una entrevista de los años 70, un periodista incrédulo le preguntó si era cierto que en esos años convulsos se sentía más feliz: "Sí -contestó-, es cierto. Porque tengo menos años de vida y, por lo tanto, ya no tengo esperanza". Al abjurar de la Trilogía de la vida, los tres filmes (El Decamerón, Las mil y una noches y Los cuentos de Canterbury) que narran historias antiguas acerca de un mundo acabado, se enfureció con la crítica que había malinterpretado como liberación sexual de los códigos burgueses su purificadora visión precapitalista del sexo. Al final, concibió, inspirándose libremente en el Marqués de Sade, Saló o los últimos 120 días de Sodoma (1975), en que juzga el mundo según una nueva visión escatológica que finalmente aprehende la vocación sadomasoquista de los seres humanos. Pasión e ideología, que es por otra parte el título de un famoso libro (1960), son los dos elementos en que fundó su propia labor: como señala Segre, primero está lo irracional, lo pulsional, el elemento vital y la rabia; luego, para dar forma a la pasión, emerge el empeño persuasivo y didáctico. Pasolini explicitó frecuentemente sus odios. Primero y principal, el odio irrefrenable contra la pequeña burguesía italiana. En ocasión de la publicación del guión de Edipo Rey, escribió: "Yo, que soy un pequeño burgués, una mierda", confesando que su lucha contra esa clase social era un combate contra lo peor de Italia, pero sobre todo contra lo peor de sí mismo. Al triunfo de la decadente ideología burguesa, opuso una utilización selectiva de la crítica marxista, alejándose de las prácticas conservadoras y retóricas de cierto comunismo italiano, para ganarse dolorosamente una rigurosa independencia intelectual que lo veía siempre del lado opuesto del poder dominante. No hubo institución italiana que no lo temiese o no lo considerase molesto, peligroso. En los años 60 su protagonismo fue total: aceptó colaborar con el Corriere della Sera, el conservador periódico italiano desde el que lanzó sus dardos más audaces y más revolucionarios. Empirismo herético (1972) y Cartas luteranas (1975) recogen esos escritos. Pasolini entendía el ejercicio de la crítica como militancia: juicio cabal, despiadado a veces, de las obras de los contemporáneos, análisis brillante e iluminador de la realidad que se impone ante los ojos. La violencia y el desprecio con que los centros del poder reaccionaban ante sus críticas lo fortalecían pero, al mismo tiempo, alimentaban su necesidad de estar siempre expuesto en una posición exhibicionista y narcisista. En 1966 anotó: "No puedo aceptar nada del mundo donde vivo: no sólo los aparatos del centralismo estatal -burocracia, magistratura, ejército, escuela y el resto- sino ni siquiera a sus minorías cultas. En estas circunstancias, me siento absolutamente extraño al momento de la cultura actual". En Edipo Rey, Pasolini modificó la historia de Sófocles en este sentido: Edipo es consciente desde el inicio de su propio destino trágico. El autor italiano, como el mítico personaje griego, supo desde su primera juventud que su vida estaría signada por la muerte violenta. El tantas veces confesado amor por la realidad se transformó en los últimos años en esperanza de la muerte. En 1970, escribió: "Libertad. Después de haber pensado bien he comprendido que esta palabra misteriosa no significa otra cosa, finalmente, en el fondo, que... libertad de elegir la muerte". Y más adelante agregó: "una cosa es ser martirizados en un cuarto y otra cosa ser martirizados en la plaza pública, en una muerte espectacular". La cursiva con que subrayaba los últimos términos confirma la plena conciencia de la inminencia de su propio fin. En una entrevista recientemente concedida a los medios, Pino Pelosi, el muchacho de la calle acusado de haber asesinado a Pasolini en un baldío de Ostia la noche entre el 1 y el 2 de noviembre de 1975, y que acaba de cumplir sus años de condena en la cárcel, confesó que, como muchos sospecharon desde entonces, él no mató a Pier Paolo Pasolini, sino que los autores del crimen fueron dos individuos que masacraron su cuerpo hasta el hartazgo. El "caso Pasolini" sigue abierto, como le cabe a un artista complejo y monumental.
Obras principales Poesía:
La mejor juventud (1954)
Las cenizas de Gramsci (1957)
La religión de mi tiempo (1961)
Poesía en forma de rosa (1964) Narrativa:
El sueño de una cosa (1950)
Muchachos de la calle (1955)
Una vida violenta (1959)
Petróleo (1975, póstumo) Ensayos:
Pasión e ideología (1960)
Empirismo herético (1972)
Cartas luteranas (1975) Cine:
Accattone (1961)
Mamma Roma (1962)
El evangelio según San Mateo (1964)
Edipo Rey (1967)
Teorema (1968)
La trilogía de la vida: El Decamerón (1971), Los cuentos de Canterbury (1972) y Las mil y una noches (1974) En librerías En Italia, 2005 fue el año Pasolini y esa celebración –que recuerda los treinta años de su muerte– tuvo su eco en algunas ediciones locales. Edhasa acaba de reeditar Teorema, en la traducción de Enrique Pezzoni. El escritor italiano escribió esta original novela poco antes de rodar la película homónima, una de sus más controvertidas e influyentes obras de los años sesenta. El cuenco de plata, por su parte, realizó una excelente selección de su epistolario, Pasiones heréticas, compilada y traducida por Diego Bentivegna. La editorial cordobesa Brujas publicó asimismo Empirismo herético, potente libro de ensayos, traducido por primera vez al castellano por Esteban Nicotra (traductor también de Del diario, libro de poemas que la misma editorial publicó en 2001).

domingo, diciembre 11, 2005

La nueva lección del maestro

El narrador mexicano, que acaba de ser galardonado con el premio Cervantes, habla en esta entrevista de Los mejores cuentos y El mago de Viena, sus dos nuevos libros. Podría pasar por un conde polaco acostumbrado a vivir en cuartos de hoteles, por noble ruso exiliado en tierras mexicanas o por un hipocondríaco diplomático que, mientras escribe, sueña con encontrar refugio en sus propias páginas. Hay algo en sus gestos, quizá en la forma de tomar el bastón o de sonreír ante la solemnidad, que le da un carácter excéntrico. Su prontuario biográfico-literario no hace más que confirmar esta impresión: Sergio Pitol (México, 1933), flamante Premio Cervantes 2005, adora a los autores excéntricos, aquellos que hacen caso omiso a los caprichos de la moda, escriben por instinto y, por lo general, poseen un humor negro, negrísimo, que atraviesa sus creaciones. Lawrence Sterne, Nikolai Gogol, Vladimir Nabokov, Alfred Jarry, Bruno Schulz y Witold Gombrowicz han sido compañeros permanentes de este escritor que, después de publicar unos relatos más bien asfixiantes, como "Victorio Ferri cuenta un cuento" o "Semejante a los dioses", partió rumbo a Europa, a comienzos de los años 60, con la intención de aplacar el hastío. Pero los pocos meses de vacaciones se transformaron en 28 años. Sin ser del todo consciente, Pitol se iniciaba en el arte de la fuga. Al principio vivió gracias a su conocimiento del inglés y del ruso, dos idiomas que aprendió con su abuela, lectora infatigable que, para olvidarse de su viudez y de los ranchos destrozados por la Revolución mexicana, pasaba horas leyendo Ana Karenina. Entre 1961 y 1972, Pitol tradujo cerca de 40 novelas, de Henry James a Ford Madox Ford, de Ronald Firbank a Boris Pilniak. Viajó constantemente. Roma, Pekín, Bristol, Barcelona y Varsovia fueron algunos de los destinos que, simultáneamente, servirían de escenario para sus cuentos. En "Cuerpo presente", por ejemplo, el hijo de una costurera que ha logrado triunfar, es decir, veranear en Acapulco y Europa, pasa revista desde un bar de Venecia a sus traiciones políticas, sueños hipotecados y viejos amores. En "El regreso", un diplomático sufre al tener que abandonar el hotel polaco donde ha vivido innumerables "noches de absoluta magia, amaneceres plateados, desastrosas mañanas a base de aspirinas, encuentros furtivos, días de aridez, revelaciones intolerables, sorpresas, tardes de verano íntegramente dedicadas a la traducción mientras por la ventana contemplaba con envidia la frescura del jardín vecino". A esto se suma una gripe que lo tiene delirando, viendo nada más que espectros: "Una sombra, el ropero; otra, el escritorio". La angustiante situación lo lleva a imaginarse una muerte como la de Robert Walser, tendiéndose en medio de un bosque hasta dejar que la nieve acabe con él. Como siempre, el lector deberá llenar los vacíos que plantean los relatos, pues si de algo es enemigo Pitol es de los finales cerrados. En su propia vida, asegura, ha preferido dejarse llevar por el azar. En las décadas del 70 y del 80 se vistió de diplomático. Fue destinado a Praga, París, Varsovia, Budapest y Moscú. En este contexto afloró la parodia, esa veta que ha transformado en pitoladictos a autores como Juan Villoro, Antonio Tabucchi, Enrique Vila-Matas y Jorge Volpi. Las novelas El desfile del amor, Domar a la divina garza y El amor conyugal, reunidas en el volumen Tríptico del carnaval, son el reverso de un funcionario que durante el día asistía a cócteles y reuniones encorsetadas, pero que en las noches da luz verde a una imaginación sarcástica y grotesca. "Esas personas que giran durante todo el día de ceremonia en ceremonia, elegantemente vestidas y calzadas, con el mismo rostro inexpresivo, podrían abarcar todas las variaciones que presenta Balzac en su Comedia humana, y aun otras más. En cierto modo ese puñado de damas y caballeros podría ser un congreso de manías, obsesiones, extravagancias y complejos, sometidos, eso sí, a una perfecta educación de hierro", escribe Pitol en El mago de Viena (Pre-Textos), especie de laboratorio de la escritura donde se mezclan el ensayo literario, la crónica de viajes y la autobiografía novelada. Publicado simultáneamente con Los mejores cuentos (Anagrama), El mago de Viena es un paseo por la biblioteca pitoliana, donde Aira dialoga con Raymond Roussel, Mario Bellatin con Joseph Roth y el propio Pitol con Gao Xingjian. Y como un mago que va sacando sorpresas del sombrero, Pitol transporta al lector a una reunión con intelectuales chinos antes de la Revolución Cultural, a sus andanzas con Vila-Matas por la ex Unión Soviética, a los viajes por el Congo del marinero polaco Jozef Teodor Honrad Nalecz Korzeniowski, más conocido como Joseph Conrad. De ahí puede saltarse a su querido Flann O´Brien, el irlandés que escribió una novela en que las bicicletas se vuelven humanas y los ciclistas máquinas; y claro, invita a leer y releer a James, Faulkner, Borges y tantos otros que lo marcaron: "Si de algo puedo estar seguro es de que la literatura y sólo la literatura ha sido el hilo que ha dado unidad a mi vida. Pienso ahora a mis setenta años que he vivido para leer; como una derivación de ese ejercicio permanente llegué a escritor", agrega Pitol. Desde Xalapa, donde vive actualmente, conversamos sobre estas nuevas publicaciones que, en más de un sentido, pueden leerse como una autobiografía con toques de ficción o como su último disfraz. Una imagen convincente para un autor que ve en las máscaras una variante cómica de la sinceridad. -¿A qué se debe la aparición de lo jocoso y disparatado en sus libros? -De los 28 años que viví en el extranjero, los primeros 14 fueron maravillosos: libre, sin jefes, anárquicos, traduciendo para editoriales de México, Argentina y, sobre todo, España. Pero los siguientes ocho años estuve en la diplomacia y los primeros meses fueron difíciles. Debía manejar el lenguaje de los funcionarios y el de los embajadores. Era un lenguaje oficial y estratificado que pretendía ser suntuoso, exento por entero del humor. Comencé una novela, El desfile del amor, que parecía ser trágica. Pero fue lo contrario. A medida que el lenguaje oficial emitido todos los días se petrificaba, el de mi novela se animaba por compensación, se hacía zumbón y hasta canallesco. Cada escena era una caricatura del mundo real. Así, tardíamente llegaba al carnaval. Como los seis años de Praga siguieron así, la segunda novela, Domar a la divina garza, fue más fuerte, una historia excrementicia, un homenaje al absurdo y un humor cuartelario. Con el tiempo conocí a diplomáticos cultísimos, y también un grupo de freaks que incorporé en mis novelas. -La mayoría de los relatos incluidos en Los mejores cuentos los escribió fuera de México. ¿Qué influencia ha ejercido el viaje en su literatura? -Cuando salí a Europa yo había escrito muy poco, sólo un pequeño libro de cuentos: Tiempo cercado. Toda mi narrativa fue escrita en Europa. Antes de ese viaje la mayoría de mis lecturas eran de literatura inglesa, clásica y contemporánea, y española de los Siglos de Oro. Europa me permitió una libertad casi absoluta, sobre todo podía no leer todos los libros de moda que seguía mi generación en México, fundamentalmente franceses. Me lancé a otras culturas, las europeas y eslavas, y di la espalda a las metrópolis. -¿Cuando leyó a Borges y Faulkner? -Descubrí a los 18 años a Borges, en un suplemento literario. Me deslumbró; jamás había conocido un lenguaje como aquél. El primer cuento fue "La casa de Asterión". En México, como en casi todo el mundo, sólo muy pocos conocían a Borges. Lentamente busqué en librerías y encontré algunos ejemplares de sus libros, polvorientos y maltrechos. Llegué a Faulkner a los 21 o 22 años. Lo leí totalmente. Comencé con Santuario. De sus otras novelas prefiero ¡Absalón, Absalón! y El sonido y la furia. Desde hace 30 años no lo volví a leer; en cambio a Borges lo releo constantemente y me sorprende que Borges tenga sólo una mínima influencia en mi escritura. Faulkner me sacudió con una tempestad arrasadora y en mis cuentos iniciales hay marcas muy visibles. -Sus relatos, de hecho, se alejan de la idea instalada por Cortázar, de que el cuento tiene que ganar por knock out. -Detesto las reglas fijas en la construcción de la literatura. Los maestros de talleres literarios que exigen escribir con esas reglas carcelarias, que exigen iniciar o hacer un final de un relato de una única manera, lo que hacen es un daño monstruoso a sus alumnos. Todo escritor deberá desde el inicio ser fiel a sus posibilidades y tratar de afinarlas. Confundir redacción con escritura es una imbecilidad. La redacción exige que la palabra no tenga más que un sentido, en cambio la escritura tiene como finalidad intensificar la vida. La redacción es confiable y previsible y la escritura nunca lo es. Marguerite Duras dice: "La escritura llega como el viento, está desnuda, es la tinta, es lo escrito, y pasa como nada pasa en la vida, nada, excepto eso, la vida". -Y respecto a su propio estilo, ¿prefiere las divagaciones, meterse por recovecos, antes que formular finales cerrados? -Me atraen lo inconcluso y lo oblicuo en un relato. Mis temas se presentan muy visibles, mientras tanto en el subsuelo del lenguaje una trama o varias van formando nudos misteriosos y creando tensiones entre lo real y lo fantasmal. Chéjov, James, Rulfo, de todos ellos he aprendido esos procedimientos, así como de las obras más ligeras de Shakespeare y Tirso de Molina, ambos geniales en manejar la comedia de equívocos. -¿Qué lo motivó, a partir de El arte de la fuga, a combinar géneros como la crítica, el diario y la biografía en un mismo relato? -Cuando volví a México, en 1988, estaba terminando mi última novela, La vida conyugal, y advertí de repente que ese estilo estaba adelgazando, que el "carnaval" estaba concluido, que si seguía utilizando los procedimientos literarios anteriores me copiaría a mí mismo, usaría un lenguaje vegetativo. Eso me aterrorizó. Comencé algunas crónicas autobiográficas. Había llegado después de 28 años a mi país, a vivir, no de vacaciones. Recorrí los lugares de mi infancia, de mi adolescencia. Poco a poco se me apareció un bosquejo nuevo, imaginé una estructura fuerte que sostuviera ráfagas de narrativa, autobiografía, páginas de diario y una forma de ensayo que no fuera académico, sino narrativo. Un lema me dirigió en el trabajo, el de los alquimistas: "Todo está en todo". Cuando terminé el libro, lo envié a mis editoriales, Era en México, y Anagrama en España. Los editores de ambas, sin siquiera comentarlo, lo publicaron en sus colecciones de novela y no de ensayo. Bastante después leí los libros de Sebald, que me impresionaron enormemente. -En El mago de Viena se muestra como un defensor de la novela corta, pues "ha producido quizás el mayor número de obras maestras en la narrativa". ¿Ya pasó el tiempo de la novela total, al estilo de Balzac, Dickens o Mann? -He leído todo Dickens, Mann, Cervantes, Melville y sus obras son excepcionales. La guerra y la paz la leí tres veces, la última el año pasado. Me refería a que la novela corta tiene una gracia distinta. En Doctor Fausto de Mann, en La guerra y la paz, de nuevo, en toda una gran novela hay más facilidades, precisamente por la latitud. Pueden tratarse allí temas de política, religión, modas, erotismo, profesiones en un mismo libro. En la novela corta hay un tema o dos, tiene pocos personajes. Un gran escritor con esos pocos elementos puede llegar a alcanzar un brillo excepcional. Ejemplos: casi todas las novelas cortas de Chéjov (En el barranco, El mundo de las mujeres, La fiesta de aniversario, La cárcel número 6), de Schnitzler (El regreso de Casanova), de Melville (Bartleby), Kafka (La metamorfosis), Tolstoi (La muerte de Iván Illich), Rulfo (Pedro Páramo), algunas novelitas de Bianco, etcétera. -En El mago... hace una defensa radical de la inspiración, en tiempos en que la escritura se asume como una profesión más. -Cada escritor ordena su tiempo. Hay algunos que trabajan desde las seis de la mañana y tienen la tarde y la noche libre para hacer otras cosas, otros despiertan a las 11 o a las 12 de la mañana porque terminarán su trabajo a las tres o cuatro de la siguiente mañana. Eso del 90 por ciento de trabajo y 10 por ciento de inspiración, para mí no tiene ninguna razón. Las horas de inspiración son también el trabajo. Escribir no es sólo estar con una pluma o tecleando en una máquina. Yo paso muchas horas de jugar con la inspiración, de tratar de oír al instinto. Lo demás sería trabajo de obrero. -¿Significa que carece de planificación, que no tiene horario, que puede pasar meses sin escribir? -Trabajo siempre, aunque esté en un banquete, en un paseo, comprándome unas camisas, me mantengo atento como un cazador. Algunas frases, la ropa de la gente, los peinados, los gestos, sobre todo, pueden servir a mi escritura. Eso sí, ya en mi casa estoy sentado frente a mis papeles desde las seis de la tarde hasta las nueve de la noche. Paso una hora o una hora y media sentado frente a la televisión, viendo el canal brasileño O Globo, que es lo que me descansa, y vuelvo a trabajar hasta las dos o tres de la mañana. -Usted mismo es el protagonista de sus últimos libros. ¿No es, de alguna forma, un ejercicio narcisista o autocomplaciente? -Todo lo contrario. Estoy muy cercano al budismo, donde la primera necesidad es matar al ego. Sólo así puedo sentir la libertad. Cuando leí las memorias de Bioy Casares me dieron náuseas, qué personaje tan deplorable. No creo, y no me han dicho, que yo sea una persona o un escritor autocomplaciente. Si hablo de mí, generalmente no lo hago con autoridad, o superioridad. -Con el tiempo se ha convertido en el involuntario padrino de autores como Vila-Matas, Bolaño, Aira y Villoro. ¿Qué se siente influir en autores tan reconocidos ahora? -Me sorprende siempre esta situación. Desde luego me llena de orgullo. Quizás sea porque amamos la literatura, la vivimos, también porque no tratamos de subir a un escalón social, político, mercantil. Y tenemos humor suficiente para reírnos desde la literatura. Yo les he dado poco; en cambio ellos, su obra, me han dado más alas para volar. Sin su escritura no existiría este Mago de Viena. Esa libertad la he recibido de ellos. -¿Qué sensación le deja cerrar la trilogía autobiográfica y, al mismo tiempo, recopilar sus mejores cuentos? -Me parece que en algunos puntos ya lo he dicho. He escrito lo que he podido, a veces con ineptitud. Sueño hacer dos novelas: una sobre Gogol y otra de temas del siglo XIX en México. Temo no llegar a terminarlas. Tengo 72 años y una salud bastante frágil.

Escribir para el teatro (Harold Pinter)

No soy un teórico. No soy un comentador confiable ni con autoridad para hablar de la escena dramática, la escena social, o escena alguna. Escribo obras, cuando me las arreglo, y eso es todo. Es absolutamente todo lo que hay. Así es que hablo con cierta reticencia, sabiendo que hay al menos veinticuatro aspectos posibles sobre cualquier afirmación particular, dependiendo de dónde estés parado en cada momento o de cómo se comporte el clima. Una afirmación categórica, creo yo, nunca permanecerá donde está ni será finita. Estará inmediatamente sujeta a modificación por las otras veintitrés posibilidades que hay en ella. Ninguna afirmación que haga, por lo tanto, debería ser interpretada como final y definitiva. Un par de ellas pueden sonar finales y definitivas, incluso puede ser que sean casi finales y definitivas, pero no las voy a considerar como tales mañana, y entonces me gustaría que ustedes no lo hicieran tampoco hoy. Dos obras mías de larga duración han sido estrenadas en Londres. La primera estuvo en cartel una semana y la segunda, un año. Por supuesto que hay diferencias entre ambas obras. En La fiesta de cumpleaños empleé una cierta cantidad de guiones en el texto, entre frase y frase. En El cuidador recorté los guiones y usé puntos suspensivos en su lugar. Así que en lugar de decir: "Mirá, guión, quién, guión, yo, guión, guión, guión", el texto quedó como "Mirá, punto, punto, punto, quién, punto, punto, punto, yo, punto, punto, punto". Así que es posible deducir de esto que los puntos tienen mayor aceptación popular que los guiones y por eso El cuidador duró mucho más que La fiesta de cumpleaños. El hecho de que en ninguno de los casos se pudieran oír los puntos y guiones en la función va más allá de nuestra cuestión. No se puede engañar mucho tiempo a los críticos. Saben distinguir un punto de un guión a una milla de distancia, aun sin escuchar ninguno de los dos. Me llevó un buen tiempo acostumbrarme al hecho de que la respuesta crítica y de audiencia en teatro sigue un patrón de temperatura muy errático. Y el peligro de un escritor es volverse presa fácil de las viejas angustias de incertidumbre y expectativa. Pero me parece que Düsseldorf me aclaró el panorama. En Düsseldorf, hace más o menos dos años, según la costumbre continental, salí a recibir el aplauso junto con el elenco de El cuidador al final de la obra en su primera noche. Fue inmediatamente abucheada con violencia por lo que debe haber sido la más selecta colección de abucheadores del mundo entero. Pensé que estaban usando megáfonos, pero eran pura boca. El elenco estaba tan emperrado como el público, no obstante, y salimos a saludar treinta y cuatro veces, siempre para recibir abucheos. A la trigésima cuarta vez quedaban sólo dos espectadores en la sala, todavía abucheando. Extrañamente, todo esto me templó mucho, y ahora, cada vez que siento un temblor ante la vieja incertidumbre y expectativa, me acuerdo de Düsseldorf, y estoy curado. El teatro es una actividad pública, energética, enorme. Escribir es, para mí, una actividad completamente privada, se trate de un poema o de una obra, lo mismo da. Estos aspectos no son fáciles de conciliar. El teatro profesional, más allá de las inobjetables virtudes que posee, es un mundo de falsos clímax, tensiones calculadas, un poco de histeria, y una buena dosis de ineficacia. Y las alarmas de este mundo en el que supongo que trabajo se vuelven constantemente más extendidas e intrusivas. Pero básicamente mi posición se ha mantenido siempre igual. Mi responsabilidad no es para con los públicos, críticos, productores, directores, actores o mis colegas en general, sino para con la obra entre manos, sencillamente. Les advertí sobre las afirmaciones definitivas pero parece que acabo de hacer una. Normalmente comienzo mis obras de una manera bastante simple; encontrando un par de personajes en un contexto particular, arrojándolos los unos a los otros y escuchando lo que dicen, manteniendo mi olfato bien alerta. El contexto ha sido siempre, para mí, concreto y particular, y los personajes, también concretos. Nunca he empezado una obra a partir de ningún tipo de idea abstracta o teoría y nunca me representé mentalmente a mis propios personajes como mensajeros de muerte, perdición, Edén o Vía Láctea o, en otras palabras, como representaciones alegóricas de fuerza alguna en particular, fuere lo que fuere que significasen. Cuando algún personaje no puede ser cómodamente definido o comprendido en términos familiares, la tendencia es la de encaramarlo en un estante simbólico, fuera de toda posibilidad de daño. Una vez allí, se puede hablar de él pero no es necesario vivir con él. De este modo, es bastante fácil armar una pantalla de humo eficaz, ya sea por parte de los críticos o de la audiencia, contra todo reconocimiento, contra toda participación activa y voluntaria. No llevamos etiquetas en el pecho, y si bien nos son permanentemente adosadas por los otros, éstas no convencen a nadie. El deseo de verificación por parte de todos nosotros, con respecto a nuestra propia experiencia y la experiencia de otros, es comprensible pero no siempre puede satisfacerse. Yo sugiero que no puede haber distinción rígida entre lo que es real y lo que es irreal, ni entre lo que es verdadero y lo que es falso. Una cosa no es necesariamente verdadera o necesariamente falsa, puede ser tanto verdadera como falsa. Un personaje en escena que no puede presentar ningún argumento convincente ni información alguna en relación con su experiencia pasada, su comportamiento presente o sus aspiraciones, ni tampoco darnos un análisis comprehensivo de sus motivaciones es tan legítimo y digno de atención como uno que, de modo alarmante, puede hacer todas estas cosas. Cuanto más aguda es la experiencia menos articulada es su expresión. Más allá de cualquier otra consideración, nos enfrentamos con la inmensa dificultad, si no la imposibilidad, de verificar el pasado. No me refiero meramente a hace algunos años, sino a ayer, a esta mañana. ¿Qué es lo que tuvo lugar? ¡Cuál fue la naturaleza de lo que tuvo lugar? ¿Qué ocurrió? Si se puede hablar de lo difícil que es saber qué pasó ayer mismo, se puede tratar al presente, me parece, de la misma forma. ¿Qué está ocurriendo ahora? No lo sabremos hasta mañana o hasta dentro de seis meses, y entonces tampoco lo sabremos, nos habremos olvidado, o nuestra imaginación ya le habrá atribuido características bastante falsas al hoy. Un momento es succionado y distorsionado, a menudo incluso en la hora misma de su nacimiento. Todos nosotros interpretaremos una experiencia en común de modo muy diferente, aunque preferimos suscribir a la idea de que existe un campo común compartido, un campo conocido. Yo creo que efectivamente hay un campo común compartido, pero que éste es más bien arena movediza. Dado que la "realidad" es una palabra muy firme y muy fuerte, tendemos a pensar, o a esperar, que el estado al cual hace referencia sea igualmente firme, asentado e inequívoco. Pues no parece serlo, y en mi opinión, no es ni peor ni mejor por ello. Una obra no es un ensayo, y un autor tampoco debería bajo exhortación alguna dañar la consistencia de sus personajes inyectándoles ningún tipo de remedio o disculpa por sus acciones en el último acto, simplemente porque se nos ha llevado a esperar, llueva o haya sol, la "resolución" del acto final. Proveer una etiqueta moral explícita a una imagen dramática en evolución y compulsión parece facilista, impertinente y deshonesto. Donde esto tiene lugar no es en el teatro sino en un crucigrama. La audiencia sostiene el papel. La obra llena los blancos. Todos están contentos. Hay una considerable cantidad de gente en este preciso momento que reclama que algún tipo de compromiso claro y sensato sea develado sin lugar a dudas en las obras contemporáneas. Quieren que el autor sea un profeta. Hay ciertamente una gran cuota de profecía en la que los autores de hoy en día dan en regodearse, dentro de sus obras y fuera de ellas. Advertencias, sermones, admoniciones, exhortaciones ideológicas, juicios morales, problemas definidos con soluciones preconstruidas; todo puede acampar bajo el cartel de la profecía. La actitud detrás de esta clase de cosa podría resumirse en una frase: "¡Yo te lo estoy diciendo!". El mundo está lleno de toda clase de autores, y en lo que a mí respecta "X" puede seguir cualquier rumbo sin que yo vaya a convertirme en su censor. Propagar una guerra falseada entre hipotéticas escuelas de autores no me parece un pasatiempo muy productivo y ciertamente no es mi intención. Pero no puedo evitar sentir que tenemos una marcada tendencia a acentuar, muy volublemente, nuestras vacuas preferencias. La preferencia por la "Vida" con V mayúscula, que se pretende como muy distinta de la vida con v minúscula, es decir, la vida que en realidad vivimos. La preferencia por la buena voluntad, la caridad, la benevolencia, cuán facilistas se han vuelto estos dictámenes. Si tuviera que afirmar algún precepto moral éste podría ser: Cuidado con el autor que presenta su preocupación y que te deja sin ninguna duda sobre su mérito, su utilidad, su altruismo, que declara que su corazón está en el lugar correcto, y se asegura que pueda verse de cuerpo entero, una masa con pulso allí donde deberían estar sus personajes. Lo que se presenta, demasiado frecuentemente, como un cuerpo de pensamiento activo y positivo es en realidad un cuerpo perdido en una prisión de definición vacía y cliché. Es claro que este tipo de autor confía absolutamente en las palabras. Yo por mi parte tengo sentimientos mixtos hacia las palabras. Moverme entre ellas, sortearlas, verlas aparecer en la página, todo esto me da un placer considerable. Pero a la vez tengo otra fuerte sensación sobre las palabras que asciende a poco menos que náusea. Tal peso de palabras nos confronta día a día, palabras habladas en un contexto como éste, palabras escritas por mí y por otros, el grueso de todas ellas una terminología viciada y muerta; las ideas interminablemente repetidas y permutadas se vuelven insípidas, trilladas, insignificantes. Dada esta náusea, es muy fácil ser vencido por ella y retroceder hasta la parálisis. Me imagino que la mayoría de los autores saben algo de este tipo de parálisis. Pero si es posible confrontar esta náusea, seguirla hasta su médula, entrar y salir de ella, entonces es posible decir que algo ha ocurrido, incluso que algo se ha logrado. El lenguaje, bajo estas condiciones, es un asunto altamente ambiguo. Muy a menudo, bajo la palabra dicha, está aquello conocido y no dicho. Mis personajes me dicen tanto y no más, con respecto a su experiencia, sus aspiraciones, sus motivaciones, su historia. Entre mi falta de datos biográficos sobre ellos y la ambigüedad de lo que dicen se extiende un territorio que no sólo es digno de exploración sino que es obligatorio explorar. Ustedes y yo, los personajes que crecen en una página, la mayor parte del tiempo somos inexpresivos, poco confiables, elusivos, evasivos, obstructivos, renuentes. Pero es de estos atributos que emerge un lenguaje. Un lenguaje, repito, donde, debajo de lo que se dice, se está diciendo otra cosa. En presencia de personajes que poseen un ímpetu propio, mi trabajo no es imponerles, ni sujetarlos, a una falsa articulación. Me refiero a forzar a un personaje a hablar donde no podría hablar, haciéndolo hablar de un modo en que no podría hablar, o haciéndolo hablar de aquello sobre lo que no podría hablar jamás. La relación entre el autor y los personajes debería ser altamente respetuosa, en ambos sentidos. Y si se puede hablar de ganar cierto tipo de libertad a partir de la escritura, ésta no proviene de conducir a los personajes hacia posturas fijas y calculadas, sino de permitirles hacerse cargo, dándoles espacio legítimo para moverse. Esto puede llegar a ser extremadamente doloroso. Es mucho más sencillo, mucho menos doloroso, no dejarlos vivir. Me gustaría dejar en claro al mismo tiempo que yo no considero a mis propios personajes descontrolados, o anárquicos. No lo son. La función de selección y ajuste es mía. Hago todo el trabajo pesado, de hecho, y creo que puedo decir que presto meticulosa atención a la forma de las cosas, desde la forma de una oración hasta la estructura general de la pieza. Esta voluntad de forma, para decirlo con suavidad, es de primerísima importancia. Pero creo que ocurre una cosa doble. Uno ajusta y escucha, siguiendo las pistas que uno se deja a sí mismo, a través de los personajes. Y a veces se llega a un equilibrio, en el que la imagen puede libremente engendrar imagen y donde al mismo tiempo uno es capaz de mantener su mirada en el lugar en que los personajes están callados y escondidos. Es en el silencio donde a mí se me hacen más evidentes. Hay dos silencios. Uno, en el que no se dice palabra. El otro en el que quizás se está empleando un torrente de lenguaje. El discurso que oímos es una indicación de aquello que no oímos. Es una evitación necesaria, una pantalla de humo violenta, astuta, angustiosa o burlona que mantiene a lo otro en su sitio. Cuando el silencio real acaece aún nos quedamos en medio del eco pero estamos más cerca de la desnudez. Una manera de mirar al discurso es decir que es una estratagema constante de encubrir la desnudez. Hemos escuchado muchas veces esa frase cansina, torva: "Falla de comunicación"? y esta frase ha sido adosada a mi trabajo bastante consistentemente. Yo creo lo contrario. Yo creo que nos comunicamos sencillamente demasiado bien, en nuestro silencio, en lo que no se dice, y que lo que sucede es una continua evasión, desesperados intentos de retaguardia para resguardarnos dentro de nosotros mismos. La comunicación es algo demasiado alarmante. Entrar en la vida de otro es demasiado aterrador. Desenmascarar ante los otros la pobreza que nos habita por dentro es una posibilidad demasiado temible. No estoy sugiriendo con esto que ningún personaje en una obra pueda a veces decir lo que realmente quiere decir. Para nada. He descubierto que invariablemente llega el momento en el que esto ocurre, el momento en el que dice algo que tal vez nunca antes ha dicho. Y donde esto ocurre, lo que dice es irrevocable, y nunca puede ser retirado. Una hoja en blanco es una cosa tan excitante como aterradora. Es desde donde se comienza. Luego siguen dos períodos más en el desarrollo de una pieza. El período de ensayos y la función. Un dramaturgo puede absorber una gran cantidad de cosas valiosas a partir de una activa e intensa experiencia en el teatro, a lo largo de estos dos períodos. Pero finalmente vuelve a encontrarse mirando la hoja en blanco. En esa hoja hay algo o no hay nada. No lo sabés hasta que no lo tenés arrinconado. Y no hay garantías de que te des cuenta entonces. Pero siempre queda un riesgo que es digno de ser tomado. He escrito nueve obras, para varios medios, y en este momento no tengo la menor idea de cómo me las he arreglado para hacerlo. Cada obra fue, para mí, "un tipo diferente de fracaso". Y ese hecho, supongo, me puso a escribir la siguiente. Y si escribir obras me resulta una tarea extremadamente difícil, al tiempo que aún la entiendo como una especie de celebración, cuánto más difícil es intentar racionalizar el proceso, y cuánto más abortivo, como creo que les he demostrado claramente a ustedes esta misma mañana. Samuel Beckett dice, al inicio de su novela El innombrable, "El hecho parecería ser, si en mi situación uno puede hablar de hechos, no sólo que tendré que hablar de cosas de las que no puedo hablar, sino que además, lo cual es más interesante, sino que además yo, lo cual es si fuera posible aun más interesante, que yo tendré que, me olvidé, no importa."; Por Harold Pinter Este discurso fue leído en abril de 1962 durante el National Student Drama Festival, en Bristol, Inglaterra, y figura como prólogo en el tercer tomo de obras teatrales de Harold Pinter que publicará próximamente Editorial Losada. Traducción: Rafael Spregelburd Heredero y renovador Por Carlos Fuentes Para LA NACION - México, 2005 Durante la pasada década, cuando vivimos en Londres, mi esposa Silvia y yo nos reunimos a cenar, por lo menos dos veces al mes, con Harold Pinter y su mujer, Antonia Fraser. El proviene de un barrio modesto de Londres y su posición actual la debe a talento, talento y más talento: la suma de un genio del arte teatral. El es judío. Ella es católica. Ella desciende de una familia de la aristocracia anglo-irlandesa pródiga en historiadores, parlamentarios y, como la propia Antonia, biógrafos. Son una pareja unida, de extraordinario apoyo mutuo, de respeto a los tiempos de cada cual y de activo compromiso político. Ambos son laboristas críticos, opuestos a la actual política exterior norteamericana y defensores de la justicia en su propio país, la Gran Bretaña. La firmeza y elocuencia de los juicios políticos de Pinter parecerían contrastar con los famosos silencios que puntean sus obras de teatro. No hay tal. El ciudadano y el artista se complementan en el sentido de que, antes de actuar en el mundo, cada uno de nosotros, palabra más, palabra menos, actúa en su casa. Y mientras no te ajustes a tu propia casa - a tu mujer, a tus padres, a tus hijos, a tus amigos, a tus sirvientes-, ¿cómo vas a salir a dar "las batallas del mundo"? El teatro de Pinter ocurre en un territorio doméstico cuya serenidad es rota por rumores de lo que ocurre afuera pero, sobre todo, por los silencios de lo que ocurre adentro. Los temas "pintorescos" son los del hogar amenazado por el intruso, la casa como campo de batalla de las familias, el lecho como espacio de la supremacía sexual, el hombre como portador de brutalidad y delicadeza, la mujer como incógnita permanente, el matrimonio como sexo y fantasía para no sucumbir a sexo y costumbre, la violencia interior como preludio de la política y la historia. Pinter habla muy poco de sí mismo y de su teatro. Insiste en que las obras son lo que son y dicen lo que dicen. Como Buñuel al comentar su cine, Pinter dice de su teatro: "No reconocería un símbolo aunque lo viese". Se describe como "directo y simple" en sus obras. Sabemos que son el ejercicio más complejo del teatro contemporáneo. El retrato más corrosivo de cómo vivimos y cómo hablamos. La escenificación más temible del yo del lenguaje como arma de la opresión. He comentado alguna vez que existe un contraste llamativo entre la abundancia verbal con la que los escritores latinoamericanos llenamos los vacíos de nuestra pobreza material (Neruda, Lezama Lima, Carpentier) y la parquedad con que los europeos ilustran su abundancia material (Kafka, Beckett, Pinter). No es regla absoluta. Nadie más riguroso que Borges. Nadie más desbordado que Céline. Pero en términos generales, nosotros suplimos con verbo la ausencia. Ellos enjuician con silencio la abundancia. Harold Pinter ilustra una convicción mía: no hay creación que no trascienda la tradición y no hay tradición que no se renueve con la creación. Las raíces de Pinter en el teatro inglés son antiguas y muy profundas. El lirismo terrenal de Shakespeare, la violencia de Marlowe, Webster y Kyd, así como la parodia burlona del teatro de salón. La escuela del "realismo de cocina" (Osborne, Delaney, Wesker) y la soledad del mundo cuando los dioses se retiran (Beckett). Heredero y renovador, Pinter asume su tradición y crea algo totalmente nuevo con ella. Crea una tradición que, desde ahora, arranca de él. Uno de los pocos pasajes explícitos de Pinter se refiere a su fallido guión cinematográfico para la obra de Proust. Al respecto, Pinter cuenta que al adaptar En busca del tiempo perdido, no pretendió rivalizar con Proust, sino serle fiel. Hay dos movimientos en la adaptación. Uno va hacia la desilusión; el otro, hacia la revelación. La síntesis es que el tiempo perdido se recupera y se fija en la obra de arte. La película se abriría con una pantalla amarilla y el doblar de una campana. Se cerraría con el paisaje de Delft, la luz de Vermeer y las palabras "Llegó el tiempo de comenzar". El Premio Nobel de Literatura a Harold Pinter es uno de los más merecidos en la historia de esa institución. Desde acá, acompaño a Harold y Antonia en esta hora de la verdad que es el triunfo de la imaginación literaria y de la valentía política.