sábado, enero 28, 2006

La literatura es un oficio peligroso

Premio Rómulo Gallegos en 2001, al español Enrique Vila-Matas le llegó el tiempo de la celebridad. Mientras lo editan en Londres y en Nueva York, publica "Doctor Pasavento", su novela "sobre el arte de desaparecer". Ficción y ensayo se mezclan en sus libros. Nacidos "de la nada", implican para él una forma de "jugarse la vida"
Hay escritores que escriben para contar lo que han vivido. Otros que escriben porque la vida no les alcanza, porque —por ejemplo— les resulta demasiado enrarecida, deshilachada, y entonces inventan historias para pasar un hilván, una cadena de alfileres de regularidad en medio de tanto capricho. Otros que sufren —como decía Thomas Mann— el terso desconsuelo de tener que retirarse de la vida para escribir. Y hay otros, como Enrique Vila-Matas, para quienes vivir y escribir son la misma, paradójica, cosa. Sus libros, casi una veintena hasta ahora, están recorridos por dos potencias que los cincelan. Por un lado, está claro que para Vila-Matas —y pese a la burlona y aguda tesis de Peter Sloterdijk— los libros son, como decía el poeta alemán Jean Paul, cartas de amigos lejanos. Las novelas mestizas de Vila-Matas son diálogos con ideas, pasiones y personajes de una ciudad letrada a la que él mismo pertenece hace tiempo. Y donde los libros, sus protagonistas y sus autores (Kafka, Melville, Beckett, Robert Walser, Bobi Bazlen, Virgilio Piñera, Fernando Pessoa, Raúl Escari) no son sólo cosas o nombres en el mundo. Son los principales nombres y cosas que hacen, de lo que es, un verdadero mundo.De esta familiaridad nace su muchas veces señalado arte de mezclar realidad y ficción, de imbricar autobiografía, relato, crónica periodística, ensayo, intuiciones, recuerdos, asociaciones libres. En Historia abreviada de la literatura portátil, por caso, el libro que en 1985 lo hizo conocido fuera de España, Vila-Matas cuenta la historia de una sociedad secreta, la Conspiración Shandy de Artistas Portátiles, cuyos integrantes (Duchamp, Scott Fitzgerald, César Vallejo, García Lorca, entre otros) viajan por distintas ciudades de Europa llevando a cuestas su obra, que debe ser, inequívocamente, transportable y efímera. Y en París no se acaba nunca, hace el relato desopilante de sus años de juventud en París, a mediados de los 70, cuando ansiaba ser "escritor y feliz como Hemingway", y en cambio vivía desesperado en una buhardilla cochambrosa que le había alquilado Marguerite Duras, queriendo —sin poder— escribir su primer libro. Lo recuerda años después, cuando tiene que ir a dar una conferencia a París, y cuenta cosas como ésta: "El día antes de que yo naciera, en marzo de 1948, Hemingway, que estaba acercándose a su cincuenta aniversario y se encontraba en plena crisis creativa, se enamoró en venecia de una joven de 18 años, Adriana Ivancich. ''Aquel amor sólo imaginario'', me dijo ella cuando la entrevisté el año pasado en su casa".El propio Vila-Matas, cuando recibió en 2001 el premio Rómulo Gallegos por El viaje vertical, lo explicó así: "Hay que ir hacia una literatura mixta, mestiza, donde los límites se confundan y la realidad pueda bailar en la frontera con lo ficticio, y el ritmo borre esa frontera". Y agregó: "Creo que cada vez más la literatura trasciende las fronteras nacionales para hacer revelaciones profundas sobre la universalidad de la naturaleza humana".Pero ese sueño humanista del libro como creador de comunidad —que es también, se sabe, un sueño de club privado— no le llega a Vila-Matas con ingenuidad. Por el contrario: en esa ciudad de las letras, Vila-Matas frecuenta, con humor, con incisiva autoironía, a una familia de vecinos respetados pero espinosos: los suicidas, los héroes maltrechos que encuentran en la literatura el último refugio para su odio, los bartlebys —esos "seres en quienes habita una profunda negación del mundo", los "escritores del No", los que, como Salinger, como Juan Rulfo, como Rimbaud, un día dejaron de escribir y se llamaron a silencio. Ellos son, de hecho, los protagonistas de su libro más leído y traducido, Bartleby y compañía.La ciudad literaria de Vila-Matas está habitada por personajes descalabrados, no siempre admirables, que anhelan "algo" que está fuera de toda expresión: "un destello de vida plena, no sofocada por el poder". Esa ambición, vista con mordacidad, es la otra fuerza que informa sus textos.En ese camino, que es también un modo de aspirar a la fusión entre arte y vida, está Doctor Pasavento, su más reciente novela. Su protagonista, Andrés Pasavento, es un escritor bastante conocido que, inspirado en Robert Walser, decide desaparecer, apartarse. O mejor, cambiar de identidad. Todo el libro está bajo la graciosa y trágica tensión entre la voluntad de dejar de existir para el mundo (el síndrome de Bartleby, que el autor conoce tan bien) y el deseo de ser reconocido y buscado por todos. Un vaivén entre el impulso literario como afirmación del individuo y el deseo de silenciarse —deseo que puede representar la máxima afirmación del yo: el reverendo desprecio por la propia identidad—.De esta nueva novela; de su visión de la escritura como espacio de riesgo y de la necesidad de ampliar los márgenes de libertad; de su tan proclamado disgusto por la fama, que lo ha hecho cada vez más famoso: de todo esto habló Vila-Matas con Ñ. Y anunció, además, que vendrá a Buenos Aires en mayo, invitado a la Feria del Libro.- —Muchos de sus personajes están "frente al abismo", deseosos de ir hacia el silencio, hacia la nada. ¿Siente o sintió alguna vez esa "atracción por la nada", no ya en relación con la literatura —de hecho ha escrito mucho— pero sí en relación con la vida? - —No tengo la menor conciencia de haberme retirado de la vida para escribir. Es más, tras los lógicos balbuceos iniciales, escribir ha terminado por convertirse para mí en una fuente de vida muy importante. Puede inducir a error examinar los temas que trato en mis libros (el suicidio, la negativa a escribir de los bartlebys, el arte de desaparecer en Doctor Pasavento), pero en realidad esos temas no son más que eso: temas, pretextos para comentar el mundo. Porque, aunque escriba como si estuviera fuera de él, cada vez estoy más dentro del mundo. Entre lo más curioso de lo que me ocurrió últimamente está el hecho de que, para escribir Pasavento, me aislé muy duramente, tal vez para identificarme mejor con la solitaria aventura de mi personaje. Necesitaba estar solo y lo logré, pero de una forma que no era la esperada. Y me ocurrió lo siguiente: cuando más solo estaba en mi encierro-aislamiento, cuando más sentía que escribiendo estaba penetrando verdaderamente en un estado de soledad, más era cuando dejaba de estar solo, cuando precisamente comenzaba a sentir mi vínculo con los demás.- —En los cuentos de - Hijos sin hijos- , los protagonistas son seres "a los que su propia naturaleza aleja de la sociedad". ¿Qué le atrae de esos personajes? - —Me gustaría tener una teoría a la hora de ponerme a escribir, por ejemplo, una novela. Pero sucede que una teoría suele ser un conjunto coherente de métodos que permiten actuar o comprender el mundo. Y ese conjunto coherente yo no lo poseo, otras cosas porque no entiendo el mundo y menos aún cualquier conjunto coherente de métodos. Mientras me hablaba usted de esos personajes "cuya naturaleza les aleja de la sociedad", me he quedado observando esa solitaria y banal mosca que ha entrado en la habitación y que me ha llevado inmediatamente a pensar en Kafka, cuando en un relato decía que su quinto hijo era tan insignificante que uno se sentía literalmente solo en su compañía. - —Ha escrito en - Doctor Pasavento- y en - Bartleby y compañía- que la fama y la vanidad son ridículas. ¿Cómo hace para escapar al absurdo de su propia fama?- —Anhelo el destino de un Salinger o de un Pynchon. Por eso tal vez he escrito Doctor Pasavento, mi novela sobre el arte de desaparecer. En ella el narrador viaja en pos de su disolución, quiere convertirse en un escritor secreto, es decir, en un escritor sin rostro. Estoy cansado de escribir para ser fotografiado. Llevo a cabo en el libro —ya que en la vida real todavía no me decido a hacerlo— el enmascaramiento de un escritor consciente de que la obra escrita produce y demuestra al escritor (lo hace visible), pero una vez hecha, la obra no da más testimonio que el de la disolución del autor, su desaparición, su defección y, para decirlo brutalmente, su muerte, de la que por otro lado nunca queda una constancia definitiva.- —"Escribir no es importante, pero no se puede hacer otra cosa", afirma en - Bartleby y compañía- . Y también: "Escribir es corregir la vida". ¿Hacia dónde corrige cuando escribe? - —Escribir es corregir infinitamente. Jamás terminamos un libro, aunque creamos haberlo terminado. Los libros, además —como decía Augusto Monterroso—, tienen su propio destino, su propia suerte. Una vez escritos, nadie sabe qué va a ocurrir con tu libro. Dice Monterroso que puedes alegrarte, puedes quejarte o puedes resignarte. Lo mismo da: el libro correrá su propia suerte y va a prosperar o a ser olvidado, o ambas cosas, cada una a su tiempo. De los míos, Bartleby y compañía se abre paso de una forma asombrosa y ahora está pasando unos maravillosos días de vacaciones en Londres y Nueva York, donde ha sido muy bien recibido. En estos momentos es mi libro-insignia, traducido en veinte países, el que abre paso a otros que tienen un nivel más exigente desde el punto de vista creativo, pero a los que les cuesta más abrirse camino, tal vez precisamente por ese nivel de exigencia que tienen. Estoy pensando en El mal de Montano, por ejemplo. O en el propio Doctor Pasavento. En cuanto a París no se acaba nunca es otro asunto, es más bien una fiesta, un homenaje distendido a la ironía.- —El escritor austriaco Thomas Bernhard decía que quería tener de sí mismo la imagen de un viejo bufón. En - París...- usted se mofa de sí mismo, se vuelve un poco un payaso. ¿Cómo ingresa el humor en su trabajo?- —No es un humor premeditado, sino inevitable, forma parte mi manera de ser, es decir, de mi estilo. Con él me escapo de ciertas angustias. Por otra parte, sin humor no hay literatura. No hay que olvidar, además, que yo pertenezco a la secta shandy, una asociación internacional de amigos chiflados, unidos por un entusiasmo común: el Tristram Shandy, de Sterne, un libro que a su vez procede del enloquecido Quijote, el hombre que murió cuerdo. Mire usted, ya me estoy riendo. Es el humor mismo de la literatura el que acaba de visitarme. Por otra parte, casi desde que empecé a escribir he unido siempre literatura y vida. Creo que nada hay tan cervantino como esa fusión entre las letras y nuestra existencia. - —En - Bartleby- habla de una "moral de la forma". ¿Qué sería lo moralmente "incorrecto" en la escritura?- —Yo creo que escribir es una actividad peligrosa. Y eso me hace sentirme próximo a escritores que ven la literatura de esa forma. Bolaño, por ejemplo. Y muchas veces me he jugado literalmente la vida para poder escribir. He tomado sustancias peligrosas y he visto muchas cosas, la verdad. Y pienso que toda obra escrita está fundada sobre la nada, que un texto para tener validez debe abrir nuevos caminos, debe tratar de decir lo que aún no se ha dicho. En una descripción bien hecha, aunque sea obscena, hay algo moral: la voluntad de decir la verdad. Piense usted, por ejemplo, en la literatura de riesgo de Kafka, que nunca estuvo interesado por la realidad sino por encontrar la verdad. Yo creo que cuando se usa el lenguaje simplemente para obtener un efecto, para no ir más allá de lo que nos está permitido, se incurre paradójicamente en un acto inmoral. Hay una búsqueda ética en la lucha por crear nuevas formas.- —Roberto Calasso suele decir que la literatura es una rama de la teología (Borges decía algo parecido). Hay otros que creen que la literatura es una forma de conocimiento, y otros que la perciben como una experiencia vital, una transformación. ¿Cómo vive usted la literatura?- —Siguiendo con lo que hablábamos: El escritor que trata de decir la verdad, que quiere ampliar las fronteras de lo humano, puede fracasar. En cambio, el autor de best-sellers no fracasa, no corre riesgos, le basta aplicar la misma fórmula de siempre, la del ocultamiento. Pienso ahora en Pasolini, por ejemplo. El mes pasado, encontrándome en Roma, fui a ver el lugar donde lo habían matado. Es un sitio patético, en la deplorable playa de Ostia. Pasolini no sólo se arriesgó en sus escritos, sino que terminó pagando con su propia vida su pasión por esa aventura de querer ir mucho más allá de la escritura.- —¿Hay libros que desearía no haber leído? ¿Hay libros, como se pregunta Coetzee en - Elizabeth Costello- , que "hacen mal", que son dañinos para el escritor y para el lector?- —Hay libros —la gran mayoría— horrendos. Pero nadie está obligado a leerlos. He llegado, incluso, a arrojar algunos por la ventana de mi casa. Llegué a tener una denuncia por haber derribado a un honrado transeúnte sobre el que cayeron las obras completas de varios autores.- —Sobre - El mal de Montano- , afirmó que era "una invitación poética a la resistencia". ¿A qué cosas quiere resistirse?- —Al triunfo apoteósico de los enemigos de la literatura. Pero no hablemos de ellos, mejor hablemos de mi querido Montano. Permítame que le diga que, por ejemplo, las últimas páginas de El mal de Montano- tienen una cierta altura poética, aunque sólo sea porque el pobre Montano, alias Rosario Girondo, alcanza la cima de una montaña donde ve bajeles e inicia una conversación con Robert Musil que el desenlace brusco de la novela nos impide llegar a escuchar. Ese final me encanta tanto posiblemente porque me gusta subir montañas y andarme por las ramas cuando me hacen ciertas preguntas. Y porque, además, soy un lector apasionado de poesía. Me tranquiliza leer poesía, porque ahí no tengo competidores ni colegas. Ahora, para escribir esa prosa poética, necesito que haya música en mi casa. Van Morrison, The Pretenders, Mozart, Satie, Fran©oise Hardy. - —En - París...- dice que le hacen "reír los escritores realistas que duplican la realidad, empobreciéndola". ¿De qué están enfermos los "realistas enfermos"?- —Bueno, han dejado de interesarme los "realistas enfermos". Lo que últimamente escribo es muchas veces "pensamiento narrado" y eso exige que las fronteras entre ensayo y narrativa se me vuelvan difusas. Debo decir, por otra parte, que no hago por capricho toda esta mezcla entre ensayo y narración. Es una exigencia que me viene dada por la búsqueda de la máxima libertad en mi texto. Del mismo modo que uno puede elegir para cada capítulo de una novela el tratamiento de género que crea más apropiado a lo que quiera contar y que puede variar ostensiblemente de un capítulo al otro (ver el método de Joyce en Ulises, por ejemplo), yo muchas veces me encuentro con la necesidad de tener que incluir dentro de lo narrado un fragmento ensayístico, y no dudo en hacerlo. Montaigne introducía veces en sus ensayos la frase: "Hagamos sitio aquí a una historia". La verdad, por otra parte, es que cada vez me aburre más contar tan sólo una historia, contar sin reflexión que la acompañe. Me gusta que en las novelas haya personajes, pero eso no me fascina excesivamente. En realidad, lo que me fascina es la exposición de los movimientos de la mente de un personaje que en general suele ser alguien bastante parecido a mí, aunque nunca soy yo exactamente, porque —aunque parezca raro— yo no me atrevería a firmar las ideas y osados pensamientos que expresan a veces mis voces narradoras.- —Las trece instrucciones que le dio Marguerite Duras para escribir novelas ¿existieron?- —No tardaré mucho en subastar el famoso papel con las trece instrucciones. Y luego dicen que con la literatura uno no puede ganarse la vida...- —¿Qué instrucciones le daría a un estudiante a quien le alquilara una buhardilla? Y no me diga que no tiene buhardilla...- —Le diría que se dedicara toda la juventud a hacer el idiota y así en la edad madura tendría algo que contar.- —Hace poco, Ricardo Piglia lo señalaba a usted —junto a Claudio Magris, W. Sebald, John Berger— como parte de una poética de la novela contemporánea que se nutre del ensayo, la autobiografía y la ficción; una novela de "bordes fluidos". Al recibir el Rómulo Gallegos, usted dijo que el futuro de la novela "será multirracial o no será nada". ¿Cómo imagina esa novela del futuro?- —Quiero contestarle con algo que dejó escrito Bolaño: "Entonces ¿qué es una escritura de calidad? Pues lo que siempre ha sido: saber meter la cabeza en lo oscuro, saber saltar al vacío, saber que la literatura básicamente es un oficio peligroso. Correr por el borde del precipicio: a un lado el abismo sin fondo, y al otro las caras que uno quiere, las sonrientes caras que uno quiere, y los libros, y los amigos y la comida". Podríamos resumirlo así: a un lado, la conciencia de la destrucción y la muerte; al otro, la afirmación de la vida. Los autores que citaba Piglia están metiendo la cabeza en lo oscuro y abriendo nuevas vías. Se dirigen a lectores que no desean ver insultada su inteligencia. Pero el camino es largo. Recuerde lo que dijo Flaubert cuando vio que era incomprendida su genial La educación sentimental: "Cuando se escribe bien, se tiene en contra a dos enemigos: primero, el público, porque el estilo le fuerza a pensar. Y segundo, el gobierno, porque se siente en nosotros una fuerza, y al poder no le agrada otro poder".

Sarmiento, el escritor oculto

Los textos de Domingo F. Sarmiento, publicados en diarios de época y reunidos por su nieto en 1903, reclaman una edición moderna que repare autocensuras y errores. Una ley de 1999 creó un comité científico y la tarea se inició, pero en 2005 quedó prácticamente en la nada. En el año 2011 se cumplirán dos siglos del nacimiento de Domingo Faustino Sarmiento (1811-1888), pero todavía no existe una edición confiable de todos sus escritos. Se trata de una obra dispersa, porque muchos de sus textos se publicaron primero en diarios —locales o extranjeros— y llegaron al libro enfrentando condicionamientos editoriales y políticos de la época, mientras que otros escritos —cartas, manuscritos— permanecen inéditos en archivos poco accesibles. Hoy, cabe pensar que nunca se concretará esta edición actualizada —es decir, crítica, revisada y anotada, lo que significa ir a las fuentes y contrastar textos—, a menos que aparezca un patrocinador privado o que el Estado se decida a asignar la plata. Sarmiento seguirá siendo un desconocido para los argentinos por distintas razones que van desde la indiferencia oficial hasta la falta de presupuesto. Se necesitarían 200.000 pesos anuales durante cinco años y nadie los dará, dicen los antiguos responsables del Comité Científico Sarmiento. Mientras tanto, voceros de la Secretaría de Cultura de la Nación, a cargo de José Nun, explicaron que los fondos necesarios "nunca integraron nuestra partida presupuestaria, pero Nun no tendría objeciones en hacer la edición si esa plata llegara".Desde el ámbito oficial se ha dicho también que esta edición crítica no es prioritaria porque ya hay una edición de las obras completas de Sarmiento hecha por la Universidad de La Matanza en 2001. Pero los entendidos aseguran que esa edición reproduce todos los errores y censuras de las dos ediciones anteriores, hechas en los años 1903 y 1948.El hecho es que en marzo de 2005 Nun decidió disolver el Comité Científico Sarmiento por falta de presupuesto. El comité debía editar las obras completas de Sarmiento de acuerdo con la ley 25.159, sancionada por el Congreso de la Nación en setiembre de 1999. Esa ley declaraba a esta edición "de interés cultural de la Nación" y creaba el comité, integrado por representantes del Ministerio de Educación, la Secretaría de Cultura, el Museo Casa Natal de Sarmiento, la Universidad Nacional de San Juan, la Academia Nacional de la Historia, la Academia Argentina de Letras, el Museo Histórico Sarmiento y la Biblioteca del Congreso de la Nación.Este comité tenía que hacer una edición "revisada y anotada con una estructura de análisis e introducción erudita de las obras del prócer", dividida en tomos —las ediciones antiguas tenían 52 tomos de textos y 1 tomo de índice, la nueva podría sumar más de 60 tomos— además de crear un sitio en Internet para facilitar el acceso a la vida y la obra de Sarmiento. Las tareas del comité consistían en elaborar un presupuesto de edición, determinar el número de ejemplares y la calidad de edición y presentación, investigar y recopilar los textos y pedir la colaboración de especialistas dedicados al estudio de la obra sarmientina. Los gastos serían atendidos con "un fondo especial que integrará la partida presupuestaria de la Secretaría de Cultura". La ley aceptaba posibles aportes económicos "de particulares". Se planeaba una edición inicial de mil ejemplares de la obra —con el criterio de una "edición nacional", sin fines comerciales— para distribuir en bibliotecas, universidades, embajadas e instituciones. En la práctica, el comité se fue muriendo de a poco y Sarmiento terminó como un muerto mal enterrado. Según pudo reconstruir Ñ en conversaciones con quienes trabajaron al frente del Comité Sarmiento —la coordinadora general, Manuela Fingueret, y la coordinadora científica, María Gabriela Mizraje—, nunca hubo recursos para hacer posible las tareas. No había una oficina para trabajar, ni papel y computadoras disponibles, tampoco una computadora portátil para transcribir materiales de archivos. Los sueldos de los directivos del comité y de los pocos pasantes se pagaban de vez en cuando, o nunca. Al final ni siquiera había pasajes para los integrantes del comité que debían viajar a Buenos Aires para las reuniones de trabajo. En este panorama se destacó la colaboración honoraria del embajador Javier Fernández, que murió en 2004 y era el mayor bibliófilo sarmientino. A pesar de todas estas contrariedades, en marzo de 2005 el Comité Sarmiento dejó al menos seis tomos listos para editar: Facundo, Recuerdos de provincia, Argirópolis, Viajes, Discursos parlamentarios y Papeles del presidente. Esos textos duermen en algún depósito de la Secretaría de Cultura y probablemente nunca vean la luz. Se llegó a armar una página en Internet sobre Sarmiento, que luego fue desmantelada por falta de actualización.Las dificultades para concretar una buena edición de las obras de Sarmiento parecen venir de lejos. Por iniciativa del entonces presidente del país, Julio Roca, en 1884 el nieto del prócer, Augusto Belín Sarmiento, hizo con Luis Montt la primera edición de las obras de su abuelo —se completó en 1903— pero "suprimió textos valiosos y cometió errores", asegura la escritora Manuela Fingueret, contratada en 2000 por el entonces secretario de Cultura, Darío Lopérfido, para ser la coordinadora general del Comité Sarmiento."Pasaron muchos funcionarios desde entonces, desde Lopérfido a Rubén Stella —que se movió bastante para ayudarnos— y luego Torcuato Di Tella, que nunca conseguía la plata necesaria por los recortes que hacía el Ministerio de Economía. Necesitábamos unos 200.000 pesos anuales durante cinco años, en una cuenta que sería controlada por un administrador a designar. En marzo de 2005, Nun admitió que no tenía plata y que esta edición nunca estuvo entre sus prioridades", comentó Fingueret.La investigadora María Gabriela Mizraje, quien fue designada coordinadora científica del Comité en 2002 y lo dirigió hasta el final, destacó: "el problema con Sarmiento es que casi todos sus libros se arman con artículos suyos dispersos en diarios, cada volumen editado por Belín nació de una reunión de estos artículos. Pero Belín sufrió condicionamientos editoriales. Por caso, el presidente que sucedió a Roca, Juárez Celman, podía cortar el financiamiento de la edición por motivos políticos. Belín editó lo que pudo y como pudo. Las ediciones de 1948 y 2001 solo reproducen sus errores y autocensuras. Por eso una edición actualizada necesariamente tiene que volver a las fuentes, rastrear en diarios y manuscritos, en originales que pueden estar acá, en Chile, Francia o Estados Unidos". Sarmiento fue valorado por personalidades de las más distintas ideas políticas: Jorge Luis Borges, Arturo Jauretche, David Viñas, Ricardo Rojas o Ezequiel Martínez Estrada. Su escritura y sus ideas merecen un debate contemporáneo, debate que llegaría con el esfuerzo de una nueva edición. Reeditar a Sarmiento no es sólo una cuestión de plata, es una decisión de política cultural en su sentido más hondo.

miércoles, enero 11, 2006

El huésped del futuro

El 20 de noviembre de 1945 tuvo lugar, en la entonces llamada Leningrado, uno de los más extraordinarios encuentros literarios del siglo XX. Los protagonistas fueron Isaias Berlin, de 35 años, primer secretario de la embajada británica en Moscú, y Anna Ajmatova, considerada entonces de manera unánime la poeta viva más importante de la lengua rusa, veinte años mayor que aquél. Isaias Berlin, nacido en Riga, Letonia, en 1909, cuya lengua materna era el ruso, había pasado sus doce primeros años en Rusia y, en Oxford, se había especializado, además de filosofía, en estudios literarios e históricos eslavos. Esta era la razón por la que el Foreign Office lo había arrebatado temporalmente de sus tareas académicas en la antigua universidad inglesa, donde, pese a su juventud, había alcanzado ya un sólido prestigio, y enviado a Moscú. Enterado de que en la antigua San Petersburgo había muchos anticuarios de libros, Isaias Berlin obtuvo un permiso de las autoridades soviéticas para visitar la ciudad, donde había pasado cuatro años de su infancia. Estaba allí desde la víspera, alojado en el Hotel Astoria. Esa mañana, en la primera librería que visitó, supo, por un cliente que hojeaba libros viejos como él, que la gran Anna Ajmatova, de la que nadie sabía nada en el Oeste, no sólo estaba viva, sino residiendo muy cerca de allí, en un departamentito espartano de la Perspectiva Nevsky. Al ver la maravilla en el rostro de Berlin, el desconocido se ofreció a gestionarle una cita. Y lo hizo de inmediato. El encuentro tuvo dos partes. La primera, al comienzo de la tarde, que fue interrumpida por los inesperados chillidos callejeros del periodista Randolph Churchill (hijo del primer ministro inglés), quien, recién llegado a Leningrado y al hotel Astoria, acababa de enterarse de que su antiguo compañero de universidad, Berlin, a quien no veía desde hacía muchos años, estaba en la ciudad, en aquel edificio, y lo llamaba a gritos. Isaias Berlin debió bajar, zafarse de él como pudo y excusarse con la Ajmatova, que le dio una nueva cita para las nueve de la noche. Es posible que las trágicas consecuencias políticas que tuvo para ella el encuentro de aquel día se vieran agravadas por esa irrupción del imprudente hijo de Winston Churchill. La segunda parte del encuentro comenzó al oscurecer, en el desangelado piso de la Ajmatova, que sin embargo lucía en las paredes el retrato que Modigliani había hecho de Anna en París muchos años atrás, y terminó doce horas después, a la mañana siguiente, cuando el joven intelectual regresó al hotel en estado de ebullición, exclamando: “¡Estoy enamorado, enamorado!”. Han corrido ríos de tinta sobre lo que ocurrió en el curso de aquella larga noche en la diminuta vivienda del desvencijado palacio barroco de los Sheremetevs donde vivía Anna Ajmatova. El testimonio de los dos protagonistas es incompleto y evasivo, lo que ha contribuido a cargarlo de misterio y a atizar las más fantasiosas hipótesis. Está descartado que hicieran el amor, pero no que un fuerte sentimiento, acaso una verdadera pasión, surgiera entre ambos y que dejara una huella profunda en sus vidas. Quien parece haberse acercado más a dar una descripción detallada de aquella noche es György Dalos, un escritor húngaro de lengua alemana que ha dedicado todo un libro al asunto, que se ha publicado también en inglés: The Guest from the Future (El huésped del futuro). El título viene de la manera críptica como Anna Ajmatova llama a Isaias Berlin en los poemas que escribió refiriéndose a aquel encuentro y que forman parte de su poemario Cinque. En algún momento de la noche apareció en la habitación donde la pareja conversaba Lev Gumilyov, el hijo de la Ajmatova, y ofreció a Berlin un bocado de papas hervidas, lo único que se comió en esa dilatada conversación. Anna y su hijo (salido no hacía mucho de un campo de concentración y que, por causa de aquella noche, volvería pronto allí) vivían con total austeridad, por la situación precaria en que había dejado a la Unión Soviética la guerra recién acabada y por la situación de semidesgracia en que la poeta se encontraba (ella no admitía que la llamaran “poetisa”). Su gran prestigio era anterior a la revolución y había crecido en los primeros años de ésta, pero desde las grandes purgas de intelectuales de los años treinta era tolerada sólo a medias, publicada con cuentagotas y severamente censurada. Pese a ello su popularidad era inmensa; sus poemas circulaban en hojas sueltas y eran copiados y aprendidos de memoria por millones de personas. Su primer marido, el padre de Lev, había sido ejecutado por Stalin acusado de conspirar contra el régimen soviético. Otra cosa segura es que a lo largo de la noche corrieron abundantes lágrimas. Ella lloró recitando sus poemas y hablando de Pushkin, de Dostoyevski, de Kafka y otros escritores amados, y también cuando, abriendo progresivamente sus recuerdos, desplegó ante un Isaias Berlin en estado de trance su infancia, su adolescencia, la desaparecida sociedad en la que había crecido y los padecimientos en que estaba sumida desde hacía tantos años. En el ensayo en que evoca aquella noche, en Personal Impressions, Isaias Berlin confiesa que, él también –algo insólito en quien era la reserva personificada– volcó su intimidad más recóndita ante la Ajmatova como no lo había hecho nunca antes ni lo haría después. No sólo el genio literario de su interlocutora deslumbró a Berlin. También la extraordinaria personalidad de esa mujer en la que una delicadeza exquisita, muy femenina, coexistía con una firmeza de acero para resistir el sufrimiento y no quebrarse a pesar de estar perfectamente consciente de que, en el país en el que vivía y al que, pese a todo, amaba sobre todas las cosas y del que había decidido no apartarse jamás, no habría ya nunca para ella paz ni seguridad. ¿Qué hechizó a la Ajmatova de Isaias Berlin? Ante todo, el ruso que hablaba, tan refinado y tan culto, tan tradicional, y su conocimiento exhaustivo de libros, escritores y poemas que la nueva sociedad soviética había ya enterrado como antiguallas burguesas despreciables. Lo bien que conocía la obra de ella misma y la devoción que le mostraba. Y el hecho de que viniera de una Europa occidental a la que, según el testimonio del propio Berlin, todos los intelectuales soviéticos, aquejados de claustrofobia por el encierro forzoso y por la censura que los incomunicaba de sus colegas occidentales, idealizaban de una manera a la vez ingenua y grandiosa. ¿Hubo promesas recíprocas, algún proyecto a largo plazo que enredara ambas vidas de manera permanente? Los indicios son que sí los hubo y que, al menos, la Ajmatova pensó que aquella noche iniciaba una larga e intensa relación. Pero las cosas no ocurren siempre en este mundo como quisieran los poetas, y menos en los dominios de Stalin. Este, que recibió pronto informes detallados de aquel largo encuentro, le comentó poco después al célebre Zhdanov, el comisario para asuntos culturales de la Unión Soviética: “O sea que ahora la monjita frecuenta a espías británicos, ¡qué te parece!”. El seudónimo de “monjita” se lo habían puesto los comunistas aludiendo a la espiritualidad y a la atmósfera religiosa de parte de su poesía. Después de aquello, la suerte de Anna Ajmatova quedó sellada. Las autoridades soviéticas prohibieron en los siguientes quince años que se publicara un libro suyo y le cerraron el acceso a todas las revistas literarias. Nunca más se la autorizó a dar recitales. Se publicaron algunas traducciones hechas por ella, pero borrando su nombre. Su hijo Lev fue encarcelado de nuevo y sepultado en el gulag siberiano por trece años. Todavía peor fue la campaña de descrédito lanzada contra ella por el Partido Comunista de la Unión Soviética y que duró años. Comenzó con una resolución del Comité Central, presentada por el comisario Andrey Zhdanov, en que llamaba a Anna Ajmatova “puta y monja” y la acusaba de deslealtad, oscurantismo y traición a los ideales soviéticos. György Dalos ha rastreado la miríada de insultos, abominaciones, fulminaciones y diatribas que inmediatamente después estallaron contra la Ajmatova a lo largo y a lo ancho de la Unión Soviética, firmados por la infame turba de los poetastros serviles y los intelectuales baratos. ¿Cómo pudo soportar esos años de soledad, terror, amenazas, injurias, esa mujer apestada? Por ese temple de acero que, según Isaias Berlin, se transparentaba en ella bajo sus maneras corteses y elegantes. Lo más notable es que en esos años tuviera incluso el ánimo de escribir de memoria –a fin de que no quedara huella escrita que pudiera caer en manos de la KGB– los versos de Reunión, el poema que, según dijo Joseph Brodsky (discípulo de la Ajmatova), pasaría a ser con los años uno de los más admirables testimonios de la resistencia espiritual y poética contra la tiranía estalinista. De regreso en Gran Bretaña, Isaias Berlin intentó durante años, de manera infructuosa, retomar el contacto con Anna. A sus pedidos de que hiciera averiguaciones sobre su paradero, la embajada británica en Moscú respondía que, precisamente por la difícil situación en que la escritora se encontraba, era preferible no intentar siquiera comunicarse con ella. Once años después de aquel encuentro –“el más importante de mi vida”, escribiría Berlin–, en 1956, el intelectual británico regresó a Moscú y, a través de su amigo Boris Pasternak, intentó ver a Anna Ajmatova. Esta le rogó que no la visitara y sólo accedió a que la llamara por teléfono, de modo que los espías del régimen comprobaran que en ese diálogo no había nada que pusiera en peligro la seguridad del proletariado soviético. Todavía se vieron una vez más, en Oxford, luego del momentáneo deshielo de los sesenta. En 1965, Isaias Berlin y otros profesores gestionaron un doctorado honorario en Oxford para la gran poeta, a la que las autoridades de Moscú permitieron viajar a Inglaterra. El reencuentro, cuatro lustros después de la noche en Leningrado, fue frío y, al parecer, muy doloroso para Anna Ajmatova. Esta, al echar un vistazo a la suntuosa residencia donde vivía Isaías Berlin con su mujer, Aline –una francesa de fortuna–, Headington House, comentó con ironía: “Así que el pajarito ha sido encarcelado en una jaula de oro”.

Nizan, el otro

El año que acaba de concluir marcó el centenario del nacimiento de Paul Nizan. Un aluvión de estudios, homenajes y encuentros conmemoraron en Europa al escritor francés que abominaba de su continente. En la Argentina, a pesar de su tradicional apego a la cultura francesa, el recordatorio fue entre escaso y nulo. Paul Gauguin despidiéndose de la civilización y buscándose en islas de ultramar. Rimbaud, luego de admitir “Yo soy otro”, traficando armas y perdiéndose en Harar. Saint Exupéry volando la gran noche patagónica como en una misión mística. Camus, anclado en París, extrañando Argelia a perpetuidad. Duras volviendo en sus últimos años a escribir sobre su iniciación en Indochina. Paul Nizan (1905-1940) pertenece a esta especie de franceses renegados que, al hastiarse de la civilización, bajo el efecto del horror domiciliario (como llamaba Baudelaire a este mal,) deciden tomar distancia y probar suerte en la barbarie. Ni más ni menos: la tensión centro-periferia, y ante esta tensión, una toma de partido: el margen. En esa otredad, una fantasía: ser Otro.
Muchas veces, el habitante del centro confortable anhela ese ser del Otro, una añoranza típica del empachado que idealiza un paraíso perdido. No es el caso de Nizan. Hijo de un ferroviario pendiente de los ascensos, cuyo sueño era ser un pequeñoburgués, Nizan renegaba del sueño paterno del empleado sumiso y trepador: al revés de su padre, fue un comunista rabioso, cuenta Sartre en el prólogo de Aden Arabia (1931). Sartre evoca la amistad con Nizan: compañeros de estudios, compinches de iniciación, camaradas conquistando chicas. Aunque a Nizan no le importaba revolcarse en un flirt: su idea del amor era también la de la pureza. En ese entonces, reflexiona Sartre, “pensábamos que el mundo era nuevo porque nosotros éramos nuevos”. Después, hastiado de París y de lo que un destino de profesor acomodado, escalafonario, le presentaba como futuro, Nizan huye. Adén Arabia es la crónica de esa huida. Es importante señalarlo: Nizan no es ni un viajero ni un turista. Menos, un expedicionario. Su libro no es, en consecuencia, un inventario de paisajes. Nizan es un fugitivo aterrado que escapa hacia adelante. Y también un visionario que anticipa los incendios del París de nuestros días. Porque la literatura suele vaticinar fuegos que más tarde sorprenden a los gobiernos.
Yo tenía veinte años. No permitiré que nadie diga que es la edad más hermosa de la vida.
Con esta declaración crispada arranca Nizan su crónica. Esta frase, ya mítica, y que más de un autor joven ha empleado como epígrafe o consigna, es apenas una más entre la sucesión infinita de disparos brillantes de la prosa de Nizan. Aden Arabia está más cerca del panfleto, de la diatriba, que de la crónica que se propone ser. No obstante, en sus desaforados momentos descriptivos, Nizan fija, sin piedad, una geografía concreta: la situación colonial. Su estilo es urgente, conciso, poético y furioso: el diario de un desesperado, eso. De cada mínimo hecho arranca una conclusión desoladora y es, en este aspecto, donde se arrima más al ensayo antes que a la narración. Una paradoja: todo aquello que podrían ser reparos en su escritura nerviosa de diario, consigue el milagro de ser leído a toda velocidad, la misma velocidad con que se avecinaba la guerra, la masacre, el exterminio.
Si bien Nizan fue un periodista prolífico, como novelista publicó Antoine Bloyé, La conspiración y Los perros guardianes. Supo escribir: “El problema del escritor se plantea en el interior de un humanismo que tiene en cuenta las condiciones concretas de la vida humana y no las condiciones abstractas del pensamiento”. Después de escribir crítica literaria pasó al análisis político. Afiliado al PC, renunció a este compromiso cuando Stalin y Hitler pactaron. Al igual que su antiguo condiscípulo Sartre, fue incorporado al ejército. Sartre no llegó ni al frente ni a disparar un solo tiro. Nizan murió un corto tiempo antes. De una bala perdida, se ha dicho.
Decidido a resignificarlo todo, Nizan cuestiona también la noción de género literario. Como lo haría Camus en El verano/ Bodas, Nizan entrevera lo narrativo con lo ensayístico, lo confesional con la crónica. En estepunto, apuntando hacia el centro desde la periferia, Aden Arabia tiene un aire como de inconclusión, como que entre capítulos hay un hiato de suspenso, algo que iba a decirse pero una contingencia, un paso en falso, un accidente, lo interrumpieron, pero en esos puntos suspensivos invisibles, lo no dicho se escucha con claridad. A la vez, da la impresión de que el libro ya está comenzado cuando uno le entra. Algo así como empezar una novela salteando los primeros capítulos. Y, con asombro, comprobar que igual se entiende lo que el autor nos cuenta. Lo mismo pasa con su final, más abierto que cerrado. Pero ahí está Sartre, el condiscípulo que ha sobrevivido, para completar lo que puede exigir, más que precisiones, una vuelta de tuerca. Un ajuste de cuentas, si se lo prefiere: más que con el amigo muerto, consigo mismo.
Sartre escribe consciente de los riesgos de este réquiem: la culpa, el reproche, la autocrítica. En ocasiones, resbala en la demagogia: el viejo sabio que alienta la inmolación de los jóvenes porque, lo sabe, los héroes, para serlo, deben morir jóvenes. Atributo de belleza, se dirá. Pero Sartre no es ni joven ni bello: ahora tiene “la edad de la razón”. Se avergüenza, pareciera, de haber sobrevivido, y con tácita envidia, le duele que el Otro fuera, en los hechos, en la aventura de vivir, más allá que él. Ninguna novedad: a Sartre esto le ocurrió con su ex amigo, el argelino Camus. También le pasó con el martiniqués Franz Fanon, a quien le prologó Los condenados de la tierra. Vean sus opiniones sobre el Che Guevara: un Sartre fascinado por la acción. Pero, que conste, señalar que Sartre sobreviviera a estos héroes trágicos, no le quita pathos a su propia existencia. “Los comunistas no creen en el infierno”, dice Sartre. “Creen en la nada”.
Aquello que Nizan denuncia en sus compatriotas (ya sean académicos, funcionarios, obreros) cuando grita: “Todos los hombres se aburren”, podría aplicarse a Sartre, que medita: “Los gritos escritos no salvan”. La aventura siempre la viven los otros. Y él, Sartre, como uno de sus compatriotas aburridos, comenta. “Eramos indiscernibles”, anota. No tanto, cabe observar. Porque el Otro, Nizan, en este caso, es el que protagoniza la aventura, ese viaje que no es excentricidad sino acusación. Pero la narración de las peripecias, que suelen ser no sólo “interiores”, para alcanzar contundencia, necesita de la escritura complementaria y totalizadora, ese prólogo del hombre quieto que convertirá Aden Arabia en una novela casi escrita a dúo. Sartre cuenta así el regreso de Adén de su amigo:
“Cuando volvió, al año siguiente, era de noche, nadie lo esperaba, yo estaba solo en mi habitación: la inconducta de una joven provinciana me había sumido, desde la víspera, en una melancólica indignación. Entró sin golpear; estaba pálido, sin aliento, siniestro. Me dijo: ‘No pareces estar alegre’. Yo le respondí: ‘Tú tampoco’. Después nos fuimos a beber juntos y a cuestionar el mundo, felices de nuestra recuperada armonía. Pero no era más que un malentendido: mi indignación no era más que una pompa de jabón, la suya era verdadera: el horror de reencontrar su jaula y de volver desconcertado le quemaba la garganta; buscaba un socorro que nadie podía darle; sus palabras de odio eran oro puro; las mías, moneda falsa”.

LA NOCION DE AUTORIDAD de Alexandre Kojève

Los objetivos de La noción de Autoridad no son en modo alguno modestos. En efecto, el libro se propone esclarecer "de modo definitivo" el problema de la esencia de la autoridad, sus posibles manifestaciones y sus modos de transmisión. Sorprendentemente, se trata de un trabajo escrito en Francia en los años 40 y rescatado para su publicación en francés en 2004, que acaba de aparecer traducido al castellano. Su autor es nada menos que Alexandre Kojève, aquel intelectual de origen ruso, reconocido como quien despertó el interés por la filosofía de Guillermo Federico Hegel en figuras de la talla de Georges Bataille, Maurice Merleau-Ponty, Jacques Lacan y Jean-Paul Sartre, entre otros. El punto de partida de este estudio es una caracterización de la autoridad muy cercana a la que varias décadas después proporcionaría Michel Foucault sobre el poder: "la Autoridad es, en lo esencial, activa y no pasiva [...] la Autoridad es, pues, necesariamente una relación [...] sólo se tiene autoridad sobre lo que puede ?reaccionar´". Hay autoridad cuando quien obedece tiene la posibilidad de no hacerlo y renuncia a esa posibilidad. Interesado en "establecer una lista de todos los fenómenos autoritarios", el pensador ruso despliega un análisis fenomenológico, del que resultan cuatro tipos "puros" de autoridad, que asocia con las teorías que considera más apropiadas para estudiarlos: 1) la del Jefe, que se sostiene en la posesión de un saber que le permite adelantarse al resto, prever, proyectar. Quien mejor ilustra este tipo de autoridad es, según Alexandre Kojève, Aristóteles; 2) la del Amo que, siendo capaz de asumir, en pos del reconocimiento, el riesgo de la acción (incluso, y en especial, cuando su vida está en juego), se impone sobre quien es esclavo de su instinto de conservación. Hegel es, sin duda, quien mejor expone esto; 3) la del Padre, ligada a la tradición, desarrollada de modo acabado por la filosofía escolástica; 4) la del Juez, sustentada en la honestidad e imparcialidad, cuya explicación nos ha legado Platón. Con estos cuatro tipos básicos construye Kojève sesenta y cuatro combinaciones que, según sostiene, constituyen la totalidad de tipos posibles de autoridad. Luego emprende un análisis metafísico que lo lleva a afirmar que cada uno de los tipos presentados está íntimamente vinculado con un modo temporal. Así, la autoridad del Jefe, por ser la de quien prevé y proyecta, está asociada con el futuro; la del Padre, representante de la tradición, con el pasado; la del Amo, cuya acción transforma "lo que es", con el presente. Por fin, la autoridad del Juez se manifiesta en un modo especial de temporalidad: la eternidad. Tras anunciar la importancia de realizar un análisis ontológico que complete la investigación y excusarse por no poder llevarlo a cabo en el texto, Kojève aborda algunos problemas puntuales ligados a la autoridad. Es allí donde surge una cuestión de indudable actualidad: la de la "división de poderes". ¿Es posible que los Poderes Ejecutivo y Legislativo sean realmente independientes? Con el advenimiento del Estado moderno -manifiesta el autor- ha desaparecido del ámbito de lo político la autoridad del Padre. El carácter revolucionario de la modernidad resultó incompatible con una figura de autoridad que remite a la tradición, al pasado. Quedaron en pie, entonces, los otros tipos, que las democracias modernas asignaron a tres Poderes: al Poder Judicial correspondió el tipo Juez, al Poder Legislativo, el Jefe y, al Poder Ejecutivo, el Amo. Kojève se pregunta si esta separación declamada puede efectivamente darse en los hechos. Su respuesta es negativa. La justificación que aporta es que "la legislación separada de la ejecución construye una ?Utopía´ sin vínculo con el Presente (es decir, con la realidad)" mientras que "el Poder ejecutivo ?separado´ degenera en simple ?administración´ o ?policía´". Para Alexandre Kojève, si se suprime la autoridad de tipo Padre, la división de poderes resulta, en realidad, bipartita: de un lado queda el Juez y del otro, el Jefe/Amo. Su propuesta -que enuncia pero no desarrolla en el texto- consiste en establecer una auténtica tripartición reintroduciendo la figura del Padre mediante un "Senado-censor de los ?representantes´ de los ?padres de familia´". En síntesis, La noción de Autoridad es un texto de una enorme eficacia para motivar la reflexión acerca del concepto de autoridad pero que, no obstante, difícilmente logre persuadir al lector de haber alcanzado una visión definitiva que clausure toda inquietud sobre el tema. La minuciosidad con que es delineado el proyecto general de una investigación sobre la autoridad despierta la sospecha de que acaso tan preciosa estructura no tenga la solidez que su autor le atribuye (por ejemplo, surge la duda acerca de si los tipos de autoridad son estrictamente los sesenta y cuatro que Kojève presenta). El énfasis con que el autor sostiene algunas de sus tesis provoca de inmediato el deseo de objetarlo (¿es tan obvio, como a él le parece, que la relación Hombre/Mujer puede explicarse desde la figura Amo/Esclavo?). En fin, el carácter incompleto del propio texto mueve a aportar aquello que el autor sólo deja planteado.

Un pensador que cuestionaba al país

Denostado y admirado, Martínez Estrada vuelve a ser noticia. Se reeditan tres de sus libros; uno de ellos, su despiadada crítica al peronismo. Aquí, un estudio sobre la vigencia de su pensamiento y figura en una Argentina que sigue debatiéndose, y debatiendo su pasado y su futuro. "Hace ocho días, a las tres de la madrugada y a menos de un centenar de metros de la Facultad de Derecho, dos hombres se golpeaban sin pausa. Los faros de un automóvil, estratégicamente ubicado en la cercanía, iluminaban la escena. El match se prolongó durante intensos cinco minutos. En ese lapso, ambos contendores cayeron al suelo en varias oportunidades para incorporarse con renovado vigor. Por último, extenuados, dejaron de golpearse y juntos se encaminaron al Hospital Alemán para curar sus lesiones".La Razón dio noticia de esta gresca que en el año 1960 protagonizaron Dalmiro Sáenz y un admirador de Ezequiel Martínez Estrada. Un mes antes, Sáenz, joven aún, había opinado con desprecio sobre el ensayista argentino por entonces autoexiliado en México, y no sin proclamar que "insultar a un hombre de mucha más edad y a kilómetros de distancia no es precisamente una exhibición de hombría; lo más que puedo hacer es ponerme a disposición de sus discípulos, amigos o parientes para el tipo de reparación que consideren necesaria". Un muchacho de La Plata aceptó el desafío por carta.Cinco años después, en 1965, y a poco de fallecer Martínez Estrada, una revista de actualidad publicó declaraciones de Gino Germani, el alma mater de la rampante sociología argentina: "Hice un análisis de toda la obra de Ezequiel Martínez Estrada para ver qué había en ella de rescatable: no hay casi nada".Las dos anécdotas marcan el cenit y la mengua de la fortuna pública del mayor ensayista argentino del siglo XX. Al final de su vida, su obra era motivo de disputa entre intelectuales y escritores y sus tomas de posición aún importaban, pero a fines de los años sesenta, los lectores formados en la universidad "moderna", el existencialismo o la izquierda lo habían descartado como papilla para el pensamiento.Antes, muchos se habían prodigado en denuestos y refutaciones: Jorge Luis Borges dijo de Martínez Estrada que era un "sagrado energúmeno"; Raúl Anzoátegui lo consideró "una estatua aficionada a hacer declaraciones"; Ismael Viñas, un "negador a la marchanta"; Jorge Abelardo Ramos, un "intérprete del pensamiento imperialista", Juan José Hernández Arregui, una "inteligencia enteramente colonizada"; Arturo Jauretche le espetará haber "injuriado con ventilador" y, además, ser un "macaneador"; La Vanguardia, el periódico del Partido Socialista, lo acusará de "amargo, pesimista y desconcertante"; Cuadernos de Cultura, del Partido Comunista, lo clasificará entre los "deterministas telúricos, imprecisos y vaporosos"; y al fin Juan José Sebreli no se privó de lanzarle el anatema de "jugar un rol reaccionario dentro de nuestra conciencia histórica".Se dijo de él que era resentido, irracionalista, subjetivista, especulativo, caprichoso, psicologista, apocalíptico, anarquista de derecha, alma bella, individualista, profeta mesiánico y compañero de ruta de Fidel Castro.El vikingo de la verdadMartínez Estrada manifestó preferencia literaria por Guillermo Enrique Hudson y por Franz Kafka, inclinación teórica por Georg Simmel y Oswald Spengler, y predilección por héroes espirituales que no se correspondían con los gustos promedio de los intelectuales argentinos de su tiempo, entre ellos Simone Weil, David Henry Thoreau y Friedrich Nietzsche. Al filósofo alemán dedicará, en 1947, un largo ensayo. La fecha es significativa. Luego de la Segunda Guerra Mundial, Alemania era una mala palabra, y el nombre de Nietzsche solía ser archivado en el bibliorato del irracionalismo y el totalitarismo. Pero Martínez Estrada intuía en Nietzsche un temperamento intelectual semejante al suyo, y también a un predecesor. A un igual. Por eso mismo, más que absorber o apropiarse de sus conceptos, el ensayista argentino preferirá medir sus talentos con la obra del pensador intempestivo. Su libro —que ahora reedita Caja Negra— es más un autorretrato que una interpretación.Hasta la mitad del siglo XX, Friedrich Nietzsche fue leído en Argentina como un "literato", un buen estilista con ideas incomprensibles. Se lo citaba de vez en cuando, por traducciones de traducciones, y se lo retransmitía con mala escucha y peor repetición. Era "el inmoralista", y el promotor de "superhombres", "el individualista" y "el amoral", y el autor "contradictorio", y también "artista" más que hombre "de ideas". Y siempre, el genio "medio loco", o loco del todo.Lo había leído José Ingenieros, que por un tiempo posó de nietzscheísta, y Juan José de Soiza Reilly, quien lo leyó con gusto, y Leopoldo Lugones, tan marcial él, tan prendido de la idea vitalista de "fuerza", y Raúl Barón Biza, millonario excéntrico y misógino, y Jorge Luis Borges, que cavilaba el problema del eterno retorno, y lo habían leído los anarcoindividualistas. Al fin, coincidentemente, Carlos Astrada publicó su Nietzsche, profeta de una edad trágica, y Martínez Estrada, Nietzsche, filósofo dionisíaco."Vikingo de la verdad": así llama Martínez Estrada a Nietzsche, y no sólo por haberse tomado la tarea de hacer añicos del pensamiento programático, también por orientar el saber hacia los demonios personales más que hacia el dato o el concepto universal. Meditar a martillazos en Europa era lo mismo que ladrar en la Pampa en la medida en que la tensión psíquica en la que maduran las ideas fuera equivalente. A la verdad no se la conquista solamente con artes deductivas; ella adviene, también, por "instinto", por revelación y por adivinación, porque el horno en que se cuece el pensamiento es el cuerpo entero —tal es la hipótesis nietzscheana— y por lo tanto vida y concepto son una y la misma cosa.En esta perspectiva filosófica, la afinación personal de un argumento se distancia del ensamblaje mecánico de la teoría sistemática. Para siempre.Nietzsche resultaba ser, para Martínez Estrada, un escritor a la vez religioso, hostigador y músico. Un compositor de teorías, pues las leyes subjetivas que dan forma a las ideas de Nietzsche se corresponden con impulsos melódicos, y se intuye entonces un fundamento antropológico radical, la noción de que la cultura está enraizada a un magma musical. Si el entorno social es disonante con la vida, la filosofía —tal como la entendió Nietzsche— y la crítica —según el método malhumorado del ensayista argentino— serían inadaptaciones, sólo aptas para fustigar y desbaratar. En la edición conservada del Así habló Zaratustra en la antigua casa de Martínez Estrada (hoy una Fundación que lleva su nombre, en la ciudad de Bahía Blanca) está resaltada esta frase: "De todo lo escrito no me gusta más que lo que uno escribe con su sangre". Martínez Estrada identifica en Nietzsche al apóstata antes que al negador de Dios. Quizás, incluso, al fundador de religiones, o bien al agitador de herejías. Quien tuvo a la religión cristiana por adversaria, no por eso escatimó las palabras balsámicas del redentor. Algo de la severidad de Lutero y algo, también, de la alegría catártica de San Francisco. Estos son los genios reformistas que Martínez Estrada percibe en la disposición intelectual de Nietzsche.Al fin, la hostilidad contra lo adquirido desde siempre, el tercer atributo de la obra de Nietzsche, que tanto supone la labor de derrocamiento crítico de los ídolos de su tiempo como también postular formas nuevas de valorar la cultura, a la que ni el filósofo alemán ni el ensayista argentino confundieron jamás con productos o "consumos" destinados a ser vendidos, archivados o exhibidos, sino con potencias o problemas que se nutren de savias nutritivas o de aguas estancadas. En esto, ambos eran puritanos.Martínez Estrada buscaba en el yacimiento nietzscheano ideas que potenciaran su proyecto de relevamiento crítico de la Argentina, iniciado una década antes con Radiografía de la Pampa y con La cabeza de Goliat, doble estocada lanzada contra el corazón y la cabeza del país, y que le valieran fama de amargado, sólo por tener que lidiar con problemas contradictorios, a los que juzgó, en algunos casos, irresolubles. En la misma época en que leía a Nietzsche, Martínez Estrada analizaba la obra de Domingo F. Sarmiento, al que dedicó un libro publicado en 1946. Martínez Estrada comprendió que civilización y barbarie, supuestos opuestos que tanto habían robustecido los argumentos sarmientinos, eran especulares, y todavía más, la conjunción cultural de un solo monstruo siamés ya inescindible. De allí en más, la existencia propone al intelecto acertijos dramáticos en vez de teoremas a los que podría estaquearse con erudición y paciencia.Con el fin de protegerse de la horma cruel a la cual se encastra el hombre moderno, se erigen sistemas lógicos y técnicas de amortiguación de la carne dañada, que culminan por engendrar los males del resentimiento, la mecanización de la existencia y el Estado. Rascacielos, fábricas, negocios y carreteras conforman osificaciones o mausoleos, que imposibilitan subvertir las condiciones de existencia, en tanto los hombres devienen en instrumentos de las cosas y en golems adaptados al confort y los seguros de vida. Nietzsche había abjurado de las potencias tanáticas que se presentaban amablemente en sociedad tras las máscaras del progreso y la vida asalariada, a las que Martínez Estrada llama "tecnocracia". Tal cuestión excede el contorno de los intereses de Nietzsche, pero cada siglo se toma el derecho a releer a los autores del anterior de acuerdo a los nuevos problemas que acucian al pensamiento.La enfermedad ontológicaCuando Martínez Estrada publicó su Nietzsche, era jubilado reciente del correo central, antiguo premio municipal de literatura y autor de diez libros. Estudiaba violín y preparaba su retiro a Bahía Blanca. Muy pronto, un vía crucis soriático lo postrará por años en camas de hospital. Mientras tanto, el país estaba siendo trastocado hasta el hueso, y Martínez Estrada recién se curará luego de la caída de Juan Domingo Perón, y convencido que su enfermedad no habría sido de índole cutánea sino ontológica: él se había enfermado de Argentina. Del abatimiento salió hecho una furia, y en poco tiempo publicó cuatro libros que eran cuatro quejas por el estado moral del país. El más importante se llamó ¿Qué es esto? Indudablemente, un gran título para un libro sobre el peronismo.Es el tipo de obras que garantizan la impopularidad del autor por incomprensión de todos los bandos. Una inmensa diatriba dirigida tanto contra los dirigentes políticos del país como contra el pueblo idólatra; un libro de combate escrito menos por gusto temático que por deber cívico; un inventario de males nacionales que serían duraderos y que exceden a Perón y a sus sucesores; un "libro de quejas" plagado de afirmaciones exageradas e injustas, y también de verdades de a puño; una jeremiada, un largo lamento por el país. Ya no se escriben libros como éste. En principio, lugares comunes: el peronismo sería un régimen de ingredientes heterogéneos, a la vez bonapartista y fascista, y también carnavalesco; el peronismo sería un gobierno de tipo neorrosista, es decir una invariancia histórica; el peronismo, brote local del nacional-socialismo; Perón, un encantador de serpientes y sus secuaces, administradores de garitos; Perón habría corrompido el orden jurídico del país haciendo de la república una cáscara; Perón fue un mistágogo y su mundo, una escenografía de muy alto poder hipnótico a la que ella y él descendían "como desde una película estereoscópica". Perón, un impostor, y gobernante manosanta y limosnero; un demagogo instigador de bajas pasiones e instintos atávicos. Que predicó la perfidia y la hipocresía y la obsecuencia y la venalidad y la pornocracia; e invirtió los valores morales y cívicos; y agitó el lenguaje del resentimiento; e instauró un gobierno de timócratas y además oclocrático. Al comienzo del libro se lee: "Esto es un panfleto, no un puñal". Más bien, un revulsivo.Otra cosa es la clarividencia y la buena vista. Martínez Estrada se dio cuenta que el peronismo no constituía un partido ni un régimen, sino un "enigma de la nacionalidad". Perón resultaba ser un nuevo aleph que exponía los males congénitos del país, esta vez de responsabilidad urbana y no rural, como en el pasado, pues el peronismo es exuberancia metropolitana, de suburbio inmigratorio, pero a la vez Buenos Aires —enemiga y gloria de la Argentina— sería el tumor de la nación.Aunque certificó que la moral pública y las costumbres se habían alterado irreversiblemente, no culpó al peronismo de ello, pues los males cívicos que trajo aparejado no les son propios sino más bien genéricos e "inherentes a esa forma de la prostitución varonil que llamamos política del menudeo". Fue el elemento lumpen y despreciado de la ciudad, según Martínez Estrada, el que adquirió estatuto de pueblo elegido, y en esto Perón habría recuperado las energías populistas dejadas sueltas por el yrigoyenismo, un lazo histórico que no suele ser enfatizado. Perón enalteció a ese proletariado "de andrajos y alpargatas" que a todos había pasado inadvertido por haber sido confundido con un rebaño, y por una vez se vertió maná del cielo sobre el sótano de la nación. La dádiva y el acrecentamiento del amor propio, de orgullo, explican el respaldo popular a su líder, "porque era el nuestro un pueblo verdaderamente grande, de corazón, leal, agradecido, y nadie lo había educado para denunciar a los impostores, sino para reverenciarlos". Además, ningún desarrapado rechaza un jubileo aunque el país entero se transforme en un bien de difuntos. En suma, "lo que necesitaba nuestro pueblo era amor", porque su estado era la orfandad. Es el lenguaje de Martínez Estrada el de los profetas y de los médicos, que es siempre preferible al de los cuenteros del tío, que viven de la credulidad pública de quienes se fascinan por el mecanismo de la estafa.Una vez publicado ("no para mal de ninguno / sino para bien de todos") el libro no fue recibido con opiniones descafeinadas. Para los vencidos, resultaba ser una cáustica increpación al régimen derrocado, y aunque el autor pronosticaba que tarde o temprano el peronismo reverdecería en Argentina, también profetizaba un Apocalipsis para ese entonces.Para los ganadores, Martínez Estrada reconocía demasiadas virtudes en la transformación realizada que iban en contra de la política de "reconstrucción" de la Revolución Libertadora. Y por cierto, Martínez Estrada consideraba que los enemigos de Perón eran constreñidos mentales o "bancos en quiebra con el capital de los ciudadanos" y que ya no comprendían el país. O bien trogloditas o bien liliputienses.A fin de cuentas, y a pesar de la saña verbal, el juicio estradiano sobre el peronismo queda indeciso. A la vez dignificación y envilecimiento. Perón encontró un pueblo postrado y lo puso de pie, pero "dejó que sus valets robaran al Fisco y exhibieran en fiestas orgiásticas el derroche de fortunas inmensas, porque eso seduce al miserable, el que espera tener en sus manos algún día el oro y el látigo". El peronismo fue grandilocuente y fundó un Estado césaropapista aunque también promovió un ideal de justicia maternal e idílico, aunque no salomónico. El peronismo fue en alguna medida salutífero pero sus apóstoles eran incapaces e inescrupulosos, y además el impudor fue incluido entre las normas de decoro gubernamental. Tampoco hay alternativas: la honradez conduce en este país "a la ruina y a la desesperación". Es éste un libro bronco.El sobrevivienteYa a fines de los años cincuenta Martínez Estrada presentía una época de sequía para sus ideas. Sabía que su renombre era grande, pero al mismo tiempo percibía que sus lectores amenguaban, o más bien que sus ideas llegaban asordinadas al espacio público. Pedro Orgambide, su biógrafo, recuerda que la generación del sesenta no leía los libros de Martínez Estrada. El propio Martínez Estrada lo había anticipado en 1956: "Yo hablo en un idioma ya olvidado y que apenas algunos descifran como jeroglíficos". Y sin embargo, sus contradictores han ido desvaneciéndose uno tras otro. De algunos, ni siquiera recordamos sus nombres; de otras corrientes de opinión o de partidos políticos sabemos que han quedado reducidos a su mínima expresión; y de algunos autores que lo rechazaron y que en su tiempo fueron leídos, hoy sus libros se editan a duras penas o bien ya no se editan. Pero Martínez Estrada sigue siendo reeditado y leído, lenta y sostenidamente. Hernández Arregui, Sáenz, Germani, Ramos, Anzoátegui y los demás no son otra cosa que notas a pie de página del gran libro argentino de las ideas, y no pocos de ellos simples erratas. Ezequiel Martínez Estrada sobrevivió. Su obra es un yacimiento, y la inmensa tarea hecha —en estilo anacrónico y autodidacto— es un modelo de vida honesta dedicada al pensamiento en un país que nunca se desvivió por saber la verdad sobre sí mismo. Gran poeta, autor de relatos admirables, ensayista polémico y rabioso. En su obra poética se cuentan Nefelibal, Motivos del cielo y Humoresca, por el que obtuvo el Premio Nacional —que le permitió comprar la chacra de Goyena. Acusado de imitar a Lugones, Borges lo defendió ("es uno de los mayores poetas de la Argentina"). Más tarde lo enfrentaría cuando Martínez Estrada apoyó la revolución cubana. Sus ensayos capitales son Radiografía de la Pampa, La cabeza de Goliat, Muerte y transfiguración de Martín Fierro (que en 2005 reeditó Beatriz Viterbo) y el Martí. Antiperonista visceral (en 1955 anunció que habría "preperonismo, peronismo y posperonismo" por cien años), escribió en Las 40: "No se vio desde los tiempos de Rosas un cuerpo docente, de venerables académicos, postrado ante un gángster llevado en andas por sus congéneres, que predicaba a la juventud argentina el deber presente y futuro de convertir al país en un arsenal y un burdel". En los años 50, el grupo Contorno (los hermanos Viñas, Oscar Masotta, Ramón Alcalde) lo revindicó con reparos. Borges recordaría de él "su voz de criollo antiguo, sus dictámenes siempre categóricos y no pocas veces amargos, los pájaros comiendo migas de pan de la palma de su mano".

domingo, enero 01, 2006

El más allá bajo reforma

En este diálogo, el medievalista francés Jacques Le Goff se refiere a los cambios que han sufrido el Paraíso, el Infierno y el Limbo desde el siglo XII hasta la actualidad. Ni siquiera la imagen de la eternidad es definitiva, según el autor de El nacimiento del Purgatorio. Después del Limbo, ¿se cancelará el Purgatorio? Para responder, recordemos ante todo que el Limbo apenas si duró un milenio, ya que la palabra aparece en teología sólo después de Pietro Lombardo (muerto en 1160). Y para el Purgatorio -lugar no mencionado explícitamente en la Biblia, aunque algunos de sus pasajes sugieren esa idea- puede haber comenzado ya la cuenta regresiva. Después de lo cual es lógico creer que también se deberán "ordenar" el Paraíso y el Infierno. Cuando le planteamos la pregunta a Jacques Le Goff, el historiador francés conocido por sus estudios sobre el más allá, en estos días que preceden la Navidad y en los cuales todavía se discute la decisión de la Iglesia de echar luz sobre las dimensiones ultraterrenas, tuvimos la impresión de haber caído en un debate medieval, quizá mantenido en el capítulo de una catedral o en la sala del monasterio de Camaldoli, junto a la chimenea, donde Lorenzo de Medici, Marsilio Ficino, Cristoforo Landino, el beato Mariotto y otros personajes semejantes comenzaron a discutir un día, ya avanzado el siglo XV, sobre la vida futura del alma, su inmortalidad y sobre temas acerca de los cuales la mayoría está perdiendo la memoria. Pero quien escribe estas líneas estaba en París. Y el profesor Le Goff le confiaba a propósito del Limbo: "Tomo nota de que, después de haberlo imaginado, la Iglesia lo hizo desaparecer. Ciertas creencias tienen una duración histórica limitada pero ésta sólo atañe, de modo riguroso, a la fe oficial. La popular y la imaginación poética son libres de conservar todo lo que ha sido rechazado por la Iglesia". Por cierto, después de una respuesta de esta naturaleza es inevitable preguntar a un estudioso como Le Goff de qué modo nació el Limbo: "En el siglo XII -prosigue nuestro interlocutor- se constituyó esta idea y fue inmediatamente retomada por la escolástica", la corriente filosófica más relevante de la Edad Media. "El más allá cristiano -subraya Le Goff-, que en un primer momento no comprendía sino el Paraíso y el Infierno, en los cuales las almas de los muertos estaban destinadas a vivir por la eternidad, llegó a abarcar de hecho otros lugares. Junto a los dos primeros, surgieron otros tres, más o menos provisorios." El profesor viaja con seguridad en estas dimensiones, las conoce como pocos: "La Iglesia consideraba que había dos limbos. En el primero de ellos, destinado a los patriarcas, se encontraban los justos del Antiguo Testamento, que no habían podido ser rescatados ya que habían vivido antes de la redención, pero después fueron reconducidos al Paraíso por Jesús durante su vida terrestre. El limbo de los patriarcas se vació por lo tanto para toda la eternidad. Pero también había otro limbo, el de los niños muertos antes del bautismo. Su situación era ambigua: no bautizados, no podían ir al Paraíso; no tenían pecados personales, no eran culpables y, sin embargo, estaban condenados al Infierno. Para mí los teólogos contemporáneos buscan una solución ortodoxa a este caso difícil". Un asunto que, por otra parte, se pierde en la memoria de los siglos. Quien escribe recuerda haberse ocupado en otros tiempos del debate que se produjo en torno a la santificación de los Inocentes (cuya fiesta se celebra el 28 diciembre), matados por orden de Herodes. La cuestión que se planteaba estaba ligada al martirio de estas víctimas, causado, aunque no directamente, por el nacimiento de Cristo. La solución que se encontró fue simple y eficaz: los niños habían sido bautizados con su propia sangre, por lo tanto, podían entrar en el Paraíso; y los fieles, venerarlos como santos. Pero volvamos a Le Goff. Y la pregunta obligada está relacionada con el destino del Purgatorio. Su respuesta es serena: "Pienso que también será abolido. Está unido a cierto período histórico, que comienza en el siglo XII y que hoy está por terminar. Por otra parte, no pienso que la idea de un más allá temporario, como el del Purgatorio, sea considerada definitiva". Está bien, ¿y el Infierno? "Es contrario -responde el profesor- a la idea creciente de la compasión divina. Además, se han buscado en el siglo XX, dentro y fuera del cristianismo, definiciones metafóricas del Infierno que reemplazarían la realidad del terrorismo infernal de la tradición". El discurso no tiene ni una falla, pero nos preguntamos qué sucederá con el Paraíso, aunque todas nuestras preguntas se relacionan con tiempos provisorios. Le Goff señala: "El Paraíso tiene sin duda una definición dogmático-teológica, pero, como todas estas creencias y realidades imaginarias que han obsesionado las perspectivas de hombres y mujeres en el curso de la historia, es también una construcción cultural. Sobre la condición actual del Paraíso aconsejo leer el hermoso libro de Jean Delumeau Que reste-t-il du paradis?, publicado por Fayard". Los italianos tienen a Dante. De reforma educativa en reforma educativa, en la escuela se lee cada vez menos. Le Goff lo sabe muy bien y habla de ello: "Una obra genial como la Divina Comedia ha contribuido mucho, no sólo a construir el imaginario del más allá, también ha influido sobre su definición teológica. Señalo que Dante ha hecho del Purgatorio, hasta entonces subterráneo y cercano al Infierno, una montaña que se eleva sobre la Tierra hasta el Paraíso, y el hecho de que Dante haya diferenciado muy bien el Paraíso terrenal y el Paraíso celeste contribuye a darnos la imagen de un pasado imaginario inmaculado: la Edad de Oro y un porvenir maravilloso". Le preguntamos a Le Goff qué le podría suceder al más allá de Occidente. "Paraíso, Infierno y Purgatorio tienen, a mi parecer, un doble futuro posible: uno está asegurado, es el hecho de haber representado creencias fuertes para los seguidores de Cristo. La historia y la evolución a la que estarán sometidos dependerán de la religión cristiana y del imaginario que prevalezca; el segundo será consecuencia de las nuevas creencias sobre el más allá. Pero el historiador no es un profeta y lo ignora." Observación indiscutible, a la cual se agrega una pregunta: ¿Cómo ve "su" Purgatorio? Responde: "No soy un creyente sino un historiador que ha buscado estudiar los aspectos con los cuales los hombres imaginaron un purgatorio. Yo, francamente, no lo imagino". Y agrega: "Creo que el más allá es o pura imaginación o una realidad científica que ignoramos o también una creencia sometida a la evolución histórica". En resumen, el Limbo ya no existe. El Purgatorio parece en cesación de pagos. El Infierno, somos demasiado buenos para llenarlo de almas y aumentan todos los días aquellos que están dispuestos a creerlo vacío. Queda el Paraíso. Conviene abrirlo a todos. Una idea que podría representar la mejor solución incluso por su aspecto democrático. En ese caso, lograremos exportarla hasta el más allá.