domingo, marzo 12, 2006

Los poetas y los legisladores por Claudio Magris

Desde los orígenes de nuestra civilización, al derecho codificado -es decir, a la ley- se contrapone la universalidad de valores humanos que ninguna norma positiva puede negar. A la inicua ley de un Estado promulgada por Creonte, que niega sentimientos universales y valores humanos, Antígona contrapone las "leyes no escritas de los dioses", los mandamientos y los principios absolutos que ninguna autoridad puede violar. La obra maestra de Sófocles es, sin duda, una expresión trágica del conflicto entre lo humano y la ley, que es también el conflicto entre el derecho y la ley.

El inicuo decreto de Creonte es una ley positiva, con su contenido específico. A ella, Antígona contrapone un derecho no codificado, podríamos decir consuetudinario, heredado de la pietas y la auctoritas de la tradición, que se presenta como depositario mismo de lo universal. Un derecho por encima de la ley positiva. En este caso, corresponde a imperativos categóricos absolutos; Antígona es el símbolo inextinguible de la resistencia a las leyes injustas, a la tiranía, al mal: veneramos como héroes y mártires a los hermanos Scholl o al teólogo Bonhoeffer que, como Antígona, se revelaron ante la ley de un Estado -el nazi- que pisoteaba a la humanidad, sacrificando en esta rebelión su propia vida.

Una tragedia que impone una culpa

Pero Antígona es una tragedia, es decir, no es sólo una nítida contraposición de inocencia pura y culpa atroz, sino un conflicto en el que no es posible asumir una postura que no comporte inevitablemente, para todos los contendientes, incluso para los más nobles, también una culpa. Sófocles, genialmente, no representa a Creonte como un monstruoso tirano; él no es un Hitler, sino un gobernante cuya responsabilidad de gobierno, de tutela de la ciudad, puede exigir que se tengan en cuenta -en nombre de la ética de la responsabilidad, por citar a Max Weber- las consecuencias, sobre la vida de todos, de una desobediencia a las leyes positivas y del posible caos que venga después.

Según cuál sea la constelación históricosocial, la libertad y la democracia se defienden apelando al derecho no escrito depositario de toda una tradición cultural, o a la ley positiva. Durante la República de Weimar, los demócratas apelaban a las leyes positivas que castigaban las crecientes violencias antisemitas, mientras que juristas e intelectuales filonazis sostenían que esas mismas leyes no correspondían al sentir arraigado en el pueblo alemán y, por lo tanto, a su derecho profundo, y que por eso eran abstractas. Durante el nazismo, los que apelaban a las "leyes no escritas de los dioses" contra las positivas leyes raciales y liberticidas del régimen eran los opositores al nazismo.

Leyes no escritas de los dioses

Las "leyes no escritas de los dioses" de Antígona son ciertamente mucho más que un antiguo derecho heredado; se presentan no como elementos históricos, sino como elementos absolutos, como los dos postulados de la ética kantiana, el Sermón de la Montaña o el Sermón de Benarés. De forma análoga en la Ifigenia en Táuride, de Goethe -el abogado Goethe-, Ifigenia, figura de purísima humanidad, obedece, también ella, a un "mandamiento más antiguo" que a la bárbara ley positiva que exige acciones inhumanas. En la pietas de Antígona, que entierra a su hermano violando la ley que lo impide, Hegel ve no sólo un mandamiento universal, sino también un arcaico culto tribal a la familia y a las subterráneas ataduras de sangre que el Estado debe someter a la claridad de las leyes iguales para todos.

Ifigenia se opone a los sacrificios humanos porque, dice, un dios, un valor universal habla así a su corazón, pero cuando esto sucede, ¿cómo es posible saber si quien habla es un dios universal o un ídolo de las oscuras madejas interiores que hacen que se confunda un retazo atávico con lo universal?

La ley es trágica porque -como la religiosa en San Pablo- pone en marcha mecanismos que pueden ser necesarios para representar un correctivo al mal, pero que son siempre un mal menor y nunca un bien. Entre el bien y el derecho se abre a menudo un ataúd: en la Judía de Toledo de Grillparzer, los nobles españoles que por razones de Estado han suprimido a la bellísima amante que convertía en inútil al rey Alfonso de Castilla no se arrepienten del delito cometido, pero se sienten y se declaran culpables, pecadores y listos para la expiación; han actuado -dicen- queriendo el bien, pero no el derecho.

Ley y derecho sancionan por lo tanto este pecado original, esta imposibilidad de la inocencia y del existir. Y es esto lo que, aunque contrapone poesía y derecho, también los acerca porque -escribe Salvatore Satta en su Día del juicio- "el derecho es terrible como la vida" y la literatura, llamada a contar la verdad desnuda de la vida sin rémoras moralistas, no puede no darse cuenta de la peligrosa cercanía de esa terribilidad y de esa melancolía. También la poesía es hija y expresión del mundo perdido -de la barbarie, diría Novalis- aunque, a diferencia del derecho, conservador por naturaleza (los juristas son reaccionarios, decía Lenin), la poesía no es sólo un viaje en las tinieblas sino, tal vez, también espera o anticipación de la aurora, de una inocencia reconquistada y ya no necesitada de leyes. Como revela la Historia de la columna infame de Manzoni, la literatura es también abogada de vida contra la violencia persecutoria y legalista que a menudo se ejerce injustamente contra acusados privados de garantías de defensa.

Alianza entre poesía y derecho

Es sobre todo en Alemania donde se ha verificado, especialmente en el Romanticismo, una singular alianza, casi una simbiosis entre poesía y derecho -entendido como derecho consuetudinario y no como "lex positiva"-. Los hermanos Grimm, grandes filólogos y literatos, eran juristas. Recogiendo sus célebres fábulas pretendían salvar el gran patrimonio del "buen y viejo derecho", es decir, de las costumbres, tradiciones, usos locales del pueblo alemán en su coralidad; patrimonio que, a través de los siglos, había sido conservado por la literatura popular. En la misma época estalla en Alemania una interesantísima polémica jurídica entre Thibaut, que propugna para Alemania, sobre el modelo napoleónico, un código civil unitario y unificador, apto para hacer a todos los ciudadanos iguales ante la ley y para barrer los privilegios feudales, y Savigny, que quiere, en cambio, defender la variedad, las diversidades locales, las diferencias y desigualdades del antiguo derecho común consuetudinario, expresión del Sacro Imperio Romano, porque ve en el código único un instrumento de nivelación autoritaria.

Naturalmente, según las circunstancias, es una u otra posición la que defiende en concreto la libertad de los hombres; el modelo unificador podrá ser un aplastamiento tiránico y estalinista de las diversidades, pero también la tutela democrática de los derechos de todos los hombres, como la sentencia que hace más de 40 años impuso a una Universidad del sur de los Estados Unidos que acogiera a un estudiante negro, haciendo justa violencia a la "diversidad" de la cultura blanca, a su racismo estratificado a lo largo de los siglos. También Lope de Vega con su El mejor alcalde, el rey muestra el carácter progresivo de una razón central, que tutela la justicia rompiendo el poder particular feudal, la prepotencia de los Don Tello. Hoy en Europa, políticamente, el peligro está representado por la fiebre identitaria y centrífuga de los micronacionalismos regionalistas y particularistas [...].

El derecho ya no es tradición

Y es el mismo Nietzsche quien -en el aforismo 449 de Humano, demasiado humano analizado bajo esta perspectiva por Irtis- constata que "el derecho ya no es tradición y por lo tanto, dada su necesidad en la vida social, puede y debe ser sólo impuesto, obligatorio y arbitrario, y no fundado sobre nada". Ya Fóscolo, en su discurso en la Universidad de Pavía, en 1809, "Sobre el origen y los límites de la justicia", había constatado melancólicamente la imposibilidad de la existencia de un criterio normativo superior a los hechos. En la Edad Contemporánea, cada fundamento, según Nietzsche, se ha disuelto; el derecho se ha liberado de cualquier tradición fundacional, religiosa o cultural, y se apoya sobre la nada, como el arte, la filosofía, como el hombre mismo. Es un derecho que no reclama ni verdad, ni sabiduría, ni justicia, y que produce leyes que se justifican sólo con la fuerza que obliga a inclinarse ante ellas. El derecho comparte con todas las demás cosas el nihilismo, convertido en esencia y destino de Occidente; la norma se apoya sobre la nada como la lírica del gran Gottfried Benn "palabras para fascinar, estrofas sobre catástrofes".

A pesar de todo esto, el sentir común contrapone a menudo la pasión de la poesía a la racionalidad no tanto del derecho, sino de la ley. Y es, sobre todo, el formalismo de esta última el que aparece pensativo, árido, negador de la cálida humanidad. Pero Shakespeare, en El mercader de Venecia, nos muestra de forma genial cómo la humanidad, la justicia, la pasión, la vida son salvadas por Porcia disfrazada de sutilísimo y capcioso abogado, gracias al formalismo jurídico más sofisticado que autoriza, sí, a Shylock a tomar una libra de carne del cuerpo de Antonio, pero sin verter una sola gota de sangre. No es la cálida apelación a la humanidad, a los sentimientos, a la justicia, lo que salva la vida de Antonio, sino el frío reclamo abogadesco a la letra formal de la ley. Esta frialdad lógica salva los valores cálidos: no sólo la vida de Antonio, sino también la amistad de Bassanio y Antonio y, sobre todo, el amor de Porcia y Bassanio, antes turbado por la angustia de este último por la suerte de su amigo: "No yaceréis junto a Porcia con el ánimo inquieto", dice la mujer a su amado, decidiendo entonces liberarlo de esa inquietud que ofusca el Eros y de salvar, por lo tanto, con sus cavilaciones legales, a Antonio.

Mucha literatura ha mirado con hastío al derecho, considerándolo árido y prosaico con respecto a la poesía y a la moral. Democracia, lógica y derecho son, a menudo, despreciados por los rétores vitalistas como valores "fríos" en favor de los valores "cálidos" del sentimiento. Pero esos valores fríos son necesarios para establecer las reglas y las garantías de tutela del ciudadano, sin las cuales los individuos no serían libres y no podrían vivir su "cálida vida", como la llamaba Saba. Son los valores fríos -el ejercicio del voto, las garantías jurídicas formales, la observancia de las leyes y de las reglas, los principios lógicos- los que permiten a los hombres de carne y hueso cultivar personalmente sus propios valores, y sentimientos cálidos, los afectos, el amor, la amistad, las pasiones y las predilecciones de todo tipo.

A diferencia de quien declama las profundas razones del corazón pensando, en realidad, que sólo existe su propio corazón, la ley parte de un conocimiento más profundo del corazón humano, porque sabe que existen muchos corazones, cada uno con sus misterios insondables y sus apasionadas tinieblas, y que, precisamente por eso, sólo unas normas precisas, que tutelen a cada uno, permiten al individuo singular vivir su vida irrepetible, cultivar sus dioses y sus demonios, sin estar impedido ni oprimido por la violencia de otros individuos, igual que él mismo presa de inextricables complicaciones del corazón, pero más fuertes que él, como los galeotes liberados por Don Quijote son más fuertes que Don Quijote y lo golpean brutalmente.

Norma versus sentimientos

Cierto, ninguna norma general puede entender -y por lo tanto juzgar- los sentimientos, las pulsiones, las contradicciones que están en la base de cada gesto criminal. Incluso el más inhumano y bestial. La razón no conoce a fondo las razones del corazón que empujan al torturador del Lager (campo de concentración) a destrozar a sus víctimas, sino que sencillamente sabe que también esas víctimas poseen un corazón que tiene derecho de vivir y que, por lo tanto, es necesario impedir y castigar, con una norma general, el gesto de ese torturador.

La razón y la ley tienen a menudo más fantasía que el corazón capaz sólo de sentir las propias e inextricables complicaciones e incapaz de imaginar que existan también las de los demás. El corazón, decía Manzoni, sabe bien poco, apenas un poco de lo que le ha sido contado; a menudo todo es una gran confusión, escribe Stefano Jacomuzzi. Calificar el homicidio o el hurto como delitos no basta para entender los diversos motivos por los cuales diversas personas los cometen, pero quien apela a motivaciones inefables del ánimo para desenfocar la gravedad de esos delitos entiende aún menos a las personas que los cometen.

El legislador que castiga la corrupción en las concesiones públicas es un artista que sabe imaginar la realidad, porque en esa corrupción no sólo ve la abstracta violación de una norma sino, por ejemplo, los equipamientos defectuosos con los que -a causa de esa corrupción- se ha dotado a un hospital, en lugar de los más eficaces que el hospital habría tenido gracias a unas concesiones correctas. Detrás de ese crimen hay enfermos peor curados, individuos concretos que sufren. Los antiguos, que habían comprendido casi todo, sabían que puede existir poesía en el acto de legislar; no por casualidad muchos mitos dicen que los poetas fueron, también, los primeros legisladores.

Fuente: La Nacion

domingo, marzo 05, 2006

Thomas Mann y Theodor Adorno: la novela de una novela

La correspondencia entre Thomas Mann y T. W. Adorno, que comienza cuando éste era un joven e ignoto filósofo y aquél, un consagrado escritor, ilumina la extraordinaria (y a su modo mefistofélica) trama de la composición del Doctor Faustus. La colaboración "secreta" de Adorno en sus ideas musicales, la retribución de Mann, el reclamo de autoría intelectual de un furioso Arnold Schönberg. Pasen y lean. Cuando Adorno conoce a Mann, en 1943, todavía no era Theodor W. Adorno, el filósofo sobre el cual hoy se escriben libros, artículos y monografías, un filósofo importante del siglo XX. Mann, en cambio, sí era un escritor absolutamente consagrado. La diferencia de edad —Adorno tenía 40 años y Mann, 68— puede servir para ilustrar en qué momento de sus vidas intelectuales se encontraba cada uno al comienzo de la relación (tenga en cuenta el lector que una filosofía propia y original suele ser una meta que se alcanza —cuando se alcanza— en la madurez, con lo cual Adorno era definitivamente un joven filósofo a los 40 años en que conoce a Mann).En ese momento, Mann trabajaba en el cuarto capítulo de Doctor Faustus y no sólo había recibido el Premio Nobel (en 1929), sino que había publicado la mayor parte de las novelas por las que entró en vida en la historia de la literatura (Buddenbrooks, Tristan —que contiene Tonio Kröger—, La muerte en Venecia, La montaña mágica, José y sus hermanos, Carlota en Weimar). Adorno, en cambio, no era conocido, salvo por ser parte del Instituto de Investigación Social de Frankfurt, que entre 1938 y 1941, debido al exilio de sus miembros, había funcionado en Nueva York, con la ayuda de la Universidad de Columbia. No obstante, faltaba poco para que apareciera Dialéctica de la ilustración, su primer libro significativo para llegar a ser quien es. De todos modos, esta obra, escrita con Horkheimer —el director del Instituto—, no fue un hito instantáneo. Tuvo una circulación restringida, primero, en una edición mimeografiada de 1944, bajo el título de Fragmentos filosóficos, hasta que en 1947 la publica la editorial Querido, de Amsterdam, tal como se la conoce actualmente.A pesar de que se vieran el uno al otro como un escritor en la cumbre y un filósofo ignoto, Mann y Adorno integraban por igual ese mundo aparte de los emigrados alemanes en Estados Unidos, que tenían en común tanto la huida del nazismo como el origen social alto burgués. La presentación formal sucede en una cena en casa del matrimonio Horkheimer. Adorno, por su lado, lo había conocido antes, sólo que de un modo en que Mann no podía recordarlo. En 1921, en unas vacaciones en Kampen, había caminado detrás de él, durante un largo paseo, imaginándose cómo sería hablarle, sin atreverse a hacerlo. "... El hecho de que veinte años más tarde usted de verdad hablara conmigo es un fragmento de utopía realizada tal como puede ser otorgado apenas una vez...", le confiesa Adorno en una carta de 1945. ¿Qué era Mann para Adorno, en el momento de conocerlo? "Cuando lo encontré a usted aquí, en la remota costa oeste, tuve la sensación de estar, por primera y única vez, en persona, frente a la tradición alemana de la cual he recibido todo: incluso la capacidad de resistir a esa tradición...". Después de decir dos veces en la misma carta que el conocer a Mann fue una de esas cosas que suceden "sólo una vez", Adorno agrega que a la felicidad que le dio conocerlo —felicidad que, cree, nunca va a abandonarlo— los teólogos la llamarían bendición. ¿Qué era Adorno para Mann, después de que lo conoce aquella noche, en casa de los Horkheimer, y se entera de que no sólo es doctor en filosofía, sino que ha estudiado composición con Alban Berg y piano con Eduard Steuermann? Como Mann, por entonces, se encuentra escribiendo Doctor Faustus, una novela donde el protagonista (Adrian Leverkühn) compone música dodecafónica, es obvio que el encuentro le tiene que haber parecido providencial. Adorno, además, se ofrece a asesorarlo antes de que Mann se lo pida. El asesoramiento consiste, en sus inicios, en recomendarle textos ajenos (como los de Julius Bahle y Willi Reich) y, fundamentalmente, en hacerle llegar los suyos: su libro sobre Kierkegaard (1933), Minima moralia, en etapa de gestación, tres capítulos del Ensayo sobre Wagner (escrito en 1937/8 y publicado recién en 1952), el artículo "El estilo de madurez de Beethoven" (1937), la monografía sobre Alban Berg (en la versión de 1937), y el manuscrito de la que será la primera parte de Filosofía de la nueva música (1949), titulado "Schönberg o el progreso".La lectura de los escritos de Adorno es lo que inicia la relación epistolar. Mann queda impresionado y se lo hace saber de una manera que después se volverá en su contra, porque lo que aprecia de Adorno —su conocimiento musical— lo aprecia en la medida en que él no lo tiene y lo necesita para la ocasión. Eso hace que Adorno se sienta tan halagado como imprescindible. En este momento de su vida, el hecho de que un escritor admirado por él lo requiera como consejero secreto, confesándole que sus conocimientos de música llegan hasta el romanticismo tardío, le sirve como confirmación de un talento del que antes otros, también admirados por él (Krakauer, Benjamin, Horkheimer), lo habían hecho sabedor, al convertirlo rápidamente en un par. Pero esta vez el halago le llega junto con el ofrecimiento de una tarea que, por su anonimato y, sobre todo, por su instrumentalidad, no augura que lo traten como un igual.Imaginar la música ajenaLa instrumentalidad de la tarea se debe a que Mann no sólo usa las ideas de Adorno para redactar las conferencias de Wendell Kretzschmar sobre Beethoven del capítulo ocho, sino que le pide un trabajo de invención musical que contribuirá esencialmente a que la novela sea lo que su autor quiere: una novela sobre la situación del arte. Mann le da a Adorno los títulos de las obras que, en la ficción de Doctor Faustus, compone Adrian Leverkühn ("Apocalipsis cum figuris", según los quince grabados de Durero, por ejemplo), y él debe imaginarlas. "Imaginarlas" —confiesa Adorno— implica el mismo esfuerzo que componerlas, aunque lo que tenga que entregar sea un texto mecanografiado con descripciones de obras inexistentes que deben parecer existentes, como para que Mann nunca tenga que soportar la por él tan temida "risita arrogante" del "especialista en música, siempre muy orgulloso de su ciencia secreta".El anonimato de la tarea de Adorno, a su vez, lo hace inevitable la forma de trabajo de Mann. Ni bien iniciada la colaboración, Mann le advierte a Adorno lo que necesariamente va a pasar con el principio del montaje, del que él hace uso en sus novelas, cuando sea aplicado a sus aportes. Cómo procede con el montaje se lo explica en la carta 5, de manera muy gráfica: él pega un fragmento de un texto ajeno y deja que se borren los bordes. Todo lo que él, como lector culto, reconoce como un fragmento de otro, digno de pertenecer a su novela, y lo pega en ella, también lo reconocerán —como digno y como pegado— los lectores cultos que la lean. El hecho de que los fragmentos que elige pegar (las cartas de Nietzsche, los sonetos de Shakespeare) estén sacados de textos conocidos —o conocidos para su círculo de lectores—, convierte al montaje en un procedimiento artístico o, como él lo llama, en un "plagio superior". Aun si alguien no reconociera los bordes borrados del fragmento, disfrutaría de leerlo. Pero todo lo que Mann toma en préstamo de Adorno no hay posibilidad alguna de que alguien lo reconozca como un material pegado. ¿Quién puede reconocer la filosofía de la música de un filósofo todavía ignoto? ¿Quién puede darse cuenta de que las obras de Adrian Leverkühn no las ha imaginado el propio Mann, si están cortadas y pegadas de manuscritos que Adorno redacta especialmente para la novela? Sólo la posteridad podría hacerle justicia a su colaboración —le dice Mann a Adorno, y le aclara—, "si la hay". De hecho, cuando se publica Doctor Faustus, en 1947, Adorno recibe un ejemplar firmado, con una dedicatoria ("a mi consejero secreto") que bien podría leerse como una expresión de deseos de que haya tal posteridad.En los años que siguieron a la publicación del libro, Mann no deja de agradecerle a Adorno lo que hizo por él. Lo primero que hace es enviarle los artículos especializados en los que se elogian los conocimientos musicales de Mann, de manera tal que él los lea como si estuvieran dirigidos a su persona. La actitud de Mann hacia Adorno cambia notablemente a partir de la recepción del libro. El hecho de haber pasado frente a la crítica especializada por un conocedor de la música contemporánea lo lleva a valorar más tanto al consejero secreto como a la propia perspicacia al haberlo tenido. Lo segundo que hace Mann para mostrarle su gratitud a Adorno es más contundente aún: en 1948 decide escribirle a la editorial Mohr, recomendando la publicación de Filosofía de la nueva música, el libro cuya primera parte, sobre Schönberg, tanto le sirvió para su Doctor Faustus. Le cuenta a Adorno de su intención y éste le agradece, muy conmovido, aunque le pide por favor que, si va a hablar de su papel de consejero secreto, destaque más su aporte de "fantasía e ideas" que el de información musical. La falsa modestia nunca estuvo, en ninguna etapa de la vida de Adorno, entre los rasgos de su personalidad. Mann, por su parte, lo elogia de la manera en que le es más conveniente a él, sin hacer demasiado caso al pedido de Adorno, pero los adjetivos con los que compensa el no hablar de "fantasía e ideas" difícilmente pudieran dejar disconforme al recomendado: "... El Dr. Adorno es una de las mentes más sutiles, agudas y críticamente profundas que producen en la actualidad (...) Conozco muy bien su obra: en determinadas partes me procuró incentivo y enseñanza para mi novela...". El tercer gesto de agradecimiento cambia de escala y se parece más que nunca a la justicia que antes sólo podía esperarse de la posteridad. En 1949 Mann publica Los orígenes del Doctor Faustus, donde "saca a la luz" definitivamente al consejero musical, que deja así de ser secreto. No obstante, Mann omite hablar de ciertas ocurrencias concretas de Adorno, como aquella que tuvo para el "Apocalipsis cum figuris". En esa pieza ficticia, lo disonante correspondía al cielo, y lo armónico y tonal, al infierno (tal como escribe Mann en su diario, publicado póstumamente).La ira de SchönbergDe todos modos, Adorno había imaginado las obras de Leverkühn valiéndose de una técnica compositiva que no le pertenecía tampoco a él. De ahí que Schönberg, su verdadero autor, después de leer Doctor Faustus, no sólo se sienta ofendido por la atribución de su invento al protagonista de la novela, sino que le exija a Mann justicia antes de que él piense en ofrecérsela. Para satisfacer el deseo de Schönberg de "verse protegido contra la incapacidad de los historiadores de la música de cualquier época" —según sus propias palabras—, en las ediciones posteriores a la de 1947, Mann incluye una nota, dirigida al lector, en la que lo informa de que "... el tipo de composición descripto en el capítulo 22, llamado técnica dodecafónica o serial, en realidad es la propiedad intelectual de un compositor y teórico contemporáneo, Arnold Schönberg, y fue transferida por mí (...) al héroe de la novela...". Cuando Schönberg lee la nota, no puede creer que Mann "empequeñezca su obra y su figura" llamándolo "un compositor y teórico contemporáneo". Envía entonces una carta abierta al Saturday Review of Literature, en la que busca ajustar cuentas tanto con Mann ("... en dos o tres décadas se sabrá quién de nosotros dos fue el contemporáneo del otro...") como con Adorno ("... el asesor fue un alumno de mi fallecido amigo Alban Berg, el señor Wiesengrund-Adorno. Este se encontraba muy al corriente de los verdaderos detalles de la técnica y así estaba capacitado para darle al señor Mann una descripción bastante exacta de aquello que un lego —el escritor— necesitaba para hacerle creer a otro lego —el lector— que él entendía de qué se trataba..."). La revista le manda a Mann una copia de la carta, con el propósito de que la conteste, y Mann, a su vez, se la manda a Adorno. Schönberg se incorpora así como tema de la correspondencia. Tres años después, en 1951, a ambos los sorprende la muerte del compositor, sin que se hayan reconciliado con él en forma pública. De hecho, según Mann, fue el propio Schönberg el que le pidió que dejaran la reconciliación para cuando cumplieran ochenta años: mientras tanto, era mejor que el mundo pensara que seguían peleados, ya que lo que habían hecho con él seguía siendo incorrecto.Mann y Adorno continúan escribiéndose hasta la muerte del escritor (1955). En los últimos años (entre 1950 y 1955) no vuelven a verse. Que en 1949 Adorno regrese a Alemania, mientras que Mann decide no hacerlo, se les vuelve tanto un obstáculo para el encuentro como un tema de conversación para las cartas, cada vez más espaciadas. La discusión sobre si había —o no— que volver a Alemania mantiene viva, en gran parte, la relación epistolar entre estos dos hombres que ahora se declaran por igual muy ocupados y que se disculpan, cada vez que se escriben, por el tiempo que pasó desde la última carta. Para Mann, Adorno ya ha dejado de ser el ignoto filósofo que le presentaron los Horkheimer en aquella cena de 1943 y se ha convertido en un autor del que se "devora" cada libro que le llega. Para Adorno, Mann es un escritor al que sigue admirando, pero frente al cual se siente en condiciones de hablarle de igual a igual. En 1954 Mann y Adorno se escriben sólo dos cartas (en 1953, directamente, no se habían escrito). En una, Adorno se atreve a criticar —y no sólo a elogiar— La engañada, por entonces la última novela de Mann (así como Mann, en 1952, le había criticado a Adorno aspectos musicales del Ensayo sobre Wagner).Si uno se pregunta al conocimiento de quién de los dos, de Mann o de Adorno, contribuye la lectura de esta correspondencia, la respuesta, sin duda, es "de Adorno" (de hecho, se la publica en alemán en 2002, como un tomo de su legado póstumo). Pero hay una información extra que los editores (Christoph Gödde y Thomas Sprecher) no incluyeron en el tomo, y que las biografías de Adorno —aparecidas en 2003, a los cien años de su nacimiento— enfatizaron: qué era lo que cada uno pensaba del otro y no se lo decía a él, sino a un tercero. Cuando, en 1968, Erika Mann publica el último tomo de la correspondencia de su padre (la de los años 1948-1955), Adorno, obviamente, la lee, y encuentra allí dos cartas, dirigidas al historiador de la literatura Jonas Lesser, en las que se habla mal de él. Mann lo critica por presumir de su colaboración en Doctor Faustus, como si se considerara el coautor de la novela. Enterado así de que Mann no pensaba de él lo mismo que le decía en sus cartas, Adorno le escribe a un amigo: "me siento difamado desde la tumba". Erika —igual que su madre, Katia— detestaba a Adorno desde las épocas en que todavía era el consejero secreto del Doctor Faustus. La publicación de esas dos cartas quizá haya sido una venganza cruel y tardía contra alguien que le hizo sentir que se consideraba muy superior a ella y más digno de acaparar la atención intelectual de su padre. No obstante, en lo que respecta a la vanidad de Adorno, ninguno de los Mann se equivocaba.

Fuente: Clarin, Revista Ñ

García Márquez según Coetzee

El sudafricano J. M. Coetzee, Premio Nobel de Literatura, desarrolla aquí un análisis a fondo de "Memoria de mis putas tristes", de García Márquez, también Premio Nobel: la relación platónica de un nonagenario con una chica virgen, ya presente en "El amor en los tiempos del cólera", redime al protagonista de una atracción sexual repudiada socialmente y se inscribe en la tradición idealista: La novela de Gabriel García Márquez El amor en los tiempos del cólera termina mientras Florentino Ariza, unido por fin a la mujer que amó desde lejos toda su vida, recorre el río Magdalena en un vapor en el que ondea la bandera amarilla del cólera. Tienen setenta y seis y setenta y dos años respectivamente. A los efectos de brindar toda su atención a su adorada Fermina, Florentino tuvo que romper su relación con una chica de catorce años de la que era tutor y a la que había iniciado en los misterios del sexo durante citas dominicales en su departamento de soltero (la joven aprende rápido). Rompe con ella en una heladería, sundae de por medio. Perpleja y desesperada, la chica se suicida con discreción, llevándose su secreto a la tumba. Florentino derrama una lágrima en privado y siente intermitentes punzadas de dolor por la pérdida, eso es todo.América Vicuña, la chica a la que un hombre mayor seduce y abandona, es un personaje salido de Dostoievsky. El marco moral de El amor en los tiempos del cólera, un trabajo de considerable peso emocional pero de todos modos una comedia, de la variedad otoñal, no tiene la amplitud necesaria para contenerla. En su decisión de tratar a América como un personaje menor, una más de la larga lista de amantes de Florentino, y de no explorar las consecuencias de la afrenta, García Márquez se adentra en un territorio inquietante en términos morales. De hecho, hay indicios de que no está seguro de cómo manejar la historia de la joven. Su estilo verbal suele ser enérgico, ágil, creativo y característico, pero en las escenas de las tardes de domingo entre Florentino y América encontramos ecos de la Lolita de Vladimir Nabokov. Florentino desviste a la chica "pieza por pieza con engañifas de bebé: primero estos zapatitos para el osito, (...) después estos calzoncitos de flores para el conejito, y ahora un besito en la cuquita rica de su papá."Florentino es un solterón, poeta aficionado, escritor de cartas de amor, asiduo concurrente a conciertos, de hábitos algo mezquinos y tímido con las mujeres. Sin embargo, a pesar de su timidez y su falta de atractivo físico, en el transcurso de medio siglo de seducción subrepticia hace 622 conquistas, de las que lleva registro en una serie de cuadernos.En todos esos sentidos, Florentino se parece al narrador sin nombre de Memoria de mis putas tristes. Al igual que su predecesor, este hombre lleva una lista de sus conquistas con miras a un libro que planea escribir. Su lista llega a las 514 antes de renunciar a seguir contando. Luego, a una edad avanzada, descubre el verdadero amor, no en una mujer de su propia generación, sino en una chica de catorce años.Los paralelismos entre ambos libros, publicados con veinte años de diferencia, son tan llamativos que es imposible ignorarlos. Sugieren que, en Memoria de mis putas tristes, García Márquez puede haber intentado otra versión de la historia artística y moralmente insatisfactoria de Florentino y América en El amor en los tiempos del cólera.El relato que nos brinda, que cubre el tormentoso nonagésimo primer año de su vida, pertenece a un subgénero específico de las memorias: la confesión. Tal como se ejemplifica en las Confesiones de San Agustín, la confesión cuenta la historia de una vida dilapidada que culmina en una crisis interior y en una experiencia de conversión seguida de un renacimiento espiritual a una existencia nueva y más rica. En la tradición cristiana, la confesión tiene un marcado propósito didáctico. Miren mi ejemplo, dice: vean cómo, a través de la misteriosa intervención del Espíritu Santo, hasta un ser tan despreciable como yo puede salvarse.Sin duda nuestro héroe malgastó los primeros noventa años de su vida. No sólo dilapidó su herencia y su talento, sino que su vida emocional también fue de una notoria aridez. Nunca se casó (estuvo comprometido hace mucho tiempo, pero abandonó a su novia a último momento). Nunca se acostó con una mujer sin que mediara un pago: hasta cuando la mujer no quiso el dinero, él la obligó a aceptarlo, convirtiéndola así en otra de sus putas. La única relación perdurable que tuvo fue con su criada, a la que invariablemente monta una vez por mes mientras ella lava la ropa, siempre "en sentido contrario", lo que le permite a ésta, ya vieja, asegurar que sigue estando virgo intacta.Para su nonagésimo cumpleaños se promete un festín: sexo con una joven virgen. Una celestina llamada Rosa, a la que conoce desde hace mucho tiempo, lo introduce en una habitación de su prostíbulo en la que una chica de catorce años yace lista para él, desnuda y narcotizada.La primera reacción del experimentado libertino al ver a la chica es inesperada: terror y confusión, un impulso de salir corriendo. Sin embargo, se acuesta a su lado y trata con indiferencia de explorar entre sus piernas. Ella se aparta dormida. Carente de deseo, él empieza a cantarle:"La cama de Delgadina de ángeles está rodeada." Pronto empieza también a rezar por ella. Luego se queda dormido. Cuando se despierta, a las cinco de la mañana, la joven yace con los brazos abiertos en cruz, "dueña absoluta de su virginidad." La celestina lo llama por teléfono, se burla de su pusilanimidad y le ofrece una segunda oportunidad de demostrar su hombría. El se niega. "Ya no sirvo", dice, y de inmediato se siente aliviado, "por fin a salvo de una servidumbre" —servidumbre del sexo— "que me mantenía subyugado desde mis trece años." Pero Rosa insiste hasta que él cede y vuelve al prostíbulo. Nuevamente la chica está dormida, y una vez más él se limita a secarle el cuerpo transpirado y cantar: "Delgadina, Delgadina..." Su canto no carece de matices sombríos: en el cuento de hadas, Delgadina es una princesa que tiene que escapar a los avances amorosos de su padre.Vuelve a su casa en medio de una fuerte tormenta. Un gato que adoptó hace poco parece haberse convertido en una presencia satánica en la casa. La lluvia se cuela por agujeros del techo, se rompe un caño, el viento hace trizas las ventanas. Mientras lucha por salvar sus adorados libros, advierte que la figura fantasmal de Delgadina está a su lado, ayudándolo. Ahora está seguro de que encontró el verdadero amor, el "primer amor de mi vida a los noventa años."En su interior tiene lugar una revolución moral. Enfrenta la mezquindad, la bajeza y la obsesión de su vida pasada y la repudia. Se convierte, dice, en "otro." Es el amor lo que mueve el mundo, empieza a darse cuenta, no tanto el amor consumado como el amor en sus múltiples formas no correspondidas. Su columna del diario se transforma en un himno a los poderes del amor, y el público lector responde con elogios.Durante el día —si bien nunca lo presenciamos—, Delgadina, como una verdadera heroína de cuento de hadas, pega botones en una fábrica. Por la noche vuelve a su cuarto del prostíbulo, que su amante ya adornó con pinturas y libros (tiene vagas ambiciones de educarla), y duerme castamente a su lado. El le lee relatos en voz alta. Cada tanto, ella musita palabras en sueños. A él, sin embargo, no le gusta su voz, que suena como la voz de una extraña que habla en su interior. La prefiere inconsciente.La noche del cumpleaños de ella tiene lugar una consumación erótica sin penetración:... la besé por todo el cuerpo hasta quedarme sin aliento. (...) A medida que la besaba aumentaba el calor de su cuerpo y exhalaba una fragancia montuna. Ella me respondió con vibraciones nuevas en cada pulgada de su piel, y en cada una encontré un calor distinto, un sabor propio, un gemido nuevo, y toda ella resonó por dentro con un arpegio y sus pezones se abrieron en flor sin tocarlos.Luego sobreviene la desgracia. Uno de los clientes del prostíbulo es apuñalado, llega la policía, el escándalo es inminente, y es necesario hacer desaparecer a Delgadina. El amante recorre la ciudad en su busca, pero no puede hallarla. Cuando por fin reaparece en el prostíbulo, parece varios años mayor, y perdió su aire inocente. El estalla en una tormenta de celos y se aleja.Pasan los meses y su ira declina. Una antigua novia le da un sabio consejo: "No te vayas a morir sin probar la maravilla de tirar con amor." Su nonagésimo primer cumpleaños llega y pasa. Se reconcilia con Rosa. Ambos acuerdan que legarán sus bienes terrenales a la joven, que, sostiene Rosa, se enamoró locamente de él. Con regocijo, el jubiloso enamorado contempla "por fin la vida real."Las confesiones de tal alma renacida pueden haberse escrito, como él dice, para aliviar su conciencia, pero el mensaje que transmiten no es de ningún modo que deberíamos renunciar a los deseos carnales. El dios que él ignoró toda su vida es en realidad el dios por cuya gracia se salvan los viles, pero es al mismo tiempo un dios de amor, que puede lanzar a un ex pecador a la búsqueda del "amor loco" con una virgen —"el deseo de aquel día fue tan apremiante que me pareció un recado de Dios"— y luego infundirle reverencia y terror cuando pone la vista por primera vez en su presa. A través de ese acto divino, se convierte al instante de frecuentador de putas en adorador de vírgenes que venera el cuerpo dormido de la joven como un simple creyente podría venerar una estatua o una imagen: le canta, le lleva flores, le reza.Las experiencias de conversión siempre tienen algo de inmotivado: se caracterizan por el hecho de que el pecador está tan cegado por la lujuria, la codicia o la soberbia, que la lógica psicológica que lleva al momento decisivo de su vida sólo se le hace visible en retrospectiva, cuando ya tiene los ojos abiertos. Es así que hay un grado de incompatibilidad constitutiva entre la narrativa de la conversión y la novela moderna, perfeccionada en el siglo XVIII, que hace hincapié en el carácter más que en el alma e intenta mostrar paso a paso, sin grandes saltos ni intervenciones sobrenaturales, cómo aquél al que antes se denominaba el héroe o la heroína pero que ahora se llama, con mayor propiedad, personaje central, recorre su camino de principio a fin.A pesar de que le colocaron la etiqueta de "realista mágico", García Márquez trabaja en la tradición del realismo psicológico, cuya premisa es que los actos de una mente individual tienen una lógica que puede seguirse. El mismo destacó que su llamado realismo mágico es sólo una cuestión de contar historias inverosímiles sin inmutarse, un truco que aprendió de su abuela en Cartagena, y que aquello que a los extranjeros les resulta inverosímil en sus relatos suele ser algo habitual en la realidad latinoamericana. Ya sea que ese argumento nos parezca falso o no, el hecho es que la mezcla de lo fantástico y lo real —o, para ser más exactos, la elisión de la disyunción que separa "fantasía" y "realidad"— que provocó tanto revuelo cuando se publicó Cien años de soledad, en 1967, se convirtió en algo muy común en la novela mucho más allá de las fronteras de América latina.¿El gato de Memoria de mis putas tristes es sólo un gato o es un visitante del infierno? ¿Delgadina acude en auxilio de su amante la noche de la tormenta o éste, bajo el hechizo del amor, sólo imagina su visita? ¿Esa bella durmiente es sólo una chica de clase trabajadora que se gana unos pesos extra o es una criatura de otro mundo en el que las princesas bailan toda la noche, las hadas llevan a cabo proezas sobrenaturales y las hechiceras duermen a las doncellas? Exigir respuestas unívocas a preguntas como esas es tergiversar la naturaleza del arte del narrador. A Roman Jakobson le gustaba recordarnos la fórmula que usaban los narradores tradicionales de Mallorca como preámbulo a sus presentaciones: fue y no fue así.Lo que a los lectores modernos les resulta más difícil de aceptar, dado que no tiene una aparente base psicológica, es que el mero espectáculo de una chica desnuda pueda generar un gran cambio espiritual en un anciano depravado. La disposición del anciano a la conversión puede cobrar más sentido psicológico si consideramos que su existencia se remonta más allá del comienzo de sus memorias, a la ficción anterior de García Márquez, y específicamente a El amor en los tiempos del cólera.En comparación con el resto de los textos de García Márquez, Memoria de mis putas tristes no es un gran logro. Su insignificancia no es sólo producto de su brevedad. Crónica de una muerte anunciada (1981), por ejemplo, si bien tiene más o menos la misma extensión, es una adición significativa al canon de García Márquez: un relato compacto y atrapante que es, al mismo tiempo, una clase magistral vertiginosa sobre cómo pueden construirse múltiples historias —múltiples verdades— para dar cuenta de los mismos hechos.Memoria..., sin embargo, tiene un objetivo audaz: hablar en defensa del deseo de hombres mayores por chicas menores de edad, vale decir, hablar en defensa de la paidofilia, o por lo menos mostrar que la paidofilia no tiene por qué ser un callejón sin salida para el amante o la amada. La estrategia conceptual que García Márquez emplea con ese fin es demoler el muro que se levanta entre la pasión erótica y la pasión de la veneración, tal como se manifiesta sobre todo en los cultos de la virgen, que son tan fuertes en el sur de Europa y en América latina y tienen un marcado trasfondo arcaico, precristiano en el primer caso, precolombino en el segundo (como lo hace evidente la descripción que su amante hace de ella, Delgadina tiene algo de la fuerte naturaleza de una diosa virgen arcaica: "la nariz altiva, las cejas encontradas, los labios intensos. (...) Un tierno toro de lidia.")Una vez que aceptamos que existe una continuidad entre la pasión del deseo sexual y la pasión de la veneración, lo que en un primer momento es un deseo "malo", como el que practica Florentino Ariza con su pupila, puede, sin cambiar su esencia, transformarse en deseo "bueno", como el que siente el amante de Delgadina, y constituir así el germen de una nueva vida para él. En otras palabras, Memoria de mis putas tristes cobra sentido como una suerte de suplemento de El amor en los tiempos del cólera en el que el violador de la confianza de la niña virgen se convierte en su fiel adorador.2.Cuando Rosa oye que a su empleada de catorce años se le dice Delgadina (de delgadez), se sorprende y trata decirle a su cliente el nombre verdadero y prosaico de la chica. Pero éste no quiere escucharla, así como prefiere que la chica no hable. Cuando, después de su larga ausencia del prostíbulo, Delgadina reaparece maquillada y enjoyada, su amante está indignado: ella lo traicionó, y traicionó también su propia naturaleza. En ambos incidentes vemos que aspira a que la joven tenga una identidad inmutable, la identidad de una princesa virgen.La inflexibilidad del anciano, su insistencia en que su amada se atenga a la forma en que él la idealizó, tiene un precedente en la literatura hispánica. Ateniéndose a la regla de que todo caballero andante debe tener una dama a la que dedicar sus proezas, el anciano que se autodenomina Don Quijote se declara servidor de la dama Dulcinea del Toboso. Dulcinea tiene una leve relación con una campesina del pueblo del Toboso a la que Don Quijote miró con interés en el pasado, pero es básicamente una figura de fantasía que él creó, tal como se creó a sí mismo. El libro de Cervantes comienza inscribiéndose en el género caballeresco, pero se convierte en algo más interesante: una exploración del misterioso poder de lo ideal de resistir las decepcionantes confrontaciones con lo real. El retorno del Quijote a la cordura al final del libro, su abandono del mundo ideal que con tanto valor trató de habitar y su regreso al mundo real de sus detractores, consterna a todos los que lo rodean, y también al lector. ¿Es eso lo que queremos: renunciar al mundo de la imaginación y volver a instalarnos en el tedio de la vida en un rincón rural de Castilla?El lector de Don Quijote nunca puede estar seguro de si el héroe de Cervantes es un loco bajo los efectos de un delirio, si, por el contrario, interpreta un papel de forma consciente, o si su mente oscila de manera impredecible entre estados de delirio y de conciencia. Hay momentos en que don Quijote parece sostener que la dedicación a una vida de servicio puede hacer de nosotros mejores personas, sin importar si ese servicio se le presta a una ilusión. "De mí sé decir que después que soy caballero andante", dice, "soy valiente, comedido, liberal, bien criado, generoso, cortés, atrevido, blando, paciente (y) sufridor de trabajos." Si bien se pueden tener reservas en relación a si fue tan valiente, comedido, etc. como él asegura, no se puede ignorar la sofisticada afirmación que hace sobre el poder que puede tener un sueño de dar bases a nuestra vida moral, ni negar que desde el día en que Alonso Quijano asumió su identidad caballeresca el mundo fue un lugar mejor o, si no mejor, por lo menos más interesante, más animado.A primera vista, don Quijote parece un personaje bizarro, pero la mayor parte de quienes entran en contacto con él terminan a medias convertidos a su forma de pensar y, por lo tanto, haciéndose quijotescos. Si hay algo que enseña don Quijote es que, en aras de un mundo mejor y más animado, no sería mala idea cultivar nuestra capacidad de disociación, no necesariamente con control consciente, si bien ello podría llevar a los extraños a concluir que sufrimos de delirios intermitentes.Los diálogos entre don Quijote y el Duque y la Duquesa, en la segunda mitad del libro de Cervantes, exploran en profundidad qué significa dedicar nuestras energías a vivir un ideal y, por lo tanto, una vida que tal vez sea irreal (fantástica, ficticia). La Duquesa plantea la cuestión clave con amabilidad pero también con firmeza: ¿No es verdad que Dulcinea "no es en el mundo, sino que es dama fantástica, que vuesa merced (es decir, Don Quijote) la engendró y parió en su entendimiento"?"Dios sabe si hay Dulcinea, o no, en el mundo", contesta don Quijote, "o si es fantástica, o no es fantástica; y éstas no son de las cosas cuya averiguación se ha de llevar hasta el cabo. (Pero) Ni yo engendré ni parí a mi señora".La prudencia ejemplar de la respuesta de Quijote da la pauta de un conocimiento más que superficial por su parte del largo debate sobre la naturaleza del ser desde los presocráticos hasta Tomás de Aquino. Incluso si se admite la posibilidad de la ironía autoral, don Quijote parece sugerir que, si aceptamos la superioridad ética de un mundo en el que la gente actúa en nombre de ideales sobre un mundo en el que la gente actúa en nombre de intereses, entonces las incómodas preguntas ontológicas como las de la Duquesa bien podrían postergarse o hasta barrerse bajo la alfombra.El espíritu de Cervantes está arraigado en la literatura española. En la transformación de la joven obrera anónima en la virgen Delgadina no es difícil ver el mismo proceso de idealización por el cual la campesina del Toboso se convierte en la dama Dulcinea, así como tampoco en la preferencia del héroe de García Márquez de que el objeto de su amor permanezca inconsciente y mudo cuesta distinguir el mismo desagrado por el mundo real en toda su obstinada complejidad que mantiene al Quijote a una segura distancia de su señora. Así como don Quijote puede aducir que se convirtió en una persona mejor sirviendo a una mujer que no sabe de su existencia, el anciano de Memoria... puede proclamar que llegó al umbral de "por fin la vida real" aprendiendo a amar a una joven a la que en verdad no conoce y que sin duda no lo conoce a él. (El momento más cervantino de la Memoria se produce cuando su autor ve la bicicleta en la que su amada va —o se dice que va— a trabajar, y en el hecho de esa bicicleta real descubre "la prueba tangible" de que la chica con nombre de cuento de hadas —cuya cama compartió noche tras noche— "existía en la vida real.")En su autobiografía, Vivir para contarla, García Márquez narra la historia de la composición de su primer trabajo de ficción extenso, la nouvelle titulada La hojarasca, de 1955. Una vez terminado el manuscrito, se lo mostró a su amigo Gustavo Ibarra, quien, para consternación suya, destacó que la situación dramática —la lucha por conseguir que se enterrara a un hombre contra la oposición de las autoridades cívicas y clericales— estaba tomada de la Antígona de Sófocles. García Márquez releyó Antígona "con una rara mezcla de orgullo por haber coincidido de buena fe con un escritor tan grande y de dolor por la vergüenza pública del plagio." Antes de la publicación, hizo una drástica revisión del manuscrito e incorporó un epígrafe de Sófocles que señalaba su deuda.Sófocles no es el único escritor que dejó una huella en García Márquez. Su ficción anterior tiene tal deuda con William Faulkner que, con toda justicia, puede llamárselo el discípulo más devoto de Faulkner.En el caso de Memoria, es evidente la deuda con Yasunari Kawabata, que en 1968 ganó el Nobel de Literatura. En 1982, García Márquez escribió un cuento, "El avión de la bella durmiente", en el que se alude a Kawabata de manera específica. Sentado en la primera clase de un avión que atraviesa el Atlántico junto a una mujer joven de extraordinaria belleza que duerme durante todo el viaje, el narrador de García Márquez recuerda una novela de Kawabata sobre hombres que envejecen y pagan para pasar la noche con chicas dormidas y narcotizadas. Como trabajo de ficción, el cuento "El avión de la bella durmiente" no está desarrollado; no es más que un boceto. Tal vez por esa razón García Márquez se siente en libertad de reutilizar la situación básica —el admirador que ya no es joven junto a la chica que duerme— en Memoria de mis putas tristes.En La casa de las bellas durmientes, de Kawabata (1961), un hombre que se acerca a la vejez, Yoshio Eguchi, recurre a una celestina que proporciona chicas drogadas a hombres con gustos especiales. Durante cierto lapso de tiempo, éste pasa la noche con varias de tales chicas. Las normas de la casa que prohíben la penetración sexual resultan superfluas, dado que en su mayor parte los clientes son viejos e impotentes. Eguchi, sin embargo, como se dice a sí mismo una y otra vez, no es ninguna de las dos cosas. Juega con la idea de romper las reglas, de violar a una de las chicas, de embarazarla, hasta de asfixiarla, como forma de demostrar su virilidad y de desafiar a un mundo que trata a los ancianos como si fueran niños. Al mismo tiempo, le atrae la idea de tomar una sobredosis y morir en los brazos de una virgen.La nouvelle de Kawabata es un estudio de las actividades del eros en la mente de un sensualista intenso y consciente de sí, extremada y tal vez mórbidamente sensible a los olores, fragancias y matices del tacto, absorto en la singularidad física de las mujeres con las que está en íntimo contacto, propenso a evocar imágenes de su pasado sexual, que no teme pensar en la posibilidad de que su atracción por las jóvenes pueda encubrir el deseo por sus propias hijas, o en que su obsesión por los pechos femeninos pueda originarse en recuerdos infantiles.Por sobre todas las cosas, la habitación aislada que sólo contiene una cama y un cuerpo que, dentro de ciertos límites, puede manejarse o maltratarse a su antojo, sin testigos y, por lo tanto, sin riesgo alguno de que se lo humille, constituye un teatro en el que Eguchi puede verse tal como es: viejo, feo y próximo a la muerte. Sus noches con las chicas anónimas están llenas de melancolía más que de goce, de remordimiento y angustia más que de placer físico.Más que imitar a Kawabata, García Márquez le responde. Su héroe es muy diferente de Eguchi en lo que respecta a temperamento. Su sensualismo es menos complejo; es menos introspectivo, menos dado a la exploración y también menos poeta. Pero es en lo que pasa en la cama en las respectivas casas secretas donde debe buscarse la verdadera distancia que separa a García Márquez de Kawabata. En la cama con Delgadina, el anciano de García Márquez descubre una alegría nueva y enaltecedora. A Eguchi, en cambio, sigue pareciéndole un misterio frustrante que los cuerpos femeninos inconscientes, cuyo uso puede comprarse por hora y de cuyos miembros inanimados, semejantes a los de un maniquí, el cliente puede disponer, tengan tal poder sobre él que lo hagan volver a la casa una y otra vez.El tema en el caso de todas las bellas durmientes es, por supuesto, qué pasará cuando despierten. En el libro de Kawabata no hay, hablando en términos simbólicos, ningún despertar: la sexta y última de las chicas de Eguchi muere a su lado, intoxicada como consecuencia de la dosis de droga con que la durmieron. En el caso de García Márquez, en cambio, Delgadina parece haber absorbido por la piel todas las atenciones que se le dispensaron y estar a punto de despertar, dispuesta a su vez a amar a su adorador.La versión de García Márquez del cuento de la bella durmiente es, entonces, mucho más optimista que la de Kawabata. De hecho, el carácter abrupto de su final parece cerrar los ojos de forma deliberada a la cuestión del futuro de todo anciano con un amor joven, una vez que se permite que la amada descienda de su pedestal de diosa. Cervantes hace que su héroe visite el pueblo del Toboso y se postre ante una joven elegida casi al azar como encarnación de Dulcinea. Se lo recompensa por sus trabajos con una andanada de escarnio campesino sazonado con cebolla cruda, luego de lo cual se va, confundido y frustrado.No es evidente que la fábula de redención de García Márquez tenga la fuerza suficiente como para una conclusión de ese tipo. García Márquez también podría echar una mirada al "Cuento del mercader", la sardónica historia sobre un casamiento intergeneracional de los Cuentos de Canterbury de Chaucer, y en particular a su imagen de la pareja a la luz del amanecer luego del ajetreo de la noche de bodas: el viejo esposo sentado en la cama en gorro de dormir, temblorosa la piel flácida del cuello; la joven esposa a su lado, llena de irritación y fastidio.

Fuente: Clarin

Detectives al diván

¿Era Sherlock Holmes tan frío como se lo pinta o su racionalismo extremo actuaba como mecanismo de defensa contra el dolor? ¿Fue Maigret el paradigma del hombre normal? ¿No habrá una dosis de histeria detrás de la viril dureza de Marlowe? ¿Cómo se conjugaron gastronomía y depresión en Pepe Carvalho? Y más recientemente, el inspector Wallander de Mankell ¿es un maniático irrecuperable que va camino al suicidio? Entre el divertimento y la especulación literaria, Alicia Plante intenta diagnosticar los estados psíquicos, rayes y fobias de algunos de los más grandes y queridos investigadores. ¿Es en broma esta nota? ¿O es posible realizar mediciones destinadas a un psicodiagnóstico en serio a personajes de la ficción literaria? Por otra parte, ¿qué es en realidad un psicodiagnóstico? Empezando por el final, un psicodiagnóstico es el resultado de una serie de entrevistas en las cuales el sujeto responde preguntas y se somete a tests, tanto de inteligencia como proyectivos. Esta técnica es, entonces, justo lo que el nombre sugiere: una hipótesis acerca de lo que podemos esperar de ese individuo, tanto en el nivel del rendimiento intelectual como de la incidencia –y quizás interferencia– de sus mecanismos inconscientes en la forma en que reaccionará a estímulos y situaciones de diverso tipo (peligro, provocación, exigencia, agresión, dolor, frustración, placer, etc.) Siempre se privilegiarán aquellos aspectos de la personalidad que más interesan en función del destino del informe final.
Es entonces evidente que la mecánica de un psicodiagnóstico no se cumplirá hoy, ya que ninguno de los cinco detectives responderá preguntas ni se someterá a tests. Ni siquiera se echarán en un diván (porque no hace falta), pero además porque no bajarían tanto la guardia... Pero eso sí, los sentaremos imaginariamente en un diván. Por lo tanto, nos basaremos –impunemente– en la información que los cinco escritores que los crearon nos brindan al ponerlos en acción y reacción, cuando de las historias narradas surgen sus pensamientos y sentimientos y aparecen sus defensas, los rasgos de carácter, los deseos, los temores.
Esto tiene que ver con otra de las dudas del comienzo: ¿tendrán alguna seriedad nuestras conclusiones respecto de seres que se mueven con coherencia y verosimilitud dentro de la literatura pero sólo ahí? Creemos que al respecto cabe mencionar la Historia, la real, la nuestra, y a los que la hicieron, porque ellos tampoco contestan preguntas ni se sientan ante alguien que pretende explicarlos. Es probable que les resultaran indiferentes las hipótesis de todo signo con que se pretende develarlos, que se rieran de las motivaciones que se les atribuyen, de las interpretaciones con que se los inventa una y mil veces, también impunemente.
En síntesis: no, esta nota no es una broma, pero la diferencia con un psicodiagnóstico convencional se agranda como una sombra en el agua si pensamos que no atañe a nadie que esté o haya estado vivo, que se interna en la intimidad de seres que sólo existen en nuestra imaginación y se acercan a nosotros para darnos placer, algo que nunca nadie pudo medir.
Nombre:Sherlock HolmesLugar de residencia:Baker Street 27, 1er. piso, Londres, InglaterraProfesion:Se define a sí mismo como “Detective consultor”Periodo investigado:Fines del siglo XIX.
El sujeto es alto y enjuto, con labios delgados y una nariz aguileña que se destaca en su rostro como el pico de un ave. Las manos son largas y nerviosas. Fuma pipa y a veces sonríe a través de una nube de humo azul.
Identificamos en él las características que enumeramos a continuación:
Absoluta preponderancia de lo intelectual sobre lo emotivo (“es la máquina de razonar y observar más perfecta que conozco”, afirma Watson, su amigo, ayudante y cronista, que agrega en otro momento: “su inteligencia fría, llena de precisión, lo lleva a deducciones asombrosas”).
Mientras tanto, lo afectivo aparece reprimido (“si alguna vez hablaba de sentimientos tiernos lo hacía con mofa y sarcasmo”, dice Watson). Ilustra su dificultad para actuar en función de los sentimientos el caso de Irene Adler, según él la mujer, “con una cara como para dejarse matar por ella”, pero acota Watson: “Como enamorado no habría sabido estar en papel”. Aun así prefiere quedarse con la foto de ella a aceptar el pago de servicios al rey de Bohemia. “En Irene Adler –dice Watson– admiraba el ingenio y la desenvoltura, la inteligencia, que la ponía a su altura.”
A la vez, aparece una dualidad, un desdoblamiento de la personalidad frente al estímulo estético. Dice Watson: “Los dos aspectos de su temperamento se alternaban y pensé que su exactitud y astucia eran la reacción contra el humor poético y contemplativo...”.
Por otra parte, rechaza sistemáticamente la vida de sociedad (afirma el mismo Holmes: “Durante semanas permanezco en contacto sólo con mis libros”), y se reconocen en él claros rasgos narcisistas (pide a Watson que lo acompañe en una misión porque “estaría perdido sin mi Boswell” –biógrafo escocés–). En otro momento le reprocha que no destaque en las crónicas sus notables conocimientos científicos.
Hay pruebas de una adicción importante (describe Watson: “Alterna los adormilamientos de la cocaína con la impetuosa energía de su naturaleza”). El tema del control (sobre sí mismo, sobre los demás y sobre la realidad en general) es central en Sherlock Holmes. Así lo muestra, por ejemplo, su capacidad para caracterizar personajes (opina Watson: “Parecía cambiar hasta de expresión, maneras e incluso de alma”). Y también, opina, “nunca es efusivo”. Y le dice Holmes en un momento dado: “Es un asunto que me llevará sus tres buenas pipas, y le pido que no me hable durante cincuenta minutos”. Asimismo, la afición de Holmes a la apicultura revela su admiración por seres tan disciplinados (las obreras) como para morir de cansancio mucho antes de su hora. Procura ejercer el mismo control sobre los demás (“Tenga cuidado con cumplir mis órdenes al pie de la letra”, le dice a Watson). La observación y la deducción, esencia de su prestigio, le permiten, de paso, controlar su entorno.
Conclusión:Es claro que el sujeto sublimó sus intensos rasgos obsesivos. Así, la meticulosidad y la tenacidad típicas se vuelven útiles de trabajo. La asepsia afectiva contribuyó para que se transformara en el paradigma del pensamiento deductivo (son famosas sus resoluciones rápidas y asombrosas de los misterios que le presenten sus clientes o el mismísimo Scotland Yard). Sin embargo, por debajo del helado control de sus emociones, es un sentimental (desprecia al rey de Bohemia por no haberse jugado por Irene Adler). La adicción a la cocaína también sugiere una huida del dolor.
Nombre:MaigretLugar de residencia:París, FranciaProfesion:Comisario de la Sûreté Générale, ParísPeriodo investigado:De 1929 en adelante.
Conocemos a Maigret durante el intenso período de entreguerras, cuando tiene cuarenta y cinco años. En palabras de Simenon, es un hombre “alto, ancho y pesado”, con “cabello tupido color castaño oscuro” y que se mueve “desmañadamente, con cierta torpeza”. Algunas descripciones despiertan nuestra simpatía (“Se arregló lo mejor que pudo una corbata que jamás había conseguido anudarse correctamente”) y tiene tics pintorescos: es friolento y la estufa de hierro colado que ocupa el centro de su despacho debe estar todo el invierno casi al rojo porque tiene el hábito de pararse contra ella para fumar su pipa mientras analiza el caso en que trabaja. A la vez, es distraído en lo rutinario y pudo “dar la espalda a la majestuosa chimenea de mármol de aquel estudio sin notar que estaba apagada”. Es el tipo de hombre que necesita que lo cuiden y que sin proponérselo despierta ternura en muchas mujeres. La Sra. Maigret, con vivo instinto maternal, es quien cubre cabalmente esa necesidad. El es un bon vivant, un gourmet, y ama a la Sra. Maigret así como las comidas generosamente regadas con buen vino que ella le prepara. En consecuencia, el contacto con el sexo opuesto (“Lina se desnudó para provocarlo: tenía el cuerpo bello y flexible de una bailarina, pero el comisario ni se inmutó”) lo deja indiferente (pero es paternal con las mujeres que sufren o son abusadas). En lo profesional su sensibilidad no le impide actuar como un duro, capaz de continuar un seguimiento con un balazo en el costado apenas vendado con un mantel. Es muy intuitivo y su olfato es infalible: “Estaba seguro de que en algún lado había una falla”. Se mete en la piel de sus sospechosos (“Tras seguirlo varias horas Maigret conocía su silueta al detalle y había captado a fondo su carácter”). Sus casos nos procuran retratos inolvidables de las pasiones y las debilidades humanas, sobre todo en la gente común, ante la cual se muestra comprensivo y piadoso. Cuando matan a un subalterno que aprecia se enfurece, pero predomina el dolor desde el afecto (“Miró aquellos peces rojos: sólo sus bocas se abrían y cerraban, y le recordaron la boca abierta de Torrence”).
Disfruta de los amigos y de los buenos momentos (“Anoche habían recibido a los Pardon; después de comer, las mujeres intercambiaban recetas mientras los dos hombres charlaban perezosamente bebiendo licor de ciruelas de Alsacia”), y cuando debe viajar a un hermoso lugar en la Costa Azul “tiene la impresión de haberse tomado unas vacaciones irregulares” y piensa: “tendré que volver aquí a pasar unos días con mi mujer”.
Conclusión:Maigret es, diría Freud, un hombre normal (suponiendo que la categoría exista), dado que presenta rasgos de casi todos los cuadros psicopatológicos sin predominio de ninguno. En síntesis, un hombre que puede “trabajar, amar y disfrutar”. Esto le otorga una estructura de personalidad rica, variada y flexible, que le permite implementar reacciones y conductas no estereotipadas y bien adecuadas a la realidad.
Nombre:Philip MarloweLugar de residencia:Los Angeles, California, Estados UnidosProfesion:Detective privadoPeriodo investigado:A partir de 1943 hasta los años ’50.
Philip Marlowe es joven y sagaz, con ese toque a la “amante latino” de los hombres altos, fuertes y morenos. Según Raymond Chandler, su creador, “Marlowe nació en California y cursó un par de años de universidad. Su primera experiencia en la investigación la adquirió trabajando para una compañía de seguros”. Tiene “suficiente inteligencia y coraje para sobrevivir” en el medio en que lo involucran su pasión por el peligro y su desprecio por la prepotencia de los poderosos y los corruptos. Con cada historia nos sumerge en el crudo ambiente del hampa, donde los matones asesinan sin pestañear, la policía está comprada y algunas mujeres se oscurecen en la miseria de la calle y la droga, mientras otras, bellas y generalmente ajenas, viven en mansiones y frecuentan clubes nocturnos opulentos, cargados del falso lujo del estuco dorado. Es un seductor que le dice a una mujer: “Me gusta saber que hay al menos una hembra encantadora y bonita que no tiene los talones redondos”. Pero a otra que lo conmueve demasiado la aparta: “Estoy demasiado gastado para vos”. Sus oficinas, “sala de espera y sala de meditación”, están en el Edificio Cahuenga de Los Angeles, donde sus clientes lo comprometen con situaciones de las cuales a menudo sale maltrecho y tan pobre como antes, algo que intenta revertir: “Estaba pulcro, afeitado y sobrio; era en todo el detective privado como debe ser: iba a pedir cuatro millones de dólares”.
Lo caracteriza una cierta ambivalencia. Esto hará que, por un lado, actúe en función de su integridad y nobleza, y que por otro sea jugador, mujeriego e insaciable bebedor de whisky y que no haya vicio que no conozca. Es un tipo hecho a la calle, pero jamás gratuitamente violento. Su lenguaje es lacónico y cortante, pero muy expresivo: “Me sonrió pero tenía poca práctica”. A una mujer desconcertada por su dualidad, le dice: “Si no fuera duro no estaría vivo, y si no fuera suave no merecería estar vivo”. Según Chandler, Marlowe “seduciría a una duquesa pero no violaría a una virgen”; es un hombre de principios, no de fines, alguien que nunca toma distancia para protegerse, que se vulnera, un personaje casi poético “que introdujo cierto romanticismo en la banalidad de Los Angeles”, y al que quizás sería válido considerar un áspero antecedente del lirismo hippie.
Conclusión:De él dice Chandler: “Si rebelarse contra una sociedad corrupta significa ser inmaduro, entonces Philip Marlowe es absolutamente inmaduro”. Este personaje seductor –de sus lectores inclusive– tiene fuertes rasgos histéricos, quizá lo más visible cuando se lo analiza. La tenacidad para remar contra la corriente en sus investigaciones revela una cierta obsesividad, no predominante. Por otra parte, en algunas de sus reflexiones hay cierto humor amargo que sugiere un destello depresivo. Estamos nuevamente ante una personalidad “mixta”, que lo define como un individuo cercano a la utópica “normalidad”.
Nombre:Pepe CarvalhoLugar de Residencia:Vallvidrera, Barcelona, EspañaProfesion:Detective PrivadoPeriodo Investigado:De la década del ’60 hasta 1996.
En sus últimas apariciones, el personaje de Manuel Vázquez Montalbán ronda los 50 años, un hombre moreno, de bigote pesado y anteojos que agravan las cejas. En su rostro “se reflejan enormes heridas morales”. De joven estudió filosofía en Barcelona; en los años ’60 ingresó a la CIA como profesor de castellano para luego pasar a cumplir funciones de agente internacional. Eventualmente, ya fuera de la Agencia y de vuelta en España, Franco lo metió en la cárcel, acusado de comunista. Al salir, se instaló en Vallvidrera y abrió despacho de detective privado en la Rambla de Barcelona.
“El Crimen de la Botella de Champán, titulaba el periódico, y Carvalho salteó líneas buscando la marca de la botella empleada...” Un hedonista, amante de la buena bebida y de los buenos platos (“devoto del sentimiento trágico de la comida”), que sale a buscar personalmente el mejor jamón o los ajos más tiernos, cocinero compulsivo, intempestivo: “Sintió esa necesidad de solidaridad o complicidad de los cocineros amateurs cuando consideran que su obra está bien hecha: las dos y media de la mañana, no se lo piensa dos veces, tapa el guiso y salta los escalones...”; “¡Vaya horas! ¿Un incendio?” No. “Un salmis de pato...”
Un sujeto contradictorio, que disfruta de la gente sencilla y la conoce visceralmente pero descuida a Charo (la joven que ama pero a la cual no es fiel, “una puta selectiva más que selecta”, “con rubores de virgen mental”) o quema sus libros (“porque me gustaron en su tiempo y me da miedo sentir la tentación de volver a leerlos”). Sus profundos regocijos de gourmet son casi los únicos que se permite, quizás porque la pasión crea lazos poderosos, mientras que la comida crea lazos momentáneos, que sólo comprometen a pasar la receta. Y a él “la perspectiva de una vejez sin dinero suficiente para que alguien le limpiara el culo si era necesario le indignaba porque le indignaba tener miedo”... Entonces, sin decirlo, quizás sin saberlo, se defiende de la angustia ante la vejez y la muerte, única insuficiencia trascendente, y con cada espalda que muestra a lo que ama (exceptuados sus dos amigos) simula autonomía, indiferencia. De paso satisface al fantasma del padre que no se perdonaba “la jugada de haberlo traído a este mundo, a la absurda marcha desde la nada a la muerte”.
Conclusión:Estamos entonces ante un sujeto con fuerte tendencia a la depresión, que se defiende adecuadamente transformándola en melancolía y nostalgia (“... la democracia se había apiadado de su honda melancolía y habían vuelto a adosar la plaza del Padró a la base de la capilla románica, la geometría de su infancia”...) y que desarrolla ciertas fobias, naturalmente sucedáneos de la verdadera y reprimida a la muerte, y ciertas obsesiones defensivas (ahorrar lo suficiente). Su humor ácido y brillante es otra trinchera eficaz a la cual huir cuando así se lo exige la vida.
Nombre:Kurt WallanderLugar de Residencia:Ystad, costa de Escania, SueciaProfesion:Inspector de policía, Distrito de YstadPeriodo investigado:Década del ’90 en adelante.
Kurt Wallander dice tener “cuarenta y pico de años”, es corpulento, rubio, con tendencia a la obesidad. La esposa lo abandonó un año atrás; “la extraña y lo atormentan los celos”. Tiene una pobre relación con su única hija, que estudia y trabaja en Estocolmo, y teme que intente nuevamente quitarse la vida, como hizo a los quince años. Sus profundos intereses de orden ético (“trabajaban en un medio hostigado por la corrupción política y judicial, y lo que antes habían sido sospechas o suposiciones sectarias finalmente había quedado al descubierto”) y estético (“puso un disco de Maria Callas”) no le impiden estar crónicamente desinformado (“nunca sabía a ciencia cierta lo que ocurría a su alrededor”). No es un solitario sino un hombre que sufre de soledad, y a pesar del escaso brillo de su personalidad de antihéroe, de su tímido erotismo y de su ausencia total de sentido del humor, Wallander logra que deseemos acompañarlo.
En lo profesional tiene gran oficio, es perspicaz y posee una fina intuición. Sin embargo, seguramente a causa de la actitud descalificante del padre, tiene intensos accesos de inseguridad. Se plantea, por ejemplo, dejar la policía (“quizás un trabajo sólo para un tiempo”). Precisamente, la decisión del joven Kurt de ingresar en la Academia de Policía fue denigrada por el padre (“nunca pensé que tendría que sentarme a comer contigo mientras te salen gusanos de cadáveres de las mangas de la camisa”). Para él, su hijo es un fracasado, lo cual explica la relación del inspector con Rydberg, su colega y modelo, muerto recientemente, y a cuyo costado Wallander creció profesionalmente pero desde una dependencia que no logra superar: “¿Qué hago ahora?, ¿qué habría hecho Rydberg?”, se pregunta con excesiva frecuencia. Durante una investigación, en ocasión de haber matado en defensa propia, sufrió una crisis depresiva grave (abandono general, alcoholismo, insomnio, fantasías autodestructivas). Tras un año y medio comenzó a recuperarse a través del interés que le despertó un caso que ocupaba a sus colegas. Pero la angustia no desapareció y cada tanto siente “que debe hacer algo con su vida”.
La investigación de un caso lo llevó a Riga, Letonia, donde se enamoró de una mujer, Baiba Liepa. Ella pasa a encarnar sus fantasías de felicidad, pero mediante dilaciones aparentemente inevitables logra no materializarlas. Desde una actitud de culpa intensa respecto del padre porque, dice, “no lo visitaba con suficiente frecuencia”, se comprende su imposibilidad para construir desde la alegría. Por supuesto, la muerte del anciano no elimina su eficacia destructiva, instalada en la memoria del hijo. Lo alivia algo recordar el viaje a Italia que alcanzaron a hacer juntos en armonía muy relativa, ya que como siempre el anciano sólo pensó en él y desapareció varias horas del hotel para cumplir sus ritos personales.
Conclusión:Kurt Wallander tiene una estructura de personalidad maníaco-depresiva, medianamente compensada por el contacto con colegas y superiores y por las gratificaciones del trabajo. Sin embargo, su equilibrio es precario y está permanentemente en peligro de una crisis grave como la ya sufrida.
Y una última consideración:
¿Qué tienen en común los cinco, fuera de la inclinación a escarbar bajo la superficie de lo aparente? ¿Hay rasgos de personalidad constantes, es necesario ser un seductor como Marlowe, un obsesivo como Holmes, un hombre satisfecho como Maigret, un triste como Kurt Wallander? ¿Es útil quizás cocinar como los dioses que nutren a Carvalho...?
No parece. En realidad, digámoslo de una vez, cualquiera puede ser un buen detective. La única condición irrenunciable, quizás, sea que un buen escritor te invente.

Fuente: Pagina 12

El kitsh segun Saer

En 1951, en sus Observaciones sobre el kitsch, Hermann Broch escribía que al kitsch se lo identifica de buena gana con la mentira, pero el reproche recae también sobre el hombre que necesita ese espejo mentiroso para reconocerse en él y, no sin cierta satisfacción, tomar el partido de su falsedad. Y más adelante advierte: "Recordemos que el kitsch moderno está manifiestamente lejos de haber terminado su carrera victoriosa, y que también él, en particular en el cine, desborda de almíbar y de sangre..." No solamente en el cine. La actualidad en casi todos sus aspectos está tan saturada de kitsch, que es casi imposible diferenciarlo de la sociedad misma, hasta tal punto se ha transformado, tanto en el plano artístico como en el ceremonial, en el valor de referencia. En el plano artístico sería absurdo dar ejemplos, e incluso injusto, porque a decir verdad casi nadie podría tirar la primera piedra, y los dos o tres pobres diablos acusados públicamente de practicar el kitsch tendrían que entresacarse al azar de una lista tan larga que, por falta de espacio, quedaría al abrigo de la denuncia. Sin duda, la comunicación de masa es responsable en buena parte de la situación, pero el discurso y los ritos gubernamentales, el lenguaje diplomático, el carnaval académico, etcétera, etcétera, también tienen algo que ver con lo que ocurre, y el destinatario de todo ese despliegue, por el insaciable apetito de mal gusto que Broch le atribuye con tanta pertinencia, dista mucho de ser una víctima inocente. Para hablar con propiedad habría que decir no que el kitsch nació en Alemania y en el siglo XIX (como lo hace desde su punto de vista la historia del arte), sino más bien que fue identificado allí, como podría decirse de un virus que asume formas más o menos variadas en distintas latitudes, pero que tiene uno o más elementos constantes que le otorgan su identidad biológica. El contraste de almíbar y de sangre es kitsch, pero también pudo serlo la irrupción de la poético en la jerga política y diplomática, como en la expresión la paix des braves (la paz de los bravos) que pretende darle un sentido épico a la interrupción momentánea de una serie de hechos de sangre perpetrados por los beligerantes, que se autocalifican de valientes, con las armas más viciosas, cobardes y traicioneras. En esa expresión, lo kitsch no es la hipocresía, que hay que dar por sentada, sino el giro desenfadadamente poético que asume el eufemismo. Al pasar, Hermann Broch señala en su hermoso artículo que no es por casualidad que Hitler y su predecesor el káiser Guillermo II fueran partidarios fervientes del kitsch, y que Nerón lo practicó en sus mil fascetas, incluido el incendio de Roma durante el cual para el emperador el espectáculo de "los cristianos transformados en antorchas vivientes, en los jardines imperiales, tenían sin duda ciertas tonalidades artísticas, si se podían olvidar los gritos de dolor de las víctimas". Pero se trata de casos extremos: no hay que olvidar que, como Hitler, Winston Churchill también pintaba cuadros, y que cuando escribió sus memorias, por las que recibió el premio Nobel de literatura, le puso de título al volumen que contaba la inminencia de la Segunda Guerra Mundial: Se cierne la tormenta. Tal vez a Nerón y a Hitler el kitsch les quedaba chico, y sería mejor aplicarles la definición que Roland Barthes forjó para el estilo de Tácito: el barroco fúnebre. Por ahora, en el marco de la cultura occidental, dondequiera que se manifiesten sus efectos, no existe casi esfera oficial en la que el discurso, el aparato, la retórica, no estén siempre, como dice Broch, "derivando hacia la frontera donde empieza la pacotilla". Apenas comprendemos que el que los recibe hará lo que se le ocurra con ellos, en democracia como en cualquier otro sistema, las ceremonias de pasación de poderes se vuelven inexorablemente kitsch. Y lo son siempre un poco, aun cuando el virtuoso dirigente que jura ante la bandera, la Constitución o la Biblia tenga la intención de cumplir sus promesas. El elemento sacro de las ceremonias políticas es kitsch en sí mismo, es el almíbar que se combina con las sangre. Su supervivencia es más una cuestión de propaganda que de rutina o, peor aún, de creencia, pero una propaganda ya tan interiorizada que hasta los que le sacan provecho la consideran como una tradición sagrada. Los mismos que hoy en día quieren terminar de una vez por todas con el estado, sienten su corazón latir más fuerte cuando oyen el himno nacional. El protocolo del kitsch puede llegar a ser complicado. Hace unos años, se invitó en Francia al ejército alemán a participar en un desfile del 14 de julio, lo cual levantó una recia polémica entre los partidarios y los opositores a esa participación alemana en un desfile militar francés. Una sola persona, que vio el lado kitsch de la cosa, tuvo la perspicacia de contestar: "Estoy porque los alemanes participen en el desfile, pero estoy en contra de los desfiles militares". En el kitsch siempre hay un efecto de anacronismo, como en los westerns, donde una escaramuza entre vaqueros e indios insumisos viene invariablemente acompañada de música sinfónica, o en la arquitectura monumental posmoderna, en la que un enorme rascacielos remata en la altura en forma de templete griego o de pirámide vagamente maya o azteca. En el kitsch a escala gubernamental, el ojo experto percibe de inmediato que lo que lo que introduce el anacronismo es la razón de estado. Pero si, con el pretexto de que el destinatario aprecia el kitsch, alguien argumenta que la figuración estatal es necesaria para que los gobernados se identifiquen con los símbolos del gobierno, podría responderse que el buen gobernante sería más bien aquel que indujera a su gobernados a aprobar o desaprobar racionalmente sus actos y no a conformarse ciegamente con la retórica dudosa del estado. Pero también el que gobierna flota, como todo el mundo, en el barco que deriva hacia las islas de Pacotilla, con una diferencia preocupante sin embargo, la de que está convencido de tener bien agarrado el timón. Del kitsch gubernamental vive mucha gente, que podríamos llamar artistas de utilidad pública, desde los que decoran la ciudad para las fiestas, hasta los que construyen puentes y ministerios, pasando por los que dibujan las estampillas, acuñan medallas al mérito o ejecutan los monumentos que, de la noche a la mañana, aparecen en los cruces de avenidas o en las plazas. Pero los principales artistas son los dirigentes mismos, como cuando interpretan diferentes roles, leyendo textos escritos por otros o cambiando de vestimenta o de comportamiento según las circunstancias, vacaciones, discurso a la Nación, etcétera, siempre a través de esquemas invariables y acartonados. Todo esto sería risible (y lo es sin duda en pequeña escala), pero en un mundo diferente. En el nuestro, esas mascaradas pueden terminar en masacre. Tal vez el fenómeno kitsch más llamativo sea la devoción del pueblo norteamericano por su bandera, fijación obsesiva anterior al 11 de septiembre, y que es bastante curiosa cuando se está al tanto de que en Estados Unidos cada vez menos ciudadanos acuden a las urnas. Pero los norteamericanos embanderan todo, desde las chapas de los automóviles hasta las tumbas. Los presidentes se llevan la mano al corazón en presencia de la bandera, aunque con estilos diferentes. El gesto de Bill Clinton sugería una simplicidad distendida, un estilo de interpretación desdramatizada, que era en general el estilo de sus apariciones públicas. El de George Bush en cambio transpira solemnidad: la bandera, la mano en el corazón, la boca apretada, el mentón saliente, la intensidad sagrada de la situación, ni uno solo de los ingredientes del kitsch gubernamental ha sido olvidado. Se dirá que es puro teatro, pero, fingida o auténtica, esa gravedad excesiva instala un clima de amenaza. Hay que estar atentos porque, como ha ocurrido tantas otras veces, cuando se exageran los rasgos de esa retórica trasnochada, empiezan a insinuarse, impacientes y ávidos, los belfos de la bestia. Una tarde de 1967, el autor de este artículo asistió a la escena siguiente: Borges, que había viajado a Santa Fe a hablar sobre Joyce, estaba charlando animadamente en un café antes de la conferencia con un grupito de jóvenes escritores que habían venido a hacerle un reportaje, cuando de pronto se acordó de que en los años cuarenta lo habían invitado a integrar una comisión que se proponía traducir colectivamente Ulises. Borges dijo que la comisión se reunía una vez por semana para discutir los preliminares de la gigantesca tarea que los mejores anglicistas de Buenos Aires se habían propuesto realizar, pero que un día, cuando ya había pasado casi un año de discusiones semanales, uno de los miembros de la comisión llegó blandiendo un enorme libro y gritando: "¡Acaba de aparecer una traducción de Ulises!" Borges, riéndose de buena gana de la historia, y aunque nunca la había leído (como probablemente tampoco el original), concluyó diciendo: "Y la traducción era muy mala". A lo cual uno de los jóvenes que lo estaba escuchando replicó: "Puede ser, pero si es así, entonces el señor Salas Subirat es el más grande escritor de lengua española". La respuesta sugiere el lugar que ocupaba esa traducción en la cultura literaria de los jóvenes escritores argentinos durante los años cincuenta y sesenta. El libro de ochocientas quince páginas fue publicado en 1945 por la editorial Santiago Rueda de Buenos Aires, que publicó también el Retrato del artista adolescente en la traducción de Alfonso Donado (lease Dámaso Alonso). En el catálogo de esa editorial figuraban muchos otros nombres excepcionales, como Faulkner, Dos Passos, Svevo, Proust, Nietzsche, para no hablar de las obras completas de Freud en dieciocho volúmenes, presentadas por Ortega y Gasset. A finales de los años cincuenta, esos libros circulaban copiosamente entre todos aquellos a quienes les interesaban los problemas literarios, filosóficos y culturales del siglo XX. Formaban parte de los libros realmente indispensables en cualquier buena biblioteca. El Ulises de J. Salas Subirat (la inicial imprecisa le daba al nombre una connotación misteriosa) aparecía todo el tiempo en las conversaciones, y sus inagotables hallazgos verbales se intercalaban en ellas sin necesidad de ser aclaradas: toda persona con veleidades de narrador que andaba entre los dieciocho y los treinta años en Santa Fe, Paraná, Rosario y Buenos Aires los conocía de memoria y los citaba. Muchos escritores de la generación del 50 o del 60 aprendieron varios de sus recursos y de sus técnicas narrativas en esa traducción. La razón es muy simple: el río turbulento de la prosa joyceana, al ser traducido al castellano por un hombre de Buenos Aires, arrastraba consigo la materia viviente del habla que ningún otro autor -aparte quizá de Roberto Arlt- había sido capaz de utilizar con tanta inventiva, exactitud y libertad. La lección de ese trabajo es clarísima: la lengua de todos los días era la fuente de energía que fecundaba la más universal de las literaturas. Aunque el hecho de haber sido el primero en algo no debe darle a la hazaña realizada más mérito del que posee intrínsecamente, es cierto que quien la lleva a cabo se expone a dos peligros que a menudo son las caras de la misma moneda: la crítica prejuiciosa y el saqueo. Tal ha sido el destino -que algunos, hay que reconocerlo, se empeñan desde hace algún tiempo en corregir- del extraordinario trabajo de Salas Subirat. Sería inadmisible que quien se abocase a una segunda traducción de Ulises al castellano pretendiese ignorar que existe ya la primera y tal parece haber sido la actitud del profesor Valverde, quien en las cuarenta y seis páginas de su prólogo, rinde un elogio (justificado) a la versión del Retrato por Dámaso Alonso, pero no dice una palabra de la traducción de Salas Subirat, aunque cuando se comparan las dos versiones se entiende a menudo que las opciones de Valverde tienen como único justificativo la obsesión de no parecerse a la traducción anterior. Ningún traductor serio de Ulises puede ya ignorar que existen la primera y la segunda traducción (tal es el honesto principio adoptado por los autores de la tercera, Francisco García Tortosa y María Luisa Venegas), y semejante conocimiento implica que esas traducciones funcionarán siempre como referencias inevitables. Cuando apareció la de Valverde, en cambio, un clima de desdén justiciero daba a entender que la segunda traducción llegaba por fin para reparar la inepcia incalificable de la primera. En internet, que es la patria natural del dislate, entre varias aberraciones relativas a la primera versión de Ulises, figura también el colmo en la materia, producto de una vulgar operación comercial: la masacre que un tal Chamorro cometió en 1996, corrigiendo "hasta un cincuenta por ciento" de la versión de Salas Subirat, a la que acusa de caer, entre otras cosas, "en localismos propios del habla porteña", como si un inglés de Londres pretendiese traducir los localismos populares de Dublin que figuran a granel en el original de Joyce al habla de Oxford. De ese acto de piratería, cincuenta y un año después de la aparición del libro en Buenos Aires, hasta quien lo comenta favorablemente no puede dejar de observar que "es en cierto modo una reedición de la traducción de Salas". Un trabajo reciente del escritor mejicano Eduardo Lago compara las tres verdaderas traducciones (el acto de vandalismo de Chamorro es juiciosamente descartado), sin otorgarle a ninguna de las tres la etiqueta de perfecta y definitiva, título por otra parte que sería temerario atribuirle a alguna traducción, por excelente que parezca. Con imparcialidad y minucia, comparando diferentes pasajes del texto, Lago verifica en los tres trabajos lo que ya podía observarse en los dos primeros, o sea que sus autores resolvieron con menor o mayor acierto las dificultades que se presentaban. El objetivo de una traducción no es exhibir la erudición de su autor, ni su conocimiento del idioma de origen, que son por cierto condiciones necesarias pero no suficientes para emprender el trabajo, sino incorporar un texto viviente a la lengua de llegada. Que cada época, así como cada área lingüística, requiera nuevas traducciones de textos clásicos, es evidente, pero el hecho no exige que sea obligatorio denigrar las anteriores. José Salas Subirat no era ni catalán ni chlineo como la vaguedad usual de cierto periodismo literario pretendió revelar más de una vez; nació enBuenos Aires el 23 de noviembre de 1900 y murió en Florida, una localidad bonaerense, el 29 demayo de 1975. Está enterrado en el cementerio de Olivos. Fue autodidacta y trabajó, entre otras cosas, como agente de seguros, oficio sobre el que escribió un manual: El seguro de vida. Teoría y práctica - Análisis de la venta, que publicó en 1944, es decir un año antes de que saliera la traducción de Ulises. En los años cincuenta publicó libros de autoayuda, como La lucha por el éxito y El secreto de la concentración, y una Carta abierta sobre el existencialismo, que Santiago Rueda incluyó en su catálogo. Pero había escrito novelas sociales y artículos en la prensa anarquista y socialista de los años treinta, y un libro de poemas, Señalero. De su obra literaria, probablemente la traducción de Ulises sea la más perdurable realización. Pero sus libros de autoayuda y su tratado sobre la venta de seguros no resultaban ni risibles ni indiferentes para quien ha leído a Joyce: Leopoldo Bloom hubiese podido escribirlos. El primer traductor de Ulises debe haber sentido lo que siente cada lector de verdadera literatura: que el libro que está leyendo habla sobre todo de él, del lector, y no de un mundo extranjero y lejano. Esa intensa revelación ha de haber sido el motor de su trabajo, que le permitió expresar su propia vida a través de un texto ajeno. Porque algo es seguro: dejando de lado las discusiones teóricas y técnicas sobre la traducción, es imposible no reconocer que el mundo de Ulises se parece más al de J. Salas Subirat que al de sus sucesores académicos.

Fuente: La Nacion

Sartre y el problema de Dios

Norman Mailer critica en esta nota el pensamiento ateo del filósofo francés. Acusa al autor de Puertas cerradas de alejar al existencialismo de la exploración de lo sagrado en beneficio de un absolutismo moral basado en la nada: Yo diría que Jean-Paul Sartre, pese a sus indiscutibles dotes intelectuales y temperamentales, sigue siendo el hombre que desvió el existencialismo: directamente, lo hizo descarrilar. En parte, quizá, porque se apartó demasiado del pensamiento de Heidegger. Me atrevería a proponer que Heidegger buscaba un nexo viable entre lo humano y lo divino que no encolerizara demasiado -hasta provocar una situación irreparable- a los mandarines reinantes en la Alemania posterior a Hitler, quienes no tenían la menor prisa por perdonarle su pasado y difícilmente alentarían su tropismo hacia lo no racional. Sin embargo, Sartre se sentía cómodo en su ateísmo, aun cuando no tuviera ningún fundamento en que apoyar sus filosóficos pies. ¡Al diablo con eso, no lo necesitaba! Estaba preparado para sobrevivir en el aire. Para decir: "Somos franceses. Tenemos cerebro, inteligencia. Podemos convivir con el absurdo sin pedir recompensa alguna. Y esto es así porque tenemos la nobleza suficiente para convivir con el vacío y la fuerza suficiente para elegir un rumbo por el que incluso estamos dispuestos a morir. Y lo haremos a despecho de que, en verdad, carecemos por completo de un punto de apoyo. Nosotros no esperamos un Más Allá". Fue una actitud, una postura orgullosa, comparable a convivir con la propia mente en el espacio amorfo. Pero privó al existencialismo de sus exploraciones más interesantes. Desde el punto de vista filosófico, el ateísmo es un empeño estéril. (¡Basta pensar en el positivismo lógico!) El ateísmo puede polemizar con la ética (como lo hizo Sartre, a veces muy brillantemente) pero, cuando incursiona en la metafísica, acaba encerrado bajo llave en una celda. Después de todo, a un filósofo le resulta casi imposible investigar por qué estamos aquí sin abrigar cierta noción de cuál podría haber sido la fuerza precedente. La especulación cósmica se asfixia si la existencia nació de la nada. El argumento de Sartre es todavía peor: la existencia humana comenzó sin el menor indicio acerca de si estamos aquí con un buen fin o si nuestra presencia es totalmente inmotivada. Pese a todo, el talento filosófico de Sartre alcanzaba un virtuosismo detestable. Podía funcionar con precisión en los más altos niveles de cualquier estructura lógica que construyese. ¡Si tan siquiera Sartre no hubiera sido existencialista! Un existencialista que no cree en algún Otro, sea cual fuere su naturaleza, es como un ingeniero que diseña un automóvil que no necesita conductor ni acepta pasajeros. Para florecer -para desarrollarse a través de nuevos filósofos que, en forma sucesiva, vayan construyendo sobre las premisas anteriores-, el existencialismo necesita un Dios que no esté más seguro de conocer el final de lo que estamos nosotros. Un Dios artista y no legislador. Un Dios que padezca las incertidumbres de la existencia. Un Dios que viva sin ninguna de las garantías arregladas de antemano y sentadas, como un íncubo, sobre la teología formal y su presunción de un Ser que es el Supremo Bien y el Supremo Poder. Qué oxímoron colosal: Supremo Bien y Supremo Poder. Por cierto, deja desamparado a cualquier teólogo formal que quiera explicar un sismo. La noción de un Dios existencial -un Creador que, tal vez, hizo cuanto pudo como artista pero, aun así, quizá tuvo un descuido al diseñar las placas tectónicas- está fuera de su alcance. Sartre rechazó la idea de que el existencialismo podría medrar si tan sólo diese por sentado que, en verdad, tenemos un Dios (...l o Ella) que, sean cuales fueren sus dimensiones cósmicas respecto de las que nosotros le atribuimos, encarne algunos de nuestros defectos, ambiciones y aptitudes. También nuestra melancolía. Porque el final no está escrito. Y si lo está, el existencialismo no tiene cabida. Pero si basamos nuestras creencias religiosas en la realidad de nuestra existencia, habrá un paso no muy largo de ahí a suponer que no sólo somos individuos, sino que bien podemos ser una parte vital de un fenómeno mayor que busca una visión más precisa de la vida. Dicha visión podría emerger de nuestra actual condición humana. Se podrá argüir que no hay razón alguna para que esta hipótesis no se aproxime más al verdadero existir de nuestra vida que cualquier propuesta de teólogos oximorónicos. Ciertamente, es más razonable que la sartreana, todavía vigente. Sartre anhelaba una sociedad mejor. No obstante, según él, estamos aquí queramos o no y debemos habérnoslas lo mejor que podamos con la nada endémica instalada sobre un vacío, una eterna ausencia de fundamentos sólidos. Sin duda, Sartre fue un gran escritor, pero también fue un verdugo filosófico. Guillotinó al existencialismo justamente cuando más necesitábamos oír su aullido, su alarido bárbaro gritándonos que Dios y todos nosotros tenemos algo en común. Nosotros, como Dios, somos artistas imperfectos que hacemos lo mejor que podemos. Tenemos la posibilidad de triunfar o fracasar; también Dios. Ese es el tema implícito, aunque no desarrollado, del existencialismo. Nos vendría bien volver a convivir con los griegos, con la expectativa de un final todavía abierto, pero la tragedia humana bien puede ser nuestro fin. Las grandes esperanzas carecen de todo fundamento real, a menos que estemos dispuestos a afrontar la fatalidad, con la que también podemos toparnos en el camino. Esos son los polos de nuestra existencia; lo han sido desde el primer instante de la Gran Explosión. Quizás ahora mismo se esté agitando algo inmenso. Para enfrentarlo, más nos valdría esperar que la vida no nos dará las respuestas que tanto necesitamos, sino más bien nos ofrecerá el privilegio de pulir nuestras preguntas. Si, en verdad, necesitamos un Dios con quien podamos comprometer nuestra vida, nos convendría explorar el relativismo teológico y no el absolutismo moral.

Fuente: La Nacion