sábado, junio 24, 2006

Márai: la vida como laboratorio de la ficción

En un momento determinado de las Confesiones de un burgués, su primer libro de memorias, Sándor Márai desliza una confesión que acaso podría determinar todas las demás. Dice con franqueza: "Tengo mala memoria". Dicha por este escritor húngaro, cuyas novelas evidencian la más profunda comprensión de lo que es el pasado, de lo que pesa su persistencia o del poder que adquiere al retornar, la frase no merece ser sospechada de impostura. Márai escribió estas primeras memorias apenas a los treinta y cuatro años. El mismo sería, con el tiempo, reconocido primero como escritor, olvidado después por razones de desgraciamiento político ante todo, y recuperado últimamente con la justicia (póstuma como suele ser: él se suicidó en 1989) de nuevas ediciones, nuevas traducciones y una cuantiosa consideración crítica. El segundo volumen de las memorias de Márai, ¡Tierra, tierra!, escrito unos cuarenta años después del primero, es más preciso en lo atinente al recelo de recordar: "Entre los fenómenos de la conciencia, el mecanismo de la memoria es, para mí, el milagro más temible y misterioso". Este peligro, en su combinación singular de atracción y de amenaza, afrontado y contenido mediante la solvencia de una gran escritura, flota en torno de los dos libros de memorias (el de mediados de los años treinta y el de comienzos de los años setenta), pero también en las diversas novelas que Sándor Márai ha escrito. En cierto modo podría decirse que su tema es siempre el mismo: la manera en que cierto hecho que sucedió en el pasado, o mejor: algo que en el pasado debió suceder y no sucedió, alguna cosa que en un tiempo ya lejano se dijo o no se dijo, o que se dejó entrever pero no acabó de manifestarse, mucho después, al cabo de los años, vuelve. Y al volver asume la tremenda tristeza de las miradas retrospectivas, la desorbitada intensificación de un presente donde por fin se comprende todo, y la desolación sin futuro de entender qué es lo que hay que hacer cuando ya no queda nada que hacer.

En las más de novecientas páginas que suman Confesiones de un burgués y ¡Tierra, tierra!, Sándor Márai no hace mención de ninguna de sus novelas (hay apenas una alusión ocasional a la trilogía que luego se edita como La mujer justa, pero la hace para explicar una circunstancia particular de relegamiento político). Es decir que ese impudor tan frecuente, el de ponerse a hablar de los propios libros como si fueran de otro, no se verifica en Sándor Márai. Y no obstante, las memorias comparten con nitidez ese mundo singular que es tan propio de sus novelas y respiran todo el tiempo su mismo aire: leer el recorrido de sus evocaciones autobiográficas es habitar, de hecho, el mismo universo que se lee en las novelas. No se trata solamente de las anécdotas puntuales que puedan retomarse en la ficción, haciendo que esa ficción se nutra de las cosas que han pasado en el mundo de la vida. Es algo más: es la manera decididamente sutil en que Sándor Márai detecta y define, allí en el mundo de la vida, con una sensibilidad que es al mismo tiempo vital y literaria, esos núcleos de conflicto y de narratividad que serán después el soporte y el motor de sus relatos ficcionales. Márai capta, en la vida, el potencial literario de ciertos motivos y de ciertas escenas. En las memorias de Márai se distingue, por ejemplo, el peso que por su vacancia adquieren esas conversaciones definitorias que, a su debido tiempo, no tuvieron lugar; el espesor de ciertos reencuentros que se producen al cabo de unos cuantos años; la
  • ensión silenciada de las visitas que son perfectamente corteses, y en las que sin embargo subyace un antiguo rencor; el destello vertiginoso del instante en que se alcanza una revelación y de pronto se comprende todo; la manera finalmente sencilla y por momentos casi apocada en que transcurren las verdaderas tragedias personales.

    Todo eso, que las memorias distinguen en la realidad, hace posible la escritura de novelas como El último encuentro (la espera de toda una vida y un reencuentro final), La herencia de Eszter (un regreso demorado por años y una conversación definitiva), Divorcio en Buda (un gesto interrumpido, pero imborrable, que se comprende muchos años después), La amante de Bolzano (el intento tardío de reparar un desencuentro) o La mujer justa (el triángulo amoroso, que aparece en todos los textos, aquí gira en cada vértice para componer figuras nuevas). Márai calibra la potencia narrativa que tienen los secretos (eso que intrigará siempre, porque nunca se sabrá del todo, de uno mismo o de los otros) o las confesiones (decidirse a revelar por fin eso que estuvo silenciado por años). La escala temporal de su literatura es siempre ésa: la de los años; esperas o silencios que duran décadas; amores y venganzas que se toman vidas enteras, que dan a esas vidas su sentido del todo, o les quitan de una vez todo sentido.

    Las novelas de Sándor Márai se permiten resueltamente la ambición de la profundidad. Corren por eso un riesgo, pero lo salvan (o lo salvan porque lo corren), porque los pasos en falso de la ambición de profundidad van a parar a la cursilería (así como los pasos en falso del juego de superficies van a parar a la banalidad). Márai apunta con su literatura a las verdades de fondo de la vida humana. Claro que no es indispensable creer en ellas para conmoverse con sus textos, y hasta es posible conmoverse más aún si se las lee sin ellas, porque aumenta entonces un efecto que las novelas de Márai siempre rondan: la nostalgia por un mundo que se ha perdido.

    Dos guerras, dos relatos

    Puede que ¡Tierra, tierra! no sea la continuación de Confesiones de un burgués, sino su despliegue; no su segunda parte, sino su contraparte. Hay algo que llama la atención en el primer tramo de esta empresa evocativa, la que abarca la infancia y la juventud, y es que un acontecimiento tan significativo como una convocatoria militar al frente durante la Primera Guerra Mundial es liquidada en el libro, con una disposición más que sumaria, por medio de una referencia tan somera que ocupa apenas unas pocas líneas. La perspectiva es bien distinta en ¡Tierra, tierra!. En este otro volumen, el final de la ocupación alemana en Budapest durante la Segunda Guerra y la implementación en Hungría del régimen soviético son los ejes que determinan el desarrollo de lo que se cuenta. Acaso se trate de dos abordajes opuestos pero complementarios: narrar primero de qué manera se conforma la idiosincrasia de un burgués, su sensibilidad, la mirada que dirigirá a la realidad, relegando en buena medida a esa misma realidad en la escritura; poner a funcionar después esa subjetividad, su sistema de valores y su concepción de la vida, ahora en abierta relación con las circunstancias históricas más urgentes.

    En las Confesiones de un burgués, el burgués es no solamente el que confiesa, sino también lo que se confiesa. Márai sabe bien que un burgués no se da por sí solo: "Ser burgués requiere un esfuerzo constante", estipula en La mujer justa. Las memorias de la infancia y de la juventud cuentan, como podría hacerlo un especialista en química, cómo es que se compone la subjetividad de un burgués, la elaboración que requiere, el esfuerzo que hay que hacer. La integración de esa subjetividad supone un cierto repliegue, y se diría que por eso mismo la propia escritura se produce, ella también, como repliegue; la realidad de las cosas, aun la de la experiencia de guerra llegado el caso, queda siempre más allá.

    Sándor Márai describe con sapiencia de experto qué tipo de relación entabla el burgués con la esfera de la intimidad, y hasta qué punto el secreto puede llegar a ser toda una marca de clase. Las prácticas de la sociabilidad lo definen no menos que su entrenamiento en los hábitos de la soledad: para ser burgués —y para ser un escritor— hay que saber estar solo. Sobre el horizonte de estas vivencias existe, tan próximo como inalcanzable, otro universo: el de los criados (figuras decisivas en El último encuentro o en La herencia de Eszter o en La mujer justa). La vida cotidiana empieza a verse afectada, en los hogares y en las ciudades, por los aportes flamantes de una modernización todavía incipiente que, sin dejar de despertar sospechas, ya se impone. Al mismo tiempo, una cierta tristeza gana su espacio y se hace sentir: la de saber que hay toda una forma de vida que avanza inexorablemente hacia su propia extinción.

    Hay en Sándor Márai algo que recuerda a Proust (el niño que en la cama teme y espera el beso nocturno de la madre), o a Walter Benjamin (que escribe por esos mismos años sobre su infancia en Berlín), o a Joseph Roth (la luz menguante de lo que fue esplendor). Su interés primordial por el secreto, como principio de integración personal y también de relación social, dialoga con las indagaciones que sobre ese mismo punto había encarado, desde la sociología, Georg Simmel. Pero en cuanto se percibe a los diarios de Márai como un laboratorio para sus novelas, la opción inversa se ofrece como una alternativa no menos verosímil. Pasa lo mismo que con la literatura y con la vida, tal como Márai las concibe y entrelaza: es difícil decidir cuál es la que le da sentido a cuál.

    Eso mismo que Franz Kafka dispuso en su Diario en dos líneas (una para decir que Alemania había invadido Polonia; la otra para indicar que a la tarde le tocaba natación), Márai en el suyo lo dispone en dos libros. En Confesiones de un burgués, el predominio de la pura subjetividad relega a la realidad histórica al nivel de la resonancia. En ¡Tierra, tierra!, esa realidad histórica es la que prevalece y se impone. El sujeto burgués, que ya es un hecho, reacciona y responde con sus reflejos de clase, con su temperamento cultural, con sus miedos más típicos, con su ideología cabal. No resulta tan evidente cuál podría ser la sintonía temporal de las continuas diatribas anticomunistas de Márai en ¡Tierra, tierra!: si es una profecía vigorosa que, ya cumplida, brilla hoy desde una completa actualidad; o si, por el contrario, es una arenga prontamente envejecida, toda vez que se doblaron por sí solas las rodillas del gigante que antes todo lo pisoteaba.

    Quien lo desee puede ver un signo en este hecho: Márai se quita la vida, todavía en su largo exilio, poco antes de que cayera el Muro de Berlín.

    Tres escenas con libros

    Tres escenas poderosas que Márai ofrece en La mujer justa, con ecos de autobiografía, involucran a un personaje que es burgués y es escritor. La guerra imprime en esas escenas la coloración del drama. En una hay bombardeos, pero el escritor renuncia a la protección de los refugios subterráneos porque prefiere aprovechar esos respiros de la ciudad sin gente para ponerse a leer con toda tranquilidad. En otra los bombardeos ya pasaron, dejando su estela de ruinas; el escritor encuentra que lo que fue su casa es ahora una montaña de escombros; hurga entre esos escombros, lo que busca son sus libros; verifica, con extraña serenidad, que casi ninguno se ha salvado; lo que siente al comprobarlo, por razones que él mismo no termina de explicarse, no es congoja, sino una especie de alivio. En otra escena, un camión transporta a los infelices que lo perdieron todo, aferrados a las pertenencias que atinaron a rescatar. El escritor es llevado en ese camión, sentado sobre un montón de cosas. Va solo, va ensimismado, va leyendo un libro.

    No parece exagerado hacer de ese camión un emblema. ¿Qué otra cosa promueve la genialidad de Sándor Márai, sino la dichosa ilusión de que la literatura pueda importar más que nada?
  • Nació en Kassa, una pequeña ciudad húngara que hoy pertenece a Eslovaquia. Abandonó definitivamente su país en 1948 con la llegada del régimen comunista. Emigró a los Estados Unidos. La prohibición de su obra en Hungría hizo que el nombre de quien hasta ese momento estaba considerado uno de los escritores más importantes de la literatura centroeuropea cayera en el olvido. Hubo que esperar varias décadas, hasta el ocaso del comunismo, para que este extraordinario escritor fuese redescubierto en su país y en el resto del mundo. Sándor Márai se quitó la vida en 1989 en San Diego, California, pocos meses antes de la caída del Muro de Berlín.


    Fuente: Revista Ñ, Clarin