sábado, agosto 19, 2006

Mientras Francia ardía

La que sería la primera obra de ficción sobre la Segunda Guerra Mundial demoró 62 años en ser publicada. Escrita por Irene Némirovsky mientras los alemanes ocupaban Francia, la primera edición de "Suite Francesa" salió en ese país en 2004. En poco tiempo la novela se transformó en un éxito mundial que ahora llega traducida al español. Su autora —que murió en Auschwitz— logró narrar de manera bella pero implacable lo mejor y lo peor de esos tiempos. Este libro asombroso contiene dos narraciones, una de ficción y otra, un relato fragmentario, con datos concretos sobre cómo nació la ficción. Suite Francesa, por su parte, consiste en dos novelas breves que describen la vida en Francia desde el 4 de junio de 1940, cuando las fuerzas alemanas se aprestan a invadir París, hasta el 1ø de julio de 1941, cuando parte de las tropas de ocupación de Hitler abandonan Francia para sumarse al ataque contra la Unión Soviética. Al final del volumen, una serie de apéndices y de ensayos biográficos aportan, entre otras cosas, información sobre la autora de las novelas. Nacida en Ucrania, Irene Némirovsky vivía en Francia desde 1919 y era reconocida en la comunidad literaria de su país de adopción. Había publicado nueve novelas y una biografía de Chejov. Escribió Suite Francesa en la localidad de Issy-l''Ev¬que, donde se había instalado, junto a su marido y dos hijas pequeñas, al huir de París. El 13 de julio de 1942, policías franceses, cumpliendo con las leyes raciales alemanas, arrestaron a Némirovsky por ser "una apátrida de ascendencia judía". Fue llevada a Auschwitz, donde murió en la enfermería el 17 de agosto.La fecha de la muerte de Némirovsky provoca estupor. Significa, sólo puede significar, que escribió la ficción exquisitamente elaborada y equilibrada de Suite Francesa casi contemporáneamente con los hechos que la inspiraron, y todos sabemos que eso es algo imposible de realizar. En su aguda historia cultural, La Gran Guerra y la Memoria Moderna, Paul Fussell describe la invariable progresión —de la reacción apresurada a la reflexión serena— de los escritos sobre catástrofes: "Las significaciones pertenecientes a la ficción sólo pueden alcanzarse cuando el ''diario'' o los anales pasan al modo de autobiografía, puesto que solamente la visión ex post facto de una acción genera coherencia o posibilita la ironía".Ahora podemos constatar que Némirovsky alcanzó esa coherencia y esa ironía con una visión ex post facto de apenas unos meses, como mucho. En defensa de Fussell podría decirse que no había oído hablar de la Suite Francesa, como ninguna otra persona en ese momento, ni siquiera la hija mayor de Némirovsky, Denise, que salvó el cuaderno de tapas en cuero que su madre había dejado, pero que se negaba a leer simplemente por miedo a revivir viejas penas. (Su padre, Michel Epstein, fue trasladado a Auschwitz varios meses después que su madre y enviado directamente a la cámara de gas.) No fue sino a fines de la década de 1990 cuando Denise analizó lo que había escrito su madre y descubrió, no un diario o una agenda, sino dos novelas breves completas escritas con letra microscópica, obviamente para ahorrar papel, que era escaso. Denise dejó de lado su proyecto de entregar el cuaderno a una institución francesa encargada de preservar documentos personales de los años de la guerra y en cambio se lo envió a un editor. Suite Francesa salió en Francia en 2004 y fue un suceso. Desde un punto de vista puramente estético, su historia de fondo es irrelevante para la tarea específica de la crítica. Sin embargo, los lectores en su mayoría no ven los libros desde alturas tan olímpicas como tampoco lo hacen ciertamente la mayoría de los críticos. Si lo hicieran, las listas de las editoriales no estarían tan repletas de crónicas de hechos desordenados de los que en ocasiones surge el arte perdurable. En realidad, Suite Francesa puede resistir el más riguroso y objetivo de los análisis, en tanto que conocer su historia aumenta el asombro y la admiración de leerla. Si eso es un crimen, declarémonos culpables y sigamos adelante.Una atmósfera de miedoTormenta en junio, la primera novela de Suite Francesa, comienza cuando la artillería alemana avanza sobre los alrededores de París y los habitantes con dificultades para dormir en ese clima excepcionalmente caluroso oyen el sonido de una sirena de ataque aéreo: "Para ellos comenzó como una larga exhalación, como aire lanzado en un suspiro profundo. Su gemido no tardó mucho en llenar el cielo". (Thomas Pynchon tampoco había oído hablar de Suite Francesa cuando escribió El arco iris de gravedad, pero se puede comparar con su frase inicial, ambientada en Londres, años más tarde, en la misma guerra: "Un grito llega a través del cielo".) Se reanuda el bombardeo: "Dispararon un proyectil, esta vez tan cerca de París que los pájaros posados en la punta de los monumentos emprendieron vuelo. Grandes pájaros negros, rara vez vistos en otros momentos, con sus alas desplegadas teñidas de color rosa". Con extrema economía narrativa, imágenes fuertes y fragmentadas se aglutinan en una atmósfera de miedo. Los parisinos se despiertan conscientes de que nada, especialmente el garboso Ejército Francés sobre el que tanto han leído y oído hablar, se interpone entre ellos y los alemanes, y deciden, unánimemente, irse a toda prisa. Para describir el caos generalizado que sobreviene luego —los ferrocarriles cortados por vías bombardeadas o atestadas, escasez de nafta y alimentos— Némirovsky se concentra en unos pocos individuos atrapados en el pánico colectivo.Dejando atrás a su marido, funcionario de museo designado por el gobierno, Charlotte Péricand moviliza a cuatro de sus cinco hijos (su hijo mayor, Philippe, es sacerdote católico), su suegro senil y una comitiva de sirvientes en una expedición de huida, cargada con todas las posesiones que puede rescatar de su hogar de la alta burguesía. Gabriel Corte, un escritor rico, exitoso y egoísta, ve la pérdida de París como un insulto a sus refinadas sensibilidades. En el camino, detenido en medio del atascamiento del tránsito, se queja a su amante, "¡Si hechos tan dolorosos como la derrota y el exilio masivo no pueden ser dignificados con alguna suerte de nobleza, alguna grandeza, entonces directamente no deberían suceder!" Como siempre, Némirovsky no hace ningún comentario sobre este arrebato de locura; deja a sus personajes la libertad de mostrarse solos, para bien y para mal.Tanto Maurice como Jeanne Michaud, una pareja de mediana edad, trabajan en un banco que está trasladando sus operaciones a Tours. Con las valijas en la mano, los Michaud se enteran a través de su empleador, a último momento, de que el espacio que les prometió en su auto, que sirve para transportar los registros del banco, fue ocupado por su amante y el perro de ésta. "Los dos tienen que estar en Tours pasado mañana a más tardar —les dice—. Debo tener a todo mi personal". Los Michaud se ríen al ver desaparecer su auto; esperan muy poco de la vida y rara vez se sienten decepcionados. Al encontrar las estaciones de París cerradas, los Michaud emprenden viaje a pie: "Pese al agotamiento, al hambre, al miedo, Maurice Michaud en realidad no se sentía infeliz. Tenía una manera de pensar muy singular: no se consideraba a sí mismo tan importante; a sus ojos, no era la criatura rara e irremplazable que la mayoría de las personas creen ser cuando piensan en sí mismas". Los Michaud son guías morales en medio del egoísmo desbordante que los rodea. Su única preocupación es su hijo, Jean-Marie, un soldado cuya unidad está en el camino del Ejército alemán que avanza. Unos capítulos más adelante, es un alivio para los lectores saber lo que los Michaud ignoran: Jean-Marie, herido en un bombardeo, se recupera en una granja cerca de VendÉme.Tormenta en junio es un tour de force de destilación narrativa: utiliza a un grupo de personas para representar a una multitud. Los cambios de tono y de ritmo de Némirovsky, volcados sensiblemente en la traducción, son deslumbrantes. Hay momentos alegres —todo un capítulo es visto desde la perspectiva del gato de los Péricand— seguidos por erupciones de terror, como cuando los aviones alemanes bombardean a una masa de evacuados: "Cuando el fuego acabó, profundos surcos quedaron en la multitud, como el trigo después de una tormenta cuando los tallos caídos forman zanjas abigarradas y profundas". Y todo concluye como los hechos lo ordenaron. La noticia del armisticio —o sea, la capitulación francesa— es recibida por un mendigo molesto como un ruego escuchado. Los sobrevivientes regresan caminando dispersos a París, donde los aguardan el ocupante enemigo y un invierno duro.La hora de la concienciaDolce, la segunda novela, no exhibe ninguna de las conmociones de la anterior. Es bucólica, serena. Los franceses perdieron la guerra hacia fuera, y la batalla se trasladó a la arena interna de sus conciencias y sus almas. Los alemanes, que parecían tan fantasmales como invasores extraterrestres del espacio en Tormenta en junio, ahora aparecen en persona. Una guarnición de efectivos de la Wehrmacht está acantonada en el pueblo de Bussy. Los hombres del lugar en edad de combatir se han ido todos, o han muerto o son prisioneros de guerra; solamente quedan los ancianos, las mujeres y los niños, y saludan a los conquistadores con una aprensión taciturna. Inducidos por años de propaganda a temer a esos hunos rapaces y bestiales, los lugareños no están preparados para estos soldados reales, algunos de ellos apenas más que niños. La gente de Bussy, que ansía un retorno a la normalidad y a los ritmos familiares de sus vidas, se adapta de mala gana a la nueva realidad.Lucile Angellier vive con su suegra viuda en la casa más elegante de Bussy. No lamenta la ausencia de Gaston, su marido mandón y mujeriego que está en un campo de prisioneros alemán, aunque oculta sus sentimientos a la madre de éste, que lo ve como un santo. Bruno von Falk, un oficial alemán, fue asignado a vivir en la casa. Lucile intenta tratar al intruso con el mismo desdén gélido que manifiesta su suegra, pero, a su pesar, se encariña con él. Es apuesto, toca muy bien el piano —le dice que tenía la esperanza de ser músico antes de que surgieran sus obligaciones militares— y leyó a Balzac. Noche tras noche, Lucile va volviéndose más sensible a la presencia de Bruno en el cuarto de al lado, a los sonidos de sus pasos y a los posteriores silencios que marcan su sueño.Némirovsky establece hábilmente los términos de este melodrama y su inevitable interrogante —¿adónde llegará la atracción entre Lucile y Bruno?— y luego agrega una nota disonante de realidad. Un agricultor local mató a un oficial alemán, y la esposa del fugitivo, que resulta ser una de las mujeres que ayudó a sanar a Jean-Marie Michaud en Tormenta en junio, le pide a Lucile que oculte a su marido en la espaciosa casa Angellier, supuestamente por encima de toda sospecha debido a su pensionista alemán. Los términos del inevitable interrogante cambian significativamente. ¿Lucile elegirá el amor o el honor?Dolce se adelanta casi 30 años a las explosivas confesiones de la colaboración durante la guerra que aparecen en el documental de Marcel Ophuls El dolor y la piedad, documental que la televisión francesa se negó a difundir en 1970, pese a haber financiado en parte el proyecto. Némirovsky registró lo mejor y lo peor de esos tiempos mientras los vivía. Su novela termina cuando las fuerzas de ocupación abandonan Bussy para emprender su misión hacia Moscú: "Muy pronto la ruta quedó vacía. Lo único que dejó atrás el regimiento alemán fue una pequeña nube de polvo".No obstante, Némirovsky tenía más planes para Suite Francesa, como lo indica claramente un apéndice a este volumen. En su cuaderno delineó la posibilidad de una obra en cinco partes: Tormenta en junio y Dolce debían ser seguidas por: "3. Cautiverio; 4. ¿Batallas?; 5. ¿Paz?" Los signos de interrogación marcan el problema peculiar de Némirovsky: trataba de escribir una novela histórica cuando todavía el desenlace de esa historia era desconocido. Las partes cuarta y quinta del libro "están en el limbo", observó, "¡y qué limbo! Realmente está en manos de los dioses pues depende de lo que pase".Ahora sabemos qué pasó. Némirovsky perdió su vida en lo que ella anticipó como "Cautiverio". La improbable supervivencia de sus dos novelas breves es motivo de celebración y también de pesar ante otra muestra de los horrores del Holocausto. Escribió lo que sería la primera obra de ficción acerca de lo que ahora llamamos Segunda Guerra Mundial. También escribió, para que todos por fin podamos leerla, ficción de la más grandiosa, humana e incisiva que ha producido un conflicto.

La leyenda Dylan ataca de nuevo

Hace unos años, el conservador Harold Bloom planteaba que la crítica musical, orientada al rock, sólo podía ser monosilábica e interjectiva. Y se explicaba: hay muy poco que decir sobre esa música, que es una subespecie bastante simple, si se la compara con las complejidades de la música clásica o del jazz. Luego, la descripción de un concierto de rock tiene muchos puntos de contacto con la descripción de una ceremonia religiosa: se cree o no, y para que el texto resultante tenga sentido quienes escriben y quienes leen deben ser forzosamente miembros de la misma secta.Más rotundo y con mayor conocimiento de causa, unos años antes, Frank Zappa —a quien nadie podrá imputarle fácilmente rasgos conservadores— dijo que los críticos del rock son "gente que no sabe escribir y que hace entrevistas a personas que no saben hablar para gente que no sabe leer". Ahora bien, a pesar de sus énfasis respectivos, ni Bloom ni Zappa señalan algo que quizás sea fundamental: el paso del tiempo. Me explico: las deficiencias que uno y otro les achacan a los críticos de rock tal vez se relacionen con que, dado que es un tipo de música identificada con la juventud, los que ejercen su crítica también se ven obligados a profesar ese credo. Acaso por eso, tienen que exagerar su entusiasmo, escondiendo su indigencia detrás de mitos más bien ramplones —equiparables a los que sostienen a la farándula— lo que de otra forma resultaría anodino. Dicho de otro modo, los críticos de rock no hablan de música, sino de una serie de datos que permiten adivinar la pertenencia a un determinado grupo social que procede según determinados códigos. Se podrá decir, y con razón, que eso mismo ocurre con todas las músicas. Sin embargo el mero paso del tiempo enfrenta a los críticos de rock con un problema hasta ahora no resuelto, pero que resulta ineludible: los que inventaron ese género o se murieron o tienen más de sesenta años. Y ése, justamente, es uno de los principales temas que, desde su credo dogmático o su lugar de supuesta pertenencia, los críticos de rock no resuelven: qué pasa cuando esa música, por décadas automáticamente asimilada a la juventud, es practicada por gerontes. La respuesta no es sencilla. Por ejemplo, ¿qué juzga un crítico de rock ante cada nuevo disco de los Rolling Stones? ¿Que es milagroso que Keith Richards siga vivo? ¿Que Ronnie Woods ya no sea alcohólico? ¿Qué Charlie Watts se haya recuperado del cáncer? ¿Son esos argumentos o méritos musicales? Si para avalar la hipótesis de la decrepitud uno se quedara con sus discos recientes —repetitivos y muy lejos de la calidad que alguna vez tuvieron—, bien podría suponerse que lo de los Rolling Stones es apenas un negocio y nada más, y nuevamente, tampoco estaríamos hablando de música. Distinto es el caso de otros contemporáneos de esa gente que, con algo más de dignidad, siguen arriba de los escenarios. Paul McCartney, por ejemplo, a los 63 años —acaba de cumplir los 64 de la canción— editó Chaos and Creation in the Backyard (2005), acaso uno de los mejores álbumes de toda su carrera. O Neil Young, de 61 años, con el bucólico Prairie Wind (2005) y con el político Living with War (2006), demostró estar en muy buena forma. David Gilmour, de 60 años, editó On an Island (2006), que resultó mucho más interesante que todos los últimos discos de Pink Floyd, su grupo. Por su parte, el líder de los Kinks, Ray Davies, de 62 años, también editó Other People''s Lives (2006), un magnífico ejemplo de cómo las canciones pueden parecerse a la literatura. ¿Qué decir entonces de Bob Dylan, quien, con 65 años, el 29 de agosto editará en todo el mundo —la Argentina incluida— Modern Times?Un género en sí mismoA pesar de los miles de discos piratas existentes, Modern Times es el álbum oficial número 45 de Bob Dylan. Folk, rock, blues, country, música de vaudeville, etcétera: a lo largo de su dilatada carrera hizo prácticamente de todo y de muchas maneras, pero siempre de un modo reconociblemente propio, que hace de él un género en sí mismo. Como Love and Theft (2001), su grabación de estudio inmediatamente anterior, el nuevo disco —al que Ñ pudo acceder de manera exclusiva por cortesía de Sony BMG—, vuelve a abrevar en el country, pero, a diferencia del estilo de sus álbumes Nashville Skyline (1969), New Morning (1970) o Selfportrait (1970) —todos vinculados al sonido country contemporáneo, definido por los estudios de grabación de la ciudad de Nashville—, remite a una instancia anterior y, particularmente, a la labor de Hank Williams (1923-1953), quien durante su breve carrera le dio un sesgo definitivo al country, vinculándolo, vía el blues, con formas incipientes del rock and roll. Dylan, de hecho, incluyó en numerosas oportunidades temas de Williams en sus shows. Entre otros, You Win Again, I''m So Lonesome I Could Cry, Lost Highway y (I Heard That) Lonesome Whistle. En cierto sentido, podría decirse que Modern Times —que fue grabado con la participación de los guitarristas Stu Kimball y Denny Freeman, del bajista Tony Garnier, del baterista George G Receli, y del multiintrumentista Donnie Herron— es un paso más en la búsqueda de un clasicismo profundamente estadounidense, construido sobre el recuerdo y la reinvención de lo que Dylan escuchaba en la radio durante su adolescencia, en el pueblo fronterizo de Hibbing, en el norte de Minnesota. Tal vez ese mismo gusto por la radio hizo que en el pasado, en su disco Dylan (1973) se dedicara a versionar a sus contemporáneos inmediatos —incluidos Paul Simon y Joni Mitchell— o en Good as I''ve Been to You (1992) y World Gone Wrong (1993) —dos magníficos discos solistas, enteramente acústicos— se ocupara nuevamente de temas ajenos, esta vez ligados al repertorio de la música tradicional de los Estados Unidos, de Inglaterra e Irlanda. Más recientemente la radio volvió a estar muy presente en la vida de Dylan. Sin ir más lejos, semanalmente conduce un original programa de una hora en una radio satelital (XM Radio), al que se accede por suscripción —sólo en los EE.UU. hay varios millones de suscriptores—, y en el cual se limita a elegir y comentar los temas que le gustan, fiel al espíritu de los viejos disc-jockeys radiofónicos. El eclecticismo de sus gustos bien puede medirse con la mención de algunos de los artistas elegidos hasta ahora: entre muchos otros, Van Morrison, Judy Garland, Johnny Cash, Jimi Hendrix, Frank Sinatra, Johnny Hodges, Chuck Berry, Dean Martín, Tom Waits, Horace Silver, Electric Flag, The Ink Pots y Stevie Wonder. La literatura y el NobelOtro dato interesante sobre la consideración que Dylan recibe fuera del limitado universo del rock se relaciona con el progresivo interés que las letras de sus canciones despiertan en el ámbito universitario internacional. Entre el 10 y el 12 de marzo de 2005, en la Universidad de Caen (Normandía, Francia) tuvo lugar un congreso en el que participaron profesores de literatura de los EE.UU., Gran Bretaña, Canadá y Francia. Según el Dr. Christopher Rollason, uno de los participantes, "los puntos de vista desde los que se examinó la obra de Dylan abarcaron perspectivas literarias, etnológicas, lingüísticas y musicólogicas. Fue el registro literario el que dominó en la primera intervención, la de Gordon Ball, catedrático de estudios ingleses en el Virginia Military Institute, sobre ''Dylan y el Nobel''. El profesor Ball, seguramente la persona mejor indicada para hablar sobre ese tema —pues es él quien va proponiendo a Bob Dylan para el Nobel de Literatura, cada año desde 1996— esbozó un elocuente panorama de las calidades literarias de la obra de Dylan. Así, hizo hincapié en las raíces orales de su poesía y en cómo, en las palabras del profesor Daniel Karlin de University College, Londres, Dylan ''le ha dado más frases memorables a la lengua inglesa que cualquier figura análoga desde Kipling''. Si entre los criterios para recibir el Nobel se incluyen el que el galardonado debe haber producido trabajos de ''tendencia idealista'' y haberle así conferido un beneficio mayor a la humanidad, el profesor Ball opina que la obra de Dylan corresponde plenamente a dichos criterios. En ese marco, precisó que la obra de un Nobel del pasado, Rabindranath Tagore, incluye, entre otras cosas, un gran número de canciones. El enfoque literario fue reiterado en la intervención de Christopher Lebold, de la Universidad Marc Bloch (Estrasburgo), quien ofreció un resumen de su reciente tesis doctoral, que incide en la poética de Dylan y su compañero de la canción Leonard Cohen, con la intención de demostrar cómo la obra de los dos admite una lectura literaria de las letras de canciones. Por su parte, Richard Thomas, catedrático de latín y griego en la Universidad de Harvard, propuso una serie de enlaces y analogías entre Dylan y la tradición literaria greco-romana, desde el arte oral de la poesía homérica o de los rapsodas romanos hasta la cita directa de Virgilio que Dylan nos ofrece en Love and Theft. El profesor Thomas vaticinó que dentro de dos siglos Dylan será considerado un clásico, plenamente integrado en el canon literario". Por su parte, el Dr. Christopher Rollason, traductor, editor y crítico literario residente en Francia, presentó un análisis de las relaciones entre la obra de Dylan y el mundo hispano, considerando la recepción de esa obra en España e Hispanoamérica, así como su traducción al castellano.Como fue dicho más arriba, la cuestión de Dylan y el Nobel de Literatura no es nueva. Sólo que, a partir de 2004, las campañas a su favor se han intensificado. También la publicación de libros que reúnen las letras de sus canciones (como Lyrics: 1962-2001), el curioso primer tomo de su autobiografía (Chronicles I, publicado en 2004, y durante 19 semanas primero en la lista de best-séllers del periódico The New York Times), de estudios a propósito de él (como la monumental enciclopedia Keys to the Rain, de Oliver Trager, o Dylan''s Visions of Sin, de Chrisotopher Ricks, profesor de poesía en la Universidad de Oxford), o Studio A, un compendio de artículos que, entre otros, firman Allen Ginsberg, Joyce Carol Oates, Rick Moody y Barry Hannah).Un Dylan para todosPero así como comencé este artículo, arrebatándole la exclusividad de Dylan a los críticos de rock, es necesario aclarar que tampoco es patrimonio exclusivo de los escritores y los profesores universitarios. Es más, uno bien podría pensar que existe un Bob Dylan a la medida de cada cual. Marlon Brando lo admiraba. Y para Jack Nicholson es una de las figuras más importantes de los Estados Unidos. Jack Lang, el ex ministro de cultura francés durante la presidencia de Franois Mitterrand, lo condecoró como Commandeur Des Arts Et des Lettres en 1990. Se suman a ésa y a otras distinciones, los doctorados honoris causa de las universidades de Princeton y St. Andrews (de Escocia), el Golden Globe y el Oscar de la Academia de Hollywood, recibidos en 2001, por la música de la película Wonder Boys. En 2004, la revista Newsweek lo consideró como "la persona viva más influyente en el mundo entero". Ajeno a esa exageración, el director de cine Martín Scorsese dio su propia versión de Dylan en la biografía televisiva en dos partes, proyectada en todo el mundo en 2005. Cuando concluyó el documental No Direction Home, dijo: "No he pretendido hacer algo donde se develen todos los secretos de Dylan, ni mucho menos, sino rendir un homenaje a uno de los poetas más brillantes del siglo, un hombre que hace que nos miremos a nosotros mismos, que nos emociona y nos hace sentir cosas que no sabríamos transmitir de otra manera". Por su parte, Twyla Tharp también dirá lo suyo, ya que se apresta a estrenar The times they are a-changin, un espectáculo coreográfico, inspirado en sus canciones y personajes. Sin embargo, es de imaginar que, a los 65 años, nada de esto tiene demasiada importancia para Bob Dylan, quien, seguramente, debe estar presentándose en uno de los casi 100 conciertos que da anualmente en todo el mundo. Porque como él mismo dijera: "Yo sólo soy Bob Dylan cuando tengo que ser Bob Dylan. La mayor parte del tiempo quiero ser yo mismo. Bob Dylan nunca piensa sobre Bob Dylan. Yo no pienso en mí mismo como Bob Dylan. Es como dijo Rimbaud: "Yo soy el otro".



sábado, agosto 12, 2006

Irving ajusta cuentas con su pasado

Para llegar al santuario que John Irving tiene en su inmensa casa de las montañas en Dorset, Vermont, el visitante debe dejar atrás filas y más filas de estantes repletos de libros del autor traducidos a infinidad de lenguas. En lo alto del vestíbulo hay una oficina acogedora que se extiende hacia el horizonte como la proa de un barco. En el centro está sentado Irving, escritor de 64 años, más conocido por su aclamada novela de 1978 El mundo según Garp y su pasión casi fanática por la lucha libre.

Irving y su segunda mujer viven en esta casa de más de quinientos metros cuadrados desde hace catorce años, "¿Sabe cuándo se está realmente bien aquí arriba?", pregunta en cuanto entro en la habitación que llama oficina mientras gira en la silla para observar el paisaje. "En invierno. Sólo se ven las copas de los árboles cubiertas de nieve".

La entrevista tiene lugar a finales de junio, de manera que la bruma envuelve las colinas. A las nueve, vestido para enfrentarse al calor, Irving luce pantalones cortos y una atlética camiseta. Nada de aire acondicionado. El aire está cargado de testosterona, como si el autor acabara de completar el equivalente literario de cien flexiones con un solo brazo. Sin embargo, Irving tiene ahora órdenes del médico de mantenerse alejado de la sala de pesas, por haberse herniado tras retar a uno de sus tres hijos, Everett, de trece años, a una carrera de cuatrocientos metros. "Digamos que no volveré a hacer nada parecido", comenta y sacude la cabeza de melena leonina. Ya han pasado los días en que era capaz de lanzar a la lona a hombres a los que doblaba en edad. Tampoco hace falta que aplique una llave full nelson a los pesos pesados literarios de Estados Unidos. La magnitud de su éxito como narrador convertiría el forcejeo con Tom Wolfe y John Updike, sus antiguos rivales, en algo impropio, algo así como darle una paliza a viejos conocidos. Por si hiciera falta recordarlo, las paredes que rodean al escritor son una prueba patente: en la batalla campal entre los polifacéticos artistas literarios de Estados Unidos, Irving ha ganado por KO.

Ahí está el Oscar que consiguió en el 2000 por la adaptación que hizo de su novela Las normas de la casa de la sidra, publicada en 1985. Si se mira un poco más allá, hay tres listas de best-séllers enmarcadas, en todas las cuales John Irving ocupa el primer puesto. Irving cree que en 1989 habría conseguido encaramarse al primer puesto por cuarta vez con Una oración por Owen Meany, influida por la guerra de Vietnam, si la fatwa lanzada ese año contra Los versos satánicos de Salman Rushdie no hubiese impulsado las ventas. "Hablé con Salman al poco tiempo de que se ocultara", comenta Irving, no sin cierto orgullo. "Lo felicité, pues él era el primero y yo el segundo en las listas de los más vendidos de todo el mundo. Rushdie se rió y me soltó: ''¿Cambiamos de puesto?''"

Dieciséis años más tarde, Rushdie ha vuelto a la vida pública, mientras que Irving no la ha abandonado nunca. Esta entrevista, realizada con unas condiciones estrictas impuestas por el autor, se debe a que acaba de publicar su undécima novela, Hasta que te encuentre, una epopeya de 1.024 páginas con una historia de fondo tan larga y torturada que casi eclipsa al libro mismo.

Igual que Garp y Meany, la nueva novela habla de la entrada en el mundo adulto de un chico sin padre. Se trata, obviamente, del tema principal de Irving, pues su madre, que pertenecía a una distinguida familia de Nueva Inglaterra, lo tuvo fuera del matrimonio y nunca quiso revelarle la identidad de su padre.

Hasta que te encuentre comienza con una larga estadía en el norte de Europa, donde el personaje principal, Jack Burns (que al comienzo de la historia tiene cuatro años) y su madre buscan al díscolo de su padre, un organista que, poco a poco, se va tatuando las sonatas de Bach por todo el cuerpo.

El padre de Jack resulta ser muy escurridizo, por lo que el chico y su madre regresan y se instalan en Toronto, ciudad que a lo largo de los años ha sido el segundo hogar de Irving. A Jack lo matriculan en una escuela de niñas (un toque típico de Irving) y su madre abre una tienda de tatuajes. La niñez, adolescencia y primera juventud de Jack son muy extrañas y están repletas de escapadas sexuales. Y de ahí salta a Los Angeles, donde el protagonista es un actor de éxito y un sex symbol internacional que lo tiene todo menos lo único que realmente desea: un padre. Comienza así su verdadera búsqueda.


Dolor y placer

Pese a que la novela retoma temas que Irving ha tratado en sus anteriores obras, el dolor que produce crecer sin padre, la tristeza y la hilaridad del sexo, según él, aquí llegan más a la médula y, por primera vez, el autor está dispuesto a hurgar personalmente en ellos. "Lo más destacado de mi niñez es que ningún adulto de mi familia quiso decirme quién era mi padre", confiesa y, de repente, su rostro adquiere una expresión frágil.

"Al nacer me pusieron de nombre John Wallace Blunt hijo, y me lo cambiaron en 1948, cuando mi madre se volvió a casar con Colin Irving, mi padrastro. Tenía entonces seis años. Yo quería a ese hombre, quería a mi padrastro. A mi primer hijo le puse Colin en honor a él. Su aparición mejoró mi vida de tal manera que me pareció que, si buscaba a mi verdadero padre, sería como traicionarlo. Y así lo sentí hasta bien entrados los treinta".

En lugar de obsesionarse con este aspecto de su vida, Irving lo exorcizó con la escritura. Tras concluir sus estudios en la Academia Exeter, una escuela secundaria privada donde enseñaban su madre y su padrastro, Irving pasó por la universidad de Pittsburgh, donde su deseo de escribir se impuso a su amor por la lucha libre. Llevaba un año en la universidad cuando viajó a Viena en un intercambio, y allí se casó con la pintora Shyla Leary. Irving y Leary tuvieron dos hijos, Colin y Brendan, pero el matrimonio se separó en 1981, tras una dolorosa ruptura. Seis años más tarde, Irving se casó con la agente literaria canadiense Janet Turnbull. Everett, el hijo de ambos, tiene trece años.

El escritor comparte con Jack Burns, el protagonista de su nueva novela, otras características que no se superan sólo con esfuerzo. Por ejemplo, a los diez años Jack pierde la virginidad con una mujer madura. Irving tuvo una experiencia parecida, y sólo tras escribir esta novela consiguió darse cuenta de lo extraña que había sido y hasta qué punto lo había obsesionado. "Era una mujer joven, de veintitantos años; yo tenía once —dice—, pero se trataba de una conocida de la familia y en la que confiaban todos los adultos que me rodeaban".

Irving no se decide a calificarlo de abuso, pero reconoce que era demasiado joven para los gozos al estilo señora Robinson. "A esa edad ni siquiera fui consciente de que habíamos tenido relaciones sexuales, no lo comprendí hasta que cumplí algunos años más y tuve otra relación por iniciativa propia, y entonces, pensé, ''caray, ésta no es la primera vez''". Pese a que en algunas novelas anteriores de Irving se describen con pícara complacencia las relaciones sexuales entre una mujer mayor y un hombre más joven, como es el caso de El hotel New Hampshire, en ésta no todo es diversión, aquí este tipo de relaciones aparecen como algo extraño y profundamente triste, y constituyen el tema principal de la novela —no el de la inocencia perdida, sino el de la inocencia robada— que surge a manera de recriminación del narrador omnisciente en esta escena, en la que la madre de un amigo se insinúa a Jack: "De esta manera, en crescendos apreciables y no apreciables a la vez, nos roban la niñez, no siempre en una sola circunstancia memorable, sino con frecuencia en una serie de pequeños robos que, sumados, contribuyen a la misma pérdida".

Según Irving, el tiempo le ha permitido huir del complejo de la mujer madura nacido de su temprana iniciación al sexo, pero fue preciso que ocurriesen unos cuantos accidentes que lo obligaron a asumir la fijación con su padre. El primero ocurrió en 1981, el año en que publicó El hotel New Hampshire.

"Cuando cumplí los treinta y nueve y me estaba divorciando de mi primera mujer, mi madre me dejó un paquete de cartas en la mesa del comedor de casa —cuenta—. Eran las cartas que mi padre le había escrito en 1943 desde una base aérea en India y desde hospitales de China". De ese modo Irving se enteró de que su padre fue piloto en la Segunda Guerra Mundial y que lo habían derribado y hecho prisionero de guerra en Birmania y China. Por la imagen reflejada en las cartas no se desprendía que fuese un aprovechado, sino un hombre que había sido padre demasiado joven.


Una gran sorpresa

La segunda revelación llegó en forma de una sorpresa aún mayor. En 2001, después de aparecer en un documental de televisión, Irving recibió una llamada de un tal Christopher Blunt que había visto el programa. "Me dijo ''Creo que soy tu hermano''", recuerda Irving.

Tras conversar unas cuantas horas, los dos hombres descubrieron que eran medio hermanos; Irving se enteró por Blunt de que su padre había muerto cinco años antes. Fue un duro golpe tras haberse pasado tantos años añorando a su padre. Blunt le contó que su padre había sido director de una prestigiosa empresa de inversiones, se había casado tres veces y padecía de trastorno bipolar. "Pensé mucho en lo que había heredado de él", dice Irving. Había comenzado a escribir Hasta que te encuentre partiendo de ese punto y, por una de esas extrañas casualidades, al padre de Jack Burns le había inventado una enfermedad mental similar a la que, según le constaba ahora, había afectado a su padre.

El mundo se le vino abajo y cayó en una grave depresión. Le recetaron antidepresivos, pero dejó de tomarlos en cuanto se dio cuenta de que bajo su influencia le costaba escribir.

Irving terminó la novela en 2004. Aunque no acabó allí la saga. Como había escrito el libro en primera persona, a último momento se lo retiró a su editor y lo reescribió de cabo a rabo en tercera persona. Eso le llevó otros nueve meses, pero Irving es categórico cuando dice que no lo hizo sólo para poner cierta distancia entre Jack Burns y él, sino para tener un mayor control de la historia. "Es la misma razón por la que no escribí unas memorias —dice, casi elevando el tono de voz—. Sólo he escrito unas memorias (La novia imaginaria, 1997, sobre los escritores y luchadores que influyeron en él) y se trata de un libro muy pequeño. Se tiene un mayor control de la historia cuando se narra en tercera persona".

Brecht: el teatro no cree en lágrimas

Bertolt Brecht, poeta y dramaturgo, muerto el 14 de agosto de 1956, hace 50 años, se propuso minar el arte aristotélico, del que aún dependemos. Las dimensiones y la vigencia de esa epopeya estética se pueden contemplar bajo la luz de dos momentos clave para su obra. El primero, es el de su entrada al escenario cultural de Munich, en la época de los episodios revolucionarios que condujeron a la llamada república de Weimar, el período entre el fin del reinado de Guillermo II (1918) y la fundación del Estado fascista (1933). El segundo, es la consumación de su drama Galileo Galilei, en 1938, en el exilio.

Brecht tiene 20 años cuando se relaciona con el ambiente teatral e intelectual de Munich. Cumple 40 el año en que considera terminada su primera versión de Galileo, una obra que por sus significados estético, moral y político le insumió grandes energías y un rompedero de cabeza. En el primer momento, es un nihilista con fuertes inclinaciones paródicas y un humor mecánico y sombrío. En el segundo, había definido su estética del distanciamiento, o extrañamiento escénico como el camino más apropiado para incitar a los trabajadores a pensar en su destino, y más concretamente, en la construcción de su destino. Galileo fue un desafío que lo puso contra la pared de sus propios razonamientos.

Había nacido en Augsburgo, cerca de Munich, en 1898; su padre era gerente de una fábrica de papel. Comenzó la carrera de Medicina y fue movilizado como ayudante de hospital durante la Primera Guerra Mundial. En esa época, confesó, se consideraba un patriota y no vacilaba en "emparchar" a los heridos a toda velocidad para que volvieran al frente lo antes posible. Entre el muchacho que volvió de la guerra entre pasmado y decididamente inclinado al humor negro ("la paz no asomaba en ningún frente; / cansado de tanta espera, / el soldado se decidió y murió heroicamente", decía en una de sus primera baladas) y aquel otro que vería más tarde los acontecimientos bajo la lupa de la "lucha de clases", hay un laberinto de ideas que no recorre de la mano del marxismo en sus primeros tramos, sino de la del fantasma de Nietzsche, quien acompañaba a los alemanes de entonces cualquiera fuera su estética.


El payaso metafísico


La insurrección de izquierda de fines de 1918 y comienzos de 1919 no lo toca profundamente: "Todos sufríamos de cierta falta de convicción política y yo en particular no tenía capacidad para entusiasmarme, tenía montañas de trabajo por hacer", explicó en 1928. Su biógrafo norteamericano Frederic Ewen lo describe a través del testimonio de quien sería uno de sus maestros, el erudito Lion Feuchtwanger. De él, dice Brecht, "aprendí las reglas estéticas que me interesaba romper". Feuchtwanger lo describe así: delgado, mal afeitado, desaseado, hablaba con marcado acento suabo y llevaba los bolsillos llenos de manuscritos. En la novela Exito, se convierte en un personaje de Feuchtwanger, que es visto por otro personaje de esta manera: "El hombre literalmente apestaba a sudor, como un soldado marchando. E indiscutiblemente olía a revolución (...) Cuando las cantaba (sus baladas) con esa voz estruendosa, las mujeres se volvían locas".

Nada habría pasado quizá, o todo habría sido de otro modo, si Brecht no hubiese conocido en Munich a Karl Valentin. El biógrafo Ewen se estremece al mencionarlo: ¡Karl Valentin! Su nombre es desconocido hoy, pero para sus contemporáneos era una leyenda. Lo llamaban el payaso metafísico. También a Feuchtwanger y a su novela Exito debemos al parecer su mejor descripción: "el melancólico payaso estaba siempre tratando de resolver problemas con falsa lógica lúgubre. Por ejemplo, si se le preguntaba por qué usaba un par de anteojos sin cristales, contestaba que seguramente era mejor eso que nada".

Sus cuadros cáusticos y desencantados dieron origen al teatro fragmentario de Brecht. Su personaje fijo, el pequeño hombre aporreado, de resoluciones ambiguas, a la moral de sus primeros personajes. De Frank Wedekind, dramaturgo y poeta, amante del cabaret y del zoológico, Brecht heredaría una visión monstruosa. Y con todo ese bagaje armaría el edificio de su teatro precario, el mecanismo por el cual el teatro se hace explícito como tal.


La máquina dialéctica

Máscaras, carteles, fotografías, cuadros musicales, parlamentos dirigidos al público, destruirían los principios del drama aristototélico: unidad de acción, clímax y catarsis. Si a algunos hoy les resulta imposible tolerar la interrupción de la acción en los musicales, para Brecht era este procedimiento una herramienta revolucionaria. Edwin Piscator, el creador del teatro épico proletario, contribuyó decisivamente a dar forma final al proyecto: hechos históricos, simultaneidad de escenas, gran movilidad en el escenario fueron las facetas del teatro de Piscator que atrajeron a Brecht.

En 1928, cuando estrena La ópera de tres centavos, el dispositivo estaba en marcha. Bretch era aún un nihilista, pero pretendía que esos cuadros hiperteatrales con hampones y prostitutas espejaran la crueldad del mundo burgués, al que todavía veía monstruoso en su más íntima estructura. Para Brecht, la deformidad continuaba siendo la regla de la vida, históricamente considerada. El espejo del teatro debía devolver a la audiencia la imagen real de la existencia, encubierta por la norma diaria, como quien entra a la sala de espejos deformantes en una feria y teme que esos cristales estén revelándole una verdad que hace trizas la máscara del mundo creada por la docilidad y la alienación.

Comienza a hacer una operación intelectual estéticamente revolucionaria: al teatro, aplica las condiciones reservadas por Aristóteles a la épica. En lugar de la unidad de acción, la peripecia, el fragmentarismo. Paralelamente, la desafección —como contrapartida de la empatía— debía conducir a la reflexión y convertir el drama en un simple y crudo teorema social, motor de la acción política.

Brecht debía dar, en aquel momento, un paso esencial, difícil que, en honor a la verdad, apenas ensayó. Si el destino de su obra era el provocar el Verfremdung (distanciamiento) con objetivos revolucionarios, entonces la clase obrera debía ser puesta en escena. Y lo que se infiriera de su acción, debía ser didáctico. Pero, ¿cómo hacerlo si la acción política misma tenía que ocupar el escenario y ser expuesta a juicio? En contadas obras Brecht propuso problemas del comunismo y problemas de la acción política contemporánea. En La medida (1930), por ejemplo, ubicó la acción en China, y "la medida", que la obra aprueba, es el asesinato por sus propios compañeros de un agitador que, llevado por la emoción y los impulsos, pone en peligro una misión política al develar su identidad. Incluso los críticos comunistas vieron en esto una cruel división mecánica entre el necesario cálculo revolucionario y el sentimiento, división que era el leit motiv de la estética de Brecht. Cruel era el mundo, y tanto el arte como la política debían cambiarlo apelando al más absoluto desapego. La presencia en el escenario del "coro de control" fue, para críticos posteriores, un vaticinio de Brecht sobre los procesos estalinistas, y su aceptación por anticipado.

Sin embargo, Brecht toma de la vida los ejemplos del método que impone a los actores de sus obras de entonces. Es famosa su apelación a la actuación eventual de un transeúnte que narra un accidente; les señala a los actores cómo el testigo imita al conductor y a la víctima, cómo los parodia sin sentimentalismo. El imitador no debe perderse en lo que imita: "No hay nada supersticioso en el testigo. / No abandona a los mortales a las estrellas / sino a los propios errores".

Resulta seguro pensar que Brecht no exigía que actuaran de ese modo todos los hombres en todas las circunstancias, pero sí que lo hicieran cuando debían decidir sus destinos. O, al menos, que así lo hicieran quienes debían planear sus revoluciones. En tanto, el problema moral debía ser expuesto fríamente. En 1932 —relata Ewen— fue objetado por la censura el filme Kuhle Wampe, escrito por Brecht y que narra las penurias de una familia obrera en un suburbio industrial. El hijo se suicida. Brecht debe comparecer ante el censor. Lo hace acompañado por su abogado y colaboradores y queda impresionado por la "perspicacia crítica" del hombre. ¡Había entendido mejor que nadie la cuestión del distanciamiento! "Debe usted admitir —dijo el censor— que el suicidio (en la obra) deja la impresión de que no hay nada impulsivo en él. ¡Por Dios, el actor se comporta como si estuviera enseñando a pelar un pepino!"


Eppur si muove

En 1933, y el mismo día en que es incendiado el Reichstag (un acto de provocación atribuido por los nazis a los comunistas), Brecht se exilia. Piensa que volverá en cuatro o cinco años, pero no lo hará hasta el 48. El largo exilio coincide con una producción que en gran parte rescata, a la vez que el relato clásico, la ambigüedad moral. La cumbre de ese período, y probablemente de toda su obra, es el Galileo.

Imposible saber por qué tomó en sus manos este personaje complejo, con el que seguramente se las vio hasta en sueños. Galileo era un símbolo de libertad intelectual y una víctima, a quien la historia progresista atribuye haber musitado, luego de su retractación ante la Inquisición, la frase "Eppur si muove".

La obra que Brecht considera finalizada en 1938 había sufrido ya muchas modificaciones. Entre las últimas, está la de incluir la admisión del pecado de la retractación por parte del propio Galileo: "La ciencia no puede permitir que un hombre como yo continúe entre sus filas". Brecht modifica parcialmente al personaje, a pesar de que en sus conversaciones con algunos científicos daneses había escuchado una justificación del famoso episodio como sólo un gambito para sacudirse a la Iglesia, gracias al cual Galileo había continuado vivo y productivo.

Entre las Historias del señor Keuner, hay una en la que el imprevisible y paradójico personaje de Brecht advierte que la audiencia se dispersa en medio de un discurso suyo contra la Violencia. Keuner mira a su alrededor y ve que la Violencia está detrás de él. "¿Qué decías?", pregunta la Violencia. "Me estaba pronunciando a favor de la Violencia", responde Keuner. Interpelado luego por sus discípulos, explica: "Quiero vivir más tiempo que ella". Para Galileo, esto no sería válido, pues la claudicación de un gran científico, dice Brecht, afecta los intereses de la investigación y de la humanidad en general.

Galileo, un político


La tozudez de Brecht en castigar al sabio acaso era culposa. ¿No había escapado él mismo de Alemania cuando, al igual que la Inquisición a Galileo, y menos metafóricamente de lo que parece, los nazis le mostraron sus instrumentos de tortura?

Por la vía que fuera, Brecht llegó, no obstante, a una cuestión esencial en la figura de una personalidad como la de Galileo: nada aprecia tanto este hombre de pensamiento como despertar cada mañana y volver al trabajo delicado de la razón y el conocimiento. Galileo ama su propia vida y sólo el horror de la tortura y de la muerte puede hacerle negar sus ideas científicas. Galileo, en Brecht, se convierte además en político cuando continúa escribiendo sus Discorsi en la prisión de su propia casa, y cuando los hace circular clandestinamente. Avido de vida y de grandeza, muchas veces inescrupuloso, lejos de la santidad pero no del heroísmo, incluso la confesión de su falla lo hace entrañable. De hecho, es Galileo la obra más estructuralmente clásica de Brecht, y sin llegar a la catarsis, produce empatía. Brecht lo percibió. Y le molestaba. Tampoco pudo evitar que muchos vieran allí su posición ante las Grandes Purgas que se habían iniciado en la Unión Soviética, siendo que otros lo consideraron antes un estalinista redomado.

Como dice Ewen, Brecht podía haber utilizado sus recursos de distanciamiento con este tema quizá más que con ninguno. No lo hizo. Algo finalmente personal se jugaba en un asunto que resultó tan épico como dramático, sin esa impiedad razonada, esa crítica matemática, ese antihumanismo deliberado que era y sigue siendo un matiz de su genio.


domingo, agosto 06, 2006

Recordando a los iracundos

1956, Nasser y la crisis del Canal de Suez logran que, por primera vez en la historia, Inglaterra sufra el sentimiento del fin del imperio. Son los años del teatro londinense, los filósofos del hambre y los angry young men. Ese año, además, se estrenaba Recordando con ira, la obra emblemática de aquella década. A 50 años de esos sucesos, Inglaterra recuerda el clima cultural de su decadencia. Desde que nació, el Imperio Británico imaginó su decadencia y caída. Esa fértil imaginación decadentista, esas figuraciones catastróficas eran tanto más estremecedoras y literarias porque se enfrentaban siempre a una realidad que parecía inconmovible. En 1914, un tercio de la Tierra pertenecía al mayor imperio colonial que hubiera conocido la historia. Todavía cuarenta años después, intelectuales argentinos y de otros nacionalismos paralelos en cinco continentes seguían denunciado fogosamente un poderío inglés formal o informal que encontraban asfixiante. El golpe mortal al colonialismo llegó de manera súbita, casi sin aviso. Tiene una fecha precisa. Fue hace 50 años, el 26 de julio de 1956, cuando las tropas egipcias nacionalizaron la Zona del Canal de Suez. El gobierno conservador inglés fue a la guerra para recuperar la vital comunicación del Mar Mediterráneo con el Océano Indico. Y fue derrotado, porque los norteamericanos no lo apoyaron. Britania ya no dominaba las olas. Gran Bretaña era una isla, y la sociedad y la literatura debieron admitir que a partir de ahora serían una provinciana potencia de segunda en el concierto mundial y que Londres nada podría hacer sin el visto bueno de Washington. Pero no siempre lo hicieron apaciblemente, desde los jóvenes iracundos hasta los punk. Este año, la Gran Bretaña de Tony Blair recuerda el medio siglo, no siempre dignificante, no siempre decepcionante, en que vivió sin imperio. Entre otras cosas, con una biografía de John Osborne (1929-1994), el dramaturgo que precisamente en 1956 estrenó su clásico Recordando con ira. Es el revisionismo de un revisionista: esta vez no se omite al amante varón del misógino joven iracundo. Ian Fleming, padre de James Bond, personaje y compensación imaginaria por la caída del imperio. Fue otro joven, que convirtió su ira en acción política, quien estuvo por detrás del episodio más nefasto para la orgullosa memoria británica. Un joven y viril Juan Domingo Perón egipcio, el general Gamel Nasser, sex symbol del panarabismo, planeó con apasionada frialdad la ocupación de la Zona del Canal de Suez. Con los beneficios económicos de la explotación, pensaba pagar un proyecto casi literalmente faraónico, la mayor represa hidroeléctrica del mundo, en Asuán, sobre el Nilo. El 26 de julio, se apoderó por las armas del canal, que era una de las glorias del colonialismo europeo del siglo XIX y para cuyo estreno se había encargado a Giuseppe Verdi la ópera Aída, de tema adecuadamente exótico y oriental. La ocupación de la Zona del Canal fue militar. El conservador Sir Anthony Eden comparó a Nasser con Mussolini y preparó la guerra. No pensaba lo mismo el gobierno norteamericano del republicano Dwight Eisenhower, que presionó a Inglaterra para que se abstuviera, por razones geopolíticas que le convenía a Estados Unidos en Medio Oriente. ¿Qué consecuencias trajo la pérdida del Canal de Suez, es decir la impotencia británica ante Nasser? Justamente la desagradable realidad de que Inglaterra dejaba de ser una de las naciones rectoras el mundo. Fue el primer paso en la fatal descolonización de los territorios británicos en ultramar. Todo el sistema educativo inglés, su idea de nación, su moral victoriana de servicio y de administración colonial, su concepción del Estado, dejaba de ser imperial, porque el imperio desaparecía. La literatura cobraba un nuevo ánimo, de retirada desde la metrópolis imperial londinense hacia el interior, hacia las ciudades y pueblos de provincias, desde las universidades de Oxford y Cambridge, formadoras de la elite, hacia las nuevas universidades de ladrillos rojos que no cubría ninguna hiedra. En las novelas de William Cooper, de Kingsley Amis, de John Braine, de John Wain, en la lírica de Philip Larkin o en la de los poetas de The Movement, había un nuevo tono, a la vez de desafío ante quienes habían ejercido la hegemonía cultural, y de la austeridad que imponía una vida en la que el imperio ya no podía servir para financiar el Estado de Bienestar que los laboristas habían tratado de hacer efectivo al fin de la Segunda Guerra Mundial. En estas novelas había un tono de despolitización y de desengaño, de pícaros que recordaban de algún modo a los de la picaresca española barroca desengañada por la caída de aquel otro imperio. Un repliegue hacia límites estrechos, hacia la cotidianidad, una epopeya del hambre (también sexual) y de la supervivencia, una guerra en el frente interno por conseguir un cuarto con calefacción o unos días de playa en la costa en el verano. Cuando los protagonistas conseguían vacaciones en el extranjero, como el Portugal de A mí me gusta acá (1958) de Kingsley Amis, volvía a resurgir el resentido orgullo provincial de ingleses condescendientes con las costumbres y el caos de países menos organizados. En el tratamiento obsesivo de temas y problemas locales, carentes de grandes significaciones epocales, contrasta con la gozosa apertura cósmica de los beatniks, primos lejanos en Norteamérica de los jóvenes iracundos. En la década de 1950, la literatura acompañará una tendencia política y social hacia el inward looking, hacia la mirada interior, la concentración y la reconcentración. Era el estado de cosas que representaba, con transparente símbolo, una comedia dramática que año a año seguía reponiéndose en los teatros londinenses, La ratonera, de la novelista policial Agatha Christie. La novela en términos generales mostró entonces, también ella, una preocupación por lo nacional, lo provincial, incluso lo parroquial-comunitario, nada de grandes affaires internacionales. Pero el cuadro general mostraba ya la precariedad del encierro insular ante el desengaño con el mundo. En las novelas de Colin McInnes (como Principiantes absolutos, de 1959, filmada después con David Bowie), en los cuentos de Angus Wilson (como Cayéndonos del mapa, 1957), empezaba a despuntar otra escena, de Teddy Boys, del submundo bohemio de Notting Hill, de cafeterías (novedad en la tierra del pub), de clubes de jazz y aun de rock. Y aparecían las drogas, la diversidad sexual y una sociedad cada vez más multiétnica aunque de ningún modo multicultural. El annus mirabilis 1956 fue para Inglaterra un momento de agitación literaria mayúsculo por el sentimiento del fin del imperio. Algunas de las obras mayores del siglo se publican en ese año: Recordando con ira, de John Osborne (traducido al castellano por Victoria Ocampo, y después filmado por Lindsay Anderson, con Malcolm McDowell, el protagonista de La naranja mecánica), que revolucionó el teatro de la época con su lenguaje vulgar y violento, y una masculinidad que no estaba estetizada como lo hacía la casi contemporánea Un tranvía llamado Deseo del norteamericano Tennessee Williams. También es el año de El disconforme de Colin Wilson (que Eduardo Mallea hizo traducir para Emecé), un ensayo sobre la imposibilidad y la indeseabilidad, de la adaptación social que está en la fuente de inspiración de cada letra de rock “existencialista” hasta Kurt Cobain. El gobierno de sir Anthony Eden cayó. Francia, que había participado en la abortada guerra por recuperar la Zona del Canal, no se lo perdonó nunca. El general Charles De Gaulle se ocuparía después de evitar por todos los medios que Gran Bretaña ingresara a la incipiente Unión Europea. Consideraba que la isla estaba en feliz connubio con Estados Unidos y que siempre, en cada encrucijada decisiva, preferiría la relación especial que mantiene con los norteamericanos: este otro affaire, sentimental, es el tema del sardónico libro de Christopher Hitchens, Sangre, clase y nostalgia. La virulenta condena francesa a la invasión anglonorteamericana a Irak en 2003 es otro de los resultados, no por tardíos menos intensos, de la situación que dejó el asunto de Suez. Vencido, sir Anthony se refugió en las playas de la isla de Jamaica. Allí podía beber, uno tras otro, los tragos que le hacía preparar su amigo Ian Fleming en su residencia Goldeneye. Ya para entonces, el autor de novelas de espionaje había creado a su indeleble James Bond, que había debutado en 1953 con Casino Royale. El elegante 007 era la compensación imaginaria que los británicos, y los anglófilos nostálgicos del poder imperial y de los cartabones de su gusto, podían consumir con gula ante la pérdida de un protagonismo político real. No en vano Kingsley Amis dedicó un libro entero a la minuciosa y entusiasmada trivia y memorabilia del superagente con licencia para matar. Pero en toda la serie, que habría de florecer precisamente después de Suez, Bond, James Bond, tenía que colaborar siempre con la CIA. Que en la serie estaba encarnada por el agente Felix Leiter. Esta relación de dos sujetos antitéticos unidos en una misma causa, a diferencia de las clásicas parejas homoeróticas y cooperativas, reflejaba la manera en que a Gran Bretaña le gustaba mitologizar su relación con Estados Unidos. El inglés Bond sabía vestirse, era culto sin exhibicionismos, de un gusto infalible y rico en recursos; el norteamericano Leiter sólo tenía mucho más medios y disponía de más dinero, y era torpe, atropellado y fundamentalista. La pareja de Tony Blair y George W. Bush parece otra, penúltima mitología nacida del affaire de Suez. Con ironía, la Biblioteca Pública de Londres ubicaba alfabéticamente sus ejemplares del libro de Colin Wilson, The Outsider (traducido por Emecé en 1957 como El Disconforme) en el estante correspondiente a la letra G de “Genio”, entre “Gas” y “Geología”. En aquel entonces, The Outsider era por cierto una rareza bibliográfica –una obra filosófica que terminó convirtiéndose en superventas–. En los primeros meses, alcanzó 16 ediciones y había vendido 40 mil ejemplares en tapa dura.
Pero por los sucesos de Suez no había mucho que festejar. Wilson era “un genio de apenas 24 años”, como anunció en tapa The Daily Express. Había dejado la escuela a los 16 porque los exámenes eran muy difíciles. Su padre trabajaba en una fábrica de zapatos en Leicester y nunca ganó más de cinco libras por semana. El joven Wilson se casó, se separó, vivió en la calle, dormía en los parques, comía pan. Llegaba temprano a la mañana en bicicleta al British Museum, allí leía y escribía como un maniático. Al igual que otros “iracundos”, coincidió generacionalmente con la primera oleada de adultos que había hecho su escuela primaria en establecimientos del Estado –los más favorecidos habían llegado a graduarse en las universidades gracias a la educación pública y gratuita–. Los tiempos parecían reclamar con urgencia escritores que dieran una voz al descontento indistinto de su generación. El mundo literario de Londres en 1956, según el propio Wilson, “tenía la consistencia de una polilla” y necesitaba que le dieran una buena sacudida. Wilson, con su pelo sucio y anteojos de intelectual, “el filósofo que dormía en una bolsa de dormir en Hampstead Heath” –según la maliciosa descripción de Osborne–, parecía enviado por el cielo para desempeñar ese rol en la comedia londinense. El Disconforme comenzaba de un modo que luego se hizo tan famoso como el comienzo del Manifiesto Comunista: “A primera vista, el outsider es un problema social”. Recibió elogios de todo el mundo. Con nacionalismo, The Observer proclamaba que era mejor que Jean-Paul Sartre. The Sunday Times lo encontraba “notable” y el reseñista del The Listener declaró que se trataba del libro “más notable” que le había tocado en suerte. Wilson ahora era célebre: daba entrevistas temerarias, se peleaba con los demás iracundos. El establishment filosófico reaccionó de modo diferente, pero no menos cruel: A. J. Ayer dijo que Wilson era “un perrito que baila”, uno de esos canes que saltan en los circos, infatuados consigo mismo y con libros difíciles que ni siquiera podía entender. Cuando Wilson ya no fue tan joven, ni tan angry, la gente comenzó a olvidarlo. Había que estar ahí, contestan quienes preguntan cómo pudo The Outsider convertirse en lo que se convirtió. Al cerrar The Outsider, al menos los chicos sabían pronunciar las palabras Sartre, Camus, Nietzsche y esos otros filósofos cuyos nombres nunca estaban seguros de pronunciar bien. Además estaba la jactancia de Wilson, que se consideraba “el escritor más importante del siglo XX” y un “Elvis Presley intelectual”. En el capítulo cinco, Wilson escribió: “El outsider no es un freak, sino sólo más sensible que la medida”. Todo joven romántico en el verano de 1956 podía verse reflejado. Una frase a la que recurre Inglaterra en tiempos difíciles es Grace under The Fire (mantener la gracia bajo el fuego). Su historia lo demuestra: en los peores momentos, los ingleses no abandonaron la gracia, los modales. Este es también un gesto de valentía, de autocontrol, que reniega de la reacción de opereta, tan argentina o latinoamericana. En este sentido, cuando los tiempos ya no fueron buenos para el pobre Wilson, hay que decir que se comportó como un argentino más.


Fuente: Pagina 12

La cólera de un profeta contemplativo

El premiado escritor egipcio de lengua francesa, admirado por Albert Camus, Henry Miller y Boris Vian, concilia a los 92 años, la bohemia, el dandismo y la rebelión contra el poder, por medio de un estilo inimitable. El egipcio Albert Cossery suele ser considerado como el último gran dandi de la literatura francesa. Pero, a los 92 años, después de haber pasado más de dos tercios de su vida haciendo el elogio de la pereza, el autor de Mendigos y orgullosos es, mucho más que un dandi, un escritor fuera de serie, mezcla de Boris Vian y de Albert Camus: sus libros son como bombas de destrucción masiva que estallan lentamente arrasando todo a su paso. Es también un hombre extraordinario, libre, conmovedor, tan inesperado como surrealista. ¿De qué otro modo definir a ese personaje que se instaló en 1945 en París, en la habitación 58 del hotel La Louisiane, y allí se quedó para siempre? Sin trabajar -en el sentido habitual del término-, atado a la pasión de la escritura y de la bohemia: "Si aún sigo vivo es porque nunca tuve hijos, ni portera, ni cuenta de electricidad para pagar", reconoció durante una reciente entrevista con LA NACION. Durante más de 60 años, Cossery hizo del Barrio Latino su horizonte definitivo: un café, el Flore; un restaurante, Lipp; y un jardín público, el parque de Luxemburgo, donde iba a buscar su inspiración. En ese ínfimo perímetro pasó cada jornada de su existencia, según un orden casi inalterable. En esa exigua geografía también se forjó el mito del escritor y del hombre, avaro de palabras, que sólo publicó ocho libros (ver recuadro) en toda una vida literaria. "Si no tengo nada que decir, no escribo", resume. La verdadera explicación es que Cossery presta una atención casi maniática a cada texto. Escoge sus adjetivos y pule cada frase en forma obsesiva: "Para que sean perfectas, tanto en ritmo como en sentido, a veces las reescribo veinte veces", reconoce. Esperar, recomenzar, reflexionar... "Puedo quedarme tres meses sin escribir una sola línea. Es una forma de dejar que las cosas se pongan en su lugar", murmura. En esos ocho libros dejó hablar a aquellos que conoció en su tierra natal: los pobres, los marginados, los mendigos y los vagabundos, los que se arreglan como pueden, y los asesinos, los místicos, los locos, las prostitutas y los vagos. "Los conozco a todos. Los vi y les hablé", afirma. Cossery alcanzó la celebridad en 1990, cuando su obra recibió el Gran Premio de la Francofonía y, un año después, el premio Mediterráneo. Hasta ese momento, era considerado uno de los mayores auteurs-cultes de la literatura francesa contemporánea, adorado por un reducido círculo de lectores que comentaban sus libros en cenáculo. El año pasado, la Société des gens de lettres, le otorgó el gran premio Poncetton por el conjunto de su obra: "Ya era tiempo", lanza con ironía. Por esas razones, entre otras, la reciente publicación de sus obras completas se transformó en un acontecimiento literario. Entrevistar a Albert Cossery es un privilegio raro y una experiencia inolvidable. "Desde que lo operaron de la laringe, hace unos años, casi no puede hablar", había prevenido su editora, Joëlle Losfeld. Imposible imaginar, sin embargo, que la intervención le dejó apenas un susurro, sólo un aliento de palabras que pronuncia con extrema dificultad; que no poder hablar lo irrita y lo desanima. Es necesario acercarse a él y prestarle extrema atención. "No consigo hablar. Tampoco puedo escribir ni caminar por culpa de la artrosis. Por suerte me quedan los ojos para leer", dice sin melancolía. Cossery nació en El Cairo, en 1913, en el seno de una familia de pequeños propietarios. "Mi madre sólo hablaba árabe y era analfabeta. Mi padre leía el diario a duras penas", recuerda. Pero Albert, que asistió a una escuela católica y al Liceo Francés, siempre supo que sería escritor. Tenía diez años cuando comenzó a garabatear sus primeras páginas en francés "Era el idioma de los libros", explica. Con la adolescencia llegó el descubrimiento de los clásicos. "Leí a Balzac con tanta pasión que, cuando llegué por primera vez a Montparnasse, a los 17 años, tenía la impresión de conocer cada rincón del barrio". Durante la guerra, Cossery fue camarero en un transatlántico que viajaba entre Port Said y Nueva York. A bordo escribió su primera novela, La casa de la muerte segura , antes de regresar a Francia para instalarse definitivamente en esa habitación de hotel de la rue de Seine. Por entonces, ya había entrado en literatura como se entra en religión: "La única cosa que siempre tomé en serio fue la escritura", confiesa. Hay que creerle, porque Albert Cossery nunca se tomó la existencia como un monasterio. En el Saint-Germain-des-Prés de la posguerra, los amigos del joven egipcio se llamaban Albert Camus, Lawrence Durrell, Alberto Giacometti o Henry Miller... "Frecuentábamos La Rose Rouge. Fue allí donde conocí a Boris Vian. ¡Cuánto amábamos la vida! ¡Y las bellas mujeres! ¡Cada noche era una fiesta! El mundo entero se encontraba en ese barrio", evoca sin un atisbo de nostalgia. Sin otra actividad que la noche y la literatura, Cossery sobrevivió gracias a su red de amigos en ese París legendario: "Los galeristas me regalaban algún cuadro que yo revendía para pagar el alquiler. En el café de Flore, mi crédito era permanente. Mi amistad con Camus, Nimier o Durrell era una garantía más segura que la de un banquero", recuerda. En 1931 apareció, en árabe y en francés, su primer libro de cuentos, Los hombres olvidados de Dios que Henry Miller hizo publicar en 1940 en Estados Unidos con un comentario: "Ningún otro autor vivo ha descrito en forma más sobrecogedora e implacable la vida de aquellos que, en el género humano, forman la inmensa masa sumergida". Antes de ir a París, durante días y noches, Cossery recorrió los barrios pobres de El Cairo. Desde entonces conservó esa obsesión por contar los dramas de una sociedad al margen, sólo preocupada por sobrevivir. "La miseria siempre me sublevó", insiste. En Los hombres olvidados de Dios , el gendarme Gohloche se vanagloria de haber sofocado la rebelión de una banda de pobres diablos: "La noche anterior había librado batalla contra un escuadrón de barrenderos que sólo pedían no morir de hambre. Su intervención había sido juzgada merecedora de todos los elogios en las altas esferas", escribió. Albert Cossery siempre detestó el orden establecido, el poder. "Todos esos por los cuales llega la corrupción." Esa toma de conciencia precoz lo llevó a una absoluta indiferencia hacia los bienes materiales. "No poseo nada -afirma-, soy totalmente libre." Los personajes de sus novelas son los heraldos de esa filosofía más sutil y compleja de lo que parece. Por ejemplo, Gohar, el profesor de Mendigos y orgullosos , opta por la pobreza "porque enseñar la vida sin haberla vivido era el crimen de ignorancia más detestable". El profesor se convierte entonces en administrador de un burdel, donde redacta la correspondencia de las prostitutas hasta que su destino, bajo los efectos del haschisch, se transforma en una novela policial. Cossery posa la misma mirada implacable -y a veces premonitoria- en La casa de la muerte segura , donde los habitantes de un edificio insalubre, "destinado al diablo", terminan por sentirse casi tranquilizados cuando alcanzan la certeza de que la casa se va a desmoronar. En Los haraganes del valle fértil , la obsesión permanente de los miembros de una familia es la de dormir. Una forma de olvidar, de escapar de lo insoportable. Cuando el menor, Serag, decide a pesar de todo buscar trabajo, la narración cae en un absurdo devastador: "Desde que se había enterado por Rafik de que en ciertos países los hombres se levantaban a las 4 de la mañana para ir a trabajar en las minas, Serag trató de hacer lo mismo. En un armario, había descubierto un viejo despertador fuera de uso, y lo había reparado con la intención de usarlo. [...] El primer día, el sonido estridente del artefacto casi provocó una revolución [...]. Poco habituado a esa ruptura violenta del sueño, Serag lo había dejado sonar interminablemente, creyéndose en plena pesadilla. Cuando por fin abrió los ojos, se convenció de estar listo para una sorprendente actividad. Pero, pocos minutos después, no sabiendo qué hacer, se volvió a dormir". Cossery confiesa que su familia le sirvió a veces de modelo: "Mi padre no trabajaba; abría los ojos a mediodía. Yo mismo, salvo para ir a la escuela, nunca me levanté al alba..." Su vida ha sido un elogio a la pereza: "A esos que reflexionan sobre el mundo", corrige. Para Cossery, se trata del arma absoluta: "Cuando el hombre puede reír de lo que le sucede, nadie más tiene poder sobre él. En Egipto, la gente sabe tomarse el tiempo para burlarse de todo". Para muchos, el ejercicio de la contemplación podría haberle dado el don de la profecía. Une ambition dans le désert (Una ambición en el desierto), escrito en 1984, anuncia claramente la Guerra del Golfo. Asimismo, en Los colores de la infamia , publicado en francés en 1999, es difícil no ver la premonición del 11 de septiembre. "Mis libros son la verdad como aparece en los diarios. Lo más original que puede contar un escritor se encuentra en la calle", agrega con la simplicidad de aquellos a los que ya nada sorprende. Sin embargo, ha conservado una sensibilidad de adolescente. Esa capacidad de emoción y de cólera habita sus libros y cada uno de sus gestos. También está presente en un cuidado extremo de sí mismo, a pesar de la edad y de la enfermedad. Ese eterno esmero, junto al "ejercicio existencial de la inactividad", contribuyó a forjar su reputación de dandi. "Siempre puse un cuidado particular en vestirme bien. Eso es todo. Es una cuestión de respeto. Mi padre se vestía como un príncipe", precisa. Sentado en la minúscula salita de recepción de ese hotel modesto y sin pretensión de la rue de Seine, Albert Cossery recibe "como en su casa". En este día de calor canicular en París, viste una camisa sport beige y un pantalón de algodón a cuadros en dos tonos de marrón, impecablemente planchados, que apenas consiguen ocultar su extrema delgadez. "Por el momento estoy vivo. Es lo esencial", se excusa con una sonrisa. ¿Satisfecho con la publicación de sus obras completas? Hace un largo silencio: "Me gusta la tapa...". Después de otro prolongado silencio agrega: "Sólo me gustaría que, después de haberme leído, la gente no tenga ganas de ir a trabajar al día siguiente". La réplica llega en la voz extraordinaria de uno de sus asiduos visitantes. "Las obras de Albert tienen una sabiduría tan profunda, posan una mirada tan justa y sin concesiones sobre el mundo, que uno termina por preguntarse si, en efecto, es razonable levantarse para ir a trabajar. Después de leerlo, ya no queda espacio para la ambición, para el trabajo o para el dinero". Dicho esto, el actor francés Michel Piccoli, puso una rodilla en tierra delante de Albert Cossery y, con el gesto de sumisión de un caballero medieval, le suplicó: "Bendíceme, padre, antes de partir".

Fuente: La Nacion