sábado, agosto 19, 2006
Mientras Francia ardía
La leyenda Dylan ataca de nuevo
sábado, agosto 12, 2006
Irving ajusta cuentas con su pasado
Irving y su segunda mujer viven en esta casa de más de quinientos metros cuadrados desde hace catorce años, "¿Sabe cuándo se está realmente bien aquí arriba?", pregunta en cuanto entro en la habitación que llama oficina mientras gira en la silla para observar el paisaje. "En invierno. Sólo se ven las copas de los árboles cubiertas de nieve".
La entrevista tiene lugar a finales de junio, de manera que la bruma envuelve las colinas. A las nueve, vestido para enfrentarse al calor, Irving luce pantalones cortos y una atlética camiseta. Nada de aire acondicionado. El aire está cargado de testosterona, como si el autor acabara de completar el equivalente literario de cien flexiones con un solo brazo. Sin embargo, Irving tiene ahora órdenes del médico de mantenerse alejado de la sala de pesas, por haberse herniado tras retar a uno de sus tres hijos, Everett, de trece años, a una carrera de cuatrocientos metros. "Digamos que no volveré a hacer nada parecido", comenta y sacude la cabeza de melena leonina. Ya han pasado los días en que era capaz de lanzar a la lona a hombres a los que doblaba en edad. Tampoco hace falta que aplique una llave full nelson a los pesos pesados literarios de Estados Unidos. La magnitud de su éxito como narrador convertiría el forcejeo con Tom Wolfe y John Updike, sus antiguos rivales, en algo impropio, algo así como darle una paliza a viejos conocidos. Por si hiciera falta recordarlo, las paredes que rodean al escritor son una prueba patente: en la batalla campal entre los polifacéticos artistas literarios de Estados Unidos, Irving ha ganado por KO.
Ahí está el Oscar que consiguió en el 2000 por la adaptación que hizo de su novela Las normas de la casa de la sidra, publicada en 1985. Si se mira un poco más allá, hay tres listas de best-séllers enmarcadas, en todas las cuales John Irving ocupa el primer puesto. Irving cree que en 1989 habría conseguido encaramarse al primer puesto por cuarta vez con Una oración por Owen Meany, influida por la guerra de Vietnam, si la fatwa lanzada ese año contra Los versos satánicos de Salman Rushdie no hubiese impulsado las ventas. "Hablé con Salman al poco tiempo de que se ocultara", comenta Irving, no sin cierto orgullo. "Lo felicité, pues él era el primero y yo el segundo en las listas de los más vendidos de todo el mundo. Rushdie se rió y me soltó: ''¿Cambiamos de puesto?''"
Dieciséis años más tarde, Rushdie ha vuelto a la vida pública, mientras que Irving no la ha abandonado nunca. Esta entrevista, realizada con unas condiciones estrictas impuestas por el autor, se debe a que acaba de publicar su undécima novela, Hasta que te encuentre, una epopeya de 1.024 páginas con una historia de fondo tan larga y torturada que casi eclipsa al libro mismo.
Igual que Garp y Meany, la nueva novela habla de la entrada en el mundo adulto de un chico sin padre. Se trata, obviamente, del tema principal de Irving, pues su madre, que pertenecía a una distinguida familia de Nueva Inglaterra, lo tuvo fuera del matrimonio y nunca quiso revelarle la identidad de su padre.
Hasta que te encuentre comienza con una larga estadía en el norte de Europa, donde el personaje principal, Jack Burns (que al comienzo de la historia tiene cuatro años) y su madre buscan al díscolo de su padre, un organista que, poco a poco, se va tatuando las sonatas de Bach por todo el cuerpo.
El padre de Jack resulta ser muy escurridizo, por lo que el chico y su madre regresan y se instalan en Toronto, ciudad que a lo largo de los años ha sido el segundo hogar de Irving. A Jack lo matriculan en una escuela de niñas (un toque típico de Irving) y su madre abre una tienda de tatuajes. La niñez, adolescencia y primera juventud de Jack son muy extrañas y están repletas de escapadas sexuales. Y de ahí salta a Los Angeles, donde el protagonista es un actor de éxito y un sex symbol internacional que lo tiene todo menos lo único que realmente desea: un padre. Comienza así su verdadera búsqueda.
Dolor y placer
Pese a que la novela retoma temas que Irving ha tratado en sus anteriores obras, el dolor que produce crecer sin padre, la tristeza y la hilaridad del sexo, según él, aquí llegan más a la médula y, por primera vez, el autor está dispuesto a hurgar personalmente en ellos. "Lo más destacado de mi niñez es que ningún adulto de mi familia quiso decirme quién era mi padre", confiesa y, de repente, su rostro adquiere una expresión frágil.
"Al nacer me pusieron de nombre John Wallace Blunt hijo, y me lo cambiaron en 1948, cuando mi madre se volvió a casar con Colin Irving, mi padrastro. Tenía entonces seis años. Yo quería a ese hombre, quería a mi padrastro. A mi primer hijo le puse Colin en honor a él. Su aparición mejoró mi vida de tal manera que me pareció que, si buscaba a mi verdadero padre, sería como traicionarlo. Y así lo sentí hasta bien entrados los treinta".
En lugar de obsesionarse con este aspecto de su vida, Irving lo exorcizó con la escritura. Tras concluir sus estudios en la Academia Exeter, una escuela secundaria privada donde enseñaban su madre y su padrastro, Irving pasó por la universidad de Pittsburgh, donde su deseo de escribir se impuso a su amor por la lucha libre. Llevaba un año en la universidad cuando viajó a Viena en un intercambio, y allí se casó con la pintora Shyla Leary. Irving y Leary tuvieron dos hijos, Colin y Brendan, pero el matrimonio se separó en 1981, tras una dolorosa ruptura. Seis años más tarde, Irving se casó con la agente literaria canadiense Janet Turnbull. Everett, el hijo de ambos, tiene trece años.
El escritor comparte con Jack Burns, el protagonista de su nueva novela, otras características que no se superan sólo con esfuerzo. Por ejemplo, a los diez años Jack pierde la virginidad con una mujer madura. Irving tuvo una experiencia parecida, y sólo tras escribir esta novela consiguió darse cuenta de lo extraña que había sido y hasta qué punto lo había obsesionado. "Era una mujer joven, de veintitantos años; yo tenía once —dice—, pero se trataba de una conocida de la familia y en la que confiaban todos los adultos que me rodeaban".
Irving no se decide a calificarlo de abuso, pero reconoce que era demasiado joven para los gozos al estilo señora Robinson. "A esa edad ni siquiera fui consciente de que habíamos tenido relaciones sexuales, no lo comprendí hasta que cumplí algunos años más y tuve otra relación por iniciativa propia, y entonces, pensé, ''caray, ésta no es la primera vez''". Pese a que en algunas novelas anteriores de Irving se describen con pícara complacencia las relaciones sexuales entre una mujer mayor y un hombre más joven, como es el caso de El hotel New Hampshire, en ésta no todo es diversión, aquí este tipo de relaciones aparecen como algo extraño y profundamente triste, y constituyen el tema principal de la novela —no el de la inocencia perdida, sino el de la inocencia robada— que surge a manera de recriminación del narrador omnisciente en esta escena, en la que la madre de un amigo se insinúa a Jack: "De esta manera, en crescendos apreciables y no apreciables a la vez, nos roban la niñez, no siempre en una sola circunstancia memorable, sino con frecuencia en una serie de pequeños robos que, sumados, contribuyen a la misma pérdida".
Según Irving, el tiempo le ha permitido huir del complejo de la mujer madura nacido de su temprana iniciación al sexo, pero fue preciso que ocurriesen unos cuantos accidentes que lo obligaron a asumir la fijación con su padre. El primero ocurrió en 1981, el año en que publicó El hotel New Hampshire.
"Cuando cumplí los treinta y nueve y me estaba divorciando de mi primera mujer, mi madre me dejó un paquete de cartas en la mesa del comedor de casa —cuenta—. Eran las cartas que mi padre le había escrito en 1943 desde una base aérea en India y desde hospitales de China". De ese modo Irving se enteró de que su padre fue piloto en la Segunda Guerra Mundial y que lo habían derribado y hecho prisionero de guerra en Birmania y China. Por la imagen reflejada en las cartas no se desprendía que fuese un aprovechado, sino un hombre que había sido padre demasiado joven.
Una gran sorpresa
La segunda revelación llegó en forma de una sorpresa aún mayor. En 2001, después de aparecer en un documental de televisión, Irving recibió una llamada de un tal Christopher Blunt que había visto el programa. "Me dijo ''Creo que soy tu hermano''", recuerda Irving.
Tras conversar unas cuantas horas, los dos hombres descubrieron que eran medio hermanos; Irving se enteró por Blunt de que su padre había muerto cinco años antes. Fue un duro golpe tras haberse pasado tantos años añorando a su padre. Blunt le contó que su padre había sido director de una prestigiosa empresa de inversiones, se había casado tres veces y padecía de trastorno bipolar. "Pensé mucho en lo que había heredado de él", dice Irving. Había comenzado a escribir Hasta que te encuentre partiendo de ese punto y, por una de esas extrañas casualidades, al padre de Jack Burns le había inventado una enfermedad mental similar a la que, según le constaba ahora, había afectado a su padre.
El mundo se le vino abajo y cayó en una grave depresión. Le recetaron antidepresivos, pero dejó de tomarlos en cuanto se dio cuenta de que bajo su influencia le costaba escribir.
Irving terminó la novela en 2004. Aunque no acabó allí la saga. Como había escrito el libro en primera persona, a último momento se lo retiró a su editor y lo reescribió de cabo a rabo en tercera persona. Eso le llevó otros nueve meses, pero Irving es categórico cuando dice que no lo hizo sólo para poner cierta distancia entre Jack Burns y él, sino para tener un mayor control de la historia. "Es la misma razón por la que no escribí unas memorias —dice, casi elevando el tono de voz—. Sólo he escrito unas memorias (La novia imaginaria, 1997, sobre los escritores y luchadores que influyeron en él) y se trata de un libro muy pequeño. Se tiene un mayor control de la historia cuando se narra en tercera persona".
Brecht: el teatro no cree en lágrimas
Bertolt Brecht, poeta y dramaturgo, muerto el 14 de agosto de 1956, hace 50 años, se propuso minar el arte aristotélico, del que aún dependemos. Las dimensiones y la vigencia de esa epopeya estética se pueden contemplar bajo la luz de dos momentos clave para su obra. El primero, es el de su entrada al escenario cultural de Munich, en la época de los episodios revolucionarios que condujeron a la llamada república de Weimar, el período entre el fin del reinado de Guillermo II (1918) y la fundación del Estado fascista (1933). El segundo, es la consumación de su drama Galileo Galilei, en 1938, en el exilio.
Brecht tiene 20 años cuando se relaciona con el ambiente teatral e intelectual de Munich. Cumple 40 el año en que considera terminada su primera versión de Galileo, una obra que por sus significados estético, moral y político le insumió grandes energías y un rompedero de cabeza. En el primer momento, es un nihilista con fuertes inclinaciones paródicas y un humor mecánico y sombrío. En el segundo, había definido su estética del distanciamiento, o extrañamiento escénico como el camino más apropiado para incitar a los trabajadores a pensar en su destino, y más concretamente, en la construcción de su destino. Galileo fue un desafío que lo puso contra la pared de sus propios razonamientos.
Había nacido en Augsburgo, cerca de Munich, en 1898; su padre era gerente de una fábrica de papel. Comenzó la carrera de Medicina y fue movilizado como ayudante de hospital durante la Primera Guerra Mundial. En esa época, confesó, se consideraba un patriota y no vacilaba en "emparchar" a los heridos a toda velocidad para que volvieran al frente lo antes posible. Entre el muchacho que volvió de la guerra entre pasmado y decididamente inclinado al humor negro ("la paz no asomaba en ningún frente; / cansado de tanta espera, / el soldado se decidió y murió heroicamente", decía en una de sus primera baladas) y aquel otro que vería más tarde los acontecimientos bajo la lupa de la "lucha de clases", hay un laberinto de ideas que no recorre de la mano del marxismo en sus primeros tramos, sino de la del fantasma de Nietzsche, quien acompañaba a los alemanes de entonces cualquiera fuera su estética.
El payaso metafísico
La insurrección de izquierda de fines de 1918 y comienzos de 1919 no lo toca profundamente: "Todos sufríamos de cierta falta de convicción política y yo en particular no tenía capacidad para entusiasmarme, tenía montañas de trabajo por hacer", explicó en 1928. Su biógrafo norteamericano Frederic Ewen lo describe a través del testimonio de quien sería uno de sus maestros, el erudito Lion Feuchtwanger. De él, dice Brecht, "aprendí las reglas estéticas que me interesaba romper". Feuchtwanger lo describe así: delgado, mal afeitado, desaseado, hablaba con marcado acento suabo y llevaba los bolsillos llenos de manuscritos. En la novela Exito, se convierte en un personaje de Feuchtwanger, que es visto por otro personaje de esta manera: "El hombre literalmente apestaba a sudor, como un soldado marchando. E indiscutiblemente olía a revolución (...) Cuando las cantaba (sus baladas) con esa voz estruendosa, las mujeres se volvían locas".
Nada habría pasado quizá, o todo habría sido de otro modo, si Brecht no hubiese conocido en Munich a Karl Valentin. El biógrafo Ewen se estremece al mencionarlo: ¡Karl Valentin! Su nombre es desconocido hoy, pero para sus contemporáneos era una leyenda. Lo llamaban el payaso metafísico. También a Feuchtwanger y a su novela Exito debemos al parecer su mejor descripción: "el melancólico payaso estaba siempre tratando de resolver problemas con falsa lógica lúgubre. Por ejemplo, si se le preguntaba por qué usaba un par de anteojos sin cristales, contestaba que seguramente era mejor eso que nada".
Sus cuadros cáusticos y desencantados dieron origen al teatro fragmentario de Brecht. Su personaje fijo, el pequeño hombre aporreado, de resoluciones ambiguas, a la moral de sus primeros personajes. De Frank Wedekind, dramaturgo y poeta, amante del cabaret y del zoológico, Brecht heredaría una visión monstruosa. Y con todo ese bagaje armaría el edificio de su teatro precario, el mecanismo por el cual el teatro se hace explícito como tal.
La máquina dialéctica
Máscaras, carteles, fotografías, cuadros musicales, parlamentos dirigidos al público, destruirían los principios del drama aristototélico: unidad de acción, clímax y catarsis. Si a algunos hoy les resulta imposible tolerar la interrupción de la acción en los musicales, para Brecht era este procedimiento una herramienta revolucionaria. Edwin Piscator, el creador del teatro épico proletario, contribuyó decisivamente a dar forma final al proyecto: hechos históricos, simultaneidad de escenas, gran movilidad en el escenario fueron las facetas del teatro de Piscator que atrajeron a Brecht.
En 1928, cuando estrena La ópera de tres centavos, el dispositivo estaba en marcha. Bretch era aún un nihilista, pero pretendía que esos cuadros hiperteatrales con hampones y prostitutas espejaran la crueldad del mundo burgués, al que todavía veía monstruoso en su más íntima estructura. Para Brecht, la deformidad continuaba siendo la regla de la vida, históricamente considerada. El espejo del teatro debía devolver a la audiencia la imagen real de la existencia, encubierta por la norma diaria, como quien entra a la sala de espejos deformantes en una feria y teme que esos cristales estén revelándole una verdad que hace trizas la máscara del mundo creada por la docilidad y la alienación.
Comienza a hacer una operación intelectual estéticamente revolucionaria: al teatro, aplica las condiciones reservadas por Aristóteles a la épica. En lugar de la unidad de acción, la peripecia, el fragmentarismo. Paralelamente, la desafección —como contrapartida de la empatía— debía conducir a la reflexión y convertir el drama en un simple y crudo teorema social, motor de la acción política.
Brecht debía dar, en aquel momento, un paso esencial, difícil que, en honor a la verdad, apenas ensayó. Si el destino de su obra era el provocar el Verfremdung (distanciamiento) con objetivos revolucionarios, entonces la clase obrera debía ser puesta en escena. Y lo que se infiriera de su acción, debía ser didáctico. Pero, ¿cómo hacerlo si la acción política misma tenía que ocupar el escenario y ser expuesta a juicio? En contadas obras Brecht propuso problemas del comunismo y problemas de la acción política contemporánea. En La medida (1930), por ejemplo, ubicó la acción en China, y "la medida", que la obra aprueba, es el asesinato por sus propios compañeros de un agitador que, llevado por la emoción y los impulsos, pone en peligro una misión política al develar su identidad. Incluso los críticos comunistas vieron en esto una cruel división mecánica entre el necesario cálculo revolucionario y el sentimiento, división que era el leit motiv de la estética de Brecht. Cruel era el mundo, y tanto el arte como la política debían cambiarlo apelando al más absoluto desapego. La presencia en el escenario del "coro de control" fue, para críticos posteriores, un vaticinio de Brecht sobre los procesos estalinistas, y su aceptación por anticipado.
Sin embargo, Brecht toma de la vida los ejemplos del método que impone a los actores de sus obras de entonces. Es famosa su apelación a la actuación eventual de un transeúnte que narra un accidente; les señala a los actores cómo el testigo imita al conductor y a la víctima, cómo los parodia sin sentimentalismo. El imitador no debe perderse en lo que imita: "No hay nada supersticioso en el testigo. / No abandona a los mortales a las estrellas / sino a los propios errores".
Resulta seguro pensar que Brecht no exigía que actuaran de ese modo todos los hombres en todas las circunstancias, pero sí que lo hicieran cuando debían decidir sus destinos. O, al menos, que así lo hicieran quienes debían planear sus revoluciones. En tanto, el problema moral debía ser expuesto fríamente. En 1932 —relata Ewen— fue objetado por la censura el filme Kuhle Wampe, escrito por Brecht y que narra las penurias de una familia obrera en un suburbio industrial. El hijo se suicida. Brecht debe comparecer ante el censor. Lo hace acompañado por su abogado y colaboradores y queda impresionado por la "perspicacia crítica" del hombre. ¡Había entendido mejor que nadie la cuestión del distanciamiento! "Debe usted admitir —dijo el censor— que el suicidio (en la obra) deja la impresión de que no hay nada impulsivo en él. ¡Por Dios, el actor se comporta como si estuviera enseñando a pelar un pepino!"
Eppur si muove
En 1933, y el mismo día en que es incendiado el Reichstag (un acto de provocación atribuido por los nazis a los comunistas), Brecht se exilia. Piensa que volverá en cuatro o cinco años, pero no lo hará hasta el 48. El largo exilio coincide con una producción que en gran parte rescata, a la vez que el relato clásico, la ambigüedad moral. La cumbre de ese período, y probablemente de toda su obra, es el Galileo.
Imposible saber por qué tomó en sus manos este personaje complejo, con el que seguramente se las vio hasta en sueños. Galileo era un símbolo de libertad intelectual y una víctima, a quien la historia progresista atribuye haber musitado, luego de su retractación ante la Inquisición, la frase "Eppur si muove".
La obra que Brecht considera finalizada en 1938 había sufrido ya muchas modificaciones. Entre las últimas, está la de incluir la admisión del pecado de la retractación por parte del propio Galileo: "La ciencia no puede permitir que un hombre como yo continúe entre sus filas". Brecht modifica parcialmente al personaje, a pesar de que en sus conversaciones con algunos científicos daneses había escuchado una justificación del famoso episodio como sólo un gambito para sacudirse a la Iglesia, gracias al cual Galileo había continuado vivo y productivo.
Entre las Historias del señor Keuner, hay una en la que el imprevisible y paradójico personaje de Brecht advierte que la audiencia se dispersa en medio de un discurso suyo contra la Violencia. Keuner mira a su alrededor y ve que la Violencia está detrás de él. "¿Qué decías?", pregunta la Violencia. "Me estaba pronunciando a favor de la Violencia", responde Keuner. Interpelado luego por sus discípulos, explica: "Quiero vivir más tiempo que ella". Para Galileo, esto no sería válido, pues la claudicación de un gran científico, dice Brecht, afecta los intereses de la investigación y de la humanidad en general.
Galileo, un político
La tozudez de Brecht en castigar al sabio acaso era culposa. ¿No había escapado él mismo de Alemania cuando, al igual que la Inquisición a Galileo, y menos metafóricamente de lo que parece, los nazis le mostraron sus instrumentos de tortura?
Por la vía que fuera, Brecht llegó, no obstante, a una cuestión esencial en la figura de una personalidad como la de Galileo: nada aprecia tanto este hombre de pensamiento como despertar cada mañana y volver al trabajo delicado de la razón y el conocimiento. Galileo ama su propia vida y sólo el horror de la tortura y de la muerte puede hacerle negar sus ideas científicas. Galileo, en Brecht, se convierte además en político cuando continúa escribiendo sus Discorsi en la prisión de su propia casa, y cuando los hace circular clandestinamente. Avido de vida y de grandeza, muchas veces inescrupuloso, lejos de la santidad pero no del heroísmo, incluso la confesión de su falla lo hace entrañable. De hecho, es Galileo la obra más estructuralmente clásica de Brecht, y sin llegar a la catarsis, produce empatía. Brecht lo percibió. Y le molestaba. Tampoco pudo evitar que muchos vieran allí su posición ante las Grandes Purgas que se habían iniciado en la Unión Soviética, siendo que otros lo consideraron antes un estalinista redomado.
Como dice Ewen, Brecht podía haber utilizado sus recursos de distanciamiento con este tema quizá más que con ninguno. No lo hizo. Algo finalmente personal se jugaba en un asunto que resultó tan épico como dramático, sin esa impiedad razonada, esa crítica matemática, ese antihumanismo deliberado que era y sigue siendo un matiz de su genio.
domingo, agosto 06, 2006
Recordando a los iracundos
Pero por los sucesos de Suez no había mucho que festejar. Wilson era “un genio de apenas 24 años”, como anunció en tapa The Daily Express. Había dejado la escuela a los 16 porque los exámenes eran muy difíciles. Su padre trabajaba en una fábrica de zapatos en Leicester y nunca ganó más de cinco libras por semana. El joven Wilson se casó, se separó, vivió en la calle, dormía en los parques, comía pan. Llegaba temprano a la mañana en bicicleta al British Museum, allí leía y escribía como un maniático. Al igual que otros “iracundos”, coincidió generacionalmente con la primera oleada de adultos que había hecho su escuela primaria en establecimientos del Estado –los más favorecidos habían llegado a graduarse en las universidades gracias a la educación pública y gratuita–. Los tiempos parecían reclamar con urgencia escritores que dieran una voz al descontento indistinto de su generación. El mundo literario de Londres en 1956, según el propio Wilson, “tenía la consistencia de una polilla” y necesitaba que le dieran una buena sacudida. Wilson, con su pelo sucio y anteojos de intelectual, “el filósofo que dormía en una bolsa de dormir en Hampstead Heath” –según la maliciosa descripción de Osborne–, parecía enviado por el cielo para desempeñar ese rol en la comedia londinense. El Disconforme comenzaba de un modo que luego se hizo tan famoso como el comienzo del Manifiesto Comunista: “A primera vista, el outsider es un problema social”. Recibió elogios de todo el mundo. Con nacionalismo, The Observer proclamaba que era mejor que Jean-Paul Sartre. The Sunday Times lo encontraba “notable” y el reseñista del The Listener declaró que se trataba del libro “más notable” que le había tocado en suerte. Wilson ahora era célebre: daba entrevistas temerarias, se peleaba con los demás iracundos. El establishment filosófico reaccionó de modo diferente, pero no menos cruel: A. J. Ayer dijo que Wilson era “un perrito que baila”, uno de esos canes que saltan en los circos, infatuados consigo mismo y con libros difíciles que ni siquiera podía entender. Cuando Wilson ya no fue tan joven, ni tan angry, la gente comenzó a olvidarlo. Había que estar ahí, contestan quienes preguntan cómo pudo The Outsider convertirse en lo que se convirtió. Al cerrar The Outsider, al menos los chicos sabían pronunciar las palabras Sartre, Camus, Nietzsche y esos otros filósofos cuyos nombres nunca estaban seguros de pronunciar bien. Además estaba la jactancia de Wilson, que se consideraba “el escritor más importante del siglo XX” y un “Elvis Presley intelectual”. En el capítulo cinco, Wilson escribió: “El outsider no es un freak, sino sólo más sensible que la medida”. Todo joven romántico en el verano de 1956 podía verse reflejado. Una frase a la que recurre Inglaterra en tiempos difíciles es Grace under The Fire (mantener la gracia bajo el fuego). Su historia lo demuestra: en los peores momentos, los ingleses no abandonaron la gracia, los modales. Este es también un gesto de valentía, de autocontrol, que reniega de la reacción de opereta, tan argentina o latinoamericana. En este sentido, cuando los tiempos ya no fueron buenos para el pobre Wilson, hay que decir que se comportó como un argentino más.
Fuente: Pagina 12
La cólera de un profeta contemplativo
Fuente: La Nacion