domingo, septiembre 10, 2006

Philippe Sollers: padrino de sí mismo

Philippe Sollers es uno de esos hombres que difícilmente suscitan la indiferencia. Quienes no lo quieren -y que no son pocos- usan los epítetos más ingeniosos para definirlo: " Bel ami hipertextual" (Angelo Rinaldi), "animal mediático insumergible" (Régis Debray), "ex truhán reconvertido en policía" (Patrick Besson). Y hay peores: "hiena dactilográfica", "falsificador profesional" o "perverso polimorfo". Jefe de redes y maestro de influencias, Sollers divide y exaspera. Y si el poder se juzga por el peso editorial y mediático de un individuo, entonces sí, ese bordelés de 70 años, es indudablemente el "padrino" del mundo literario francés. Autor y editor en Gallimard, director de la revista L Infini , cronista múltiple en el diario Le Monde , en Le Monde des Livres , en Le Journal du Dimanche , infaltable en radios y estudios de televisión, ese "escritor de turno", como lo llaman algunos, combate en todos los frentes. Omnipresente en la escena literaria francesa desde hace 50 años, sus enemigos apuntan un dedo acusador contra ése al que han llamado, según Sollers se complace en recordar, "Judas hacedor y demoledor de destinos, frívolo, superficial y esnob". -¿Es usted esnob? -Ningún escritor puede ignorar el esnobismo que toca a la esencia impalpable del poder y del éxito. Sus ingredientes simbólicos varían en el tiempo, pero el esnobismo conserva una dimensión fascinante a la cual el escritor es sensible y cuyas formas se ve obligado a descifrar. Los aspectos ridículos de todo esnobismo, incluidos los del mismo escritor, son una inagotable mina de contenidos. Para luchar contra la uniformización, el escritor trata de singularizarse mediante ínfimos movimientos moleculares, sublimes o vulgares. Todo es útil. Voilà , Sollers! Anillos en los dedos, más de sesenta libros publicados, un flequillo casi absurdo que se detiene cuando comienza la frente y una eterna boquilla en la mano, batuta imaginaria con la que sigue el inagotable y límpido ritmo de sus ideas. Sentado en su minúscula oficina atiborrada de libros de las ediciones Gallimard, en el Barrio Latino de París, el escritor desdeña con un gesto displicente esa lluvia de críticas y se acomoda en su trinchera de papel: "Fue siempre así. Y lo seguirá siendo, haga lo que haga", dijo entrevistado por LA NACION. En esa guerra, Sollers se autoriza todos los impudores, en primer lugar, no disimular el divertido desprecio que siente por los "figurantes" de la pieza que -según sus críticos- dirige desde los años 70. A esos personajes los califica alternativamente de "incultos pretenciosos", "rebeldes recién llegados" y "desesperados automáticos" que brillan como estrellas en la "Necrópolis-París", cuyos envidiosos cálculos y terrores microscópicos "alimentan esa máquina de explotar la neurosis y el infantilismo" en la que se ha transformado la novela francesa. Difícil hacerle frente a Sollers. El hombre es mucho más que ese esnob que escribe a mano exclusivamente con tinta azul comprada en Venecia y asegura que no conoce su propia dirección electrónica: es la inteligencia hecha escritor. Es alguien que desde hace lustros batalla contra un enemigo que lo obsesiona: la incultura generalizada. "Uno lee a Sollers como va al burdel, para aprender algo. Y como lo sabe todo, con el tiempo, uno termina sabio", escribió Jerôme Garcin, uno de sus críticos más serios. Así es. Para Sollers, la materia con la que está hecho el mundo, el pensamiento y la literatura, es un vado que él atraviesa saltando de piedra en piedra, mientras otros deben remontar la corriente a nado, haciendo esfuerzos sobrehumanos. Sollers escribe como habla. Su frase demuestra una postura existencial: corre. Una frase en la que reina la metáfora, jamás la comparación. "Por otras razones que Mallarmé, yo sigo el precepto de nunca escribir la palabra ´como ", confiesa. Hablando de la música de Haydn en la Guerra del gusto , parece describirse a sí mismo: "Se eclipsa, resbala, rueda, perfora, recomienza. Frases en las que sólo hay verbos", anota. Así como Spinoza aísla tres sentimientos primarios -la alegría, la tristeza y el deseo-, Sollers establece su técnica literaria sobre un triple cimiento: la alusión, la cita y la acumulación. "La alusión, para el brío; la cita, para la argumentación; la acumulación, para la eficacia", explica. "¡Viva la precisión! Cifras y más cifras. Muerte a los poetas ambiguos", recomienda. Para ello, es necesario leer. Su arma absoluta es la cosa escrita. "Para saber escribir hay que saber leer. Y para saber leer, hay que saber vivir. Si uno quiere escribir mucho, tiene que leer mucho y vivir mucho", resume. ¿Papívoro, Sollers? Absolutamente. Basta con remontar el hilo de la historia. "¿Mi primer recuerdo? Cuando a los cuatro años mi madre me dijo un día: ´Bien, ahora ya sabes leer . Me veo salir corriendo sin rumbo, enloquecido, por el parque frente a la casa familiar, caer de rodillas en alguna parte y quedar allí, extasiado ante esa realidad embriagadora: ¡ser capaz de leer! Creo que en ese momento comprendí el significado de la palabra ´libertad", confiesa. Se puede decir que, desde entonces, ayudado por una inteligencia fuera de lo común, ha leído todo. Estar con él significa pasar a la velocidad de la luz de Joyce a Proust, de Bacon a Rimbaud, de Lautréamont a Cézanne, de Céline a Casanova, de Sade a Madame de Sévigné. -¿Conoce la voz de Joyce? -, se entusiasma. - No. -¿No la conoce? ¿Y escuchó la de Francis Bacon en la BBC? ¿Tampoco? Sollers mira a su interlocutor con algo de piedad. Parece decir: "¡Pobrecita, no lo conoce! Entonces no conoce nada". Y en verdad, uno no conoce demasiado frente a ese Espasa Calpe en 117 volúmenes, propulsado a la estratósfera enciclopédica por una memoria prodigiosa, que no hizo nada como los demás. Desde 1957, cuando escribió Le Défi (El desafío), el joven Philippe Joyaux -con apenas 20 años- pidió una cita con el más célebre de sus coterráneos, François Mauriac. Un año más tarde, Mauriac bendijo su primera novela, Une curieuse solitude (Una curiosa soledad), que apareció firmada con el seudónimo de Philippe Sollers. Pero también lo promovió el poeta comunista Louis Aragon. "Hay que reconocer que ese doble padrinazgo del Vaticano y del Kremlin fue suficiente para comenzar mi carrera provocando celos y envidias de todo tipo", reconoce. Si semejantes musas se inclinaron sobre su cuna, ¿por qué entonces no consiguió transformarse en un ícono de la literatura universal? "Estaba destinado al sacro de las academias y al público planetario. Consiguió decepcionar a ambos", escribió sobriamente uno de los fundadores de ediciones Seuil, Paul Flamand, quien, a partir de 1960, acogió a Sollers y a su revista Tel Quel. La publicación tenía por objetivo reflejar la reevaluación que la vanguardia nacional europea hacía de los clásicos de la historia literaria. Con esa revista, una colección y un puñado de intelectuales aliados (entre ellos su futura esposa, la psicoanalista Julia Kristeva), Sollers se impuso rápidamente como una de las plataformas obligadas de la intelligentzia en Francia. Desde las páginas de Tel Quel , creó y deshizo mitos literarios, propulsó y pulverizó ilusiones, adjudicó patentes de talento para algunos y emitió bandos de destierro para otros. Llevado por su irrefrenable necesidad de existir -afirman sus detractores-, atacó y después defendió la Nueva Novela; fue marxista, soixante-huitard y más tarde pro-chino. Se acercó a Derrida, a Lacan, a Althusser y a Debord, y terminó peleándose con casi todos. En 1976 se alineó con los Nuevos Filósofos, que eran la tendencia de moda. - A pesar de las críticas, durante casi veinte años, Tel Quel fue la avanzada del debate literario en Francia. Si debiera morir mañana, ¿qué quedaría de todo eso? - Una caja llena de libros; y su plusvalía metafísica sería inmediata. La gente se preguntará cómo pudieron comprar la imagen de un Sollers mediático y superficial cuando, en realidad, era un trabajador encarnizado. -Sus disputas con muchos de los colaboradores de Tel Quel llenaron páginas de diarios y semanarios, sobre todo las que mantuvo con Jean-Hedern Hallier, el confundador, o con Renaud Matignon... -Yo podía vivir perfectamente sin ellos. Los mosqueteros de Alejandro Dumas no se hacían favores entre ellos. Nosotros tampoco. El universo literario es de una crueldad notable. Tras la desaparición de Tel Quel nos dejamos de ver. Renaud Matignon me criticaba constantemente en sus artículos. Pero yo tengo muchas otras vidas. El problema es que, desde entonces, sigo estando sometido al mismo juicio. Escribo libros que mis detractores ni siquiera se toman el trabajo de leer. Ni me leen ni me escuchan. En 1982, cuando pasó a Gallimard y creó su nueva revista, L Infini, las épocas habían cambiado. Sollers también. Convertido a la novela clásica y autor de un best seller , Mujeres , tenía entonces más enemigos que amigos y sus redes estaban en ruinas. Pero el método siguió siendo el mismo: divertirse, provocar, existir, resistir. Y escribir. Para reconstruir, se apoyó nuevamente en un grupo de fieles: Julia Kristeva, con quien tiene un hijo, David, y que siempre lo ayudó en los medios intelectuales y universitarios; la escritora belga Dominique Rolin, su amiga íntima desde hace 40 años, que siembra la buena palabra entre los escritores, y Antoine Gallimard, a quien apoyó durante la guerra de sucesión dentro de la editorial. Más tarde vendrían otros, entre ellos, Josyane Savigneau, ex directora del suplemento Libros del diario Le Monde . "¿Y por qué razón yo debería ser el único intelectual parisino sin derecho a tener una red de contactos?", se defiende. Pero dejemos el combate e insistamos en su pasión por el conocimiento que, para él, tiene valor de antivirus. -Los tres síntomas que alteran la salud del mundo son el analfabetismo, la ignorancia y la incultura. Son los tres estadios de una misma enfermedad. -¿Y cuáles son los agentes que la propagan? -Son tres: la televisión, la televisión y la televisión. Aun cuando el invitado sea Sollers. Según él, la lectura nos salvará: leyendo devolveremos a los libros el poder subversivo que han perdido. "Mi hipótesis es que nadie quiere saber más nada de Kafka", asegura. ¿Los pseudointelectuales leen cada vez menos a los clásicos franceses? "Peor para ellos. Como decía Flaubert, el problema con la inteligencia es que tiene límites, mientras que la estupidez no los tiene", responde. ¿Y qué hace Sollers cuando deja de batallar? "Como cualquier guerrero, hago el amor". Casi 50 años después de Une curieuse solitude , Sollers sorprendió a su público en 2000 con Pasión fija , homenaje a una relación amorosa que nada ni nadie consiguió destruir en más de 40 años de infidelidades y palinodias. En ese libro, Sollers levanta púdicamente el velo de su relación extramatrimonial con la escritora Dominique Rolin, a quien conoció a fines de los años 50, cuando él tenía poco más de 20 años y ella el doble de edad. "Soy como un pez en sus aguas. Ella me dejó nacer y sabrá cómo hacerme morir", escribió. Con Pasión fija , consiguió escribir una novela de vanguardia sobre el amor feliz. Una especie de contradicción para ese discípulo confeso de Casanova. "De ninguna manera. Nada es más subversivo en la actualidad que un amor que funciona entre un hombre y una mujer. El sistema pretende que la pasión sea sinónimo de malentendido, fracaso, amargura y resentimiento. Nada desestabiliza más que una pasión que perdura intacta con los años", precisa. Un año después, Sollers cambió de registro y volvió a sorprender con Misterioso Mozart , un exquisito retrato del genio musical del siglo XVIII. -¿Melómano? -¡Mozartiano absoluto! -corrige. Los músicos son los artistas que más admira. -Cualquiera puede pintar un cuadro, hacer una escultura, incluso escribir un libro, ya que todo el mundo es escritor Pero será incapaz de interpretar una sonata de Mozart o de Haendel. La crítica de las cualidades es la única fecunda, decía Sainte-Beuve. Sólo se sabe hablar de lo que se ama. Y cuando ama, Sollers se da por entero, con un entusiasmo lúcido y contagioso. "Mozart era a la vez francmasón sincero e hijo convencido de la Iglesia romana. Era otro, eso es. Otro también lo fue en su vida amorosa: a la vez libertino y conyugal, fiel e infiel. Quizás es ahí, en ese afecto apasionado (a Constanza, su esposa), que todo indica que fue recíproco, donde reside el auténtico escándalo", escribió. En 2005, los 662 escritores que esperaban ansiosos la atribución del Goncourt sintieron frío en la espalda: contrariamente a su costumbre, Philippe Sollers anunció que publicaría su novela, Une vie divine (Una vida divina) a tiempo para la selección. No fue así. El libro salió en enero. Este año, los 682 pretendientes al premio más codiciado de la novela francesa pueden respirar: el escritor acaba de anticipar, para el 27 de octubre, la publicación de un ensayo, Fleurs (Flores). El libro, que recorre el continente de las flores y analiza su lenguaje en compañía de un botanista del siglo XVIII, entre lilas, rosas y tulipanes incluye a Dante, Ronsard, Baudelaire y Genet. En sus 60 libros, Philippe Sollers ha escrito sobre mujeres, pasiones, paraísos, literatura, la Divina Comedia , Nueva York, Venecia, el Louvre, el individualismo revolucionario, el infinito, el barroco en Paraguay, Cézanne, el materialismo, la libertad, la belleza, Casanova, Mozart, Picasso, Sade, embajadores, muchas cosas más, y ahora flores. ¿Qué responde ese hiperecléctico a quienes dicen que siempre escribe el mismo libro? "Que no es siempre el mismo libro. Pero que deberán acostumbrarse a que sea siempre el mismo escritor."

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lunes, septiembre 04, 2006

La historia de la ficción

Nos fascina la guerra de Troya narrada por Homero, pero se desconoce mucho de la guerra real. Ricardo III vio cambiada su imagen histórica después de Shakespeare, quien lo convirtió en un asesino pervertido. Y Napoleón, según Tolstoi, era un gran estratega... muy regordete. En este texto, el escritor norteamericano E. L. Doctorow reflexiona con erudición y gracia acerca de las relaciones nada armoniosas entre ficción e historia, literatura y hechos reales.
1 Históricamente, existió algo parecido a una guerra de Troya, incluso, de hecho, a varias guerras de Troya, pero la que escribió Homero en el siglo VIII a. C. es la que nos fascina, porque es ficción. Los arqueólogos dudan de que alguna guerra de Troya haya comenzado porque alguien llamado Paris raptara a alguien llamada Helena en las propias narices de su esposo griego, o de que haya habido un gran caballo de madera repleto de soldados que finalmente salieron de él y vencieron. Y esos dioses particularizados que dirigieron la guerra por propio interés, desviando flechas, incitando iras humanas, cambiando las voluntades y manejando los hilos habrán mantenido ocupados a griegos y troyanos por años y años, pero carecen de autoridad en nuestro mundo monoteísta, y no encontramos rastros de ellos en las excavaciones que se realizaron en el noroeste de Turquía, donde los arqueólogos encontraron pedazos y huesos y fragmentos de proyectiles de lo que pudo haber sido la Troya real.
Pero a Homero (o el elenco de poetas que escribieron bajo el nombre de Homero) o bien se le dio por la fantasía politeísta o fue el genial adaptador de un sistema de metáforas cosmológicas que nadie –ni Dante ni Shakespeare ni Cervantes– jamás alcanzó a emular en su pura demencia imaginativa. Si uno lee los hexámetros de Homero se encontrará con dioses hechos a imagen y semejanza del hombre –celosos, mezquinos, con carga erótica, muy dispuestos a la venganza, con proclividades específicas de género femenino o masculino, con capacidades que los dotan de un poder que utilizan así en la tierra como en el cielo.
¿Pero quién está dispuesto a otorgarle a la Ilíada crédito histórico? La evidencia sugiere que la epopeya homérica fue transmitida de generación en generación, oralmente. Los hechos históricos que se narran provienen de tiempos remotos y se funden con la enceguecedora revelación del bardo.
2 La Sociedad Ricardo III en Inglaterra (con sucursal en Estados Unidos) querría recuperar la reputación de este hombre de los daños que le hizo William Shakespeare con sus calumnias. Shakespeare tomó su retrato de un rey deforme y asesino múltiple de Raphael Holinshed, cuya crónica estuvo profundamente influenciada por el relato de Sir Thomas Moro, un propagandista Tudor –entre otras cosas, los Tudor habían puesto fin a la dinastía de los Plantagenet, y al propio Ricardo, en la batalla de Bosworth Field en 1485.
Los ricardianos aseguraban que su rey no era la criatura deforme que retrató Shakespeare. Decían que los asesinatos atribuidos a Ricardo –específicamente aquel de sus dos sobrinos encerrados en la Torre– son algo de lo que se carece de pruebas. En cambio, hallaron evidencia de que era un buen rey que gobernó sabiamente. Sin embargo, lo que sea que haya sido Ricardo, y cuán injustamente haya sido mitologizado, es ahora, y ha sido por siglos, el polvo al que todos volveremos, y hay una verdad más alta para la autorreflexión de toda la humanidad en la visión shakespeariana de su vida que el que cualquier conjunto de datos puede proveer. La enorme popularidad de esta obra granguiñolesca, desde su primera representación hasta la actualidad, proviene de la realidad que representa: el hecho de que todos los hombres pueden pretender una existencia anticipatoria. Ahora sabemos, admitiendo a medias nuestra rara fascinación por ese asesino de hombres, mujeres y niños, vengativo e inmensamente vital, que se trata del arquetipo del alma torturada, para la que nunca habrá refugio en los infiernos de su descontento.
Qué son capaces de hacer los hombres por poder, qué muerte monumental y cuánta devastación son capaces de producir al servicio de un espíritu monárquico y maligno es algo que exhiben espectacularmente los acontecimientos del último siglo que pasó. Así es que si el Ricardo III de Shakespeare puede ser desoído por la instrucción que brinda, la identificación profética de una clase de posibilidad humana ha sido registrada con lenguaje inimitable.
3 Napoleón, como protagonista de La guerra y la paz de Tolstoi, más de una vez está descrito con “manos gorditas y pequeñas”. No podía sentarse en la montura del caballo de modo “bien o firme”. De él se cuenta que es “petiso”, con “músculos gordos... piernas cortas” y un “rotundo estómago”. Y que olía siempre a “Eau de Cologne”. El tema aquí no es la exactitud de la descripción de Tolstoi –que no parece muy alejado de las de relatos no ficticios– sino su selección: otras cosas que pudieron decirse de este hombre no se dijeron. Lo que nos obliga a atender la incongruencia de un emperador brioso en el cuerpo de un gordito francés. Este es el punto. La consecuencia de tal disparidad entre forma y contenido puede ser contada en los soldados muertos por todo el continente europeo.
Es una estratagema del novelista así como del dramaturgo para simbolizar físicamente la naturaleza moral de un personaje. Se nos presenta, merced a Tolstoi, un Napoleón pomposamente megalomaníaco.
En una escena del Libro Tres de La guerra y la paz, cuando los conflictos franco-rusos llegaron al crucial 1812, Napoleón recibe a un emisario del zar Alejandro, un tal general Balashev, que viene a ofrecer la paz. Napoleón monta en furia: ¿no cuenta él después de todo con un ejército numéricamente superior? El, no el zar Alejandro, será quien dicte los términos. Por haber entrado en una guerra en contra de su voluntad, destruirá Europa si su voluntad es frustrada. “¡Es lo que ganaron por haber alienado mi voluntad!”, grita. Y luego, escribe Tolstoi, Napoleón “caminó de un lado a otro de la habitación, sus hombros gordos se movían nerviosamente”.
Tolstoi trabajó e investigó en la reconstrucción histórica, pero la composición del relato es enteramente suya.
4 Homero era Homero, un bardo a finales de la Edad de Bronce. En la Edad de Bronce, los relatos eran un medio fundamental para recopilar y transmitir conocimiento: eran la memoria pública; preservaban el pasado, instruían a los jóvenes, y creaban una identidad comunal. Así que estábamos preparados para hacer concesiones. Pero las hacemos también con esos otros escritores de aquella era, los escritores y redactores de la Biblia Hebrea. Para ellos, como para Homero, no existía nada semejante a un estilo puramente fáctico; no había una educada observación del mundo natural que no fuera creencia religiosa, ninguna historia que no fuera leyenda, una información práctica que no resonara en lenguaje elevado. Al mundo se lo percibía encantado. La Ilíada cuenta con muchos dioses; en la Biblia, desde luego, hay un único Dios a quienes los escritores bíblicos otorgan autoridad. Pero sea bajo muchos dioses o bajo un solo Dios, los relatos en este período se presumían verdaderos por el solo hecho de ser narrados. El propio acto de contar un cuento tenía una presunción de verdad.
Hacemos concesiones con Shakespeare, también, pero por la única razón de que es Shakespeare. En el período isabelino la inspiración religiosa se desprendió del hecho científico, la verdad debía probarse ahora por observación y experimentación, y el hecho estético era una producción autoconsciente. La realidad era una cosa, la fantasía otra. Dios estaba institucionalizado, y en un mundo desencantado merced al conocimiento racionalista y empírico, los relatos ya no eran los medios fundamentales del conocimiento. A los narradores, a quienes relataban los cuentos, se les reconoció que eran mortales, por más que algunos de ellos hayan sido inmortales, y un relato podía ser de veras creído y tomado por cierto, pero ya no lo era simplemente por el solo hecho de ser contado.
Hoy sólo los niños creen en los cuentos: creen que son ciertos por el hecho de que se los cuentan y punto. Los niños y los fundamentalistas. Esto da cuenta de los dos mil años de decadencia de la autoridad de la narración.
5 El siglo XIX indicó, de modo más claro que la época isabelina, que el escritor ya no tenía el status de revelación divina. El Napoleón de Tolstoi se despliega en un volumen de casi mil trescientas páginas. No es el único personaje históricamente verificable. Está también el general Kutuzov, comandante en jefe de las fuerzas rusas, el zar Alejandro, el conde Rostopchin, el gobernador de Moscú. Son presentados como si formaran parte del mismo protoplasma de los familiares de Tolstoi. Esta fusión del dato empírico y la ficción existe dentro de un mundo panorámico, como en La Cartuja de Parma, de Stendhal, o Los Tres mosqueteros, de Alejandro Dumas, donde figura el Cardinal Richelieu, y de un modo no muy favorable.
En la Norteamérica del siglo XIX, la audacia histórica de los novelistas tendía a estar un paso más allá. Hawthorne en The Blithedale Romance, su novela sobre el experimento trascendentalista utópico de Brook Farm, traza un retrato exacto de la protofeminista Margaret Fuller, aunque le endilga otro nombre. Así que procede con la circunspección, o la sonrisa audaz, del roman à clef. Pero la audacia bajo otra forma, la audacia como principio rector, se halla en la novela sobre la Guerra Civil de Stephen Crane, La Roja insignia del Coraje, un relato de alguien que estuvo ahí hecho por un escritor que nunca estuvo ahí. Y el proyecto más estrafalario es desde luego Moby Dick de Melville, donde la divina bestia que rige un universo indiferente se compone con los sucios materiales del comercio ballenero.
Común a todos los grandes practicantes del arte de la narrativa en el siglo XIX es la creencia en el poder de la ficción como sistema legítimo de conocimiento. Mientras que el escritor de ficción, o de cualquier otra forma, puede ser visto como un transgresor arrogante, no es más que un conservador del sistema antiguo en su arte de organizar y compilar el conocimiento que llamamos relato. En su corazón, el narrador pertenece a la Edad de Bronce, y en definitiva vive gracias a ese discurso total que antecede a los vocabularios especiales de la inteligencia moderna.
Una cuestión pertinente aquí es si su fe en lo que hace es justificada. Si bien los narradores bíblicos atribuían su inspiración a Dios, los escritores parecen pensar en una especie de poder personal. Mark Twain señaló que nunca escribió un solo libro que no se haya escrito él solo. Y Henry James, en su ensayo “The Art of Fiction”, describe su propia energía como “una inmensa sensibilidad que convierte los propios movimientos del aire en revelaciones”. Aquello que el novelista es capaz de hacer, asegura James, es “adivinar y separar lo que está oculto de lo que es visible”.
Su talento, su don, parece proceder de su propia naturaleza, inherentemente solitaria. Un escritor no tiene credenciales, salvo su autoconciencia de serlo. A pesar de los programas universitarios de graduados sobre escritura, no hay institución que le pueda dar a un escritor una matrícula que lo habilite a ejercer, nada equivalente a lo que le puede suceder a un médico que obtiene su título en la Facultad de Medicina. Son especialistas en nada. Están libres. Pueden usar los descubrimientos de la ciencia, las poéticas de la teología. Están libres para usar leyendas, mitos, sueños, alucinaciones, y los murmullos de la gente loca o pobre de la calle. Nada es excluido, y menos la historia.
6 Durante los últimos treinta años, muchos novelistas y dramaturgos han incursionado en el campo histórico. Lincoln aparece en muchas novelas; y figuras tan distintas entre sí como Sigmund Freud, J. Edgar Hoover y Roy M. Cohn aparecen en roles principales o marginales; hay novelas sobre escritores, Virginia Woolf, el propio James, por ejemplo, lo que, me parece, implica una justicia poética.
Desde luego que el escritor tiene una responsabilidad, sea solemne o satírica, en realizar una composición que sirva para revelar una verdad. Pero la novela no se lee como un diario: se lee como se escribe, con ánimo libre.
Una vez que se escribe la novela, la presencia histórica de la que habla se desdobla. Tenemos a una persona, tenemos su retrato. No son lo mismo, no pueden serlo.
7 ¿Qué papel desempeñan en todo esto los auténticos historiadores? Si bien los historiadores de la American Historical Association probablemente piensen que los novelistas que utilizan material histórico son algo así como los trabajadores indocumentados que cruzan la frontera por la noche, sin embargo todos los narradores guardan entre sí un parecido natural, sea cual fuere su vocación o profesión.
Roland Barthes, en un ensayo titulado “Discurso histórico”, concluye que el tropo estilístico de la narrativa histórica, la voz objetiva, “se vuelve una forma particular de ficción”. En la medida en que todo texto tiene una voz, la voz impersonal, objetiva del historiador narrativo es su marca de fábrica. La presunción de factualidad subyace a toda la documentación que han sabido reunir, y entonces a esa voz le creemos. Es la voz de la autoridad.
Pero ser conclusivamente objetivo es no tener identidad cultural, es existir en una soledad existencial, como si no se tuviera un lugar en el mundo. Las investigaciones históricas cuentan con muchas fuentes, pero deben decidir qué es relevante y qué no, para que cumplan sus propios fines. Deberíamos reconocer el grado de creatividad de esta profesión, que va más allá de la inteligencia y la erudición. “No hay hechos en sí mismos”, decía el viejo y peludo Nietzsche. “Para que un hecho exista, antes debemos darle significado.” La historiografía, como la ficción, organiza sus datos, para enfatizar significados. La matriz cultural en la que trabaja el autor condiciona siempre su pensamiento.
Sin embargo, reconocemos la diferencia entre buena historia y mala historia, así como entre una buena y una pésima novela.
El historiador erudito y el novelista indocumentado hacen causa común como obreros de la Ilustración. Son confrontados con falsas historias, pervertidas por propósitos políticos. Porque la “Historia”, desde luego, no es algo puramente académico. Es también algo urgente y candente. “Quien controle el pasado controlará el futuro”, decía otro grande, George Orwell, en 1984.
El novelista trabaja para comprender que la realidad es susceptible de cualquier interpretación que se le haga.
El historiador y el novelista trabajan para deconstruir las visiones compuestas y tradicionalmente transmitidas de sus sociedades. El historiador erudito lo hace gradualmente, el novelista más abruptamente, con sus imperdonables (pero excitantes) transgresiones, mientras escribe y va trazando su camino adentro, alrededor y por debajo de la obra de los historiadores, animándola con las palabras que se convierten en la carne y la sangre de gente que vive y que siente.
La consanguinidad de los historiadores y de los novelistas es algo que demuestran los recientes esfuerzos de reputados historiadores que, por sentirse constreñidos en su disciplina, han escrito novelas. Un biógrafo presidencial no encontró otro modo de cumplir su trabajo que nutriéndose de los vuelos de una fantasía que no puede justificar sus fuentes. No deberíamos sorprendernos por estos cruces de fronteras. ¿A qué escritor, de cualquier género, no le gustaría ver y penetrar en lo oculto e invisible?

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El uso de los bordes

En estos días de septiembre se van a cumplir cien años del nacimiento en Oklahoma de John Myers (Jim) Thompson, un escritor de los grandes. Viene a cuento recordarlo –como lo recordaremos en su momento– porque su caso es emblemático de cierto raro destino literario: una gloriosa marginalidad. Una pregunta habitual a los que cultivamos/leemos/escribimos sobre literatura policial es si se trata de un género marginal. Cuestión reflotada –oxidada, enmohecida– recientemente en contextos diversos. La consabida pregunta apunta al grado de “reconocimiento” de obras y autores, al eventual paso de “género menor a mayor” en términos de artisticidad, y a la consagración a partir de un “rescate” desde afuera que lo “descubra” valioso. Como si el policial –como el western o la ciencia ficción, géneros emblemáticos también de la cultura de masas que explotó el siglo pasado– dependiera de una mirada autorizada que le otorgase mayoría de edad y permiso de “entrar” en la zona vedada de lo culto. Y por supuesto que no es así. Sobre todo porque los conceptos que se utilizan no son definitivos sino fluidos, móviles. La calificación o categoría “marginal” es siempre –en todos los sentidos y ámbitos en que se utilice– provisoria, sujeta a apreciación. En este caso se supone un núcleo o sistema central reconocido socialmente respecto del cual las narraciones del género policial estarían en el borde, serían tangentes u ocuparían una equívoca periferia. Y ese núcleo es la literatura. Y la idea de literatura remite a varias cosas. Materialmente hablando, es un corpus, formado por el conjunto de las obras que se supone la componen; pero ese corpus está constituido no por todos los textos que se producen y publican sino por los que responden a cierta práctica de escritura y (sobre todo) cierto modo de lectura particulares. En tercer lugar –esto es acaso fundamental–, los textos habitualmente considerados literarios de pleno derecho son aquellos que circulan según un itinerario tácito pero muy preciso: el libro que se vende en la librería y termina en la biblioteca. Así, la literatura –tal como se la reconoce, estudia y comenta– está formada por un conjunto de textos escritos/leídos de determinada manera que circulan y se acumulan también según cierto criterio. Lo que no entra en esos parámetros no es, no se ve en principio como literatura. Queda en el borde o al margen. Así, después de semejante rodeo, se comprende en qué medida se hace dificultoso recortar la cuestión. En principio, las novelas policiales y los autores que se han dedicado/dedican preferente o únicamente a producir este tipo de ficciones entraban/entran sólo muy raramente en el sistema de la literatura, porque no solían/suelen pasar necesariamente por el circuito regular –libro/librería y biblioteca– sino que transitaban previamente por otros canales y modalidades de lectura y consumo vinculados a la llamada cultura de masas y a la tarea del escritor profesional, el que trabaja por dinero, por encargo y a medida para la revista, el magazine, el pocket de kiosco, todo eventual material de desecho, sin “llegar al libro”. La otra cuestión –y la más importante– es que, debido a este modo de circulación particular, este tipo de relatos suele no ser leído como (desde la) literatura sino como (desde el) entretenimiento, como si hubiera contradicción entre ambas aproximaciones. Cabe explicar cuál es el equívoco. Sabemos que la condición literaria de un texto tiene que ver con su forma, con el manejo del material y el uso del lenguaje. Porque lo literario de un texto está en el cómo y no en el qué. En el caso de la narrativa, no en qué se cuenta sino en cómo se lo hace. Como la narrativa policial, en tanto literatura “de género”, aparece muy pautada con respecto a ciertos aspectos de su contenido –tipos de personajes, reglas de juego, incidencias argumentales, etc.– se suele leerla/escribirla/criticarla sobre todo poniendo el énfasis en el qué más que en el cómo: en el argumento más que en los procedimientos narrativos y la escritura. Y muchas veces no se pierde nada con esa lectura porque no hay más que eso: una escritura que sólo se pretende funcional para contar una historia más o menos ingeniosa o entretenida. Se trata de escribientes, no de escritores –siguiendo al viejo Barthes–: la literatura no ha pasado por ahí. Como tampoco, cabe aclararlo, por la mayoría de los textos narrativos que, como novelas a secas, pueblan los estantes de novedades cada semana... Así, la multitud de textos policiales considerados marginales respecto de la literatura no lo son por su condición genérica sino por ser mala o nula literatura. Pero a la inversa –y aquí llegamos a lo que vale la pena subrayar–, escritores como Poe, Bierce, Chesterton, Simenon, Hammett, Chandler, Thompson, Goodis o Cain, para nombrar sólo a algunos narradores históricos, han hecho excelente la mejor literatura desde el género y dentro de sus parámetros, del mismo modo que Ford o Hawks o Minnelli o Hitchcock han hecho cine desde el western o la aventura o la comedia o el suspenso. Lo que la crítica soberbia y benevolente ha calificado a menudo como diestras “artesanías” ha sabido ser ejemplo, desde el corazón de la cultura de masas y para un público masivo, de parte de la mejor narrativa de la época. En pura lógica, y borgeanamente hablando, bastaría dar un ejemplo en contrario para romper el prejuicio literario respecto del policial. Valgan tres: La llave de cristal, de Dashiell Hammett; El largo adiós, de Raymond Chandler y –viene al caso– El asesino dentro de mí, de Jim Thompson. Precisamente este mestizo de Oklahoma, a diferencia de Hammett y Chandler, que conocieron largamente la fama y las ediciones en tapa dura, publicó casi toda su extensísima obra directamente en ediciones pocket de tapas chillonas para el kiosco –como nuestro Oesterheld, digamos...–, así que no pasaba por la librería ni entraba en las listas de bestsellers ni terminaba en la biblioteca. Ese Thompson, que para el sistema literario no era un escritor, producía y producía, escribía a destajo para vivir: por ejemplo, algunas de sus obras maestras están entre las diez (sic) novelas suyas que aparecieron entre 1953 y 1954. Los críticos franceses primero y el cine después (Kubrick, Peckimpah) lo harían tardíamente famoso y reeditado hasta hoy. Pero cuando murió, en 1977, no había libros suyos, ninguna de sus decenas de novelas negras y malditas se conseguía en Estados Unidos. El autor de 1280 almas y The Grifters había escrito algo de la mejor ficción de su época y no lo habían visto ni leído. Es que estaba afuera, en el borde externo del planeta literatura.

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domingo, septiembre 03, 2006

George Steiner: los tres desafíos de la humanidad

"Soñaba con convertirme en un científico. Pero, lo confieso, en el primer año de la Universidad de Chicago, entre 1949 y 1950, por culpa de números y figuras geométricas mis esperanzas se desvanecieron. No fue fácil resignarse, sobre todo después de haber tenido el privilegio de escuchar las lecciones de física del gran Enrico Fermi." George Steiner nos recibe en el estudio octogonal desde el que se ve el espléndido jardín florecido de su casa de Cambridge. En ese "refugio", a los setenta y siete años, uno de los críticos literarios más importantes del siglo XX no oculta su primer gran desilusión. Y, a pesar de que los estudios humanísticos le han hecho conquistar premios y cátedras de prestigio internacional, todavía siente nostalgia por ese mundo hecho de números y de grandes preguntas sobre el misterio de la vida y del universo. "Había estudiado química, física y un poco de biología con la idea de poder continuar por ese camino. Pero el examen de matemática no salió bien. Era un momento histórico particular. La ciencia, después de la invención de la bomba atómica, estaba cada vez más identificada con la física nuclear. Y me hicieron entender que sin la matemática, sin sus aspectos creativos y originales, no valía la pena continuar... Probablemente unos años más tarde me habrían dicho: pruebe con la biología. No por nada en los Estados Unidos, en ese preciso momento, había una frase sádica escrita sobre las puertas de los laboratorios: o haces física nuclear o haces disparates." Pero ese primer año de estudios científicos no fue del todo inútil. Inmediatamente después de la universidad, George Steiner fue recibido por el Institute for Advanced Study de Princeton, uno de los centros de investigación más prestigiosos de los Estados Unidos: "Aquí, por más de dos años, frecuenté a un científico excepcional, Robert Oppenheimer, director del instituto. Era un estudioso de inmenso genio: se decía que, desde los tiempos de Leibniz, sólo él, por su extraordinario conocimiento, estaba en condiciones de identificar los problemas de fondo en cada rama del saber. Lo recuerdo rodeado de muchos científicos que habían recibido el premio Nobel. Sin embargo, a pesar de sus óptimos trabajos de astrofísica, no recibió nunca la fatídica llamada telefónica de Estocolmo. Creo que esta "espera" era un verdadero drama para un hombre tan ambicioso como él". Precisamente en esos años, en esa prestigiosa comunidad, los efectos devastadores de la bomba atómica ocupaban el centro del debate. "Recuerdo que ya algunos estudiosos de gran predicamento habían dicho no al uso militar de la energía nuclear, como Einstein. Pero, para la mayoría de los investigadores, la bomba atómica era considerada un arma disuasiva que impediría el estallido de otras guerras. Y se hablaba también de las revoluciones positivas que esa energía produciría en la vida cotidiana. Al mismo tiempo, sin embargo, comenzaban a circular los primeros artículos en los que se sospechaba que existía una relación entre la muerte por cáncer de algunos jóvenes investigadores y la energía nuclear. Poco después, yo mismo escribí un ensayo, que nunca fue publicado, enteramente dedicado al pacto faústico entre descubrimiento nuclear y cáncer." El amor por la ciencia, como los primeros grandes amores, dura toda la vida. De hecho, Steiner nunca dejó de devorar libros científicos. "Desde 1964, tuve la suerte de vivir en Cambridge, entre verdaderas luminarias de la ciencia y premios Nobel. Paso mucho tiempo con ellos y escucho con interés los comentarios sobre sus investigaciones. Ahora nos encontramos ante tres grandes puertas que deberían abrirse pronto: la del origen del universo y del tiempo (los agujeros negros, la explicación del Big Bang, la cosmología), la de la creación in vitro (las moléculas replicativas) y la más inquietante, la de la estructura química del yo (de qué modo una aspirina, o cualquier otro fármaco, puede cambiar químicamente la personalidad humana)." Temas que, para Steiner, hasta la misma literatura ha anticipado, a su modo, en obras enteramente consagradas al entrelazamiento de ciencia y moral, aparatos tecnológicos y vida civil. "Basta leer Un mundo feliz de Aldous Huxley, una gran novela publicada en 1932, para entender qué tipo de implicaciones pueden tener los descubrimientos científicos en la existencia cotidiana de los seres humanos. Tendremos desventajas. Pero también beneficios enormes. Intentemos imaginar nuestro futuro cuando se llegue a identificar el gen que provoca el Alzheimer." Steiner piensa que sobre todo los humanistas deberán abrazar el saber científico. "Nosotros estudiamos el pasado, nos ocupamos del ocaso. Los científicos nos hablan en cambio del mañana y de después de mañana. Hay un gran desequilibro. Y nos toca sobre todo a nosotros comprender las ciencias. Los grandes científicos, con alguna excepción, se expresan siempre con cierta modestia porque no pueden montar un bluff . En el campo científico, el que comete un bluff es eliminado de inmediato. Un día, un Nobel, en Cambridge, me pidió que le explicara una página de cierto señor francés: a pesar de los esfuerzos, el científico no podía entenderla. Era un ensayo de Lacan. Yo sentí vergüenza porque era un lenguaje incomprensible, vacío, presumido, arrogante, totalmente oscuro. Habría querido decirle a mi amigo: no pierdas más tiempo con cosas de este tipo..." Steiner, ya se sabe, es tajante en sus juicios. Y no pierde ocasión de burlarse hasta de las tentativas, efecuadas en los últimos decenios del siglo pasado, de teorizar una "ciencia de la literatura". "En el campo de la literatura y de la estética es verdaderamente ridículo pensar en un método científico: no hay pruebas posibles. Tolstoi, por ejemplo, decía que Rey Lear era una obra teatral fallida. Se pueden oponer opiniones y opiniones, pero ningún método nos permitirá verificar nuestro juicio estético. Estamos en el campo de las intuiciones, del gusto, del contexto histórico, de las ideologías. Eso no tiene nada que ver con la ciencia..." Otra cosa muy distinta es servirse de la ciencia para discutir cuestiones inherentes a la lengua y a la literatura. "En Después de Babel , en el intento de comprender la presencia de más de veinte mil lenguas en un pequeño planeta, la teoría darwiniana me fue muy útil. Como las muchas especies de moscas, también las lenguas llenan un nicho en la conciencia humana y tienen derecho a sobrevivir. Matar una lengua es como eliminar para siempre una especie animal o vegetal, o destruir los paisajes que nos circundan. También los grandes temas ligados a las cuestiones del inicio del cosmos me han fascinado. En el libro La gramática de la creación he tenido presente el reciente debate sobre el origen del universo y los desarrollos de la neurofisiología." Y además no se debe olvidar que muchos grandes escritores han podido contar para desarrollar sus obras con sus conocimientos científicos. "Pienso en talentos excepcionales como Robert Musil y Thomas Mann. Pero también en la prosa literaria de científicos puros como Galileo o Descartes, Darwin y el mismo Solzhenitsyn". Y sin embargo, la ciencia deberá vérselas con un gran problema que amenaza con hipotecar su futuro: la ultraespecialización. La velocísima multiplicación de las ramas del saber termina por hacer cada vez más difícil una visión de conjunto de las cuestiones y de los resultados adquiridos. "Los científicos en Cambridge están muy inquietos. Hoy se funda una revista especializada y ya, mañana, nacen de ella otras cinco especializadas en cinco subsectores distintos. ¿Cómo será posible ofrecer una educación científica a los jóvenes, en un mundo donde los grandes resultados son alcanzados por investigadores que tienen menos de treinta años? Y más aún: sin una visión de conjunto, sin científicos a la Oppenheimer, ¿qué futuro tendrán la ciencia y la humanidad? Steiner se despide: es la hora del paseo con Ben, su amadísimo perro. Al saludarnos, el gran humanista repite con convicción: "Hoy no se puede hablar de hombres y mujeres de cultura, en el sentido general de la palabra cultura , si no conocen la ciencia".

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