domingo, octubre 01, 2006

Hacer memorias

Contra la costumbre de escribir sus recuerdos al final de la vida, los escritores de las últimas generaciones han optado en muchos casos por hacer memoria en plena posesión de madurez y vigor. Tal es el caso del narrador indio Vikram Seth, quien en Dos vidas (Anagrama) abordó tramas familiares anónimas pero cargadas con el peso de la historia del siglo XX.
Hubo un tiempo –pensar en Henry James o en Thomas Mann– en que los escritores se reservaban para el final, como canto del cisne o graznido del cuervo, la compleja tarea de hacer memoria. Así, al final del camino –y habiéndola utilizado lateralmente en más de una ocasión para sus cuentos y novelas– resultaba lícito recordar la vida propia porque, a punto de agotarla definitivamente en el plano de la realidad, no estaba mal inmortalizarla en lo literario.
Ahora no. Ahora los escritores parecen cada vez más inclinados a hacer memoria y memorias cuando son jóvenes y, en teoría, queda mucho por delante. Y son muchos los que se han apuntado a la difícil partida. John Updike y Philip Roth y John Irving y Martin Amis y Kurt Vonnegut hicieron –o rehicieron– lo suyo hace ya unos años. Pero ahora parece haberse desatado un verdadero huracán autobiográfico por anticipado, mucho antes de la crepuscular temporada de los últimos monzones: Donald Antrim, Dave Eggers, Jonathan Franzen, Hanif Kureishi, Jonathan Lethem, Rick Moody son, apenas, algunos de los narradores que en los últimos tiempos han optado por contar lo sucedido de este lado (lo sucedido a ellos y a los que los rodean, esos que, en más de una ocasión, no les dejan escribir en paz) por encima de lo que podría suceder del otro. ¿Cargar las baterías? ¿Recreo trabajoso? ¿Necesidad refleja de comprender de dónde se viene para saber hacia dónde se va? ¿Mejor recordar en caliente y no arriesgarse a la gélida posibilidad de la amnesia senil o, peor, la poco fidedigna autofascinación que contagian el bronce de los años y de los premios? ¿O tal vez la inconfesable necesidad de confesar algo, lo que sea, sintiéndose así más personajes que personas?
Le pregunto acerca de este fenómeno al escritor indio Vikram Seth, de paso por Barcelona, presentando Dos vidas: una tumultuosa historia de los odios del siglo XX proyectada sobre el telón de la peculiar y serpenteante love-story de dos hermosos perdedores históricos y anónimos nacidos en 1908: el indio Shanti Behari Seth (quien pierde su brazo en la Batalla de Monte Cassino, convirtiéndose en el segundo dentista manco de Inglaterra) y de la judeo-alemana Henny Caro (quien pierde a su familia en los campos de concentración de Auschwitz y Theriesenstadt), que se conocen en el Berlín de 1933 y –casi seis décadas después– acaban viviendo en Londres “comiendo galletitas y tomando el té como dos perfectos ingleses”, pero discutiendo en alemán. Uno y otra, tíos abuelos de Seth con los que el escritor, a partir de 1969, pasó buena parte de su vida joven, una vida destinada a ser singular, una vida única.
Me prometí que todo sería absolutamente real y que ni siquiera me permitiría comentar un pensamiento que no estuviera debidamente documentado. Lejos de sentirme frustrado por esta disciplina, el efecto fue liberador. Vikram Seth: Una vida
Porque Vikram Seth (Calcuta, 1952) no es un escritor indio normal. En realidad, Seth no es un escritor normal con una obra normal o predecible o fácil de categorizar y anticipar. Y para ser más preciso: Seth no es una persona normal, su vida se las ha arreglado hasta la fecha para aunar los aconteceres de varias vidas y su obra no se queda quieta, es difícil de definir y su única constante reside en su calidad y su talento. Seth es –además de novelista, poeta, escritor de viajes, autor infantil y libretista de ópera y, ahora, memorialista familiar– un respetado economista formado en Oxford (de ahí su tan temida como justificada fama a la hora de negociar sabrosos y leoninos y crecientes adelantos para cada uno de sus libros; por el manuscrito de Dos vidas se llevó 1.400.000 libras sólo en el Reino Unido) y firmante de una influyente disertación sobre la planificación y distribución del pueblo en China, sitio en el que vivió e investigó a lo largo de varios años. Seth es hijo de una familia tradicional india –su madre fue la primera mujer en ejercer como jueza en la High Court en Delhi y en Simla– que aceptó su bisexualidad sin problemas ni reproches (“Es una parte de mi vida que es mía y no me interesa ser definido a partir de ella”, apuntó una vez Seth, lo que no impide que sea presencia habitual en las campañas por los derechos de los gays en la India). Además del inglés en el que escribe y el hindú natal, Seth habla varios idiomas incluyendo el alemán, el galés, el urdu, el mandarín, el francés y –durante la rueda de prensa en la que presentó Dos vidas en Barcelona– se la pasó jugue- teando con un librito llamado Instant Spanish y haciendo chistes con perfecta pronunciación de la letra z. Cuando no está ocupado aprendiendo algo nuevo, Seth se distrae tocando la flauta india, el chelo o cantando Schubert.
En lo que a su carrera como escritor se refiere, Seth comenzó primero como poeta (“mi verdadera vocación”) y después se hizo novelista superando este elegante conflicto con la publicación, en 1986, de The Golden Gate: una novela en verso sobre las vidas de un grupo de yuppies de San Francisco inspirada por la lectura del Eugene Onegin de su admiradísimo Pushkin. El curioso y muy logrado artefacto no sólo obtuvo éxito de crítica y elogio de sus pares (Gore Vidal la bendijo como “La gran novela californiana”) sino que además consiguió ventas más que considerables. Enseguida, Seth volvió a la casa de sus padres en Delhi y se encerró en su habitación infantil para escribir lo que intuía como “una novela breve” inspirada a partir de un comentario oído al azar: “Tú también te casarás con el muchacho que yo escoja”, oyó Seth que alguien le decía a alguien. Y siete años después y más de 1500 páginas después, para 1993, había conseguido Un buen partido, no sólo la perfecta fusión entre Dickens y la saga histórico-familiar india escrita por un confeso fan de Dynasty y Dallas sino, de paso, un atronador best-seller ganador de todos los premios menos el Booker. Tiempo después, paseando por Kensington Gardens, Seth contempló a un hombre solitario mirándose en las aguas del arroyo The Serpentine y se preguntó “¿En qué estará pensando?”. La respuesta fue Una música constante (1999) novela armonizando el amor entre un par de miembros de un cuarteto de cuerdas y –para los más reputados musicólogos– el libro que mejor se las ha arreglado para transferir el espíritu y sonido de notas clásicas a letras contemporáneas.
Dos vidas (publicado en inglés con gran éxito en octubre de 2005 y ahora traducido por Anagrama; el editor español Jorge Herralde recuerda a la perfección y comenta in situ la visita de Seth a su hotel en Londres con una abultada carpeta llena de fotos y documentos que desplegó sobre el suelo de la habitación para explicarle la flecha del futuro libro y el arco de su trama verdadera) surge de estímulos más directos: la madre de Seth preguntándole a su hijo un “¿Por qué no escribes sobre el Tío Shanti?”. Después, el descubrimiento de un arcón con cartas de la Tía Henny –varias de ellas reproducidas en el libro, explayándose en un romance de juventud así como insinuando un affaire lésbico– y Seth comprendiendo, enseguida, que ahí, en las existencias de esos dos seres comunes pasando por situaciones poco comunes, tenía un poderoso destilado. Una historia del siglo que era, sí, también, la Historia del Siglo, una teoría hecha práctica de las complejas relaciones entre Oriente y Occidente llevadas al plano doméstico (más que afortunada la cubierta de la edición inglesa donde se funden los colores y motivos de dos empapelados, uno europeo y otro indio) y, por último pero no en último lugar, una historia de amor diferente. Un amor más práctico que romántico, al que Seth prefiere definir como una “historia de perseverancia”, entre dos seres aparentemente imposibles de conciliar (Shanti nunca se cansa de hablar sobre su familia, Henny rara vez la menciona), entre dos formas muy distintas de entender la pasión pero que, sin embargo...
Y otras vidas
Aunque la génesis fue lenta y cuidadosa (la última parte del libro cuenta la vida de Dos vidas, Seth comenzó a conversar con su tío abuelo sobre el tema, en once largas y exhaustivas entrevistas, hace trece años; Henny murió en 1987, Shanti cinco años después agobiado por el dolor de su ausencia); esta historia de seiscientas páginas y varias décadas se lee a una velocidad pasmosa y placentera. La idea, explica Seth, era “moverse alternativamente entre lo micro y lo macro”. Y así Dos vidas –prosa clínica y cálida al mismo tiempo– produce la original pero bienvenida sensación de fluir entre el fresco histórico y la acuarela hogareña, entre la home-movie y el Cinemascope, entre el minuto y la centuria abarcando desde el ascenso del nazismo hasta el fin del milenio y el descenso de tantas cosas. Lo mejor de ambos mundos. Algo así como una de aquellas amorosas superproducciones de David Lean que en lugar de lanzarse a las vastas extensiones del paisaje exterior opta por el henryjamesiano detalle oculto en la alfombra de la sala de una casita en Hendon, al norte de Londres. “¿Que por qué la escribí?”, me responde preguntándose Seth. Y –luego de descartar toda motivación generacional o genérica– se encoge de hombros, sonríe tímido y confiesa: “Es un libro sobre el que me cuesta hablar o explicarlo. Me ha sucedido con todos mis títulos anteriores pero con este la sensación de incomodidad es aún mayor. Por lo general no me gusta iluminar todos los rincones de mi escritura. No me interesa iluminar o tener claros todos los porqué. No me parece necesario ni importante ni imprescindible. De lo que sí estaba seguro con Dos vidas es de que me impondría una férrea disciplina a la hora de no inventar nada. Me prometí que todo sería absolutamente real y que ni siquiera me permitiría comentar un pensamiento que no hubiese sido debidamente comunicado o documentado. Lejos de sentirme frustrado por esta disciplina, el efecto fue liberador. La realidad jamás le resultó decepcionante a mi parte de novelista. Todo lo contrario. Y, fundamentalmente, quería explicar y explicarme cómo funcionaba el corazón de un hombre apasionado junto al corazón de una mujer apasionada por todo menos, me temo, por la mismísima pasión. El amor de dos seres felices por haberse encontrado en un mundo en el que se sentían solos. Sus vidas, juntas, les funcionaron a ellos como un muelle luego de una larga tormenta en altamar. Un muelle al que yo llegué durante mi adolescencia, desde la India, y que también me ofreció refugio en un mundo nuevo y extraño para mí como alguna vez lo había sido para ellos. Y había ahí algo nuevo, algo verdadero y que, sin embargo, conectaba de algún modo con los temas de mis ficciones. Para ser sincero, escribí Dos vidas por un motivo muy personal: quería, necesitaba, que Shanti y Henny fueran completa y complejamente recordados”.
Por lo que Seth –quien en más de una ocasión comentó que “la familia es lo más importante para mí, es mucho más que la fuente de la que brota casi todo lo que he escrito”– comenzó a abrir puertas de altillos y de armarios y de sótanos de par en par dejando tan sólo entreabiertas aquellas que mostraban demasiado la decadencia física y mental de su tío “por una cuestión de respeto y dignidad”. Le pregunto cuál fue el efecto de sus descubrimientos en parientes y allegados y Seth explica que Dos vidas “produjo dos efectos notables: el primero fue un profundo asombro y admiración por la prehistoria de Henny, de la que sabíamos poco y nada; el segundo fue cierto malestar por la exhibición de los últimos años de Shanti y algunos comentarios desagradables que hizo cerca del final antes de redactar un testamento un tanto extraño. Más allá y por encima de esto, la idea no fue la de ofender a nadie. Tampoco, pensando en el lector general, quería ser obvio o didáctico. Quería que resultara interesante tanto a conocidos como a desconocidos”.
Le pregunto a Seth si, terminado el libro, su idea del matrimonio como institución había cambiado y Seth responde: “La respuesta es sí. Luego de vivir tan profundamente estas Dos vidas he comprendido que, al contrario de lo que aseguró Tolstoi, los matrimonios o las familias felices también pueden ser muy diferentes. El libro, además, ha significado para mí algo muy personal. Un rito de paso. No he tenido hijos y ya tengo una edad en la que podría tener nietos. Por lo que Dos vidas es, también, mi vida filtrada por la de dos personas que, como digo casi al final del libro, han sido parte importante de mi propia historia”. Seth abre el libro y lee, en español instantáneo: “Es posible que a esas dos personas, que me quisieron y a las que quise, no les gustaran todas las pinceladas –a veces distorsionadas, a veces demasiado explícitas– de este retrato. Pero ya han muerto y no ha de importarles y quiero que se les recuerde en toda su complejidad: en la salud y en la enfermedad, en la debilidad y en la fuerza, en su franqueza y en su reserva. Para mí sus vidas fueron puntos cardinales, y siguen guiándome; quiero haberlas mostrado con fidelidad”.
Dos vidas concluye con un adiós a “un siglo malvado” y una advertencia acerca de “otro que aún tenemos por delante”.
Le pregunto a Seth si el advenimiento de tiempos oscuros, en su opinión, romperá o potenciará el latido de los corazones enamorados. Seth vuelve a abrir su libro y lee y desea y ruega y espera “que no seamos tan necios como solemos ser casi siempre. Si no podemos evitar el odio, evitemos al menos el odio entre comunidades. Que comprendamos que sólo por un azar no somos nuestro prójimo. Que creamos, en resumen, en una lógica humanitaria, y quizá, con el tiempo, en el amor”.
Y agrega: “El problema es que ahora tenemos una tecnología mucho más avanzada y que esa tecnología, encausada hacia la destrucción, probablemente no deje sitio o espacio para una posible posterior reconstrucción. Puede decirse que, luego de la experiencia de la escritura de Dos vidas, de contemplar desde la óptica de dos personas anónimas los acontecimientos históricos a los que tuvieron y pudieron sobreponerse, soy el más optimista de los pesimistas o el más pesimista de los optimistas. Una de las cosas que me gustan del libro es que nunca digo o aconsejo –tampoco lo hacen Shanti o Henny– en cuanto a cómo debemos o cómo no debemos comportarnos. Esa no es la responsabilidad del autor o, por lo menos, no es la mía. Quiero pensar que se trata de una responsabilidad de los lectores. Es decir, de una responsabilidad de todos nosotros”.
Y después Seth sonríe. En español y en inglés y en hindú y en cualquier otro idioma que se le cruce, instantáneamente, por los caminos y las páginas de una vida que vale por muchas.

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Marcel Duchamp en Buenos Aires

Aunque los motivos de su intempestiva decisión son inciertos, el 14 de agosto de 1918 Marcel Duchamp se embarca con su amiga Yvonne Chastel en el SS Crofton Hall con destino a Buenos Aires. El fantasma de la guerra que lo ha empujado de París a Nueva York tres años atrás vuelve a acecharlo y elige esta vez una ciudad más remota. "Los Estados Unidos habían entrado en guerra en 1917", le confiesa a Pierre Cabanne cincuenta años más tarde, "y yo, que me había ido de Francia por falta de militarismo o, si se quiere, de patriotismo, me enfrentaba a un patriotismo peor, el patriotismo norteamericano". Si lo que busca Duchamp, como le explica a su amigo Jean Crotti, es "cortar enteramente con esa parte del mundo", la elección tiene su lógica; la capital argentina (basta pensar en las menciones de Buenos Aires en el cine clásico de Hollywood) es, durante buena parte del siglo, sinónimo inequívoco de destino recóndito y exótico. Aun así, cuesta imaginar el motivo verdadero de una elección a primera vista azarosa; Duchamp no habla una palabra de español, no conoce a nadie en la ciudad y el viaje es largo y costoso. Son muchas las ciudades neutrales en las que podría haberse refugiado, ¿por qué elige, precisamente, Buenos Aires? A juzgar por un dibujo fechado en vísperas de la travesía con el que se despide de su amiga Florine Stettheimer, tampoco él imagina qué le espera al fin del viaje pero se lanza decidido. Aunque en el mapa de América corona el derrotero desde Nueva York con un signo de interrogación mayúsculo en Buenos Aires, la incertidumbre no condiciona sus planes; junto a la línea punteada, entre flechas de direcciones opuestas, consigna el tiempo previsto de ausencia con precisión matemática: "27 días + 2 años". No sabe qué encontrará en la capital más austral de Sudamérica, pero planea quedarse allí mucho tiempo y volver irreconocible ("La próxima vez que me veas", le asegura a Crotti, "habré cambiado bastante"). El resto son intuiciones vagas: imagina una ciudad más soleada que Nueva York, calcula que podrá ganarse la vida dando clases de francés y, aunque sospecha que no encontrará amantes del arte moderno y no tiene intenciones de exponer allí, lleva todas las notas del Gran vidrio para avanzar en el diseño de la obra en el papel y completarla en Nueva York a su regreso. De todas las razones para explicar la decisión de exiliarse en Buenos Aires que especulan sus admiradores y biógrafos, la más atractiva, por indemostrable, es la del escritor argentino Julio Cortázar. El viaje responde a la legislación de lo arbitrario, argumenta en La vuelta al día en ochenta mundos , y su fatalidad se prueba en la obra del escritor francés Raymond Roussel, Impresiones de Africa . "El 15 de marzo de 19 ", cita Cortázar, "con la intención de hacer un largo viaje por las curiosas regiones de América del Sud, me embarqué en Marsella a bordo del Lyncée , rápido paquebote de gran tonelaje destinado a la línea de Buenos Aires." Es el comienzo del décimo capítulo de Impresiones, en el que Roussel, después de pormenorizar hasta el delirio en los sofisticadísimos fastos maquínicos que han preparado los náufragos del Lyncée para la coronación del rey africano que los ha capturado, recapitula el origen de la aventura y presenta a los personajes que han actuado. Llevado por los puntos suspensivos de la fecha y su gusto por la especulación fantástica, Cortázar imagina que el propio Duchamp viajaba de incógnito en el Lyncée , que tuvo ocasión de jugar al ajedrez con Roussel antes del naufragio, y que sin duda trabó amistad con los personajes más conspicuos del pasaje, la primera bailarina rusa, el pirotécnico parisino, o el constructor de objetos de precisión francés, inventor de un sorprendente florete mecánico. Si se omiten las licencias poéticas cortazarianas, la reunión imaginaria a bordo del Lyncée -imposible pero interesante- tiene su eficacia práctica. La mención de Buenos Aires en la obra de Roussel no es un aliciente menor para orientar el rumbo en 1918. La "locura de lo inesperado" que Duchamp descubrió en la representación teatral de Impresiones... en París en 1911, la combinación de "mecanismo y delirio, método y demencia" (la fórmula sintética es de Octavio Paz) convirtieron a Roussel en su artista faro, primer motor del viraje capital de su carrera artística en 1912 y propulsor secreto de sus propias máquinas. "Roussel fue el principal responsable de mi vidrio", confesará en 1946, "De sus Impresiones de Africa saqué el enfoque general [ ] y Roussel me enseñó el camino." Y más tarde, a propósito de la misteriosa estadía de dos meses en Munich a la que lo empuja la obra de Roussel: "En 1912 decidí estar solo y avanzar sin destino fijo. El artista debe estar solo consigo mismo, como en un naufragio". La especulación de Cortázar tiene su lógica; si con las desopilantes consecuencias del naufragio de un navío que se dirige a Buenos Aires Roussel había señalado un rumbo, ¿por qué no seguir al pie de la letra la ficción del maestro y embarcarse a Buenos Aires? Alentado por Roussel o por motivos más prosaicos (aunque probablemente no sea cierto, Duchamp dijo alguna vez que un familiar de un amigo suyo parisino regenteaba un burdel en Buenos Aires), después de tres semanas a bordo del Crofton Hall , Duchamp llega a la capital argentina el 9 de septiembre de 1918. A partir de allí, es poco lo que se sabe, como si el signo de interrogación con el que había coronado el itinerario del viaje en el mapa signara deliberadamente su estadía sudamericana. A no ser por las diez cartas que envía a algunos amigos, poco puede reconstruirse de su paso por Buenos Aires y menos aún de su vida cotidiana durante los nueve meses turbulentos y calurosos que pasa en la ciudad, un interregno enigmático entre dos piezas capitales de su obra, Tu m , su última pintura sobre tela, completada en julio de 1918, y su célebre "rectificación" de la Mona Lisa, L.H.O.O.Q , de 1919. [...]. Aunque pocas, breves y esporádicas, las cartas a sus amigos desde Buenos Aires dan una versión sintética de su estadía y ofrecen, sobre todo al lector argentino, una visión cáustica de la sociedad porteña a principios de siglo. A poco de llegar, la sensación de extranjería se combina con una familiaridad inesperada que remite directamente a Europa, sin la inflexión americana. Los "hombres y mujeres negros" le hacen pensar que está muy lejos de Nueva York, pero las calles angostas le recuerdan a París (al barrio de la Madeleine), y también el estilo europeo del conjunto y la comida (la manteca, sobre todo, "fantástica"), "inhallable en Columbus Avenue". A los dos meses, se siente ya un verdadero " Buenos Airean " y conoce la ciudad como la palma de la mano. Pero su entusiasmo decrece a medida que la extrañeza de lo "nuevo" se devela como simple chatura provinciana; no es mucho lo que se puede esperar más allá de una sociabilidad cerrada, y un "Casino" -una suerte de Arcade Building Theater- en el que sólo se admiten hombres. Su compañera de viaje, Yvonne Chastel, y su amiga Katherine Dreier, de visita en Buenos Aires, sufren las consecuencias de un machismo inenarrable. "La insolencia y la estupidez de los hombres", resume en una de sus cartas, "son absolutamente increíbles". Con el paso de los meses, la mediocridad de la alta burguesía porteña le va restando entidad al conjunto hasta convertirlo en una nada, una copia servil de modelos europeos degradados. "Buenos Aires no existe", dictamina en noviembre, "es solo una gran ciudad de provincia llena de gente muy rica de muy poco gusto, que compran todo en Europa, hasta las piedras sobre las que edifican sus casas". Todo es una suerte de réplica de otra parte (hay una colonia inglesa, una americana, una italiana -todas muy cerradas-, muchos franceses -más que en Nueva York-, "insoportables") y hasta la pasta dentífrica es importada; la gente es poco curiosa y arrogante. Salvo algunos bares de tango, algunos cines y compañías francesas de teatro, no hay mucho en qué entretenerse por las noches y el humor de Duchamp se va volviendo más ácido. "La manteca sigue siendo buena", escribe en enero de 1919, "pero uno se acostumbra".[ ] El efecto Duchamp En algún momento de las largas conversaciones que poco antes de su muerte Duchamp mantiene con Pierre Cabanne, Cabanne le pregunta por su estadía en Buenos Aires y le recuerda que fue durante esos nueve meses cuando recibió las noticias de la muerte de su hermano Raymond y su amigo Apollinaire. Duchamp admite que fueron golpes muy duros y que a partir de entonces sintió deseos de volver a Francia lo antes posible. "De modo que volví en 1918", le dice. Cabanne lo corrige y Duchamp se retracta de inmediato; efectivamente, reconoce, fue mucho más tarde, en julio de 1919. Pero el error se conserva en la edición de las conversaciones, como si ese pequeño desliz en la reconstrucción precisa del pasado que Duchamp ha emprendido junto con Cabanne mereciera quedar asentado. Acaba de recordar la fecha del arribo a Buenos Aires ("Viajé en junio-julio de 1918 a un país neutral llamado Argentina", dice) y también las fechas de las muertes de Raymond y Apollinaire (equivoca en apenas un mes la fecha de la muerte de su hermano) y sin embargo altera en un año la fecha del regreso, borrando con ese equívoco el tiempo completo de la estadía en Buenos Aires. Tiene casi ochenta años, es cierto, y podría tratarse de una simple distracción, pero el entrevistador no omite el traspié con elocuente suspicacia. Si se tratara de un lapsus, el exilio argentino quedaría reducido a un blanco, un vacío o, para usar la terminología de Duchamp, un mero retardo . Como epílogo de su paso por Buenos Aires, en todo caso, el vacío que sugiere el lapsus no es del todo desacertado. Por más empeño que se invierta en reconstruir los nueve meses de Duchamp en la Argentina, sólo quedan unas cartas, unas pocas obras (una de ellas vocacionalmente destruida en un balcón de París) y el eco imaginario de sus hipotéticas conversaciones con una amiga que lo acompaña en parte del viaje y que, en su escrupulosa crónica, apenas lo alude en la dedicatoria sin nombrarlo. En los archivos de Dreier quedan algunas fotos que podrían haber sido tomadas en Buenos Aires, pero no tienen fecha ni lugar preciso, como si para salvaguardar su costado nebuloso y mítico, el paso de Duchamp por la ciudad se resistiera a la fijeza del registro. De los dos domicilios porteños que constan en su correspondencia, sólo uno ha eludido las demoliciones modernizadoras del ciudad. El departamento número 2 de la casa de Alsina 1743 sigue en pie pero no guarda ninguna huella de su paso y, como es de esperar, ninguno de los actuales vecinos ha oído siquiera hablar de Marcel Duchamp. El destino del cuarto que alquilaba como estudio en Sarmiento 1507, en cambio, es más curioso. El edificio se demolió hace varias décadas en la ampliación del Complejo Cultural San Martín y alberga, precisamente en esa esquina, una pequeña plaza seca, frente a una sala de arte -ironía de ironías- pobre y desangelada. Los edificios antiguos de las restantes tres esquinas (uno muy próximo es de 1902) dejan imaginar la vista desde la ventana de su estudio, pero el espacio mismo donde Duchamp completó su Pequeño vidrio , revisó sus notas y jugó al ajedrez es un vacío literal, una ráfaga de aire tiznado por el tráfico de la calle Sarmiento. Mirando en perspectiva, sin embargo, el blanco porteño no es más que una variable de las tantas formas de vacío que Duchamp dejó en el arte del siglo para que surtieran efecto , empezando por su primer ready-made , Rueda de bicicleta , figura perfecta del vacío que no sólo entroniza en un banquito de cocina una cámara de aire sino que, como obra de arte, entroniza un objeto sin arte, un arte del vacío. En el extremo, todo el arte de Duchamp, resume Gérard Wajcman, no es más que un puro dispositivo, un instrumento óptico con el que volver a mirar el arte, una máquina de producir preguntas y respuestas visibles, objetos que no agregan (como la pintura) ni quitan (como la escultura) sino que introducen vacío para volver visible lo que no se puede ver. Se podría, por lo tanto, dar efecto al vacío porteño de Duchamp, como si se tratara de una bola a la que se le imprime un impulso giratorio que la hace desviarse de su trayectoria normal. ¿Cuál sería, en ese caso, el efecto argentino de Duchamp? ¿Qué se vería del arte argentino que hasta ahora no hemos podido mirar? Se trata de calzarse la lente que Duchamp dejó como un legado evanescente a su paso por Buenos Aires y volver a mirar.

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