domingo, noviembre 25, 2007

Entrevista con Henning Mankell

Después de August Strindberg, pocos escritores suecos han tenido en el mundo el éxito de Henning Mankell. Muy pocos también han escrito tanto como él. Entre cuentos para niños, obras de teatro y novelas, ese nórdico macizo y cálido, que vive mitad del año en su país y mitad en Mozambique, ha producido entre 30 y 40 libros, y vendido casi 20 millones de ejemplares en 40 idiomas. Hace 16 años, cuando creó al inspector Kurt Wallander, nunca imaginó la celebridad planetaria que alcanzaría ese policía divorciado, lacónico, diabético, alcohólico, indeciso y gris. Cuando en 2000 Mankell lo jubiló para reemplazarlo por su hija Linda, Wallander se vendía mejor que Harry Potter en Alemania y encabezaba los rankings editoriales en Brasil.

Sin embargo, no le digan a Henning Mankell que escribe novelas policiales. En una entrevista exclusiva en Gotemburgo, ciudad situada a orillas del Mar del Norte en la que pasó parte de su adolescencia y donde tiene una de sus casas, Mankell explicó a LA NACION que su objetivo es mucho más ambicioso que el de describir simpáticas abuelitas con estiletes escondidos en los mangos de sus paraguas. "Mi trabajo se inscribe en la tradición de los antiguos griegos. El crimen sirve para ver lo que está pasando en la sociedad. Jamás podría escribir una simple historia policial. Con cada libro intento hablar de un problema social en particular", dice durante un almuerzo frugal que acompaña, invariablemente, con una copa de excelente bordeaux .

Para Mankell, la mejor historia de crimen de la humanidad es Macbeth : "Una terrible alegoría sobre la tendencia corruptora del poder". Además de los griegos y de Shakespeare, sus modelos son Georges Simenon y, sobre todo, John Le Carré. "Le Carré tampoco escribe sobre espionaje. Como los griegos, en su obra investiga las contradicciones que agitan al hombre, a los hombres entre ellos, y al hombre y la sociedad. Yo intento hacer lo mismo", asegura.

En una decena de títulos, Wallander ha investigado el tráfico de órganos, la criminalidad política, la proliferación de sectas, la trata de blancas, los problemas de la juventud. Más recientemente, en El retorno del profesor de baile (2000), novela policial que no pertenece al ciclo del famoso inspector, Mankell se adentra en el pasado pronazi de una parte de la población sueca en tiempos de Hitler. Uno de los personajes clave de esa novela vive en la Argentina.

Wallander -y ahora Linda- trabajan en la comisaría de Ystad, un pequeño puerto del sudoeste de Suecia. Los casos que los ocupan se desarrollan invariablemente en hermosos escenarios boscosos, pastorales o bucólicos, donde el clima siempre tiene un papel central. Hay veladas de verano, animados cafés, casas aisladas y apacibles, lagos color de estaño, rutas vacías, cielos despejados y amaneceres con nieve en siniestras playas de estacionamiento. "La nieve. Nieve, frío y oscuridad. Esos son mis primeros recuerdos", confiesa el escritor.

Henning Mankell nació en Estocolmo en 1948, pero creció en Härjedalen, en el centro del país, donde su padre instaló la familia después de su divorcio. Mankell tenía apenas un año cuando, resume, "mi madre hizo lo que hacen muchos hombres: se fue". El juez Ivar Mankell se mudó con Henning, su hermana Helena y la abuela. El niño no volvió a ver a su madre hasta los 15 años. Cuando por fin se reencontraron en un restaurante de Estocolmo, las primeras palabras de ella fueron: "Estoy resfriada".

Hoy Mankell reconoce que el desgarramiento de ese abandono lo marcó para siempre. "Suelo preguntarles a mis mujeres si perciben el sentimiento de orfandad que hay en mí. Pero dicen que no." Mankell estuvo casado cuatro veces y tiene cuatro hijos. Eva, su actual mujer "y la última" -directora de teatro como él-, es hija del realizador Ingmar Bergman, muerto en julio pasado.

-Con Eva tenemos una relación única. ¿Cómo decirlo? Cada día que pasa agradecemos habernos encontrado. Ambos sabemos que iremos juntos hasta el final. Que nos tendremos de la mano cuando todo acabe.

-Y Bergman, ¿le enseñó algo o ya sabía todo antes de conocerlo?

-Eramos amigos antes de que yo conociera a Eva. Con él hablábamos de dos cosas: de cine (sobre todo mirábamos sus películas en su casa de la isla de Farö, donde solíamos pasar los veranos) y del mundo. Bergman era un hombre fascinante a quien extraño enormemente.

Como sucede en las películas de su suegro, la entrada en escena en los libros de Mankell tiene siempre algo de sorprendente, en el límite del surrealismo. En El hombre sonriente (1994), un conductor percibe una silla en medio de la ruta con un maniquí sentado encima. En Los perros de Riga (1992), una pequeña embarcación deriva por las aguas grises del Báltico; en el interior hay dos cadáveres entrelazados y muy bien vestidos.

Lo que caracteriza sobre todo al detective Wallander es que pasa la vida dentro de su auto reflexionando, perplejo, sobre el futuro de su país y de Europa. Esa cuestión merece su absoluta atención. Nada se le escapa. Wallander se interroga sobre los cambios sociológicos de Suecia, transformada en un país incomprensible, norteamericanizado, expuesto a la gran delincuencia internacional. Un país que pierde su identidad y su estabilidad, que ha dejado de estar al abrigo de escándalos políticos o atentados perpetrados por fanáticos. Para Wallander -pero sobre todo para Mankell-, el modelo social sueco es simplemente un mito. "Aquello en lo que habían creído, lo que habían construido, se había revelado menos sólido que lo previsto. Habían creído construir una casa cuando solo habían elevado un monumento a la gloria de valores ya superados, prácticamente olvidados. Hoy, Suecia se derrumbaba en torno a ellos como una gigantesca estantería", escribe en La falsa pista (1995).

El talento de Mankell consiste en crear ambientes tan fascinantes como los de Simenon, con la misma sobriedad de medios. Es capaz de describir con la misma facilidad una terminal de ferry, una casa vacía antes de una catástrofe o el malestar que aqueja a un gran burgués. Mankell practica un estilo de ironía helada, particular, a mitad de camino entre lo británico y lo francés. Sus diálogos son despojados, límpidos. Inútil esperar tórridas escenas de sexo o acciones vertiginosas. Como buen autor de obras de teatro, sus textos están impecablemente organizados en capítulos y concentrados en escenas. Comparados con él, los escritores estadounidenses son desordenados y verborrágicos. A Mankell le bastan unas pocas imágenes austeras y algunas descripciones panorámicas para sugerir la tragedia latente en una vida.

-¿Con qué criterio decide los temas de sus libros? ¿Cómo los escoge?

-Viviendo. Sin embargo, no basta que un tema me parezca interesante para que pueda escribir sobre él. Un libro es siempre la respuesta a un interrogante. Un tema tiene que inquietarme, necesito estar movido por la curiosidad, por la incomprensión, para poder escribir. Por eso, desde que decido sobre qué voy a trabajar y el momento de la escritura, la preparación representa el 75 por ciento del tiempo.

-Usted escribe novelas, obras teatrales y policiales. ¿Cuándo elige uno u otro género?

-Siempre depende del tema. Hay cosas que solo se pueden decir con una pieza de teatro o con una novela.

-¿Por esa razón creó a Wallander?

-Así es. En determinado momento comprendí que el trabajo de un policía era la mejor manera de explicar ciertas desviaciones de la sociedad moderna.

-¿Por qué retirarlo en pleno éxito?

-Porque no quise correr el riesgo de aburrirme, de despertarme un día lamentando tener que sentarme a escribir. Hay que saber cuándo poner un punto final a las cosas.

Los textos de Mankell sobre el trabajo de Kurt Wallander nunca son brillantes, fáciles o livianos, pero esa lentitud analítica es formidablemente eficaz para comprender una soledad, una sociedad en crisis, un país enfermo de su evolución. En El hombre sonriente , Mankell usa, a guisa de prólogo, una cita de Alexis de Tocqueville: "Lo que hay que temer no es tanto la inmoralidad de los grandes, sino la inmoralidad que conduce a la grandeza". Para él, esa máxima es hoy más actual que nunca.

Desde los seis años, cuando gracias a esa abuela comenzó a escribir, Henning Mankell no quiso hacer otra cosa. A partir de aquel momento, su vida se organizó en torno a esa imperiosa necesidad que lo llevó a devorar cuanto libro cayó en sus manos. Dejó la escuela a los 16 años. Viajó a París, adonde llegó en 1954, "con unos pocos francos en el bolsillo y un terrible dolor de dientes", y se quedó un año reparando clarinetes. De regreso a Suecia, se embarcó fugazmente en un buque de carga. Pero nunca dejó de escribir. A los 18 años ya había escrito dos piezas de teatro que fueron representadas en Estocolmo, y a los 20, una primera novela sobre la lucha de la clase obrera. Desde entonces, Mankell considera el teatro como su segunda casa: "Es el mismo trabajo que con las palabras, solo que uno lo hace con gente", reconoce.

Desde hace 20 años, Mankell pasa la mitad de sutiempo en Mozambique donde dirige el Teatro Avenida y una troupe de 40 personas, a quienes jamás consiguió "hacer comenzar un ensayo a la hora prevista". Muchos de sus libros están ambientados en África. En La leona blanca (1993), un asesinato conduce a Wallander a investigar un complot contra el presidente sudafricano Nelson Mandela. En Cortafuegos (1998), unos delincuentes tiran los hilos de una macabra maquinación desde Luanda.

Mankell ha escrito sobre África otras excelentes novelas y piezas de teatro que no tienen nada que ver con Wallander. Comedia infantil (1995) cuenta la historia de un niño en las calles de Maputo durante la guerra civil; El hijo del viento describe el encuentro de un niño de Namibia con la sociedad sueca del siglo XIX; Antílopes es una obra de teatro donde una pareja de funcionarios internacionales hace un balance aterrador de los once años pasados en un país africano. En esos casos, con un estilo feroz que se sitúa en las antípodas de sus policiales, Mankell denuncia el colonialismo pseudohumanista de los europeos. En sus últimas novelas, plantea crudamente también el drama de los inmigrantes ilegales en Europa

-¿Qué lo atrae de África?

-No hay nada de romanticismo en esa elección. Vivir en África me ha convertido en un mejor europeo. Después de tantos años sigo poniéndome furioso cuando escucho a los occidentales hablar de ese continente. Todos saben cómo mueren los africanos, pero nadie sabe cómo viven. No estaría mal que África invadiera Europa, como lo hizo América Latina en los años 60.

Digno representante de la juventud sueca (y europea) de fines de los años 60, Henning Mankell decidió que salvaría el mundo y, hasta hoy, no ha renunciado a ese objetivo. En los últimos años fundó y financia en Mozambique organizaciones de ayuda a los niños sin techo y a las víctimas del sida. Su proyecto, bautizado "Los libros de la memoria", alienta a los adultos enfermos a escribir la historia de sus vidas para dejarlas a sus hijos. "Quizás, en 500 años, esos libros serán una preciosa ayuda para la construcción de la memoria africana", afirma. En 2001, también creó en Estocolmo su propia casa editorial: para sus libros y "para publicar autores del Tercer Mundo que, de otra manera, nunca llegarían a existir".

-En Tea bag, una de sus novelas más irónicas, un escritor tiene que lidiar con dos personajes divertidísimos, al borde del autismo: su editor, incapaz de escuchar lo que él le dice, y su madre, una extravagante que tampoco le presta ninguna atención. ¿Fue acaso una alusión directa a su antiguo editor y a su propia madre?

-A mi madre no. Con ella tuve siempre una relación de enfrentamiento abierto. Más bien diría que me inspiré en la madre de Eva, la bailarina Ellen Lundström [segunda esposa de Bergman], que ya murió.

-¿Y el editor?

[Se ríe] - Algo así.

-Desencantado, alocohólico y triste, Wallander no parece tener nada que ver con usted.

-Wallander y yo tenemos solo dos puntos en común: compartimos la misma pasión por Maria Callas y la misma actitud calvinista, obsesiva, por el trabajo. Pero Wallander es, en realidad, la imagen del sueco medio. Probablemente en ello resida su éxito: cada sueco se vio en algún momento reflejado en él.

-Hablando de su obsesión por el trabajo, ¿es tan así? ¿Es verdad que usted no concibe su vida sin la escritura?

-Es verdad.

-Leí una vez que suele compararse con el colibrí que, según los indígenas, no puede dejar de volar porque, si se detiene, se muere.

-Sí, se podría decir que soy como el colibrí de la mitología indígena. Yo vine al mundo para contar historias. El día que ya no pueda hacerlo, seguramente moriré.

Fuente: ADN Cultura

En una valija perdida, historias de indiferentes y de conformistas en la posguerra

En la primavera de 1996 se encontró una vieja valija en el sótano de la casa de Alberto Moravia en Lungotevere della Vittoria, en Roma. Estaba repleta de papeles del escritor, de aquellos días de 1963 cuando se aprestaba a dejar el departamento de via dell Oca para trasladarse a la nueva casa del Lungotevere. Desde entonces fue abandonada, junto a otra valija, en un rincón del sótano, y quedó olvidada allí. Para fortuna nuestra. Porque Moravia solía quemar todas las redacciones provisorias de sus novelas. Solo gracias a ese olvido tenemos hoy la posibilidad de leer una novela a la que el escritor se dedicó durante el primer semestre de 1952, es decir, entre El conformista ( 1947) y El desprecio ( 1954). Se trata de un triple esbozo de una novela "política", inconclusa, que relata los intentos de Sergio, un joven traductor y periodista que acaba de afiliarse al partido comunista, de convertir al comunismo a su amigo Maurizio, aun al costo de ofrecerle a cambio a la compañera Nella. La diferencia social entre ambos (Sergio, apremiado y en busca de un trabajo estable; Maurizio, de la alta burguesía y un poco esnob) será una de las razones desencadenantes del "sentimiento de inferioridad" y de la sorda rivalidad que Sergio siente ante Maurizio, a quien no obstante quiere: una mezcla potencialmente explosiva de ciega admiración y opaca envidia que bordea la obsesión psicótica. Esta es la trama común a los tres esbozos de novela, cuyas vicisitudes se dislocan cronológicamente entre del 25 de julio de 1943 -de la primera redacción- y el principio de la posguerra -el tercer borrador-. La diferencia más significativa entre las versiones se da en el personaje de Maurizio, calificado primero como "fascista", después como "partigiano" de impronta "más o menos liberal". También hay diferencias en la alucinada fiesta nocturna, escena principal de la última versión, o el encuentro del protagonista y su futura novia que en la tercera versión se traduce en una pasión inmediata y casi animal. Pero lo más importante es el enfrentamiento ideológico entre los dos amigos-rivales. Sergio se afilió al partido más por motivos privados que por convicción idealista. Representante del repertorio de personajes moravianos en eterna crisis entre las razones verdaderas y la incapacidad de una acción social, puede ser interpretado como una suerte de "conformista" actualizado a la posguerra. Frente a él, el "indiferente" Maurizio, bien educado pero finalmente un prudente oportunista. En el medio, Nella: una bellísima figura, la muchacha tímida y pasional, que termina, humillada y ofendida, por ser el instrumento de desprecio de dos ineptos ideológicamente mucho más despreciables. Es precisamente el tema de El desprecio (la novela nacida de estos esbozos), que concentró la atención de Moravia después de estas tentativas de escribir un relato político.

Seudónimo de Alberto Pincherle (Roma, 1907-Roma 1990), escritor y periodista italiano. Su primera novela Los indiferentes (1929) anticipa constantes de su obra: la descripción de los vicios secretos y la hipocresía de la sociedad europea del siglo pasado. Autor de obra teatrales y libros de viajes, escribió numerosas novelas, algunas llevadas al cine, como El conformista, El desprecio y La campesina.

Fuente. ADN Cultura

Hume y Rousseau enemigos ilustrados

David Hume, uno de las más grandes mentes modernas, es también ejemplo de inmaculada calidad moral, aclamado en su tiempo por su excepcional virtud. Hume estaba muy orgulloso de esa reputación; se vanagloriaba de su bondad. En 1776, poco antes de morir, sintetizó su vida: era -escribió- "un hombre de carácter apacible, con dominio de mi genio, de un humor abierto, sociable y alegre, capaz de sentir apego pero poco propenso a la enemistad, y de una gran moderación en todas mis pasiones". Luego de su muerte, su amigo, el filósofo y economista Adam Smith, elogió a Hume diciendo que era el modelo de "un hombre tan perfectamente prudente y virtuoso como quizá permita la naturaleza de la debilidad humana". Los biógrafos han aceptado esta imagen, pasando por alto la advertencia: como quizá permita la naturaleza de la debilidad humana. Esa debilidad había enfrentado su prueba más dura diez años antes, cuando Hume ofreció socorrer al filósofo Jean-Jacques Rousseau.

En 1766, Rousseau tenía razones para temer por su vida. Había pasado más de tres años como un refugiado. Su libro El contrato social, con la célebre sentencia inicial: "El hombre nace libre pero en todos lados vive en cadenas", había sido violentamente censurado. Más amenazante para la Iglesia católica francesa fue su Emilio, que llamaba a impedir al clero un papel en la educación de los jóvenes. En París, se libró una orden de detención y sus libros fueron quemados. En las Confesiones, un hito, considerada la primera autobiografía moderna, Rousseau habla del "grito de furia sin par" que se alzó en toda Europa. Tras huir de Francia, había encontrado refugio en un remoto pueblo de su Suiza natal. Pero pronto el párroco del lugar lo acusó de hereje: lo insultaban por la calle; algunos creían que estaba poseído por el demonio.

Una noche, una turba alcoholizada atacó su casa. Rousseau estaba con su amante, la ex ayudante de cocina Thérèse le Vasseur (con quien tuvo cinco hijos a quienes, se sabe, abandonó en un orfantato) y su amado perro, Sultán. Sobre su ventana, cayó una lluvia de piedras. Una "del tamaño de una cabeza" casi cae en la cama de Rousseau. ¿Adónde iría ahora? Su salvador iba a ser David Hume, quien había estado en la capital francesa en 1763, como subsecretario del embajador británico, Lord Hertford.

Hoy a Hume se lo conoce sobre todo por su filosofía, pero en su tiempo era conocido como historiador. El tratado de la naturaleza humana, aunque no exactamente ignorado, no había sido aclamado como la obra genial que es. Pero su brillante y renovadora Historia de Inglaterra en seis volúmenes era un best séller. Tuvo más de cien ediciones y siguió en uso a fines del siglo XIX.

Hume se sentía, con justicia, subestimado. Las "márgenes del Támesis", insistía, estaban "habitadas por bárbaros". A los ingleses no les agradaba -creía Hume- ni por lo que era ni por lo que no era: no era un Whig, no era cristiano, y era escocés. En Inglaterra dominaba el prejuicio anti escocés. Pero la humillación final se produjo en 1763, cuando el primer ministro escocés, con de de Bute, designó a otro historiador, William Robertson, como Historiógrafo Real de Escocia.

Los años que Hume pasó en París serían los más felices de su vida. Se lo recibió con arrobamiento y se lo colmó "de cortesías", según sus palabras. "Lo que más placer me daba era ver que la mayor parte de los elogios que vertían sobre mí se referían a mi calidad personal; a la falta de afectación y sencillez de mis modales, al candor y afabilidad de mi carácter, etc." Sus admiradores franceses le pusieron el apodo de Le Bon David, el buen David. En la capital francesa, no conocerlo se convirtió en la muerte social. La generosa atención que le prodigaban las mujeres debe haberle causado agradable impacto a este cincuentón soltero y obeso. James Caulfield (más tarde Lord Charlemont), que había descrito el rostro de Hume como "ancho y gordo y sin ninguna otra expresión que la de imbecilidad", observó que en París el arreglo de una dama no estaba completo sin la presencia de Hume.

Se lo ensalzaba tanto en los círculos de la corte como en la así llamada "República de las letras", singular territorio de la Ilustración francesa integrado por salones gobernados por destacadas mujeres, reguladoras del tacto y la etiqueta. En los salones, sistema de transmisión de la Ilustración francesa, Hume fue presentado a críticos, escritores, científicos, artistas y filósofos: los philosophes. Entre ellos, se hallaban el "corresponsal cultural europeo", Friedrich Grimm, y los editores de ese vasto compendio, la Encyclopédie, el pionero de las matemáticas Jean D'Alembert y el talentoso Denis Diderot, quien escribió a Hume: "Me jacto de ser, como usted, ciudadano de la gran ciudad del mundo". Hume también se hizo amigo de un apasionado ateo, el Barón D'Holbach, uno de los principales sostenes financieros de la Encyclopédie. Todos decisivos en la pelea entre Hume y Rousseau.

La anfitriona de uno de los salones, la bella, inteligente y moralista Madame de Boufflers, los acercó. El tono íntimo de las cartas que intercambiaron Hume y Mme. de Boufflers indica que él, al menos, se enamoró perdidamente. Hume una vez le escribió: "¡Ay de mí! ¿Por qué no estoy cerca de ti para verte media hora por día?" Ella lo alabó diciendo que "admiraba su genio" y que él la hacía sentirse "hastiada de la mayor parte de la gente con que tengo que vivir". Lamentablemente, Hume quizá haya malinterpretado su galanteo. Cuando el embajador, Lord Hertford, fue reemplazado, la estada de Hume en el paraíso llegó a su fin. Mme. de Boufflers le pidió que ayudara a Rousseau a conseguir asilo en Inglaterra. ¿Cómo podía negarse Le Bon David?

El salvador y el exiliado finalmente se encontraron en París en diciembre de 1765. Hasta entonces, sólo habían mantenido una breve relación epistolar. Dice Rousseau de Hume: "Sus grandes opiniones, su asombrosa imparcialidad, su genio, lo elevarían muy por encima del resto de la humanidad, si usted estuviera menos apegado a ella por la bondad de su corazón". Después de sus primeros encuentros en París, Hume le escribió a un sacerdote amigo un panegírico sin reservas comparando a Rousseau con Sócrates: "Lo encuentro dulce y gentil y modesto y jovial... Es de talla pequeña; y sería más bien feo si no tuviera la fisonomía más magnífica del mundo (...). Su modestia no parece ser buenos modales sino la ignorancia de su propia excelencia".

Varios de sus amigos philosophes trataron de sacar a Hume de su complacencia. Grimm, D'Alembert y Diderot hablaban desde la experiencia personal: habían tenido un espectacular desacuerdo con el beligerante Rousseau y habían cortado toda relación con él. La más estremecedora fue la advertencia del Barón d' Holbach. Eran las 9 de la noche anterior a la partida de Hume y Rousseau a Inglaterra. Hume había ido a despedirse y el Barón advirtió que pronto se desengañaría: "Está abrigando a una víbora en su pecho".

Al principio todo parecía bien. Rousseau, no sólo un pensador radical sino también uno de los novelistas más populares de Europa, fue una estrella en Londres. La prensa celebró la muestra de hospitalidad, tolerancia y equidad británicas. ¡Qué diferentes de los fanáticos y autocráticos franceses! Naturalmente debe haber sido mortificante para Hume, aclamado en Francia, quedar reducido a ser, según la aguda observación de un amigo íntimo de Edimburgo, William Rouet, "el que exhibe al león". El león se paseaba con un atuendo armenio de túnica y gorra con borlas, y lo acompañaba a todas partes su perro Sultán. Hume, atónito, lo atribuía a que Rousseau era una curiosidad. E insistía en su amor por él. "Creo que podría pasar toda mi vida en su compañía sin peligro de que riñamos".

Hume le encontró a Rousseau lugar donde vivir y le consiguió una pensión. Primero, el inmigrante fue hospedado frente a la calle que bordea el Támesis, pero a Rousseau no le gustaba la ciudad, llena de "negros vapores". Se mudó al bucólico Chiswick para alojarse en lo de "un honesto almacenero", James Pullein. En marzo de 1766, el caballero Richard Davenport, rico mecenas, le ofreció su mansión de Wootton Hall. De camino a Wootton, el exiliado se detuvo en casa de Hume el 19 de marzo de 1766. Fue su último encuentro.

Rousseau ya estaba capturado por las sospechas de un complot; advirtió a sus amigos suizos que sus cartas eran interceptadas y sus papeles estaban en peligro. La conjura le era totalmente clara en todas sus ramificaciones, y en su centro se hallaba Hume. El 23 de junio, arrinconó a su salvador: "Se ha ocultado sin éxito. Lo entiendo, señor, y usted bien lo sabe". A continuación explicó la esencia del complot: "Me trajo a Inglaterra en apariencia para procurarme un refugio pero en realidad para deshonrarme". Hume se sintió mortificado, furioso y atemorizado. Buscó apoyo en Davenport contra "la monstruosa ingratitud y locura del hombre".

Hume sabía que Rousseau estaba trabajando en sus Confesiones: quizá hasta había echado una mirada furtiva a las primeras páginas. Rousseau blandía la pluma más poderosa de Europa. Su novela Eloísa había sido un fenómeno editorial (los libreros parisienses la alquilaban por hora). Hume vio su propio recuerdo puesto en peligro para toda la eternidad. "Usted sabe -dijo a un viejo amigo- cuán peligrosa puede ser cualquier controversia sobre un punto discutible con un hombre de sus dotes". Hume pensaba en Francia y en la reputación del buen David.

Sus primeras acusaciones contra Rousseau las hizo ante sus amigos de París; su Relato conciso y auténtico de la disputa entre el señor Hume y el señor Rousseau lo publicarían en francés los enemigos de Rousseau. Allí Hume no se comunicó con Mme. de Boufflers, pues ésta recomendaría "generosa piedad". Los calificativos -feroz, malvado y traicionero- con que Hume se había referido a Rousseau aseguraron la cobertura en los diarios y en salones y cafés de moda. El actor David Garrick le escribió a un amigo: Rousseau llamó a Hume "noir y coquin" (negro y bribón).

En su respuesta a Rousseau, Hume exigió (imprudentemente) que éste identificara a su acusador y diera todos los detalles del complot. La contestación de Rousseau al primero de esos pedidos fue simple y potente: "Ese acusador, señor, es el único hombre en el mundo cuyo testimonio admitiría en su contra: usted mismo". Al segundo pedido respondió con una denuncia de 63 largos párrafos que contenían los incidentes que daba como prueba del complot y la tortuosa forma en que Hume había conseguido llevarlo a cabo. Rousseau le envió esto por correo a su enemigo el 10 de julio de 1766. El documento era bastante descabellado pero estaba lleno de inspiradas burlas y sentimiento trágico (tenía el instinto del novelista). Entre las acusaciones que a Hume más le costó responder estaba la afirmación de Rousseau de que, durante el viaje a Inglaterra, había oído a Hume murmurar entre sueños: "Je tiens J.J. Rousseau" (tengo a J.J. Rousseau), "cuatro aterradoras palabras".

Hume estaba estupefacto: no podía aspirar a igualar una prosa que, según dijo a un amigo francés, tenía "muchos toques de genialidad y elocuencia". Revisó minuciosamente la denuncia, incidente por incidente, garabateando desesperadamente mentira, mentira, mentira en el margen, mientras leía. Estas notas fueron la base del Relato conciso.

Entre los numerosos cargos de Rousseau, se encontraba la equivocada interpretación de Hume de una carta clave de Rousseau sobre una pensión real. Ese error involucró al rey Jorge III, sólo una de las muchas figuras destacadas que se vieron envueltas en la pelea; también Diderot, D'Holbach, Smith, James Boswell, D'Alembert, Grimm, Walpole. Voltaire tampoco resistió la tentación de atacar a Rousseau. Una declaración de guerra entre Francia y Gran Bretaña, dijo Grimm, no habría hecho más ruido.

En las crónicas sobre lo que el Monthly Review denominó la "pelea entre estos dos aclamados genios", el apoyo a Hume distaba de ser generalizado. Se acusaba a Rousseau de falta de gratitud, pero se aconsejaba "compasión hacia un hombre desgraciado, cuyo particular carácter y constitución mental -mucho nos tememos- lo hacen infeliz en toda situación". Las cartas de lectores también defendían a Rousseau: tema recurrente fue la falta de hospitalidad y respeto hacia el exiliado que avergonzaba a la nación británica. Este tratamiento equitativo no era lo que Hume esperaba, ni fue la versión que le dio a Mme. de Boufflers: "A mí, me representan como un granjero que lo acaricia y le ofrece avena, que él rechaza furioso; Voltaire y D'Alembert le pegan de atrás con un látigo; y Walpole le hace cuernos de papel maché. La idea no es del todo absurda".

En menos de un año, la relación entre Hume y Rousseau había pasado del amor a la burla, el temor y la aversión. Retrospectivamente, parece improbable que llegaran a entenderse, en lo personal o en lo intelectual. Hume era una mezcla de razón, duda y escepticismo. Rousseau era una criatura de sentimiento, soledad, imaginación y certeza. Mientras que la visión de Hume era poco arriesgada, moderada, Rousseau era por instinto rebelde; Hume era un optimista, Rousseau un pesimista. Hume era gregario, Rousseau, un solitario. Rousseau se deleitaba en la paradoja; Hume reverenciaba la claridad. El lenguaje de Rousseau era pirotécnico y emotivo; el de Hume, directo y desapasionado.

Para los biógrafos, la pelea con Rousseau es tema secundario entre las sorprendentes proezas de Hume. Pero su comportamiento es revelador. Su relación con Rousseau lo tuvo bajo presión y puso al descubierto al hombre. La lectura minuciosa de la correspondencia muestra que Hume nunca quiso acompañar a Rousseau a Inglaterra (esperaba delegar esa tarea) y mientras hablaba de su amor por Rousseau, su primo John Home, el "Shakespeare escocés", había notado, a diez días de su llegada a Londres, su frustración "ante el filósofo que se permite ser dominado por igual por su perro y su amante".

A espaldas de Rousseau, Hume llevó a cabo una obsesiva investigación de sus finanzas. Le pidió a varios contactos franceses que hicieran averiguaciones: es innegable que no quería la información para ayudar a Rousseau. El mismo deja en claro que estaba en juego la calidad moral de Rousseau: ¿era un impostor que simulaba ser pobre? Pero el complot de Hume era inexistente, aunque Rousseau no estaba del todo equivocado cuando lo acusaba de traidor. Después de que Rousseau regresó a Francia, bajo la protección de Mme. de Boufflers, Hume le sugirió a ésta y a otros que, por su propio bien, era mejor encerrar a Rousseau por loco.

En París, como tutor del Duque de Buccleuch, en 1766, Adam Smith aconsejó mesura. Cuando rindió su póstumo tributo al amigo, Smith vio cuán susceptible era Hume, después de todo, a la debilidad humana.

Fuente: Revista Ñ

jueves, noviembre 15, 2007

La moral como instinto


Frans De Waal fue elegido uno de los cien científicos más importantes del planeta por la revista Time. Desde hace treinta años estudia a los primates: investiga el origen de la reciprocidad y de las conductas que llevan a la resolución de conflictos. En su libro Chimpanzee Politics desafió la idea de que los animales no tienen "intenciones". Comparó las luchas de poder de los chimpancés -a quienes llegaba a adscribir habilidades maquiavélicas- con las de nuestros políticos. ¿Por qué -se preguntaba- debería haber diferentes esquemas para estudiar especies con tanta historia evolutiva compartida frente a conductas similares? En el ensayo Primates y Filósofos, recién traducido al castellano, De Waal aplica sus estudios al análisis del origen biológico de la moralidad y la justicia en la sociedad. En Our Inner Ape explora estas relaciones tan cercanas en dos sociedades bien diferentes: la brutal y guerrera de los chimpancés y la erótica y pacífica de la especie bonobo. La humana naturaleza -dice- es mezcla de ambas.

-Muchos de los trazos que definen a la moralidad: empatía, reciprocidad, reconciliación, consuelo -dice- ya están presentes en los primates. ¿La moralidad es anterior a la humanidad?

-Yo no estoy diciendo que los animales son morales de la misma manera que nosotros, pero la moralidad humana no se desarrolló de la nada. La apuntala toda una psicología, incluyendo la capacidad para formular y seguir reglas, la capacidad de empatía y simpatía, cooperación y reciprocidad. Nuestra regla de oro, por ejemplo, es una regla de empatía y reciprocidad (no hagas a los demás lo que no quieras que te hagan a ti). Esta psicología básica se encuentra ya en nuestros parientes primates; hay -como sugirió Darwin- continuidad entre el comportamiento de estos primates y la moralidad humana.

Según De Waal, en los primates hay moralidad, empatía y altruismo. La empatía está en los animales, capaces de imaginarse las circunstancias de otro (algo presente en los bebés humanos que lloran cuando escuchan llorar a otros bebés). La autoconciencia y las formas más elevadas de empatía habrían surgido juntas en la rama evolutiva que conduce a humanos y simios (esto se ve también en elefantes y delfines). La visión kantiana de que llegamos a la moralidad por la razón es, para De Waal, bastante problemática. Es obvio, afirma, que nos unimos para luchar contra un adversario: la hostilidad hacia fuera del grupo habría reforzado la solidaridad interna al punto de hacer surgir la moralidad, con la ironía de que ésta sería el resultado de la guerra: de hecho, la primera herramienta para reforzar el tejido social. Así, la moralidad resulta más enraizada en el sentimiento -más vinculada a la empatía del bonobo o a la reciprocidad del chimpancé- que en la cultura o la religión. Sería un producto del mismo proceso de selección que formó nuestro lado competitivo y agresivo, capaz de destruir el planeta y a otros seres humanos, aunque posea también reservas de amor y empatía más profundos.

-¿Qué paralelos pueden trazarse entre la conducta primate y la conducta humana? ¿Por qué estudiar la conducta animal nos ayuda a entender la humana?

«r-Los humanos somos animales; primates. Anatómicamente nos parecemos lo suficiente (tenemos pelo, corazón, pulmones, manos que pueden asir y ADN como los demás primates) como para considerarnos uno de ellos. También mentalmente hay enorme similaridad: somos primates; quizás primates especiales. Tenemos nuestro lenguaje: ésa es la gran diferencia.



Darwin y el origen del bien



Las observaciones de De Waal procuran entender la conducta humana a la luz de la teoría evolutiva: no es por accidente -dice- que la gente se enamora en todos lados y, sexualmente hablando, es celosa, siente vergüenza, busca privacidad (también figuras maternas o paternas) y valora las compañías estables. Hasta los "salvajes" hedonistas de Malinowski tendían a formar hogares exclusivos en los cuales hombres y mujeres cuidaban a los niños. El orden social de nuestra especie, deduce De Waal, se desarrollaría a partir de este modelo de familia nuclear (y, a la vez, cada animal tendría su propia historia). Pero contra el abuso de la teoría evolutiva, que lleva hasta a equiparar darwinismo y selección natural con una competencia sin límites, como si Darwin hubiera sido un darwinista social, De Waal sostiene que el estudio de la conducta primate desde un marco evolucionista debería recordarnos que la compasión no es una forma de debilidad recién aprehendida por la especie humana sino un poder formidable: parte de lo que somos, igual que las tendencias competitivas y agresivas.

De Waal desdibuja la tendencia a imaginar la naturaleza animal como meramente violenta. Explica cómo primero se creía que lo que nos separaba de los animales eran las herramientas. Cuando vimos que hasta los cuervos las fabrican, se dijo que era el lenguaje. Cuando vimos simios con lenguaje de signos se puso el énfasis en la sintaxis de nuestros lenguajes. Sin duda nos distingue una mayor autoconciencia, pero ya no tenemos la imagen tradicional de esa naturaleza violenta en la que debilidad significa eliminación: hoy -resalta De Waal- sabemos que los animales cuentan con considerables niveles de tolerancia y apoyo.

- ¿Por qué se evita adscribir intenciones o emociones a los animales? ¿Cómo lidia con eso?

-Esto empezó con el conductismo norteamericano, que cree que sólo podemos conocer la conducta animal pero no su vida interior: los conductistas no niegan que los animales tengan emociones, pero dicen que no podemos conocerlas. Si con eso quieren decir que no podemos sentir lo que un animal siente, tienen razón, pero esto no es motivo para eludir cualquier discusión sobre las emociones animales. En el caso del miedo, la agresión, el afecto, sabemos que en humanos y ratas se ven afectadas las mismas áreas cerebrales cuando se trata de obtener ciertas respuestas: todo indica que los mecanismos cerebrales subyacentes son los mismos. Entonces ¿por qué no llamarlos con el mismo nombre?

-¿Cómo empezó a estudiar los mecanismos de reconciliación y reciprocidad entre animales?

-Bueno, habitualmente no tenemos que enseñarles a nuestros niños a pelear sino a encontrar soluciones mediante acuerdos, a dar respuestas "integradoras": comportamientos que ayudan a unirse, como la reconciliación después de una pelea, cuando dos personas se besan y abrazan o, como los bonobos, que tienen sexo después de la pelea. Me interesan mucho estas "respuestas integradoras", necesarias para mantener la cohesión social.

Como otras especies, la nuestra -muestra De Waal- depende en gran medida de la cooperación para la supervivencia, Para él, la reconciliación y el compromiso serían parte de nuestra herencia evolutiva al igual que la tendencia a la violencia y la guerra. Se suele suponer que hacer las paces sería una habilidad social adquirida en la cultura y no un instinto. Sin embargo, no se suele investigar cómo resolvemos los conflictos. De Waal dice haber hallado pruebas en su investigación sobre la conducta de los primates para afirmar que evolucionamos a partir de una larga serie de especies animales que cuidan de los miembros más débiles de su especie y cooperan mediante transacciones recíprocas. La reconciliación -afirma- no sólo existe sino que está muy presente en los animales sociales Hasta el perdón -sostiene De Waal-, a veces considerado exclusivo de la especie humana podría ser una tendencia natural entre los animales cooperativos. En la medida que los datos de la vida social se conservan a largo plazo en la memoria -en la mayor parte de los animales y humanos- hay una necesidad de superar el pasado en beneficio del futuro. Así, la tendencia a reconciliarse sería un cálculo de carácter político o social que varía según la especie, el género y el tipo de sociedad (el nivel de agresión de una especie, sin embargo, nos dice muy poco sobre las posibilidades de esa misma especie para llegar a la paz, dice).

Según De Waal, los tres primates más capacitados evolutivamente para compartir con los demás, por fuera de la familia, son los humanos, los chimpancés y los monos capuchinos: las tres especies aman la carne, cazan en grupos, y comparten (incluso entre machos adultos). Si el gusto por la carne está en la base del compartir -se pregunta De Waal-, por qué negar que la moralidad se encuentra ya en la sangre.



La política más allá del zoo



Las raíces de la política, cree De Waal, son más antiguas que la humanidad, al igual que nuestras tendencias violentas tienen raíces en los hábitos asesinos de los primates. La idea de un origen en el "simio asesino" fue muy atractiva para los biólogos. Desde Konrad Lorenz a Richard Dawkins -y sus equivalentes neoconservadores en la política- se nos ha condenado como humanidad a una arena hobbesiana: si mostramos generosidad es sólo para engañar al otro. El biólogo Michael Ghiselin lo ilustró bien: "Rascá a un altruista y verás cómo sangra un hipócrita". Todo el siglo XX, recuerda De Waal, enfatizó nuestra necesidad de elevarnos por encima de la naturaleza, a partir de una equívoca visión del darwinismo. En 1960, Jane Goodall presentó a los chimpancés como el buen salvaje de Rousseau pero con el descubrimiento del lado oscuro de los chimpancés, dice De Waal, Rousseau salió por la puerta y entró Hobbes por la ventana. Los esfuerzos por destacar el lado bueno de los chimpancés resultó inútil.

Aristóteles decía que quien está fuera de la pólis es un dios o una bestia. De Waal objeta qué características supuestamente distintivas de la humanidad -la política, la cultura, la guerra, la moralidad, el lenguaje- pueden tener precedentes en otras especies. La negación de esto es antropodenial: ceguera para ver las características humanas en otros animales o las características animales en humanos. Pero si pensamos que los animales son nuestros hermanos, el antropomorfismo se vuelve inevitable y científicamente aceptable.

-En los estudios sobre animales se nos advierte contra el antropomorfismo. ¿Qué significa "antropodenial"?

-Antropodenial es el rechazo a priori de semejanzas entre la conducta animal y la humana. Si los humanos se besan tras una pelea y los chimpancés hacen lo mismo, un pensamiento de tipo cartesiano nos dirá que es mejor dar nombres diferentes a esas conductas puesto que no sabemos si el comportamiento animal y humano es el mismo. Quien use mismos términos para referirse a ambas especies -como al hablar de conductas de "reconciliación" en ambos casos- es acusado de antropomorfismo. Pero usar términos diferentes es una forma de antropodenial, una manera de oscurecer similitudes importantes que pueden estar allí presentes; es actuar como si ya supiéramos que son comportamientos de naturaleza diferente, cuando es más probable que los humanos y los chimpancés, si actúan de manera similar, estén motivados de modo similar. Por lo tanto, sostengo que el punto de partida para el análisis de especies estrechamente vinculadas debería ser: el comportamiento similar está motivado de modo similar. Una afirmación esencialmente darwiniana.

-¿Qué aporta el estudio de los bonobos? ¿Por qué se los conoce poco?

-Los bonobos son los hippies del universo primate: pacíficos y sexys. Manifiestan muy poca agresividad y tienen mucho sexo. Creo que son menos conocidos que los chimpancés en parte porque fueron descubiertos mucho después y hay menos ejemplares. También porque su conducta no encaja con el pensamiento generalizado de que los humanos somos una especie agresiva. A la gente le gusta pensar que somos simios asesinos, y los bonobos no dan lugar a este cuento.

El problema de compartir las experiencias con seres que poseen diferentes formas de sensibilidad fue bien expresado por el filósofo Thomas Nagel: "¿Cómo es ser un murciélago?", se preguntaba Nagel. Según él no podríamos saberlo. Pero para De Waal, cuanto más cercana es una especie, más fácil es entrar en su mundo interno. El antropomorfismo no sólo es tentador sino también, en el estudio de simios, difícil de rechazar sobre la base de que no podemos saber cómo perciben el mundo: sus sistemas sensoriales son esencialmente los mismos que los nuestros. En última instancia, se trata de evaluar qué riesgo estamos dispuestos a correr: ¿sobrestimar la vida mental animal o subestimarla?

Fuente: Revista Ñ