sábado, agosto 28, 2010

Arthur Rimbaud: Yo es otro

Se trata de saber por qué un niño angelical de ojos azules y bucles dorados pudo convertirse en el adolescente más depravado sin haber perdido la inocencia; por qué un poeta superdotado, creador del simbolismo, el que usó por primera vez el verso libre, el que inauguró la estética moderna, abandonó la literatura a los 19 años, en la cumbre de su genio y se convirtió en un contrabandista de armas y sólo entonces fue feliz. Este enigma ha dado de comer a centenares de críticos literarios. Llegar al alma de Rimbaud siempre se ha considerado una proeza de la psicología humana.

Había nacido en Charleville, un lugar de las Ardenas, Francia, en 1854, hijo de un capitán borgoñés, que consiguió la Legión de Honor en las batallas de Argelia y que una tarde de verano mientras paseaba por la plaza del pueblo y escuchaba la banda de pistones que sonaba en el templete de la música conoció a Marie-Catherine-Felicité-Vitalie Cuif, una joven nada agraciada, pero lo suficiente hacendada y ya heredada como para poner en marcha el mecanismo del amor, hasta el punto que la desposó sin mirar atrás, le llenó el vientre con cinco hijos seguidos y luego la abandonó a su suerte. El capitán desapareció sin dejar rastro cuando Arthur tenía siete años. Puede que fuera su primer trauma. El niño quedó a merced de una madre autoritaria, sólo poseída por la obsesión de parecer respetable en una pequeña ciudad de provincias. Vitalie llevaba a sus hijos a misa muy repeinados, les prohibía jugar en la calle con hijos de obreros y de los cinco hijos sólo uno se le rebeló.

El cuerpo y el alma de Rimbaud fueron puros y transparentes cuando de niño se perdía en los bosques, donde aprendió a unir los sonidos de la naturaleza a las voces oscuras que se oía a sí mismo por dentro y a expresar esa sensación con el ritmo de unas palabras de su exclusiva propiedad, nunca antes pronunciadas. A una edad muy temprana ya escribía diálogos y versos en latín ante la admiración de sus maestros que le hicieron ganar todos los premios en la escuela. El niño huía, se perdía varios días, pero cargado con el rumor de agua y de vientos siempre acababa por volver a casa donde le esperaba la correspondiente paliza. Un día no volvió. Se había enamorado de su nuevo maestro, el profesor de literatura Izambard y le siguió como una huida adondequiera que fuera trasladado y con él compartió el poder visionario de la poesía a través de una larga, inmensa y racional locura de todos los sentidos.

Cuando Rimbaud en 1870 se fugó por primera vez a París tenía 16 años y todavía parecía una niña de tez delicada, ni siquiera le había cambiado la voz, pero ya componía poemas obscenos y violentos en una perenne lucha interior entre el ángel y el demonio que no terminaría nunca. Perdido por los caminos escribía Muera Dios en las paredes de las iglesias y ese era el único rastro que dejaba. Su admirado Baudelaire, poeta maldito, cuando escribió Las Flores de Mal, aun iba muy acicalado, incluso perfumado. Los poetas tenían todavía un carácter sagrado y un porte respetable. Rimbaud fue el que inauguró los harapos de bohemio y el pelo largo, fue el primero en divertirse provocando a los burgueses con una conducta caótica, obscena e irreverente y antes de que se pusiera de moda comenzó a experimentar cualquier clase de vicio como una conquista de la libertad.

En su huida Rimbaud atravesó todos los frentes mientras en Francia se desarrollaba la guerra franco-prusiana. Su cuerpo adolescente despertó a la sexualidad de forma brutal. Fue violado por un pelotón de soldados. Hasta entonces sólo había pensado en el amor dirigido hacia una mujer ideal, asexuada y tal vez una amarga experiencia con una mujer concreta había dejado una herida abierta que le obligó a volverse contra todas las mujeres, empezando por su propia madre. Pero la violación acabó por romperle el alma. La historia de Rimbaud es la de sus continuas fugas sin paradero determinado, primero entre versos parnasianos inspirados en el ocultismo oriental y en la magia, luego con poemas sacados directamente del infierno, que había aprendido en el París revolucionario de la Comuna.

Un día el adolescente Rimbaud le escribió una carta a Paul Verlaine y le adjuntó varios poemas. Verlaine quedó asombrado y le contestó a vuelta de correo: "Ven, querida gran alma. Te esperamos, te queremos". Junto con la carta Verlaine le mandó un billete de tren a París. Rimbaud llegó en septiembre de 1871. El choque emotivo fue terrible. Verlaine abandonó a su esposa y a su hijo recién nacido y comenzó a vivir una aventura homosexual con Rimbaud cuando este todavía con cara de niño tenía ya un alma negra. En plena y mutua tempestad viajaron a Inglaterra, a Holanda, a Alemania. Se amaban en oscuros jergones, se peleaban en las tabernas, iban por las calles como dos vagabundos rehogados en ajenjo, alucinados por el hachís y escribían poemas visionarios. En julio de 1873, después de una violenta pelea de celos en la mansión de la Rue de Brasseurs de Bruselas, Verlaine le disparó en la muñeca. Temiendo por su vida, Rimbaud llamó a la policía. Verlaine fue condenado a dos años de prisión. Al salir se volvieron a encontrar en Alemania y en otra disputa Rimbaud le rajó la cara con una navaja. Fruto de esta experiencia fueron Iluminaciones y Una temporada en el infierno, las dos obras de Rimbaud que inauguraron la estética moderna. Tenía 19 años. Ya había llegado el momento de sentar la cabeza. Rimbaud quería ser rico, quería ser en un caballero. Se convirtió al catolicismo y dejó de hacer poesía, que consideraba una forma de locura.

En el verano de 1876, se enroló rumbo a Java como soldado del ejército holandés. Desertó y volvió en barco a Francia. Luego viajó a Chipre y, en 1880, se radicó en Adén (Yemen), como empleado en la Agencia Bardey. Allí tuvo varias amantes nativas; por un tiempo vivió con una abisinia. Tal vez engendró un hijo o dos o los que fuera. En 1884 dejó ese trabajo y se transformó en mercader de camellos por cuenta propia en Harar, en la actual Etiopía. Luego hizo una pequeña fortuna como traficante de armas para reyezuelos de la región que estaban siempre en guerra. La poesía quedaba atrás como una locura lejana. En esta etapa de su vida Arthur Rimbaud se comportó con la seriedad fiable de un perfecto burgués. Nada de escandalizar, ni de provocar, ni de saltarse las reglas. Era respetado por sus proveedores, pagaba las deudas en día de su vencimiento, saludaba con educación a sus vecinos, se quitaba el sombrero y besaba la mano de las damas. Tal vez le daba un poco de risa recordar que un día dijo que el poeta debía convertirse en un vidente a través de la convulsión de los sentidos. Si se trataba de registrar lo inefable con palabras nuevas ahí estaba el libro de ingresos y gastos. La nueva alquimia verbal que descubrió de adolescente perdido en los bosques ahora tenía una traducción en la letra de cambio y la nueva alucinación se producía al abrir el cargamento de fusiles que revendía a diez veces su precio a cualquier tirano. Y así hasta que su pierna derecha desarrolló tempranamente un carcinoma y tuvo que regresar a Francia el 9 de mayo de 1891, donde días después se la amputaron. Finalmente murió en Marsella unos meses después a la edad de 37 años.

Fuente

domingo, agosto 22, 2010

Por qué queremos a Chéjov

El último adiós a Chéjov estuvo marcado por un quiebro cómico. Su cuerpo inerte, procedente de un balneario alemán, entraba en la estación de Moscú en un vagón de ostras. Aquellos que le esperaban se equivocaron de muerto y se unieron a la comitiva que honraba a un general, con orquesta incluida. Su amigo, el escritor Máximo Gorki, lamentó que aquella anécdota tragicómica rubricara la vida de quien tanto había huido de la vulgaridad. Cierto, pero también lo es que la melancolía chejoviana está impregnada de ese humor con el que empezó a ganarse la vida, escribiendo historietas cómicas bajo el seudónimo de Antosha Chejonte. Él reivindicó la ironía tanto en los cuentos posteriores como en su teatro, luchando porque los actores interpretaran sin énfasis y sin olvidar que un aliento de comicidad vibra, como en la vida, por debajo de la tragedia. Chéjov no quiso verse nunca a sí mismo en el papel del muerto, sino en el del hombre que observa la comitiva fúnebre y reflexiona: "Mientras a ti te llevan al cementerio, yo me iré a desayunar". Un tozudo apego a la vida en quien estuvo esquivando el destino fatal de los tuberculosos durante un tercio de la suya.La muerte de Chéjov en el balneario de Badenweiler ha sido una de las más contadas de la historia de la literatura. Los testigos, Olga Knipper, la actriz que consiguió acabar con su empecinada soltería, el médico del balneario y un estudiante ruso al que Olga pidió ayuda. El doctor, sabiendo que la muerte era inevitable, pidió una botella de champán. Chéjov apuró su copa y dijo, "hacía tanto que no bebía champán". Se recostó en la cama y cerró los ojos. La ligereza de la escena encajan bien con este hombre dulce, algo distante, "delicado como una muchacha", como lo definió Tolstói. El escritor Raymond Carver, que tanto debía al cuentista ruso, escribió un cuento, Tres rosas amarillas, en el que se narra esta escena de la muerte. El relato tiene tales visos de realidad que, otra ironía chejoviana, las biografías publicadas con posterioridad al cuento incluyen detalles inventados por el americano. No es extraña la veneración de Carver hacia el ruso. Se podría afirmar que el país en el que de manera más profunda caló la prosa directa y pura de Chéjov fue Estados Unidos, donde lo prolijo y lo pomposo no gozan de prestigio. La falta de artificio y la nula idealización de los personajes son los pilares de esa plantilla que Chéjov dejó escrita para que sobre ella se escribiera el relato americano. Pero la admiración de los chejovianos hacia Chéjov no se detiene sólo en lo literario. Si Carver escribió sobre la muerte del escritor fue, probablemente, porque llevaba tiempo sumergido en las peripecias de una vida que estuvo marcada, desde su origen, por la rebeldía hacia lo que parece estar escrito sobre un ser humano desde el nacimiento. Chéjov, nieto de un siervo que compró su libertad, tuvo siempre una clara conciencia de que el escritor de clase alta da la libertad por garantizada, mientras que aquel que nace en la miseria ha de ganársela a pulso. Aquel hijo de tendero, tercero de seis hermanos, se convirtió en el cabeza de familia, estudió medicina para acabar practicándola de manera casi gratuita y empezó a ganarse la vida escribiendo de encargo y sin sentirse del todo parte del universo literario. El héroe chejoviano está lleno de buenas intenciones que se ven lastradas por la torpeza, la inactividad o el destino. Es posible que esa falta de arrojo tuviera una fuente de inspiración en sus hermanos mayores, que malgastaron su talento en el alcohol, y que esa pereza que condena a sus personajes a un destino no deseado fuera la manera en que él, que tanto hizo por transformar su vida, veía a la burguesía rusa: cultos pero ensimismados en una autocrítica estéril. Chéjov no tiene voluntad de explicar el mundo, sin embargo, cuando el lector se entrega a su literatura acaba teniendo la sensación de entender cuál era el estado de ánimo colectivo que precedió a la Rusia soviética. El escritor Vasili Grossman hablaba de la democracia de Chéjov. Se refería a la aspiración de aquel nieto de esclavo por vivir en un país libre, más justo y laborioso. Frente a las ideas absolutas de Tolstói, Chéjov defendía los efectos benéficos de la ciencia y el progreso. ¿Por qué queremos tanto a Chéjov? Porque es el paradigma del escritor moderno, no juzga a los personajes, les deja hablar en su propio lenguaje, concede voz a los débiles, a los niños, a los presos, a las mujeres, o defiende la naturaleza y los animales con una actitud hasta el momento desconocida. "Lo más sagrado es, para mí, el ser humano, la salud, la inteligencia, el talento, la inspiración, el amor y la más absoluta libertad, libertad de la violencia y la mentira en cualquiera de sus formas. Este es el programa que me gustaría seguir si fuera un gran artista". Sin ninguna duda, lo fue.

Fuente

lunes, agosto 16, 2010

Cartas entre Ginsberg y Kerouac recogen la historia de una amistad

A mediados de los años cincuenta, una generación de jóvenes norteamericanos se rebeló contra el modelo de sociedad puritana y consumista que le ofrecía un EE.UU. que, arruinada la vieja Europa, nacía como potencia mundial. Miles de jóvenes se unieron al aullido de Howl (Allen Ginsberg, 1956), se lanzaron a recorrer la Ruta 66 después de leer On the road (Jack Kerouac, 1957) o a explorar los márgenes de la sociedad Naked lunch (William Burroughs. 1959). La historia de la generación beat ha dado pie a tantas leyendas y mistificaciones que la publicación de las cartas de Kerouac y Ginsberg (Viking) es fundamental porque rescata sin trampas las voces originales.

Las 188 cartas, desde 1944 hasta 1963, reconstruyen no sólo los entresijos de una generación (Neal Cassady, Gregory Corso, Gary Snyder...), sino sobre todo la historia de una amistad. Ginsberg y Kerouac se conocieron en 1944, en un apartamento cercano de la Universidad de Columbia. Ginsberg, 17 años, era un poeta homosexual, inseguro y tímido, que buscaba la aprobación de su mentor, Lionel Trilling, mientras que Kerouac, 21 años, de una familia franco-canadiense, jugador de rugby, ya había pasado página y tenía claro que no quería escribir como Conrad Aiken. Participaban con entusiasmo de la vida agitada de los hipster de Nueva York, devotos del be-bop. La primera carta es de aquel año, Ginsberg escribe a Kerouac a su celda de la cárcel del Bronx: había sido detenido, junto a Burroughs, por ocultar pruebas del asesinato de David Kammerer por parte de Lucien Carr. Un crimen –Carr solucionó con dos puñaladas el acoso sexual al que le sometía sin respiro Kammerer– que noveló Kerouac, primero a cuatro manos con Burroughs (...Y los hipopótamos fueron hervidos en sus tanques) y después a solas (La ciudad y el campo, La vanidad de Douloz).

En 1949 es Ginsberg quien está en apuros. La policía descubrió en su apartamento mercancía robada y pudo evitar la cárcel, pero no el psiquiátrico, donde conoció a otro beat Carl Solomon. "Aquí –escribe a su amigo– los abismos son reales". Más tarde, Kerouac visita en México a Burroughs, que acababa de matar accidentalmente a su mujer, Joan, al errar el tiro en un absurdo juego a lo Guillermo Tell. "Bill –escribe Kerouac– es grande. Joan le ha hecho aún más grande que nunca (...) No tengo duda de que fue un accidente".

La correspondencia refleja las dudas literarias de los dos amigos y también los celos. "Tu novela es impublicable", demasiado loca y salvaje, escribe Ginsberg cuando lee el manuscrito de On the road. "Sigue el consejo de quien ha escrito una obra maestra: ¡pasa a máquina tus poemas!", le apremia Kerouac, quien había apostado por la escritura espontánea –"El primer pensamiento es el mejor pensamiento"–, no como la escritura automática surrealista, sino como la improvisación de los jazzistas del be-bop. Y al igual que ellos, buscando en las drogas o en el budismo nuevas percepciones de la mente, que en el caso de Kerouac le exacerbaron su vena mística. Sin embargo, Kerouac corrigió el estilo de On the road antes de darlo a imprenta, como se puede comprobar en la reciente edición del manuscrito original (Anagrama): un rollo de papel de calco de 36 metros, ajustado para que cupiera en la máquina de escribir.

Ginsberg acabó asumiendo el método de escritura espontánea, kikcwriting (blowing o sketching) de Kerouac y, ayudado por las visiones del peyote, escribió Howl. Cuando lo leyó por primera vez, con gestualidad de performance, en 1955 en la Six Gallery, se convirtió de inmediato en un himno generacional: "He visto las mejores mentes de mi generación destruidas por la locura...". Poco tiempo después, On the road llenó las carreteras de Estados Unidos de jóvenes haciendo autostop, viajando como polizones en los trenes o probando las drogas psicodélicas.

Ginsberg y Kerouac asumieron de forma diferente el éxito. El poeta, que había enviado el poema a T.S. Eliot., Ezra Pound y William Faulkner, tenía más conciencia literaria que el antiintelectual Kerouac, y emergió como gurú del movimiento beat. El novelista, en cambio, Kerouac, se sintió abrumado. Cada vez más atado al consumo de benzedrina, marihuana y alcohol para mantener el fluir de su imaginación, entró en un tobogán de altibajos depresivos. Y Ginsberg empeñó todos sus recursos para tratar de mantener vivo a su amigo.

Las últimas cartas son de 1963 –"¿Me amarás alguna vez?", dice Ginsberg– seis años antes de que Kerouac muriera de cirrosis. Ginsberg era una respetada referencia cultural y Kerouac deliraba sin rumbo, soñando volver a ser joven, antes de que supiera que la historia iba a acabar mal. "Algún día –llegó a escribir Kerouac a su amigo– las cartas de Allen Ginsberg a Jack Kerouac harán llorar a América".