miércoles, noviembre 30, 2011

W.G. Sebald: un maestro de la paráfrasis

La primera pregunta es: ¿qué estoy leyendo? Después, ¿cómo está hecho lo que estoy leyendo? Los tres libros de W.G. Sebald –Vértigo (1990), Los emigrados (1992), Los anillos de Saturno (1995)– obligan a esta doble interrogación. Son obras extrañas. No diría enigmáticas, ni difíciles (en el sentido en que la literatura del siglo XX tiene obras difíciles y textos enigmáticos). Cuentan decenas, probablemente centenares, de historias cuyo estatuto oscila entre la autobiografía, las biografías, la crónica, los libros de viajes y curiosidades, el documento íntimo. ¿Cuánto hay de biográfico en Sebald? La pregunta sobre ese estatuto no se impone con la misma nitidez que las dos anteriores. Sus libros no exploran los límites entre ficción y biografía sino que los vuelven irrelevantes. A lo largo de su obra, ahora brutalmente interrumpida, Sebald se había tomado el trabajo de probar sus historias con fotografías que muestran personajes, objetos, manuscritos o lugares. Se podría sospechar de esos documentos, pero no hay demasiados motivos para pensar que Sebald no anduvo por esas playas desoladas, o que esas fotos de 1950 no son las de su pueblo ni las de su maestro. En las últimas décadas, la crítica ha desconfiado tan ferozmente de los textos, que es difícil descartar la idea (sino tan previsible como inevitable) de que Sebald nos estaría tendiendo una trampa. Intuyo que Sebald des-concierta por otras razones. Uno de los rasgos originales de Sebald es que se colocaba más allá de la problemática crítica del último medio siglo. Escribía como si no hubiera sido tocado por los debates sobre la narración en primera persona, la autorrepresentación y la referencialidad (aclaremos que Sebald, profesor de Literatura, difícilmente haya podido pasarlos por alto). El recurso a la primera persona es constante. Sebald (digamos “el narrador”, por única vez) viaja, investiga in situ, describe lo que encuentra. Opina muy poco, generalmente cuando quiere registrar el modo en que se perdió de ver lo que debería haber visto antes, los cosas que se le pasaron por alto y a las cuales debe volver, obligado por una vieja distracción. No opina del modo en que lo hace un viajero como Naipaul, con esa voz imposible de no ser escuchada en sus equivocaciones de extranjero visitando el mundo; pero tampoco opina como lo hace Saer, en El río sin orillas, para establecer posición sobre algunos hechos sobre los que esa posición no debe callarse (como la dictadura militar). Sebald traza diagonales que llevan al pasado nazi de Alemania, las persecuciones y el Holocausto, contando historias tan mínimas y desgarradoras que son suficientes y expulsan el comentario o la invectiva. Con Claudio Magris, otro extraño de la literatura europea, Sebald es un humanista que nunca se considera obligado a decirlo. Escribo la palabra “humanista” y me doy cuenta de que ella es también una palabra extraña a nuestro vocabulario ideológico. Fue estigmatizada en los años sesenta y nunca volvimos a usarla, excepto en su acepción histórica. Había algo en Sebald que conducía hacia esa vieja palabra sin crédito. Estos tres títulos de Sebald (excluyo de mis consideraciones Austerlitz porque no había aparecido en el momento en que escribí originalmente estas líneas) presentan un pasaje, un movimiento, una inestabilidad. Esto es bien evidente en el caso de Vértigo y Los emigrados. El más poético, Los anillos de Saturno, se explica en el epígrafe: los anillos de Saturno son helados fragmentos de lunas destruidas al acercarse demasiado al planeta. Sebald camina, caminan sus personajes, viajan aquellos que escribieron memorias que Sebald lee y vuelve a contar. El mundo no está hecho de localidades sino de los espacios entre localidades (incluso cuando una localidad lo es en sentido fuerte, como la aldea alemana donde se crió elescritor, de ella algunos se van y otros son expulsados). Los personajes pueden añorar su localidad, pero un nuevo afincamiento es imposible. Sebald mismo era un desplazado: profesor alemán que vivía en Inglaterra enseñando literatura europea, fue director, por varios años, de un centro de estudios sobre la traducción literaria. Se podría decir: una vida que trató de adecuarse a su literatura, previendo lo que ésta sería, preparándola (empieza a escribir después de los cuarenta años). Ante todo, como Werner Herzog, Sebald es un caminante. Esta forma “artesanal” de desplazarse en el espacio (aunque, claro está, a veces el avión o el barco son inevitables), lo diferencia de los viajeros literarios contemporáneos, que deben irse muy lejos en busca de lo exótico: Bruce Chatwin, Naipaul. Más bien, a la manera de Magris en Microcosmos, revisa territorios que pueden recorrerse en pocos días. El caminante Sebald encuentra, en la marcha, un ritmo, una indispensable lentitud y, sobre todo, una óptica apropiada para percibir las cosas y las personas como si no fueran extranjeras: de a poco, en silencio, tratando de que la llegada pase desapercibida. Sebald era un maestro del discurso referido. Probablemente ésta sea la clave, desde la primera página de su primer libro, Vértigo. Allí sigue a Stendhal, enrolado en el ejército napoleónico, en la campaña de Italia: primera guerra y primeros amores. Luego, refiere algunas relaciones sentimentales que Stendhal incluye en De l’amour. En los párrafos finales, lo ve caer, víctima de una apoplejía, en una calle de París. El arco de una vida contada nuevamente, sin otras fuentes que las que da Stendhal mismo. Quien no lo haya leído se preguntará ¿cómo esto parece de una originalidad tan fuerte? Es la misma pregunta que me hago después de haberlo leído. Sebald o el arte de la paráfrasis. El último capítulo de ese primer libro cuenta la visita de Sebald, por primera vez desde entonces, a la aldea alemana donde pasó su infancia. Llega, atravesando bosques y montañas durante todo un día, a un lugar que es, a la vez, conocido y desconocido. Como en un atlas histórico (pero de una historia autobiográfica y mínima) los lugares se recuperan superpuestos con otras edificaciones, con las reformas o los estragos materiales causados por la decadencia de sus ocupantes. Lo que se busca aparece desfasado, corrido, borroneado, corregido. Esa suerte de asincronía en el espacio produce un melancólico relato, todo pérdida. Pero también produce un efecto hipnótico (el placer de que a uno le cuenten historias, el placer arcaico de la noticia sobre desconocidos, seres comunes, quizás, pero curiosos o intrigantes por la distancia). A su vez, el discurso referido de Sebald, que cuenta lo que a él le contaron o lo que ha leído, se sostiene en el interés absorbente que pone de manifiesto por las historias de otros. En realidad, todas esas historias son capítulos potenciales de una historia propia, cuya combinación es imposible. La historia propia queda siempre incompleta mientras que las historias ajenas se extienden sobre los recuerdos de Sebald reclamando un lugar y un desenlace. Como si dijeran: nosotras somos más interesantes. El movimiento es más o menos así: Sebald parte hacia algún lado, en el espacio, o hacia atrás, hacia un momento del pasado. Enseguida, un texto, un objeto, un paisaje o una casa, una noticia en el diario o un libro encontrado por casualidad lo desvían. La narración comenzada no se interrumpe (porque el corte neto de una interrupción no está nunca en la prosa de Sebald) sino que empalma con otra y esa otra, cuando tropieza contra un nuevo objeto, con la siguiente. No se trata de un efecto de “cajas chinas”, donde la primera narración es marco de la segunda, la segunda de la tercera y así sucesivamente. Másbien, el efecto es el del fundido de una imagen en otra. Muchas veces, el pasaje se produce en el medio de un párrafo, pero sin ninguna indicación fuerte que subraye la emergencia de la nueva historia. Sebald no marca sus procedimientos, no incluye señales que los muestren, tampoco los disimula. Sin énfasis sintáctico, las historias se suceden fundiéndose. Si, eventualmente, se vuelve a una historia-marco (como lo es la caminata por la costa inglesa en Los anillos de Saturno), se trata más bien de largas interpolaciones antes que de un sistema de historias imbricadas. Esta renuencia a utilizar procedimientos sintácticos muy evidentes o espectaculares no les da a los relatos un encadenamiento más sencillo. Por el contrario, en el pasaje por fundido de un relato a otro el lector sufre la ansiedad de no saber cuándo esa historia, en la que ha comprometido su interés, va a confluir en otra proponiéndole como final su desaparición. No hay ninguna garantía de que un personaje interesantísimo no sea abandonado cuando aparezca un objeto, una fotografía o un paisaje que sea más interesante. Sin embargo, lejos de afirmar que estas historias son fragmentarias. A su manera, se cuentan enteramente: auge y decadencia de la pesca de arenque en un puerto del Mar del Norte; la rebelión de los Taiping; un episodio sentimental en la vida de Chateaubriand o un viaje de Kafka; la curiosa historia de un emigrado alemán a Estados Unidos, desde los años veinte hasta su muerte; las de un maestro judío, un pintor alemán en Manchester, o la familia de unos vecinos en la aldea de W. Sebald es un maestro en descubrir lo “novelesco” en vidas o escritos ajenos. Estas narraciones llevan dentro otros relatos más breves, o, a veces, sólo largas descripciones de paisajes, de un cuadro, del detalle de un fresco en una iglesia (y, a veces, el viaje para llegar a esa iglesia es otra historia). El fundido de las narraciones produce un efecto de nivelación: los vecinos de aldea conocidos en la infancia son tan interesantes como un pintor excéntrico o un jardinero inglés, viejo y solitario. Todas estas vidas, tan diferentes en su cualidad “novelesca”, producen relato y quien escribe está igualmente interesado en todas ellas. La materia puede ser remota o cercana, trivial, excepcional o directamente increíble. Esta nivelación es, diríamos, una cualidad humanística de los libros de Sebald, que mira todo con la misma intensidad. Quien no haya leído a Sebald podría pensar, entonces, que la nivelación produce un efecto de ausencia de cualidades (desde un punto de vista ideológico) y de monotonía (narrativa). Eso no sucede nunca y habría que preguntarse por qué. Algunas historias tienen personajes raros, marginales o extravagantes, otras simplemente eligen personajes “normales” que, después de ser mirados muy de cerca, muestran una grieta, aquello que constituye su originalidad o su misterio. Pero, más allá de estas cualidades, la perspectiva de Sebald, en la que se cruzan la distancia y la compasión, instala un pathos que finalmente alcanza a todos los que entran en su relato. La literatura de Sebald es melancólica. Por el pathos, Sebald es un escritor extraño a la constelación contemporánea. Sus libros carecen de cualquier dimensión paródica, incluso en las formas más débiles. Sin duda, esto le da a su prosa ese aire compacto y sólido, grave, denso (no encuentro otro adjetivo) que sus críticos, comenzando por Susan Sontag, llamaron, con admiración, sublime. Es ajeno también a toda perspectiva satírica (como la de Bernhard, por ejemplo, escritor a quien Sebald admira). Finalmente, permanece intocado por las materias que de la cultura popular mediática y la industria cultural pasaron a la literatura. En todos estos aspectos, Sebald parece particularmente inactual. Trabaja sólo con materiales de su experiencia y con libros, imágenes y representaciones que no han pasado por el filtro audiovisual. Naturalmente, incluye recortes de diarios, pero, convengamos, un recorte de algo escrito hace décadas está bien lejos de la cita a los estilos y los personajes de los medios contemporáneos. Con ese mundo, Sebald no mantiene distancia sino que opera como si no existiera. Sus historias, por otra parte, tienen su comienzo y, muchas veces, también su desenlace en una etapa previa a la de la massmediatización, la cultura audiovisual, globalizada, o como se la llame. En general son historias extraídas de la literatura, de libros encontrados en bibliotecas o de sus recuerdos. De ninguno de los tres lugares, Sebald toma impulso para pensar el último avatar cultural de Occidente. Sebald es un extraordinario testigo de las ruinas de la modernidad, que le resultan más interesantes que los desechos culturales de la posmodernidad. Su visión de las ruinas del siglo XX lo conduce directamente a lugares que se han vuelto tétricos. Recorre la costa inglesa buscando la marca de una destitución de lo objetivo, de una expulsión de las cosas respecto del mundo humano al cual pertenecieron. Las ruinas de Sebald carecen de una belleza nostalgiosa, como las ruinas medievales que el romanticismo descubría o inventaba. Son ruinas de la civilización industrial, caídas en el desuso que es lo peor que puede sucederle a un objeto que ha sido pensado teniendo su función como eje de su forma. El viaje por las costas inglesas sigue un itinerario entre viejos edificios abandonados, molinos, muelles, fábricas y pueblos de veraneo que la modernización de las costumbres turísticas arrojó hacia una decadencia irreversible. Los paisajes de Los anillos de Saturno son ruinosos. En eso Sebald retoma una línea romántica, a la que es sensible porque también es sensible al avatar contemporáneo de la Naturphilosophie en el ecologismo. Esto último, que podría irritar a más de un lector, sin embargo se manifiesta no como discurso programático sino como interés concentrado en la muerte de un árbol, perfectamente determinado, biográficamente unido al narrador. Como las ruinas modernas, la naturaleza misma está arruinándose: las playas se destruyen, caen los acantilados, los médanos se desplazan y se convierten en montes de arena sin sentido en el paisaje. Allí donde hombres y mujeres trabajaron, hoy se extiende una desolación que no es pintoresca porque todavía los restos no han envejecido del todo, por una parte, y porque Sebald no los mira superficialmente, con la excitación de quien atribuye la belleza del pasado a cualquier cosa. Desolación y abandono: Sebald rescataba ese paisaje sin estetizarlo. Arqueologías de la modernidad: una vez más un alemán tomaba, como Walter Benjamin, este camino. W.G. Sebald, considerado como uno de los grandes escritores (sino el más grande) de la literatura europea, falleció el pasado viernes 14 a los 57 años, en un accidente de auto en Norwich (Inglaterra), donde vivía. El escritor viajaba en coche con su hija, que sobrevivió, gravemente herida. En los años sesenta, Sebald había emigrado desde su Alemania natal al Reino Unido, donde trabajaba como catedrático de Literatura. En un puñado de narraciones –Vértigo, Los emigrados, Los anillos de Saturno, Austerlitz (2001)– logró recrear un singular universo de “gran literatura”, según aseguró la escritora Susan Sontag. Introvertido y tímido, Sebald parecía un hombre de otro tiempo, como los personajes de sus libros. Quienes lo conocieron (ver la entrevista de Nuria Amat publicada por Radarlibros el 7 de enero de este año) señalan hasta qué punto aborrecía los ajetreos de la “vida moderna”: odiaba las computadoras y no leía literatura contemporánea. Poco reconocido en su país natal, Sebald creía que en Alemania resultaban incómodas sus invocaciones al Holocausto y al destierro sufrido por quienes huyeron del Tercer Reich. Sebald decía haber nacido (en 1944, en Wertach, un pueblito bávaro) “en una familia posfascista alemana”. Agobiado en parte por la estrechez de miras de la Alemania de la posguerra, Sebald abandonó su país a los 21 años y se marchó primero a Suiza y luego a Inglaterra. Pese a haber vivido más de treinta años en el Reino Unido, se seguía sintiendo profundamente desarraigado. “Me he convertido en algo así como una existencia ambulante y encaro con cierto pánico lo que me resta de vida... Hay que irse. Todo se destruye”, declaró a Radarlibros. Junto al destierro, la melancólica recreación del pasado es un tema central de su obra. En 1985 publicó Die Beschreibung des Unglücks (Descripción del infortunio), su primer libro, sobre la literatura austriaca de Stifter a Handke. Amaba la literatura de Bernhard: “Es uno de mis modelos, y lo echo mucho de menos como autor. Calificaría de periscópico su método de narrar con uno o dos desvíos. Es una invención muy importante para la literatura épica de nuestro tiempo”, señaló en una entrevista en Der Spiegel. Publicó también Unheimliche Heimat (La patria siniestra, 1991) y reflexionó sobre Gottfried Keller, Johann Peter Hebel y Robert Walser en Logis in einem Landhaus (Hospedaje en una casa rural, 1998), y sobre la reticencia de la literatura alemana para tematizar los bombardeos aéreos durante la Segunda Guerra Mundial en Luftkrieg und Literatur (Guerra aérea y literatura, 1999). Sebald fue un gran lector de Borges, a quien homenajeó ya en Los anillos de Saturno. “Borges comprendió muy temprano el error que supuso expulsar a la metafísica de la filosofía. Porque, de hecho, hay cosas que no nos podemos explicar fácilmente, y porque, más allá de lo social, forman parte de nuestra condición humana y nos permiten mantener cierta relación con los que nos antecedieron. A mí, la metafísica me ha interesado desde muy temprano. Puede que tenga que ver el que haya crecido en un pueblo muy atrasado, donde estas actitudes de alguna manera aún estaban presentes. Hasta hace poco, la presencia de los antepasados era real en muchas regiones. A esta gente se la conocía. Los muertos siempre me han interesado más que los vivos. Los cementerios me han atraído desde niño, y no creo que sea morbosidad. Lo que a mí me interesa es de qué personas se trataba, y en ello también tienen que ver las ideas. Recordar a los muertos nos distingue de los animales.” Que así sea. No es casual que W. G. Sebald, el último centinela de la Alta Literatura, haya sido traductor. Vértigo, Los emigrantes (1993), Los anillos de Saturno y Austerlitz –cuatro libros de una fulminante lentitud que, en apenas diez años, revelaron y consagraron a un escritor sorprendentemente tardío– están animados por la misma fuerza que corre por las venas de la traducción: la pulsión de mesianismo y melancolía que otro escritor-traductor alemán, Walter Benjamin, tenía en la cabeza mientras redactaba su famoso ensayo La tarea del traductor. “Tarea”, en ese contexto, se entiende como misión; es decir: algo que el traductorescritor recibe de un más allá situado en algún punto del pasado y que debe encargarse de llevar, de hacer pasar hacia otro lado, un más allá virtual, utópico, donde se supone que habrá de realizarse plenamente. Ese “algo” es, a la vez, una deuda y una demanda; al texto original (escrito en su lengua original) le falta exactamente lo mismo que reclama: trasmitirse –y un texto sólo se trasmite cuando es otro: cuando cambia de lengua. Como el traductor, que se hace cargo de la deuda, responde a la demanda y –más un portador que un autor– hace viajar el sentido a través de las lenguas, vigilando de cerca sus mutaciones, el escritor según Sebald es el que se hace cargo de las deudas impagas (las demandas desoídas) de la Historia. Las detecta husmeando entre escombros, ruinas, archivos quemados, como un arqueólogo o un especialista en catástrofes; las articula, las hace hablar, las libera, abriéndolas al juego siempre incierto de su reconstrucción; y a medida que esas heridas históricas -muertes, pérdidas, exilios– van reapareciendo, desfiguradas por la voz frágil con que las evocan los lugares, los libros, las imágenes, los sobrevivientes, Sebald las “documenta” con fotos, ilustraciones de época, dibujos, textos autógrafos, todo un archivo de evidencias caseras, referencialmente improbables, que los libros van desgranando como páginas de un álbum doméstico, donde los iconos de la Historia se codean con los fetiches más íntimos de la tragedia privada. Memory art. Escribir no es probar lo que sucedió; de ahí que los “documentos” con que Sebald apoya sus minuciosas excavaciones históricas no puedan ser más ambiguos. Más que la verdad de un suceso, lo que la literatura de Sebald afirma es la verdad de la memoria, esa máquina de desenterrar, repatriar, manufacturar y trasmitir sucesos. Es una verdad a la vez artística y política, documental y ficticia, histórica y personal, y la literatura –la Alta Literatura, la que tiene una misión que cumplir– sólo puede desplegarla a su manera: fraseándola. Como Thomas Bernhard (pero sin su odio), como Proust (pero sin sus distracciones ni su microscopismo), Sebald, artista del lamento y la memoria, inventó una extraña forma de ficción hecha de autobiografía, relato de viaje e investigación histórica, pero sobre todo inventó algo más modesto y más soberano: una frase. Hay una frase Sebald –como hay una frase Proust y una frase Bernhard–; es única, inconfundible, y sin duda está llamada a “quedar”. Pero ese prodigio sintáctico es mucho más que una cuestión de estilo; es un elemento (suerte de medioambiente en el que todo flota, nada, se reproduce), un movimiento (que enlaza pasado y presente en un gesto casi cinematográfico, como de plano-secuencia) y una música (que lo penetra todo, que arrastra consigo ideas, emociones, afectos): los tres componentes que hacen que un mundo se ponga a existir.

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