Nacido accidentalmente en Holanda, Bernhard creció en Salzburgo, Austria, ciudad a la que odió con rigor y a la que maldijo, con ese talento incomparable que tenía para el denuesto y la crítica y la maldición, en todos y cada uno de sus libros. Hijo de un campesino austriaco que nunca lo reconoció y al que nunca pudo conocer, fue criado por su madre, pero su gran referente, su gran educador y formador intelectual y moral y literario fue su abuelo materno.
“Relatos autobiográficos” agrupa cinco novelas escritas entre 1975 y 1982: “El origen. Una indicación”, “El sótano. Un alejamiento”, “El aliento. Una decisión”, “El frío. Un aislamiento” y “Un niño”. Juntas constituyen “la mejor introducción posible para conocer a Thomas Bernhard” según Miguel Saénz, el excelente traductor (y biógrafo) del escritor austriaco al español. Saénz escribió para esta edición un preciso prólogo que concluye, sin un ápice de exageración y con profundo conocimiento de causa, señalando: “Sólo puedo repetir dos advertencias ya hechas anteriormente: la primera es que leer a Bernhard, aunque no tiene nada de deprimente (al contrario, toda su obra es una exaltación de la supervivencia), puede cambiar la vida de una persona. La segunda, que la literatura bernhardiana produce dependencia… Con todo, envidio sinceramente al lector que todavía no se ha enfrentado nunca con Thomas Bernhard”.
“EN LA DIRECCIÓN OPUESTA”
Y que no exagera Sáenz lo refrenda este volumen, donde Bernhard, con esa prosa musical, barroca, repetitiva, carente de siquiera un mero punto aparte, reconstruye su vida entre su infancia y su juventud, más precisamente entre sus ocho y sus 18 años, y lo hace centrándose en ciertos hitos que son para él puntos de inflexión en la historia de su carácter, y no se ahorra al hacerlo los detalles incómodos porque, dice, “tengo sed de darme a conocer”.
En “El origen” describe su nefasta educación en un instituto nacionalsocialista destruido al final de la Segunda Guerra y transformado en un instituto católico (“régimen del terror católico”): ambas cosas -nazismo y catolicismo- para Bernhard vienen a ser lo mismo. Esa es una época de espanto, de soledad, de permanente pensamiento en el suicidio. Luego, “El sótano”, como bien lo dice su subtítulo, es la historia de “una decisión”, la decisión, tomada no con demasiada premeditación, de enmendar una mañana cualquiera el rumbo y en vez de ir al instituto partir “en la dirección opuesta”, hacia los bajos fondos de la ciudad a buscar trabajo como aprendiz del almacenero Podlaha, para posteriormente retomar sus estudios musicales.
Luego, en “El aliento” y en “El sótano” describe la enfermedad respiratoria que contrae trabajando en el sótano de Podlaha, enfermedad que lo obliga a pasarse largas e infernales temporadas en hospitales y que, al convertirse en enfermedad pulmonar, lo tiene de casero en sanatorios insufribles y desmoralizadores, período en el que, pese a su desencanto vital y al escepticismo que ha desarrollado como defensa, decide vivir: cuando las monjas enfermeras lo tienen casi desahuciado, él decide respirar. En estos dos libros, Bernhard establece una diferencia que es, en el fondo, la misma que establece Enrique Lihn en su “Diario de muerte”: ambos vienen a decir, con parecidas palabras incluso, que sólo existen dos países, el de los sanos y el de los enfermos. Habitante recurrente de hospitales, Bernhard los define como “círculos de conciencia”, diciendo que son, o debieran ser, lugar recurrente para los intelectuales, pues allí el hombre se plantea las cuestiones más profundas y quien no los frecuenta se vuelve irremediablemente superficial, tonto. De pasada, Bernhard levanta una crítica al sistema de salud, crítica que al sistema chileno de hoy le cae de perilla: “Todavía no se han abolido las clases en los hospitales, pero tenemos que insistir en que sean abolidas, tan pronto como se pueda, porque precisamente el hecho de que siga habiendo clases en los hospitales es realmente una situación indigna del ser humano y una perversión político-social”.
Finalmente, “Un niño” rompe la cadena cronológica que unía a los primeros cuatro relatos para retrotraernos hacia la infancia de Bernhard, cuando tenía ocho años y la Segunda Guerra Mundial y el nazismo eran el telón de fondo de una infancia en ningún caso idílica.
Probablemente la mejor recomendación literaria del año, estos “Relatos autobiográficos” pueden oponer cierta resistencia a la primera lectura, pues, como queda dicho, Bernhard rehuye el punto aparte y se vale de incontables ideas intercaladas y repeticiones de palabras y de frases, pero una vez que se le agarra el ritmo, su prosa se vuelve hipnótica, imparable, adictiva. Además de su lucidez, de la densidad filosófica de sus observaciones y de su valentía autobiográfica (“me he fijado como norma decir todo…, e incluso desvelo pensamientos que, en realidad, no pueden publicarse”), impresiona de Bernhard su sentido del humor, su malicia, su talento para el denuesto, cuyos blancos recurrentes son Austria (específicamente Salzburgo) y la iglesia católica (con particular énfasis en el Papa), pero también la maternidad, la seriedad y ciertos autores y pensadores para él beatos, como Heidegger, al que ha definido como “una vaca filosófica constantemente preñada que pastaba en la filosofía alemana”.
Furibundo, insobornable, impío, mordaz y anticatólico consumado, Bernhard, al autobiografiarse, es tan radicalmente honesto que se atreve a contar sin remilgos que en el entierro de su madre, a la que no adoraba pero tampoco odiaba, le vino un ataque de risa que no pudo, y tal vez ni quiso, controlar.
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