Quizá pocos escritores contemporáneos como J.M. Coetzee se presten para ser leídos a través de las propuestas de análisis del crítico palestino Edward Said. Pareciera, de a ratos, que Coetzee leyó a Said, lo cual no es improbable, y que su narrativa se presta deliberadamente a una lectura de lo sudafricano desde la perspectiva de los estudios poscoloniales. Prismar una narrativa desde la política, como lo propone Said, no es ninguna novedad, pero siempre es necesario refrescarlo y enriquece su lectura: “Lejos de constituir un plácido rincón de convivencia armónica, la cultura puede ser un auténtico campo de batalla”. Desde esta perspectiva, Said propone analizar la literatura teniendo en cuenta las relaciones entre imperialismo y cultura, ideología y lenguaje. No resultaría desatinado entonces leer con esta mirada dos novelas de publicación simultánea de J.M. Coetzee (sus iniciales, dispuestas siempre como enigma, caracterizan la firma de sus libros). Sin embargo, Coetzee puede no ser un absoluto desconocido: hace casi dos décadas, casi en forma subterránea, se publicaba en nuestro país su Esperando los bárbaros, una novela que documenta cuestionamientos a las políticas raciales del apartheid.
Nacido y criado en una familia de habla inglesa, pero con una cotidianidad con el afrikaaner, Coetzee es un observador tan cítrico como impiadoso de las tensiones de su entorno. Con aquella novela, Coetzee se ganó una reducida pero sólida fama de escritor de culto, de escritor de escritores. A la vez que se manifestaba un escritor preocupado por lo social, Coetzee exhibía una formidable pericia narrativa con una no menos notable economía de recursos. Hay otras traducciones de Coetzee en español: Vida y obra de Michael K. y El maestro de Petersburgo. Las contradicciones socioculturales de Sudáfrica y una prosa lacónica, despojada de efectos, constituyen el atractivo principal de su narrativa.
Coetzee se llama John Michael, nació en 1940 en Ciudad del Cabo y se crió en Sudáfrica y Estados Unidos. Es profesor de literatura, traductor, lingüista y crítico literario (para los interesados, un artículo suyo sobre Borges puede detectarse en Internet). Coetzee no sólo es uno de los escritores sudafricanos más importantes. Es también el más premiado: el Booker Prize dos veces, el Jerusalem Prize, el Étranger Fémina, el International Fiction Prize son algunos de sus galardones. Infancia (1997) y Desgracia (1999) son sus últimas novelas.
Confesión y crónica personal, libro de memorias y de iniciación, Infancia tiene un título más sugestivo en inglés: Boyhood. Scenes from Provincial Life. La infancia que describe Coetzee, en tercera persona y en presente, pareciera ser la típica de todo chico criado en una periferia colonial, entre ciudades de segunda, granjas en decadencia, una geografía en la que se combustionan las ruinas del colonialismo con un paisaje de salvajismo. Así comienza Infancia: “Viven en una urbanización a las afueras de Worcester, entre las vías del ferrocarril y la carretera nacional. Las calles de la urbanización tienen nombres de árboles, aunque todavía no hay árboles”. Y así como se plantea el ambiente, de igual modo siguen las escenas que despliega Coetzee con una austeridad cortante, reflejando una infancia aterrorizada a un tiempo por la inclemencia doméstica y la violencia colectiva. Ya no se trata aquí de los días míticos del saqueo colonial pionero. El recelo entre dos culturas dominantes y en decadencia, la boer y la inglesa, no es menor que el desprecio inspirado por la negritud. Al respecto, con una lucidez que remite al Sartre de Materialismo dialéctico y revolución, anota Coetzee sobre los negros: “Simplemente no se sabe cuándo dejan de ser niños y se convierten en adultos”. Pero, si es cierto que ser un chico negro puede resultar una pesadilla, el mundo que se le revela al chico blanco no está menos libre de amenazas: la represión es más que un síntoma, un gesto, una costumbre familiar que ejecuta a menudo un castigo corporal feroz. Coetzeeapunta este silogismo: “La belleza es la inocencia; la inocencia es la ignorancia; la ignorancia es la ignorancia del placer; el placer es culpable; él es culpable. Ese muchacho, con su cuerpo nuevo, intacto, es inocente, pero él, gobernado por sus oscuros deseos, es culpable”. La infancia que cuenta Coetzee no es, en absoluto, un relevamiento bucólico. A lo Camus, el chico Coetzee no sólo es un chivo expiatorio en una sociedad reprimida y represora. También es, en su pertenencia e identidad, un colonizado por las reglas del mundo adulto y un extranjero de la hostil niñez afrikaaner. Hay una pregunta que se desprende de la lectura: ¿cuál es el sentido de testimoniar todo este sufrimiento, una serie interminable de vejámenes en el que la epifanía raramente sucede? ¿Autocompasión, venganza, denuncia? En el final de la infancia, Coetzee reflexiona: “Lo han dejado a él solo con todos los pensamientos. ¿Cómo los guardará todos en su cabeza, todos los libros, toda la gente, todas las historias? Y si él no los recuerda, ¿quién lo hará?”.
Si Infancia tiene ese don de la belleza literaria (responder preguntas con más y nuevas preguntas), Desgracia, a pesar de su tono distante, casi de thriller, de un manejo eficaz de la intriga, traza un recorrido inverso: su trama presenta preguntas que rápidamente van a ser contestadas. Esquemática, esta novela funciona como un guión base de todos los “sentimientos positivos” de la ideología de lo “políticamente correcto”. Un profesor de literatura cincuentón y separado, especialista en Wordsworth y Byron, dando rienda suelta a su animalidad, se liga con una alumna, padece la sanción pública y después del escándalo y el consecuente bochorno, se refugia en la naturaleza, en la granja de su hija new age y presuntamente lesbiana que se dedica a la artesanía, la floricultura y el cuidado de los perros en medio de una geografía inhóspita. Que el ahora ex profesor, después de la caída, se sienta un perro lastimado lo empujará no sólo a identificarse con los perros sino también a relacionarse eróticamente con una veterinaria.
Si la civilización puede encontrar su razón de ser, pareciera argumentar Coetzee, la encontrará en lo que persiste de animal en su condición. Pero en el reconocimiento de esta condición, siguiendo a Coetzee, está el renunciamiento puritano y redencionista a todas esas categorías que, se suponen, privilegian el ser occidental. El profesor de campus devenido protector animal es una metáfora que excede caricaturescamente la representación del conflicto razón/naturaleza.
Como en toda la narrativa de Coetzee asoman también acá, a pesar de cierta evolución de los códigos de comportamiento, la necedad intolerante y la brutalidad del primitivismo. Pero si la narración parece con frecuencia bajada de línea, progresismo de salón, se debe sin duda a que cada suceso parece estar planteado, de modo ejemplificador, en función de una idea moral. Con su pretensión de best-seller progre, Desgracia es la antítesis de Infancia, esa historia despojada que, dejando de lado las buenas intenciones, se transforma en un ejemplo prodigioso de buena literatura.
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