En la advertencia que abre su Historia del surrealismo, publicada en París en 1945, Maurice Nadeau se preguntaba si la posibilidad de escribir el relato del movimiento no implicaba ya su muerte, el certificado de defunción de sus promesas y sus aspiraciones. “No es eso lo que pensamos”, respondía, y agregaba que el espíritu, o mejor, que el comportamiento surrealista era eterno. Dos décadas más tarde, más precisamente en mayo del ‘68, las calles de París enviaban un mensaje cifrado acerca del modo en que el surrealismo se mantenía vivo. Junto a las pintadas que reclamaban el ascenso de “la imaginación al poder” se leía, esporádicamente pero con un poder evocativo semejante al de las antiguas inscripciones que atribuían sentido mágico a la palabra, apenas un nombre: “Breton”. Incluida en el primer estudio histórico dedicado al surrealismo, la pregunta de Nadeau ha quedado abierta y las respuestas se han multiplicado, si bien en 1945 ya era imposible pensarlo como grupo organizado y programático. En cierto sentido estaba muerto, y se iniciaba lo que Breton (quien hasta su desaparición, el 28 de setiembre de 1966, hará esfuerzos por mantener una ficción del movimiento) llamó la etapa de clandestinidad. Sin embargo, debido al modo en que sus ideas y procedimientos se expandieron al conjunto de las artes, desde el cine a la poesía pasando por el teatro y la pintura, el surrealismo es la única vanguardia de principios del siglo pasado de la cual puede decirse que hoy sobrevive, aunque lo haga despojada de sus aspectos más incisivos, a través de desvíos y reformulaciones, y habiendo perdido seguramente la batalla a la que atribuía mayor importancia: transformar la vida. A pesar suyo, el surrealismo se convirtió tempranamente en un fabuloso torbellino artístico. Sus ejercicios antiliterarios, antipoéticos y, en un sentido general antiartísticos, desembocaron en formas nuevas de hacer literatura, escribir poesía y pintar cuadros. Nunca quiso ser una escuela, pero se convirtió en una, pese a que –como señala Francisco Calvo Serraller– el concepto de pintura surrealista adolecía de la suficiente vaguedad como para poder incluir en sus filas imágenes tan diversas como las de René Magritte, Yves Tanguy, André Masson, Pablo Picasso, Giorgio De Chirico, Roberto Matta, Max Ernst, Eleonora Carrington o Wilfredo Lam, entre tantos otros. Designado por Octavio Paz como el último movimiento espiritual del siglo 20, con lo cual se indica de manera precisa el modo en que el movimiento se escapa del campo estricto del arte, el surrealismo irrumpió en la Europa de entreguerras como un campo magnético capaz de atraer hacia su centro todas las manifestaciones de la vida. Inauguró una nueva mirada, se adueñó del presente y también, retrospectivamente, del pasado. Sade, Lautréamont, Baudelaire o Rimbaud fueron llamados a declarar en el juicio que en 1924 (fecha de publicación del Primer manifiesto del surrealismo) se iniciaba contra la sociedad y la cultura de su tiempo. Como escribe Julien Gracq en el catálogo de la retrospectiva sobre Breton y el movimiento presentada en 1991 en el Museo Reina Sofía de Madrid, el corpus surrealista se compone tanto de lo que ha engendrado como de aquello que ha rebautizado. Es en este sentido que incluso hoy, consultado sobre su vigencia, un pintor cordobés contemporáneo como Carlos Crespo puede hacer una lectura semejante a la de Breton y afirmar que el surrealismo “no empezó con Salvador Dalí sino que lo encontramos ya en El Bosco, y más atrás todavía en Leonardo, en las pinturas griegas y egipcias, en los mayas”. Según Crespo, el surrealismo descubrió y le dio nombre a una parte específica de la espiritualidad del hombre, vinculada a los sueños, a los impulsos primitivos y a los secretos del alma. Puede decirse del surrealismo lo que no puede decirse bajo ningún punto de vista del cubismo, el suprematismo o el futurismo: que dio vida un mundo, que bautizó hacia el pasado y hacia el futuro un conjunto de objetos, hechos y circunstancias que hoy llamamos surrealistas. Tuvo la fuerza de esos nombres que, como el de Kafka o Fellini, se convierten en adjetivos y comienzan a designar un verdadero universo, con sus leyes, con una forma de darse las cosas. La frecuencia con que nos referimos a lo onírico sería impensable al margen de la manera en que las imágenes y las palabras inventadas por los surrealistas invadieron el lenguaje cotidiano. Este ha sido, en alguna medida, el triunfo del surrealismo. Pero se trata de un triunfo que permite medir a su vez la magnitud de su fracaso.
2 comentarios:
En algunos puntos estoy de acuerdo, como que el surrealismo (al igual que DaDa)según dijo Buñuel triunfó en lo accesorio (hoy sus obras están en los más importantes museos, o sus poetas son clásicos) pero fracasó en lo esencial, cambiar el mundo. Pero no fué totalmente culpa suya, el guardarlos en formol es parte de la historia del arte y además ya nacieron muertos, DaDa acabó con el arte. Después de DaDa ya no hay nada nuevo. ¿El Bosco surrealista? Nada más lejos de la realidad. Sus extraños mundos no dejaban de ser los temores de un ultracatolico en la agonizante edad media, o acaso en las iglesias románicas y góticas no hay extraños monstruos, diablos y criaturas extrañas. Por lo demás muy buen articulo. Saludos
Si, probabilmente lo e
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