viernes, septiembre 18, 2015

Los ‘beat’ y la esperanza salvaje




Peter Orlovsky y Allen Ginsberg, en Calcuta, en 1962.

Cuando Allen Ginsberg llega a la India con su compañero, Peter Orlovsky, en 1962 para pasar 15 meses, acaba de publicar Kaddish, el largo poema dedicado a su madre muerta que es su obra maestra y algo más: el testimonio de que ha dejado de ser un niño (“Mi infancia se fue con mi madre”) y que, por tanto, tiene que hacer algo para merecerse una mayoría de edad que necesita para estar a la altura de sus objetivos. Esos objetivos, claros desde que William Blake le hablara una década atrás, una visión que marcó el resto de su trayectoria literaria y vital, no eran otros que convertirse en “la voz de las masas” y en “un santo”.

La India tenía que ayudarle a eso proporcionándole un maestro y modificando su percepción de la realidad. También hablándole en otro tono de la muerte: la de su madre, que llevaba muriendo toda la vida a causa de sus desórdenes mentales, y la suya propia, que se le aparecía como un fantasma emboscada en las drogas, los amantes, los versos o los viajes. Después de que Kad­dish —el testimonio de un amor que corta el aliento— viera la luz, ya estaba preparado para el siguiente paso: hacerse adulto en la India.

Lo que pasó allí lo han contado el propio Ginsberg (sobre todo en sus diarios, publicados por Escalera en 2013, y en su correspondencia) y sus compañeros de aventura: Gary Snyder, Joanne Kyger y Peter Orlovsky, que se unieron a él en todo o en parte del trayecto; y Gregory Corso, Jack Kerouac o William Burroughs, que planearon hacerlo, pero que se limitaron a ser apasionados testigos a distancia. Pero lo han hecho, en términos narrativos o psicológicos, de manera fragmentaria, interesada, negligente y contradictoria. Deborah Baker, con todos esos testimonios, ha reconstruido en La mano azulese periplo. Y aunque lo suyo es un ensayo riguroso, fruto de su gran erudición y del conocimiento del país, donde reside parte del año, el resultado se lee como una novela: porque consigue enhebrar, con todos esos datos, un argumento (el de una búsqueda, el de las relaciones mutuas, el de una época ávida de cambios), por la estructura no lineal que utiliza (hay saltos temporales y biográficos que, como en las obras de género policiaco, dosifican la información e intensifican la intriga) y porque la sensación que deja en el lector es la de estar escuchando una especie de fábula que trasciende el riquísimo anecdotario de sus protagonistas. También porque les dedica casi más páginas a los personajes secundarios, que son los que le dan cuerpo y credibilidad a la historia, que a los canónicos.

Esperanza Salvaje: una mujer que se desvanece en el aire y una fórmula que resume la poética beat, que lucha con uñas y dientes contra el conformismo de lo consabido y contra las poderosas desesperaciones institucionalizadas. Una esperanza salvaje también la que embarga a Kerouac cuando se dedica durante un año, 1955, a interrogar al budismo acerca de la esencia de las dos cosas que entonces le atormentaban: la realidad (porque llevaba una década coleccionando irrealidades) y la mente (porque el alcohol y sucesivos desamores habían hecho añicos la suya). Es entonces cuando descubre la verdad que novela en Los vagabundos del dharma, que es de 1958: que solo el amor divino (beatífico) y la compasión que encarnan Buda y Jesús pueden salvarlo a uno. Él, que pudo haber sido “el mayor bodhisatva de los cincuenta” (para Robert Thurman, hagiográfico prologuista de Despierta, lo fue), no supo pagar el precio que había que pagar para llegar a ser eso, pero, a cambio, dejó esta obra, que no se publicó como libro hasta 2008, intensa, bien escrita (con un ritmo, un uso de recursos expresivos y una precisión terminológica a los que no siempre es fiel la traducción) y fruto de un gran conocimiento de algunas fuentes budistas, en especial el Sutra Suramgama.Algunos de ellos son seres anónimos (leprosos, mendigos, santones), pero otros tienen nombre y apellido: Pupul Jayakar, Nagendra Nath, Meher Baba, Buddhadev Bose, Elise Cowen, Asoke Sarkar, Swami Sivananda, Swami Sri Shivalingam, Manjula Mitra o poetas bengalíes de la Generación Hambrienta agrupados en torno a la revista Krittibas —donde se publicó una versión de Kaddish— como Sunil Gangopa­dhyay, Shakti Chattopadhyay o Utpal Kumar Basu. De entre estos, la que más destaca, hasta el punto de que es casi el eje invisible del libro, un centro hacia el que irradian todos los demás, es una misteriosa mujer llamada Hope Savage, Esperanza Salvaje. Deborah Baker nos cuenta que pertenecía a una familia adinerada, que fue novia o algo parecido de Gregory Corso, que se fue de su casa siendo muy joven para recorrer el mundo sola (vivió en Grecia, Irán, Afganistán, Adén y la India, y aprendió árabe, urdu, hindi, sánscrito y alemán), que se deshacía de sus eventuales compañeros de camino para fomentar el desarraigo, que fue comparada con Shelley y con Rimbaud, que en muchos sitios creían que era espía de la CIA, que frecuentó a Ginsberg y Orlovsky en Calcuta (el primero se encargaba de enviarle noticias suyas a Corso para animarle a unirse a ellos) y que su pista desaparece en 1963. Baker, según confiesa, la ha intentado encontrar sin éxito en Oriente y en Occidente, y de manera indirecta nos hace creer que este libro extraordinario ha sido escrito espoleado por esa búsqueda y con los materiales del fracaso subsiguiente.

Esperanza Salvaje: una mujer que se desvanece en el aire y una fórmula que resume la poética beat, que lucha con uñas y dientes contra el conformismo de lo consabido y contra las poderosas desesperaciones institucionalizadas. Una esperanza salvaje también la que embarga a Kerouac cuando se dedica durante un año, 1955, a interrogar al budismo acerca de la esencia de las dos cosas que entonces le atormentaban: la realidad (porque llevaba una década coleccionando irrealidades) y la mente (porque el alcohol y sucesivos desamores habían hecho añicos la suya). Es entonces cuando descubre la verdad que novela en Los vagabundos del dharma, que es de 1958: que solo el amor divino (beatífico) y la compasión que encarnan Buda y Jesús pueden salvarlo a uno. Él, que pudo haber sido “el mayor bodhisatva de los cincuenta” (para Robert Thurman, hagiográfico prologuista de Despierta, lo fue), no supo pagar el precio que había que pagar para llegar a ser eso, pero, a cambio, dejó esta obra, que no se publicó como libro hasta 2008, intensa, bien escrita (con un ritmo, un uso de recursos expresivos y una precisión terminológica a los que no siempre es fiel la traducción) y fruto de un gran conocimiento de algunas fuentes budistas, en especial el Sutra Suramgama.

Kerouac encarnó una modalidad de esperanza salvaje que le ató de pies y manos en el patio de una casa prestada mientras memorizaba pasajes de la vida de Buda. La esperanza salvaje de Ginsberg, por su parte, le llevó a meditar en el mismo árbol bajo el que Buda se iluminó y a visitar al Dalái Lama y a muchos otros maestros. Entre medias, el espectro de Hope Savage haciendo de puente invisible entre uno y el otro.

La mano azul. La generación beat en la India. Deborah Baker. Traducción de David Paradela. Fórcola. Madrid, 2015. 300 páginas. 22,50 euros.

Despierta. Una vida del Buda. Jack Kerouac. Traducción de Nahuel Cristian. Hapi Books. Madrid, 2015. 160 páginas. 15 euros.

Kaddish. Allen Ginsberg. Traducción de Rodrigo Olavarría. Anagrama. Barcelona, 2015. 208 páginas. 17,90 euros.

No hay comentarios.: