Los tres nombres fundadores de la Generación Beat se conocieron en Nueva York en pocos meses de 1944. Asistían o se movían alrededor de la Universidad de Columbia. El mayor era William Burroughs (nacido en 1914), el menor Allen Ginsberg (de 1926) y el hombre del medio, fundamental en muchos sentidos, Jack Kerouac (de 1922). Kerouac murió en 1969, a los 47 años. En cambio Burroughs y Ginsberg lo sobrevivieron largamente, hasta fallecer con pocos meses de diferencia en 1997. El tardío Gregory Corso se formó en cárceles y reformatorios, y vivió (a menudo en Europa) entre 1930 y 2001. El cuarto poeta de esta antología, Lawrence Ferlinghetti (de 1919), es hoy (2004) el gran sobreviviente del período. En muchos aspectos no podían ser más distintos. El abuelo de Burroughs había inventado la famosa máquina de calcular que llevaba su apellido como marca, pero sus padres habían vendido casi todas las acciones y apenas le pasaban un estipendio de 200 dólares que le alcanzaba para cierto desahogo económico, comparado con Kerouac y Ginsberg. El padre de Ginsberg, Louis, era un poeta tradicional, que admiraba a Lionel Trilling y a Eliot; la madre, Naomi, enloqueció cuando su hijo tenía 10 años, estuvo internada con frecuencia y sufrió electroshocks y lobotomía (método usado con frecuencia en la época); cuando falleció, Ginsberg le escribió su mejor y más extenso poema: “Kaddish”. El conflictivo y genial Jack Kerouac venía de Lowell, Massachussets, de una familia de ascendencia franco-canadiense; el padre le pronosticó, antes de morir de cáncer, que jamás sería escritor; la madre, “Mémère”, estuvo siempre allí para recibirlo, detestó a la mayoría de sus amigos y le arruinó con su mera presencia (o ausencia) sus relaciones con otras mujeres (recuerda a la madre de Borges, aunque Jorge Luis logró sobrevivirla y vivir por fin su propia pasión afectiva). Corso prácticamente no conoció a sus padres. Algo parecido le pasó a Ferlinghetti, la cuarta figura poética clave. Para un movimiento que no editó revistas, ni plaquetas, ni panfletos impresos, la aparición de Lawrence Ferlinghetti, su librería y su editorial City Lights (cuando pasaron de Nueva York a San Francisco) fue más que providencial. Su obra es la más serena, aunque claramente “beat” por sus temas y su forma. William Burroughs era el mayor y el que proyectaba una esquiva figura paterna, de maestro. Su rostro exhibía una seriedad peculiar, semejante a la de Buster Keaton. Vestía ropa formal: traje con chaleco, corbata, buenos sombreros; lo confundían a veces con un banquero discreto o un agente de la CIA, o con la policía, aunque el biógrafo Herbert Huncke aclaró: “la cana nunca se parece tanto a la cana”. Con el paso del tiempo fue sin embargo el más experimental en el aspecto formal de su literatura.
La realidad entera parecía ser un campo de estudio para él. La consideraba “un esquema de observación más o menos constante” y encaraba incluso el consumo de la droga con la actitud de un científico, “por la inquietud de la investigación”, según Huncke. Se consideraba un hombre “sin contexto (...), quizá un tipo de homo non sapiens (...), completamente anónimo”. Mantenía una actitud distanciada respecto de Kerouac, Ginsberg y sus amigos, y cuando se alejaba del todo denominaba a esa actitud “la patada de Van Gogh”. De joven se cortó (tal vez como experiencia) el dedo meñique de la mano derecha: se lo llevó a su psicoanalista, que le recetó tratamiento psiquiátrico urgente. Como Kerouac, pensó en alistarse en la Marina Mercante, pero aparte de la vida de maleantes y drogadictos le interesaban sobre todo las armas. A pesar de esos elementos, solía ser el pie a tierra del entusiasmo a veces ingenuo de los jóvenes Kerouac o Ginsberg, quien le preguntó un día “¿Qué es el arte?”. Parsimonioso, Burroughs contestó: “Una palabra de cuatro letras”.
Tuvo una relación sexual y afectiva inconstante con Allen Ginsberg, que derivó hacia una prolongada amistad. Con su aspecto trajeado, sedentario, fue sin embargo un viajero pertinaz: a México, en busca del “yague”, a Tánger, que le cayó bien porque allí “tienes una sensación de fin del mundo”. Siempre parecía estar regresando (a Saint Louis, a Nueva York, donde vivió una buena cantidad de años finales) o yéndose. Las fotos lo muestran a menudo de espaldas, caminando con tenacidad, indistinguible. En Tánger cayó en una crisis casi terminal. Sus amigos lo visitaron, recogieron y pasaron a máquina en limpio los textos dispersos que terminarían por estructurar Almuerzo desnudo, un libro tan poderoso e inclasificable como Los cantos de Maldoror.
Después de Tánger buscó con ahínco abandonar la droga, y después de sus textos de la etapa del cutup o montaje (Nova express, El billete que explotó) sus libros tardíos se acercan al menos a novelas (Ciudades de la noche roja, El lugar de los caminos muertos, Tierras de Occidente). En la época en que el centro “beat” había pasado de Nueva York a San Francisco una revista le pidió una respuesta breve a la pregunta “¿Quién eres?”. Contestó: “Un tirador profesional y un estudiante de los códigos mayas”. No sólo no escribió poemas, sino que también cuesta definirlo como novelista: en muchos momentos su extrema lucidez lo acerca más bien a una fulgurante encarnación del ensayo. Cuando llegó a Columbia, Jack Kerouac era visto sobre todo como un resistente jugador de fútbol americano. Alguien de la época recordó que chocar con él en el juego era como darse contra una pared de ladrillos. Después de una breve experiencia marinera, pronto absorbió la división de la que solía hablar Hal Chase entre la intelectualizada novela europea y la robusta literatura americana: Melville, Theodore Dreiser y, sobre todo, Thomas Wolfe y sus viajes frenéticos cruzando América para entregar lo registrado en masas de palabras, que recortaba a niveles comprensibles su fiel editor. Desde esa juventud cargada de experiencia y riqueza hasta su muerte, la relación vida-literatura fue indestructible: según James Campbell ya entonces “quería que una novela real de Jack Kerouac se transformase en una imaginaria de Wolfe y Melville, para poder situarse en ella como personaje”. El contacto eléctrico y salvaje, la visión encarnada de lo que quería fue Neal Cassady. Ya de joven sentía un rechazo instintivo, radical y conservador por algunos aspectos concretos, que se acentuaría en la madurez, y le sería enrostrado por los medios, que se hacían su propia imagen (por lo común errónea) de lo que era “beat” y lo trataban de racista o reaccionario.
Tenía una memoria prodigiosa sobre su infancia y la capacidad necesaria para recrearla literariamente. Lo descubrió en El pueblo y la ciudad, una novela inicial covencional, que no pronosticaba el sacudón de En el camino y su larga secuela múltiple (Los subterráneos, Los vagabundos del Dharma, y otras) a tal punto unitaria que como en pocos otros casos puede hablarse de un solo libro. Otros poetas o creadores lo admiraban por su velocidad para mecanografiar: cuando murió tempranamente dejó resmas enteras de diarios, cartas y apuntes sobre sus búsquedas con el budismo (400 páginas tituladas Algo del Dharma, publicadas recién en los años ‘90). Cuando se unen los distintos y extensos fragmentos, se descubre una unidad de propósito y una claridad teórica notables, y una temperatura literaria que lo convierte en un nombre crucial de la literatura estadounidense de la segunda mitad del siglo XX. Tenía además una capacidad admirable para crear pequeños “haikus”: Ginsberg lo consideraba la prueba máxima para un poeta.
Aunque nunca fue un bestseller con aguante de permanencia en la famosa lista del New York Times, la proyección de En el camino fue increíble e inmediata, y destruyó buena parte de la delicada maquinaria con que Kerouac se comunicaba con el mundo. En 1967 un grupo del Paris Review fue a entrevistarlo. En la introducción se advierte el conocimiento que tenían de los problemas de Kerouac (la bebida, el aislamiento), y cierta actitud condescendiente. Sin embargo la entrevista avanza y Kerouac se da el gusto de tomarles el pelo y expresa con claridad sus teorías formales, o su odio hacia los editores que arruinaban la espontaneidad con la camisa de fuerza de la puntuación standard (“Malcolm Cowley hizo infinitas revisiones e insertó miles de comas innecesarias como, digamos, Cheyenne, Wyoming –¡por qué no decir simplemente Cheyenne Wyoming!”–). Expresó su admiración por Céline y Genet, su opinión de que hasta entonces Burroughs no había escrito nada a la altura de Almuerzo desnudo y su necesidad de escapar de la fama: “No voy a pasar el resto de mi vida sonriendo y estrechando manos y enviando y recibiendo perogrulladas, como un candidato a funcionario político, porque yo soy escritor... mi mente tiene que estar sola, como la de Greta Garbo”.
Dejó docenas de fotografías de sí mismo, con una apostura contundente, frontal, y un toque de vulnerabilidad: los rasgos que marcarían la imagen de una época que abarcaría desde James Dean hasta fines de los ‘60. En sus comienzos, Allen Ginsberg deseaba ser un poeta dentro del molde tradicional que le agradaba a su padre y seguía las instrucciones del entonces influyente Lionel Trilling, uno de sus profesores. Vivía atormentado por el miedo a la locura que había visto en su madre, y con el deseo de llevar una vida normal, casarse con una mujer y tener hijos.
Un choque crucial fue la visión entre mística y salvaje que le provocó la lectura de un texto de William Blake. Internado, conoció a Carl Solomon, pero, como apunta James Campbell, “su viaje empezó en la locura y acabó en la felicidad”. Pensaba que mediante largos tratamientos psicoanalíticos podría curarse de sus tendencias homosexuales cada vez más claras (para él mismo y para sus amigos). Solía abrumar a Burroughs con sus dudas: “Me siento culpable e inferior porque mi grado de mariconería es mayor de lo que permite la intelectualización”. En la universidad, los estudiantes miraban como un bicho raro a aquel judío al que solían acompañar evidentes marginados, que parecía no apreciar la beca con que contaba; sabían que tenía una madre loca y que él mismo apuntaba en la misma dirección. El impasible Burroughs le hablaba contra la “pandilla liberal llorona” en la que incluía a su padre, Carl van Doren y Trilling. La figura clave para resolver los dilemas que lo atormentaban (“por las tardes se veía con chicas, pero por las noches soñaba con chicos”, apuntó Campbell) fue el psiquiatra Philip Hicks, que le preguntó qué quería hacer en realidad. Reconoció que deseaba vivir con Peter Orlovsky, dejar su trabajo en publicidad y escribir poesía. “¿Por qué no lo haces?”, fue la pregunta liberadora.
A partir de allí los trozos en conflicto comenzaron a combinarse y potenciarse. Su capacidad torrencial, agotadora para hablar de sus problemas o de los libros que leía fueron cuajando en el lenguaje repetitivo, de versos muy largos, que alcanzaría su expresión máxima en “Aullido”, “El sutra del girasol” o “Kaddish”. La habilidad para situarse en entornos distintos y captar en seguida cómo moverse en ellos (utilizando en algunos de sus empleos anteriores) fue útil por momentos para los demás “beats”, y erróneo en otros. La culpa abrumadora se convirtió en la necesidad de expresar lo oculto, aquello de lo que solía hablarse en una conversación pero nunca escribirse, en especial los aspectos sexuales. El traslado a San Francisco y el apoyo inicial del poeta Kenneth Rexroth al grupo llevaron a la lectura histórica de “Aullido”, en un recital colectivo, y al reconocimiento que su padre Louis hizo de su camino personal después de años de resistencia, aunque nunca dejó de aconsejarle que se alejara de gente como Neal Cassady.
La producción de poesía de Ginsberg fue siempre torrencial, pero después de los primeros años ‘60, de visitar Cuba y Checoslovaquia y provocar la expulsión con su conducta, se fue encauzando en un ruido de superficie o una intención confesional, exhibicionista o aconsejadora, que pocas veces rozó la profundidad de la segunda mitad de los años ‘50, heredera en cambio de los extáticos ritmos religiosos o la democracia formal extrema de Whitman. Del joven de grandes anteojos y un poco asustado, su imagen pasó poco a poco a la madurez calva, la barba y (después de su contacto con India) las túnicas y sandalias que compondrían una figura muy reconocible en los medios. Su absorción y cruce increíble de planos y saberes se expresó sobre todo en los reportajes extensos, termómetros exactos de momentos determinados y su posición ante ellos. En el momento máximo de fama, 1965, reconoció que Kerouac había sido una de las mayores influencias en su obra: “Tenía tanto entusiasmo por la prosa, por la escritura, por el lirismo, por el honor de la escritura... todos los deleites Thomas-wolfianos de eso” y citó a Whitman: “No conozco grasa más dulce que la que está pegada a mis huesos”, para referirse a la autoconfianza de quien “sabe que verdaderamente está vivo, y que su existencia es un tema tan bueno como cualquier otro”. De Gregory Corso y Lawrence Ferlin- ghetti suele hablarse mucho menos. No sólo no estaban en los años iniciales sino que ambos tienen perfiles más definidos, menos neuróticos y conflictivos. Corso pasó una infancia, adolescencia y juventud complejas, sin padres a la vista, entrando y saliendo de reformatorios y cárceles. Pero el resto siempre lo reconoció como el más claramente “poeta” en cuanto a la definición de su figura, entre picaresca y realmente riesgosa, y sin ningún pelo en la lengua para marcar la progresiva aceptación de ciertas prebendas por parte de sus “mayores”: en un poema echa en cara a Ginsberg y Ferlinghetti sus agentes literarios, aunque siempre en un tono de amigo revoltoso con el que se puede contar. Admirador ferviente de Kerouac, le birló su amante negra (proceso registrado en Los subterráneos) y cuando falleció le escribió la muy extensa elegía “Sentimientos elegíacos americanos”, donde lo ubica en el contexto de América (Estados Unidos) y el derrumbe de la naturaleza y la democracia. Estuvo en Europa mucho más que sus compañeros (que solían recorrerla con el estruendo y la velocidad de una pandilla escandalosa), admiró a algunos poetas franceses, y recorrió los bares, hoteles y cafés de París como alguien que goza proyectando su figura un poco rufianesca. Dueño de un rostro franco, sonriente, que parece estar gozando por anticipado del próximo problema, y de una abundante y explosiva cabellera, la inmortalizó en “Pelo”.
Lawrence Ferlinghetti era el dueño de la librería y la editorial City Lights, que recibió el “Aullido” de Ginsberg, y que enfrentó con tranquilidad el proceso que quería retirar el libro de circulación (sabiendo muy bien que era un espaldarazo para el texto y su sello). Alto y delgado, al fin se dejó la barba como el resto de sus amigos. Tenía un contacto con Europa más profundo que el resto del grupo “beat”, a través de una vida infantil y de primera adolescencia en Francia. Traductor paciente de poetas de distintas lenguas, su obra incluye recordados poemas “movidos” (las líneas se van corriendo sobre la página) como “El mundo es un hermoso lugar...”, o “En las mejores escenas de Goya nos parece ver...” También poemas largos como en Ginsberg o Corso (“Autobiografía”, “Superpoblación”). En Corso y Ferlinghetti el tono es menos melodramático y conflictivo. De ascendencia italiana ambos, esa calma proviene en buena medida del reconocimiento frontal y aceptado, incluso fatalista, de la muerte en vez de describir las torturas muy anglosajonas de Kerouac y Ginsberg. Son menos secretamente moralistas, más dispuestos al hedonismo de lo simple y cotidiano disfrutado al máximo, mientras no llegue la brusca guadaña de la Parca. El contacto entre estos poetas fue constante y para nada dedicado a la alabanza mutua. La admiración por los logros siempre iba acompañada por la lucidez, a partir de determinados valores o gustos personales. Ferlinghetti no aceptaba presiones para publicar “lo prohibido” (como pasó con Almuerzo desnudo, que no le interesó). Al principio Ginsberg criticó hasta el exceso los originales del “leñador canadiense” Kerouac, que más de una vez estuvo a punto de trompearlo. El propio Kerouac no podía entender para qué Burroughs perdía el tiempo con los inextricables caminos vanguardistas del cutup. Cada uno de ellos no sólo dejó registrada su visión del mundo y su propia vida en su obra, con el perfil esquivo de lo literario, totalmente alejado de la maquinaria simplificadora de los medios. Esos medios registraron en cambio con rapidez la conversión del fenómeno “beat” en una moda, lo compararon con el existencialismo francés (ropas oscuras, pelo largo, lugares bohemios de reunión) e insistieron en buscar los detalles que justificaran la idea de Kerouac como el brillante autor de apenas En el camino, después empantanado en el fracaso, visión tan equivocada como la que se aplicó a Fitzgerald antes o a Orson Welles después.
Como Burroughs o Kerouac, toda la poesía “beat” suele irse y volver, una y otra vez. No es necesario ser taoísta para percibir la sístole y diástole del campo cultural, literario, poético y social, histórico. Por su alto juego con los temas de una hipotética “poesía civil”, el momento parece hoy especialmente apto para volver. No sólo en Estados Unidos hay un regreso de las actitudes rígidas, del ánimo simplificador y además bélico. De modo consecuente, retornan los sueños de felicidad conformista, esta vez consumista, que caracterizaron a los ‘50 pero que ahora suelen convertirse en pesadillas no muy disimuladamente autoritarias. Como un martillo, el terrorismo golpea una y otra vez.
Además de su peso específico poético, del otro lado están los poetas “beat”.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario