Como recuerda un poema de Philip Larkin, los “angry young men” (jóvenes iracundos) fueron los primeros que en Inglaterra pusieron el sexo en un primer plano antes del primer LP de los Beatles. La novela Lucky Jim (1954) de Kingsley Amis fue el puntapié inicial, la primera obra de ficción del poeta que se convirtió, para sorpresa de su autor, en un rápido e incómodo best-seller y en el símbolo de una generación en movimiento. Sólo unos meses antes se había publicado Sigamos bajando del también poeta, también inesperado best-seller, John Wain. En una Argentina entonces más atenta a las obras provocativas que a las sedantes, la novela mereció una traducción de J. R. Wilcock que supera al original, publicada en la editorial La Isla, y que no ha sido reeditada. En teatro, Recordando con ira (1956) y las otras obras de John Osborne como los “dramas de pileta de lavar los platos sucios” (kitchen-sink dramas) de Arnold Wesker , fueron un éxito puesto y repuesto en escena en Argentina. Más aún, Wesker parece un autor argentino por su crueldad de entrecasa con sus madres oprimentes, sus varones que no saben sacudirse la opresión femenina y que sucumben a un humor de recluso o a proyectos políticos destinados al fracaso. También el free cinema inglés de los ’50 y ’60 nació de las versiones de novelas de “angry young men”: las epopeyas de proletarios que ascendían, o descendían más, socialmente. En 1951, el filósofo religioso Leslie Allen Paul publicó un volumen titulado Angry Young Man, historia de un marxista que en los años de entreguerras exalta la lucha de clases para terminar convertido al cristianismo. Pero la expresión que definiría a los jóvenes iracundos entró en el uso popular sólo después de representada la obra de Osborne en el Royal Court Theatre, el 8 de mayo de 1956. El protagonista de Recordando con ira es Jimmy Porter, cuyo nombre va unido al de Lucky Jim. Jimmy es un nostálgico que oculta bajo la máscara de la lucha de clases sus propias tensiones sexuales, y que maltrata a su mujer porque proviene de una honorable familia, y porque, en suma, las mujeres no lo atraen tanto. Las protestas de Jimmy en contra de la monótona, fosilizada vida inglesa encontraron eco en el público, que parecía reconocer en el actor a un íntimo confesor. “Nadie quiere más poemas sobre filósofos o pintores o novelistas o galerías de arte o mitología o ciudades extranjeras u otros poemas. Al menos, tengo la esperanza de que nadie los quiera.” Con este manifiesto, Kingsley Amis disparaba contra la atmósfera sofocante de la alta cultura británica de la posguerra, la ceguera de esta cultura ante las urgencias de una vida cotidiana durante los años de la descolonización y la caída ya indefectible del Imperio Británico. Fueron años de austeridad y represión internas. En aquella asfixia social y cultural asoma la respuesta a una pregunta que reincide en las antologías: ¿cuáles eran los motivos de ira en estos jóvenes iracundos, es decir, qué les hizo Inglaterra? El ideario de los “angry young men” se identificó muchas veces con una nueva sobriedad y con un placer desesperado por la comedia negra, la sátira y la iconoclastia. Cansados del internacionalismo cosmopolita, de la experimentación vanguardista, lo estaban más del individualismo romántico, de la figura del artista tortuoso, de la religiosidad y el martirio sensiblero que habían favorecido a muchos escritores de entreguerras (no a todos, porque ellos elegían como modelos favoritos a escritores de prosa sintética y astringente, como George Orwell y Christopher Isherwood). Los “angry young men” eran escépticos y democráticos y en la figura del héroe encontraban motivos de carcajadas. Inglaterra ya había perdido el control del mundo y las opciones comunismo o nacionalismo fervoroso eran ahora del todo inapropiadas. Los poetas a los que se agrupa bajo el nombre The Movement (Philip Larkin, Amis, Wain, D. J. Enright) se vieron, alternativamente, como la respuesta mejor articulada tanto a la bohemia irresponsable como el academicismo demasiado centrado sobre sí mismo. Políticamente muy incorrectos, cáusticos e intolerantes, no se sentían obligados a dar explicaciones filológicas como la de que el hombre, para designar “humanidad”, no incluyera a la mujer. Por eso también la literatura de la vida obrera en los grandes centros urbanos (aquella anticipada por Orwell y continuada por Alan Sillitoe, Richard Hoggart y Osborne) fue una extensión natural de sus propios temas. La generación de los “angry young men” no le temía a la cultura de masas. Si a principios de siglo las universidades de Oxford y Cambridge eran exclusividad de las clases altas, en los cincuenta quedaron abiertas a un público más clasemediero y aun proletario (por un sistema de becas y promociones). También se abrieron y fomentaron nuevas universidades, de ladrillos todavía relucientes y sin añejar (red-brick Universities, en designación no siempre mejorativa, no siempre despectiva). Muchos para quienes los obstáculos de clase parecían antes insalvables, ahora se veían como los señores del orden inglés. Salidos de las universidades, asimilados y reconocidos por la sociedad, las muestras de favoritismo eran su orgullo o su protesta. Un personaje clave de Sigamos bajando es el aspirante a novelista Flourish, cuya obra es vanguardista porque eso es lo que aprendió en la universidad que deben hacer los novelistas. La novela le llevará a este personaje nada menos que quince años terminarla, y “vivía preocupado, malhumorado y silencioso, salvo cuando el azar provocaba el despertar de algunos de sus resentimientos dormidos; en ese caso se volvía vehemente y retórico”. Es contra esta clase de gente que reaccionaron los “angry young men”. Ante el cómodo conformismo o ante la ridícula protesta de quienes han perdido el contacto con la realidad. El segundo lustro de los años cincuenta en Inglaterra fue desconcertante desde todo punto de vista. Fueron los años en que estuvo marcada a fuego por dos acontecimientos: la bomba atómica y el colapso imperial. Pero también fueron años de alteraciones mucho más radicales que las ocurridas en los tímidos años veinte, o en los penosos treinta, o incluso en los heroicos, pero estáticos, años cuarenta.
La gran revolución que despunta en los cincuenta no fue la vehiculizada por el creciente bienestar de los adultos dentro de un Estado de bienestar laborista sino de una nueva porción de la sociedad que, cada vez más, era imposible condensar en fórmulas clasistas. Nacían los adolescentes porque anteriormente se era niño o, en su defecto, adulto. A partir de los años cincuenta se da en Inglaterra una situación antes impensada: la evasión de las barreras de clase ya no era dada por el ingreso en el ejército, o en la cárcel. Nacía también el pop, cuyos admiradores adolescentes eran más indiferentes que hostiles al establishment. Porque también los poetas más laureados y exquisitos de Inglaterra –además de Larkin, Donald Davie, Ted Hughes y Thom Gunn, que abandonó la precisión provincial británica por California– pertenecieron al Movimiento, fue indiferente para este nuevo grupo o sector social. Una obra como Recordando con ira, con tantos lamentos contra lo viejo y lo instituido, no tenía para ellos el menor significado. Si la obra de Osborne existe es gracias al viejo orden. Y aquí sí el adolescente coincide con otra dimensión de los jóvenes iracundos: la burla del “angry young man” estaba dirigida hacia un mundo al cual, secretamente, querían infiltrar. Pero el pop no tiene secretos y no tiene nada que ocultar. Como tampoco lo tendrá el punk, para que, por otra parte, las clases medias nunca son eróticas.
Los “angry young men” se distinguieron por el interés, aun la pasión, por formas democráticas de la cultura popular y de masas, como el jazz y el rock y el cine. No es casual que las formas favoritas provinieran de América. 1956 es el año de Elvis Presley (a cuya figura Thom Gunn dedicó uno de sus más famosos poemas) y de James Dean. La unión de ideal sexual y destino trágico, de la muerte joven, marcaría toda la historia posterior del rock y del pop, proponiendo y alertando un deseo al tiempo que se lo incentivaba señalando su punición.
Un camarada de ruta de los “angry young men”, Colin MacInnes, publicó en 1958 un artículo clave, “Pop songs y teenagers”, el primero acaso que acepta al pop en sus propios términos. Un outsider, MacInnes supo sin embargo introducirse y conocer los códigos de la cultura adolescente, en un trabajo que después deformarían con obstinación los Estudios Culturales.
“Inglaterra es, y siempre ha sido, un país infestado de gente que nos dice qué hacer, pero es un país de autistas que nunca saben qué está pasando”, escribió MacInnes. Su novela Absolute Beginners, escrita durante 1958, marca un momento de giro radical: el rock’n’roll clásico parece haber llegado a uno de sus fines, Jerry Lee Lewis es expulsado de Inglaterra por la caza de los diarios sensacionalistas, Elvis está en el ejército, los últimos “Teddy boys” se empiezan a convertir en los primeros nazis del National Front.
El protagonista de Lucky Jim es Jim Dixon, joven apenas recibido de licenciado en Historia que quiere hacer carrera en la universidad. Su primer puesto es el de una ayudantía en la cátedra del profesor Welch. Dixon trabaja gratis: corrige los artículos del titular, arma las fichas, propone bibliografías. Pero Welch jamás relaja las jerarquías. Un inagotable resentimiento va inundando poco a poco las esperanzas del joven Dixon. Y comienza a imaginar los modos de vengarse en contra de Welch. Nunca los llevará a cabo porque tiene, lo que se dice, modales y equilibrio. Y porque quiere hacer carrera en la universidad. La hará también en la vida social en términos más amplios. Como Lucky Jim, otras novelas de los “angry young men” unen status social y status marital. Esto ocurre con Jill (otra novela precursora, del poeta Philip Larkin, 1946) y con Sigamos bajando; también con la posterior That Uncertain Feeling (del mismo Amis, 1955). La solución elegida por los jóvenes iracundos para dar un fin a la intriga dramática es convencional: la epopeya picaresca se termina con el casamiento.
Los autores, y los lectores, supieron reconocer el artificio. Sabían que de prolongarse el futuro de los protagonistas, no habría un final feliz. Son en cambio finales sexual y políticamente problemáticos: ¿cómo retener la admiración por antihéroes que acaban siendo partes de un mundo que despreciaron con tanta gracia durante tantísimas páginas?
La ficción de los “angry young men” está así obsesionada por el ascenso y descenso sociales. Como en deliberada respuesta a Sigamos bajando, John Braine publicó en 1957 una novela que lleva por título una metáfora espacial de signo contrario: Room at the Top, que transcurre en una pequeña ciudad de Yorkshire. Su héroe, Joe Lampton, es un descarado oportunista que trabaja en la municipalidad y que seduce, y se casa, con la próspera Susan Browne, a pesar de su pasión por una mujer también casada pero mayor, y un poco más infeliz. Lampton representa el cinismo cruel en contra de las buenas intenciones laboristas. Y sus ascensos y decepciones se acentúan en una continuación de 1962, Life at the Top.
La primera novela de Sillitoe, Saturday Night and Sunday Morning (1958), gira, en cambio, alrededor del semianarquista Arthur Seaton, obrero en una fábrica de bicicletas en Nottingham. Es rebeldón, renuente a las autoridades y a las jerarquías, al gobierno, al ejército, a los vecinos que espían. Descarga su energía en las mujeres y en la bebida, y sus momentos tranquilos los pasa pescando en el canal. Su affaire con Brenda, casada con su compañero de trabajo Jack, encuentra un doblete en Winnie, hermana de Brenda, con la que empieza a tener sexo la noche en que Brenda intenta abortar con gin y agua caliente siguiendo la receta de su tía Ada. Esta doble relación se termina cuando unos soldados –uno de ellos el marido de Winnie– le dan una buena paliza. Entonces Arthur dirige su atención, por decirlo de algún modo, hacia Doreen, con quien promete casarse en el penúltimo capítulo. La actitud de Arthur resume la de muchos “angry young men”: es a la vez agresiva y evasiva. Cuando un sargento le dice a Arthur “Ahora eres un soldado y no un Teddy boy”, él responde, tan argentino: “Yo soy yo y nadie más, y lo que los demás piensen que soy yo, yo no soy eso, porque no saben un carajo quién soy yo”. Sillitoe escribió también el guión para el film homónimo de Karel Reisz (1960), que se convirtió en uno de los más célebres del cine británico. Décadas después, Sillitoe publicó una sobria continuación, Birthday (2002). La autobiografía del escritor inglés Martin Amis, Experiencia (2000), cierra –casi como en un psicoanálisis exitoso– con la muerte de su padre, Kingsley Amis. Del mismo año es la publicación póstuma de las cartas del padre Kingsley, que han sabido refutar involuntariamente a toda una generación del país que promovió en los ’90 a un joven escritor con la suficiente confianza en sí mismo como para publicar una precoz autobiografía con apenas 50 años cumplidos. El epistolario y las memorias admiten otros puntos en común. Kingsley Amis y Martin Amis ocuparon casi los mismos lugares como iconos en sus respectivas generaciones. Y los dos enfrentaron una más intensa adulación, imitación y atención mediática que la mayoría de sus contemporáneos. Pero cuando Martin decidió convertirse en escritor, y comenzó a trabajar con fanatismo para ganarse un puesto en Oxford, y a desarrollar su talento bajo las alas de Nabokov y Saul Bellow, Kingsley representaba el antimodernismo en muchas direcciones, Martin fue en algún punto el abanderado del posmodernismo, el autor que se fascina por el best-seller (y por convertirse en un best-seller), y cuyos temas, generalmente mínimos, resultan fríos para el lector cuando hacen el ademán de convertirse en mayores. Martin Amis comparte con los noventa la evasión, la fría oblicuidad hacia la vida, el progresismo en política, la actitud generosa y tolerante hacia las mujeres. Kingsley, por el contrario, es del todo “cincuenta”: antifeminista y hasta misógino, con aversión por Europa, hostil al outsider, pesimista acerca de su propio país y conservador desde el punto de vista cultural, social y político. Pero estos rasgos, y la violencia que los acompañó, fueron los del ánimo del movimiento que dio en llamarse “angry young men”, equivalente contemporáneo e intelectual de los “beatniks” norteamericanos, y que este año cumple cincuenta años desde su nacimiento oficial.
1 comentario:
Gracias por esta noble lectura.
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