sábado, diciembre 18, 2004

SAN FRANCISCO BEAT

Hace cincuenta años, San Francisco fue el lugar de nacimiento de la contracultura, así, en singular. Más tarde se usaría el plural y se hablaría de movimientos contraculturales. Pero a mediados de los años ‘50, en esa ciudad, se abría la semilla de una planta de poder cuyos efectos aún estamos tratando de entender. Una noche de niebla de octubre de 1954, bajo los efectos del peyote, Allen Ginsberg tuvo una visión del monstruo omnívoro y estéril que vivía en el corazón urbanoindustrial-militar de la civilización y lo describió como un “Moloch de ojos de mil ventanas ciegas”. El Moloch no era otro que el Sir Frances Drake Hotel, situado en el 450 de la calle Powell de San Francisco. Todo sigue ahí: el monstruo y sus enemigos.
Hay que subir la cuesta hacia North Beach –el viejo vecindario poblado por antifascistas italianos en los años 40, entre Telegraph Hill y el Barrio Chino– para encontrarse con los bares y arterias donde vivieron y bebieron los escritores que se conocieron en Nueva York pero se mudaron a San Francisco para crecer y madurar juntos a mediados de los ‘50. O tomarse un ómnibus municipal que remonte la colina hasta Coit Tower para luego hacer la recorrida a pie cuesta abajo por Montgomery.
Al 1201 de esta calle, en la esquina con Green, está el edificio –hoy más paquete, careta, renovado hasta la náusea– en el que Gary Snyder compartió un departamento con Philip Whalen. Snyder, nacido en San Francisco en 1930, trabajaba durante los veranos de la década del 50 como vigía forestal para controlar incendios, pero su vida inspiró algo más que el personaje de Japhy Ryder que Kerouac instaló en Los vagabundos del Dharma. Escasamente traducido al castellano, Snyder, que publicó nueve libros de poesía y ocho de ensayo, aún enseña inglés en la Universidad de California y es el nexo beat entre el zen, la ecología y las tradiciones de Whitman y Thoreau.
Dos cuadras más abajo, en Montgomery 1010, Ginsberg escribió en 1954 la mayor parte de Aullido. Fue después de un largo viaje a México y de parar unas semanas en San José, en el hogar de Neal Cassady, el Dean Moriarty de En el camino. El problema era que Neal ya estaba casado, y la hospitalidad terminó de golpe cuando su esposa Carolyn lo sorprendió en medio de una orgía organizada por Ginsberg. Dicen que éste tuvo que marcharse apenas terminó de ponerse los pantalones. Primero vivió en el Marconi, un hotel barato de la calle Broadway recomendado por Kerouac; luego se mudó con su amante Peter Orlovsky a este edificio, cuya fachada, salvo por la pintura, sigue prácticamente igual.
La leyenda sostiene que no era raro encontrar aquí a Ginsberg desnudo o en calzoncillos sobre todo cuando llegaban visitas (alguna mujer) para Orlovsky, que era bisexual y se consideraba hétero (Allen también era bi en esa época, pero ya se llamaba a sí mismo queer). Había un cartel sobre el espejo del baño: “Con o sin ropa, no somos obscenos”. Y otro en el living, con los “Fundamentos de la prosa espontánea” de Kerouac. De este departamento salieron algunas de las imágenes del mito Ginsberg que dieron la vuelta al mundo. Un mito fotogénico: su conciencia performativa despertaba ante el ojo de la cámara o del público. Claro que leemos y entendemos más su cuerpo que sus palabras, poco o mal traducidas. Se pierde la respiración, el jazz, el beat de esas reiteraciones, que podemos evocar –si se quiere buscar influencias beatniks en Argentina– en el Néstor Perlongher que escribió Cadáveres o Alabanza y exaltación del Padre Mario.
Por su parte, Kerouac se instaló en 1954 en el hotel más lumpen del centro, el Cameo, después de haber pasado él también un tiempo en el hogar de los Cassady, mientras desesperaba por la demora de los editores (Little, Brown) que habían prometido leer En el camino, ya reescrita varias veces y hasta retitulada Beat Generation. Kerouac venía trabajando en ella desde 1948. Entre el 51 y el 52, mientras vivía en lo de Cassady en San Francisco, hasta se dio el lujo de reescribirla con este protagonista a su lado. Aquella famosa escritura de un tirón –tressemanas de tipeo furioso en un rollo de papel de teletipo– no había sido más que la tercera versión; la mejor de todas, según su biógrafa Ann Charters; pero aun después de esa catarsis, el autor tuvo que seguir agregando material al relato. Mientras tanto, su vida oscilaba entre los bares y las bibliotecas públicas en las que estudiaba los Sutras budistas y el Bhagavad Gita. Parte de sus lecturas se volcó en los poemas de San Francisco Blues, y también en un borrador inédito de cien páginas titulado Some of the Dharma. En el 54, cuando los editores le devolvieron En el camino con una nueva negativa, Kerouac, en un rapto de desesperación, trató de cambiar el personaje del narrador-protagonista, Ray Smith, por un budista vagabundo. El intento no tuvo éxito, y la versión que terminó por publicarse fue la anterior.
Kerouac soñaba que sería recordado en la literatura norteamericana como Joyce en la inglesa, y que su “prosa espontánea” provocaría una revolución. Hoy, en cambio, lo recordamos como el cronista-testigo de escenas inspiradoras de más de una generación. En las calles de San Francisco construyó el escenario de Los subterráneos, donde se narra la historia de Mardou, la chica negra de la que se enamoró en Nueva York en el 53. Y esta novela sí fue escrita de una sola vez, en un esfuerzo de tres noches, batiendo todos los records de velocidad del autor. La acción comienza con Mardou sentada con un grupo de amigos sobre el guardabarros de un auto estacionado frente al bar “Black Mask de la calle Montgomery”, probable nombre ficcional del Black Cat Café de Montgomery 710, que desde principios de los ‘50 ya ofrecía espectáculos con drag-queens y fiestas de Halloweeen que algunos consideran el punto de nacimiento del orgullo gay en la Costa Oeste, adelántandose a Nueva York en más de una década.
¿Por qué San Francisco y no otra, por ejemplo Los Angeles? ¿Qué había en esta geografía por aquellos años? Lawrence Ferlinghetti recuerda que se llegaba por tren y por ferry, de modo que desde el Embarcadero las colinas de edificios blancos le daban un aspecto de ciudad mediterránea, como Túnez. Rodeada por el agua por tres de sus lados, San Francisco podía ser delirada como una provincia estadounidense de ultramar a punto de declarar su independencia. Por otra parte, tenía una tradición de bares y cafés inexistente en ciudades más conservadoras. Se corría la voz de que había fiesta todo el tiempo. Gracias a la fiebre del oro y a la inmigración china, a mediados del siglo XIX había un bar por cada cincuenta habitantes. Y grandes salones de concierto que querían imitar al Moulin Rouge de París. Cada febrero, los estudiantes de la Escuela de Arte celebraban un baile de carnaval coronado a la medianoche por la elección del Rey y la Reina de Bohemia, cándidos precursores de esa marcha de disfraces de Halloween en la calle Castro que hoy puede reunir a 200 mil personas en una sola noche. Luego, en la playa de Carmel, unos ciento setenta kilómetros al sur, creció a principios del siglo XX una comunidad de escritores y artistas que tuvieron influencia sobre esta ciudad: Mary Austin, George Sterling, Gertrude Stein, Isadora Duncan, Frank Burgess y Jack London.
Fue London, con su no-ficción The Road (1907), el que abrió camino para la escritura trashumante de Kerouac. También fue clave el rol de la radio KPFA, una emisora no-comercial fundada por el anarcopacifista Lewis Hill en 1949, que difundía la música negra de Nueva Orléans junto a lecturas de la vanguardia literaria. Y aunque la mayor parte de las editoriales siguieron concentrándose en Nueva York, en San Francisco se afirmó una tradición de pequeñas casas de edición y una atmósfera político-cultural mucho más apta para dar cabida a una generación de ruptura como la de los beat.
La librería-editorial City Lights se instaló justo frente al Vesubio Café, en el cruce de la avenida Columbus y la breve cortada que hoy lleva el nombre de Jack Kerouac. Aquí aún se puede encontrar a Ferlinghetti cuando sale de su oficina, si tiene un momento libre en medio de uno desus viajes de negocios, lecturas o conferencias. Yo pude hablar cinco minutos con este editor y poeta de 84 años, veterano del desembarco en Normandía de un metro noventa y barba blanca, y recoger sus impresiones de la ciudad en los años ‘50, que desgranó de modo disperso o distraído, mientras firmaba un autógrafo a un joven japonés, editor de una modesta revista literaria de Japón cuyo título era, sencillamente, Beat.
Según recuerda Willy Maspero, un argentino que hace 30 años llegó a San Francisco haciendo dedo desde México, con su guitarra y el pelo hasta la cintura, y que hoy trabaja de chofer de micros de turismo urbano, ya no aparecen por el Vesubio los ómnibus con turistas que en otras épocas bajaban con la ilusión de dar con el bohemio arquetípico de boina, barba y sandalias. Pero en las paredes del café-bar siguen colgados los cuadros con fotos de todos los próceres beats, además de fragmentos de sus poemas y anécdotas. Aquí es donde Allen Ginsberg escribió en 1954 un poema a una novia que tuvo antes de empezar su relación con Peter Orlovsky: “Esperando a Sheila en el Vesubio”.
Si de Columbus uno toma por Vallejo hasta Grant, se encuentra con el Caffe Trieste. Tiene fama de servir el mejor espresso de North Beach y de ser el mayor lugar de encuentro de escritores desde 1956 hasta el presente. Aquí pararon y escribieron “las mejores mentes” de esta generación y quizá de las siguientes, desde Kenneth Rexroth hasta Gregory Corso y Diane Di Prima. Se dice que incluso Coppola se sentó en una de estas mesas con un grabador para corregir su borrador del guión de El padrino.
Saliendo de North Beach hacia el distrito Marina, en dirección al noroeste, en Fillmore 3119 está la fachada del lugar donde se realizó la primera lectura beat en público, en la legendaria Six Gallery. Ahora hay un negocio de ropa, pero dicen que el edificio se conserva tal cual. La galería de arte under abrió en octubre del 54 con una instalación que la hizo famosa en dos días: en esa misma vidriera que hoy se ve al frente colocaron un inodoro sobre el cual pendía una carta oficial llamando a la incorporación a las fuerzas armadas. En plena guerra de Corea, una comisión policial allanó la galería y desalojó la instalación. Un año más tarde, en ella se reunieron para leer Allen Ginsberg, Gary Snyder, Michael McClure, Philip Walen y Philip Lamantia, mientras Kerouac juntaba dinero para comprar vino, pasaba una damajuana entre los presentes y alentaba a los poetas a los gritos. La escena se narra en Los vagabundos del Dharma, con los nombres cambiados. Allí se escuchó Aullido por primera vez en público; Ferlinghetti, que estaba en la audiencia, le escribió esa misma noche a Ginsberg para proponerle la publicación de Howl and Other Poems, que a su vez sería secuestrado bajo cargos de obscenidad y llevaría a la editorial –y a la generación beat– a ganar un juicio oral y público histórico. Como dijera años más tarde el mismo Ginsberg: “Tuvimos suerte, gracias a la policía”.
Y si uno vuelve al centro por Fillmore, puede que un sábado a la tarde se encuentre con una de esas marchas contra la guerra de Irak que no muestra la CNN. Hay varias puestas en escena, distintas performances en esta manifestación de veinte mil individualistas, cada uno con su disfraz, cartel o consigna. Una mujer con un letrero que pide “Granjas de Marihuana” en vez de armas para robar petróleo. Trajes de los extraterrestres que habrían secuestrado las armas de destrucción masiva de Hussein; parodias de Rumsfeld o de Powell. Un carnaval disidente en recorrida masiva por una ciudad donde Schwarzenegger perdió (aunque ganara en el resto de California).
A la cabeza marchan dos hombres y una mujer desnudos. El mayor de todos, Chuck, tiene 76. Ella no dice su edad, el otro tampoco; pero se ve que son más jóvenes. La desnudez muestra rollos, várices, incluso una enorme hernia inguinal sobre la bolsa testicular del veterano, como esas heridas o cicatrices de la vida que un buen guerrero nunca oculta ni mete paraadentro: la marca es exterior, no interna. “Vergüenza es la guerra”, dice Chuck, alzando la voz áspera sobre los cantos de los manifestantes: “Estos cuerpos son nuestros, no le pertenecen a Bush”. Como Ginsberg, como un San Beatnik peludo, de labios gruesos, leyendo sus poemas sin ropa, sabe que la desnudez perturba cuando no se la espera. En lecturas de poesía, en la calle, al frente de una manifestación contra la guerra (Irak, Vietnam, Corea: el tiempo no pasa): el cuerpo y el alma desnudos por tanta presencia de la carne es, desde hace medio siglo, una de las marcas registradas por la Beat Generation.
¿Otras marcas? Más que en la literatura, los efectos beat intervinieron en las costumbres: la afirmación de las diferencias, como un radical principio de individuación que, a partir de la sexualidad, quiere liberarse de la normativa social; un “liberacionismo” que abarcó al Gay Liberation y colaterales; los devenires y políticas minoritarias de género y transgénero. Luego, el derecho al éxtasis mediante sustancias modificadoras de la percepción, con su correlativo interés por el artista-chamán, la magia, lo oculto. Por último, una mística de la naturaleza que articula saberes orientales con tradición indoamericana y neopagana. Esas tres patas en las que se apoyó el animal que llamamos contracultura –y que la cultura de izquierda nunca asumió como propias, salvo fragmentaria y tardíamente– fueron los temas centrales de la generación beat desde los años ‘50.
Por eso, quien vaya hoy a San Francisco no llevará flores en su pelo. Podrá encontrar en estas calles, como en todas partes, muchos “viejos hippies”, pero difícilmente un “viejo beatnik”. Los beats siguen siendo más jóvenes que los hippies: más pesados, tercos, resistentes, duraderos.

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