En Las voces de la libertad (Edhasa), Michel Winock estudia el compromiso político y social de los intelectuales franceses durante el siglo XIX. La herencia de esos hombres y mujeres, entre los que se cuentan Benjamin Constant, Victor Hugo, Emile Zola, George Sand y Madame de Staël, marcó el papel que habrían de desempeñar sus descendientes espirituales no sólo en Francia, sino también en el resto del mundo occidental
Las voces de la libertad, del historiador Michel Winock, acaba de aparecer en castellano. La obra lleva por subtítulo Intelectuales y compromiso en la Francia del XIX. ¿Qué estudia este voluminoso trabajo de más de novecientas páginas? La figura del hombre de letras como vocero de una causa política o, más ampliamente, de un ideario social. Bueno es recordarlo a comienzos del siglo XXI. Las voces de la libertad, en lo que atañe a los intelectuales, se reducen desgraciadamente a unas contadas expresiones, diseminadas mayormente en América y Europa. Pocos son hoy los escritores que rebasando el campo académico y el ejercicio absorbente de sus especialidades, han querido y sabido aunar, al cumplimiento de su vocación, el compromiso con los problemas que en tantos órdenes enfrentan sus comunidades y la comunidad internacional. No obstante, la palabra de los intelectuales no deja de ser objeto de la demanda social tras la apatía que siguió al descrédito en que cayeron las polarizaciones entre izquierdas y derechas, a fines del siglo pasado. De ellos se espera un planteo más matizado que el que proviene de los líderes políticos que hoy rigen el mundo; una reflexión más honda y más franca que la que alientan los maniqueísmos. Los imperialismos abiertos o solapados de esta hora, así como los fundamentalismos de distinto signo, están lejos de agotar en sus planteos la lectura de lo que nos pasa. El libro de Winock nos remite a un período histórico en el que los ideales progresistas, orientados hacia la instauración de una sociedad más justa, absorbieron el interés de buena parte de la intelectualidad francesa. Crear ficción e incidir sobre el curso de los acontecimientos pasaron a ser imperativos convergentes. Realismo y ensoñación se fundieron así en un proceso complementario cuyos frutos indaga este ensayo. Dividida en tres secciones, la obra de Winock se extiende, en conjunto, desde los días fundacionales de la Revolución de 1789 hasta el apoteótico adiós brindado a Victor Hugo en sus funerales. Más de treinta protagonistas de la cultura francesa del siglo XIX desfilan por sus páginas. Como es fácil advertir, el territorio biográfico e histórico abarcado no puede ser más amplio y, repasando los nombres que lo animan, no puede ser más elocuente. En lo que hace a sus recursos narrativos, Winock entiende que la historiografía procede como la novela: "elige, simplifica, organiza". Su propósito es contar la historia de los combates llevados a cabo por los hombres de letras, los escritores y los escribientes (siguiendo la distinción de Roland Barthes) confundidos a favor de la libertad, a la vez contra los poderes y contra los demás hombres de letras, servidores de la autoridad reaccionaria o de la autoridad utopista". No le interesa, pues, elaborar una historia literaria. La trama de su libro es política. Ello explica la ausencia de ciertas figuras estelares de la poesía. Justificadamente entonces, brillan por su ausencia De Vigny y Nerval. Lo mejor de la atención y del afán analítico de Winock se concentra en autores como Constant y Zola, por ejemplo, para no hablar de Victor Hugo. ¿Qué advierte en ellos Winock? La consagración apasionada a la política, su incidencia sobre la opinión pública en torno a los problemas éticos y sociales, el talento literario puesto al servicio de la consideración de la actualidad. La crónica, el artículo, la nota periodística, le deparan las evidencias que busca. Textos menores para una mirada convencional, de ellos sin embargo extrae Winock la savia que nutre el tronco de su apasionante propuesta. Con ellos reconstruye los caminos transitados por la búsqueda de libertad en el siglo XIX. Entre los señalamientos centrales de Michel Winock figura éste: los hombres y mujeres del siglo XIX "presentan, desde el punto de vista político, una particularidad que los distingue a la vez de los intelectuales del siglo XVIII y de los intelectuales del XX". Para evidenciarla, Winock recurre a una página célebre de Tocqueville, extraída de El Antiguo Régimen y la Revolución. A propósito de los primeros (es decir, los intelectuales del siglo XVIII) Tocqueville afirma: "Mientras que en Inglaterra aquellos que escribían sobre el gobierno y los que gobernaban estaban mezclados, y unos ponían en práctica las ideas nuevas, mientras otros recogían y circunscribían las teorías con la ayuda de los hechos, en Francia (durante ese mismo siglo) el mundo político quedó dividido como en dos provincias separadas y sin comercio entre ellas. En la primera se administraba; en la segunda se establecían los principios abstractos sobre los cuales se debe fundar toda administración". De modo que, en el siglo XVIII, Francia vivió sumida en una disociación profunda entre realizadores y pensadores de lo político. Estos últimos abocados, según Tocqueville, a elaborar consideraciones sobre una ciudad ideal que distaba de ser aquélla donde la historia desplegaba cotidianamente su vértigo y sus contradicciones. Considera, además, Michel Winock que ese mismo diagnóstico puede aplicarse a los intelectuales del siglo XX, "época en la que tanto se habló de compromiso". "Los escritores del XIX, a su vez, también se comprometieron, añade Winock, y ahí reside el propósito de nuestro estudio. Se comprometen por o contra la libertad, a favor o en contra de la monarquía y de la República, a favor o en contra del socialismo. Pero si muchos de ellos construyen todavía castillos en el aire, la mayor parte se asigna a sí misma el deber de participar en la acción. Solicitan escaños parlamentarios, se convierten incluso en ministros o hasta en jefes de gobierno. En esta sociedad censataria, y desde luego elitista, incluso después de la instauración del sufragio universal, desean asumir sus responsabilidades y sus convicciones. Aristócratas de nacimiento o del saber o del talento, estiman que si piensan y comentan la política, deben hacerla también." Nada muy distinto, como bien se ve, de lo ocurrido entre nosotros, los argentinos, a lo largo del siglo XIX, pródigo en figuras destacadas en el campo intelectual y reacias a escindir su labor creadora del quehacer político. El alejamiento de los intelectuales de la política argentina sobrevendrá recién en el siglo XX. Su ejercicio, especialmente errático a partir de 1930, verá alternarse, en la administración del poder, a militares y civiles que serán, en su mayoría, abogados y ya no escritores. Winock no se interesa únicamente por los escritores comprometidos. También le importan las escritoras. No se le escapa el notable desempeño de las mujeres del siglo XIX en la transformación de la política francesa. Ellas, subraya, "no podían pretender la obtención del mando. Su presencia, en la vida política, por tanto, es mucho más asombrosa aún, y mucho más fuerte, sin duda, que en el siglo XX. Germaine Staël, George Sand, Flora Tristan, Marie d´Agoult (Daniel Stern), Jenny d´Héricourt, Pauline Roland, Louise Michel, Séverine, tantas y tantas mujeres de letras que, desafiando las barreras jurídicas, la reprobación social y la ironía o los llamamientos a la prudencia de sus mejores amigos, no dudaron el lanzarse al combate político. Desde luego, todo separa (y no solamente el tiempo) a la liberal madame de Staël, hija de las Luces y del barón de Necker, de la pasionaria Louise de Michel, comunera y anarquista. Queda esa presencia femenina obstinada en el centro del foro". Al volver la mirada sobre las costas del Río de la Plata, el siglo XIX ofrece un panorama muy distinto. Ni rastros de protagonismo femenino en el escenario político. Llamativo contraste con el siglo XX en el que las mujeres, especialmente en la Argentina, alcanzarían el centro de la escena cada vez con mayor intensidad. A Michel Winock no sólo le importan las convicciones de esas mujeres y de esos hombres del siglo XIX francés consagrados a la política con el mismo fervor que a la literatura. Explora sus vidas con idéntico interés. Mejor aún: enhebra el relato de sus biografías con la génesis y el desarrollo de sus ideas. No olvida ni la sorprendente coherencia que a veces existió entre unas y otras, ni las incoherencias, notorias en más de un caso, que también tuvieron lugar. ¿Un ejemplo restallante de esto último? El de Benjamin Constant. "Su vida veleta e indecisa contrasta violentamente con el vigor de su pensamiento y el rigor de su pluma". Este es uno de los retratos más logrados entre los retratos ofrecidos por Winock. Otro de la misma estirpe: el de Augusto Compte. Tras su místico amor por Clotilde de Vaux", el fundador del positivismo desembocó en la invención "de una religión delirante". A diferencia de nuestro tiempo, signado por el escepticismo en el ascendente de los valores morales sobre la política, el siglo XIX apostó a la concreción de las esperanzas colectivas. Se sintió heredero de la ilustración. Concibió las utopías mesiánicas y creyó en ellas y en el sentido de la historia. Por cierto, de esa fe desenfrenada nacieron muchas atrocidades políticas del presente. Una misma matriz produjo los horrores de izquierda y de derecha que envenenaron el siglo XX. No obstante, "el autor de esta obra, confiesa Michel Winock, sin ilusiones desmesuradas sobre la naturaleza humana, no esconde cierta admiración por esos hombres y mujeres que creyeron en el porvenir individual y social y cuyo principio, la libertad, sería la piedra de toque. No proponemos una época edificante cuyos protagonistas se fueran pasando, como ángeles de la paz, la antorcha sagrada de generación en generación. Es más bien la travesía de un siglo trepidante, contradictorio, a veces desesperante, pero cuyas obras de espíritu siguen siendo nuestra herencia inalienable". Es preciso volver a reconciliar la iniciativa política con las tareas del pensamiento. Ello equivale a recuperar una visión esperanzada del papel transformador de las ideas, sin caer por ello en las idealizaciones. La fascinación por las utopías ha poblado la tierra de muertos. No se trata, pues, de redimir al hombre a través de la puesta en práctica de un saber absoluto. No hay saber absoluto. Hay criterios, perspectivas diversas, encontradas, contradictorias más de una vez. Desoír esa diversidad es fatal para la convivencia. Aceptarla sin más es resignarse al aislamiento. Empeñarse en crearles un escenario propicio para la interdependencia es el imperativo de esta hora. Asistimos en el presente a un panorama yermo en lo que hace al debate de auténticas ideas. Cunde por donde menos debería una simplificación extrema en la caracterización de los problemas que nos afectan. La realidad sigue siendo un pretexto para la ideología. Hay un profundo cisma entre hechos y sentido. La palabra daña cuando pretende homologar sin más sus significados a las cosas. No hay equivalencia entre unos y otras y se olvida con demasiada frecuencia que esa disonancia es bienhechora para la libertad del espíritu. Pero también daña la palabra cuando es encubridora, cuando tergiversa lo que se sabe y se desentiende brutalmente de la ética en favor del poder. Es preciso sanear la noción de lo político. Los abusos corporativos la han envilecido. Pero abandonarla a su suerte puede empeorar las cosas. Nada facilita más el retorno de los totalitarismos que la presunción de que la vida humana es posible de espaldas a lo político. Basta ver la desorientación cívica que consume a las democracias avanzadas ante la embestida del terrorismo internacional: desconfianza creciente ante los inmigrantes, exacerbación de las posturas religiosas, aislacionismo, radicalización del espíritu nacionalista. Pestes, en suma, cuyo poder aniquilador quedó ampliamente demostrado en los siglos precedentes. Si bien la defensa de Occidente exige resolución y firmeza, no por ello debemos desconocer y enmascarar el penoso retroceso en que se encuentran los valores esenciales de la democracia. Principalmente tras el derrumbe mucho más que simbólico de las Naciones Unidas. Es en los países donde el progreso material prepondera donde lo mejor de la identidad occidental se dilapida a diario en un consumismo desenfrenado y en un hedonismo ciego e indiferente a la siembra de desigualdades. No podremos reconstruirnos si no entendemos qué precipitó nuestra caída. La lectura de estas novecientas páginas de Michel Winock no defraudará a quienes se atrevan a frecuentarlas. Darán acceso a propuestas interpretativas propicias para la comprensión de nuestro tiempo. Winock propone una visión del siglo XIX francés signada por los interrogantes que le formulan el hoy y el mañana de su país. Uno de ellos es el que insiste en saber si los intelectuales franceses, precisamente porque pueden interpretar con hondura el curso seguido por lo que pasa, volverán a actuar allí donde tanta falta hace obrar, siguiendo la brújula de la cultura y el don de la reflexión. Se trata, estima él, de devolver a la política la dignidad y el sentido democrático de que la privan los liderazgos mediocres y autoritarios.
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