Un obsesivo y empeñoso profesor de literatura veneciano, Piero Brunello, se tomó el trabajo de revisar la voluminosa correspondencia de Antón Chejov y extraer de allí unos 99 consejos para escritores.
El amigo le reprochó el entusiasmo con que el escritor eliminaba adjetivos, frases, párrafos enteros. “Se enamoraron, se casaron y fueron infelices”, le dijo el amigo. Si seguía tachando, le dijo, no iba a quedar nada. “¿Acaso hay algo más?”, le preguntó Chejov.
Una tarde un amigo encontró a Chejov corrigiendo un cuento en un banco de plaza. Chejov tachaba y tachaba. El amigo le reprochó el entusiasmo con que el escritor eliminaba adjetivos, frases, párrafos enteros. “Se enamoraron, se casaron y fueron infelices”, le dijo el amigo. Si seguía tachando, le dijo, no iba a quedar nada. “¿Acaso hay algo más?”, le preguntó Chejov. A propósito de su teatro, un crítico le observó que en sus obras había demasiadas escenas de comida. Y Chejov le respondió: “Eso es en lo que pensamos todo el tiempo. Y lo que hacemos cuanto nos es posible”. Otra anécdota que se cuenta sobre Chejov es la de esa joven señora que le enviaba sus cuentos atribulados de emociones. Chejov tardó en contestarle. Y cuando hastiado de la mojigatería, por fin lo hizo, le escribió: “Sus personajes lloran y usted con ellos. Quien debe llorar es el lector. Hágame caso: sea fría. Eso: sea fría”. Así era la manera Chejov de narrar. Que consistía además en capturar siempre “algo de la vida real, sin trama y sin final”.
Todas las anécdotas que se cuentan de Chejov acerca de su programa narrativo son similares. Todas orientan hacia un despojamiento y un ascetismo que confía que menos es más. Su biografía es una auténtica novela rusa: está plagada de sufrimientos, tanto económicos como físicos. Sufrió la miseria, un padre déspota, una familia crápula que debió mantener con lo poco que ganaba de médico, profesión que, opinaba, le fue útil para la escritura: la medicina, comentaba, había abierto su campo de observación. Empezó a probarse en el periodismo con estampas humorísticas, después con cuentos y más tarde se consagró como autor teatral. Como si no fuera bastante una peritonitis, enfermó de trastornos intestinales constantes y tuvo una tuberculosis aguda que se tomó con la misma distancia irónica de sus cuentos. “La vida es una marcha hacia la cárcel”, pensaba. “La verdadera literatura debe enseñar a escapar o a prometer la libertad.”
Una noche, mientras cenaba con su editor, empezó a toser sangre. Mientras lo apartaron del salón y le aplicaban compresas heladas, alternó los vómitos sangrantes con chistes riéndose de sí mismo. Mujeriego empedernido, terminó casado con Olga Knipper, una actriz tan atractiva como tonta. Después de su muerte, igual que tantas viudas ilustres y pícaras, la actriz usufructuó la obra del difunto y dio su versión de todo lo que, según ella, el escritor ignoraba.
Antón Pavlovich Chejov nació a orillas del Mar de Azor, en el sur de Rusia, en 1860. Y murió en una clínica en Badenwailler en 1904. Quienes escribieron sobre su vida no resistieron la seducción de un romanticismo que él habría despreciado. “Tres rosas amarillas”, el cuento de su último discípulo considerable, Raymond Carver, es un buen ejemplo que patina en ese lado cursi del viaje final, la agonía del artista tísico a los cuarenta y cuatro años, alojándose en el Savoy de Berlín, internándose más tarde en una clínica en la Selva Negra, persiguiendo la recuperación imposible. El viejo León Tolstoi lo visita. Acostado, tosiendo sangre, lo último que hace Chejov antes de morir es brindar con champagne con su mujer mientras una enorme mariposa negra entra a la habitación y rebota entre las paredes y el techo. Su cadáver es trasladado a Moscú en un vagón con el sello “Transporte de ostras”. Una multitud acude a su entierro. “Tres rosas amarillas” está plagiado con habilidad de escenas de la biografía que sobre Chejov escribió Henri Troyat, un biografista tan ortodoxo como previsible. Chejov no sólo anticipa a Babel (quien imaginó su propia biografía como “la historia de un adjetivo”) sino que es el antecedente de Hemingway y, por acá, desde Horacio Quiroga a Enrique Wernicke hasta los narradores que surgen en los ‘60, llega a moldear con su influencia también los actuales. Un solo cuento, “La dama del perrito”, una historia de adulterio (“la más burguesa de todas las transgresiones”, según Nabokov), ese cuento, le fue suficiente a Chejov para poner un punto y aparte en la historia del género y sentar las reglas del relato corto. Nadie que escriba cuentos, después de él puede negar qué es la luz pero tampoco qué es la sombra.
Chejov nunca escribió un ensayo sobre su teoría y poética narrativa. Sin embargo, a través de su correspondencia, puede rastrearse algo así como un corpus. Piero Brunello, un obsesivo profesor veneciano, se encargó de seleccionar las opiniones de Chejov volcadas en su voluminosa correspondencia y articularlas en libro. Lo que el oficioso Brunello hizo fue clasificar “99 consejos para escritores” en distintos temas como por ejemplo por qué escribir, para quién, la verosimilitud, las descripciones, los personajes y los sentimientos. La articulación tiene un aire de manual de autoayuda, de iniciación en un taller literario. Aunque el libro aspire a condensar el método Chejov de narrativa veloz, los fragmentos, con su tono de adagios, tienen una imbatible potencia pedagógica y, a la vez, resumen con sabiduría el arte de contar.
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