domingo, marzo 20, 2005

El dinero como mandato bíblico

¿Cómo se vincula la historia del pueblo judío con la acumulación de dinero? En su último ensayo, Jacques Attali repasa tres milenios de historia y narra la epopeya de los banqueros, mercaderes, campesinos, obreros e intelectuales que financiaron el nacimiento del capitalismo y que llegaron a ser, también, sus adversarios más implacables. "No se me escapa la condena sobre este tabú", dice el economista en su libro, que aquí se anticipa en exclusiva. Además, el análisis de la obra, la opinión de un rabino y una entrevista con el autor.
Mitos. Confusiones. Desconocimiento. Pasiones. Es casi imposible abordar el tema de los judíos y el judaísmo sin estas cargas valorativas que dificultan un acercamiento sensato a la cuestión. Jacques Attali lo intenta desde un ensayo cuyo provocativo título parece diseñado para satisfacer lo más estereotipado de los prejuicios: Los judíos, el mundo y el dinero. El autor es un prolífico pensador y político europeo, con amplios y variados intereses intelectuales, lo que se refleja en su texto: la plasticidad para abordar en forma libre y ensayística una cuestión compleja, y la forma no académica de tratar la cuestión.Attali presenta una interpretación estilizada de la historia judía, desplegando una gran masa de información y análisis, en forma ágil y clara. A la vez focaliza una relación particular, que es la de los judíos con el dinero, aunque esta última palabra —que sólo aporta confusión— engloba un conjunto más amplio de relaciones con la riqueza material, la producción, la tecnología, las finanzas, y las ubicaciones que tuvieron los judíos en la estructura económica en diferentes momentos de la historia. El intento no deja de ser audaz, en la medida en que pretende algo en lo que muchos han fracasado: encontrar una clave universal para explicar todos los hechos de la larga y vasta historia judía. El tema es aún más complicado porque la propia definición de judío o judaísmo no es unívoca, ni siquiera para los propios judíos. Si el judaísmo fuese sólo una religión, la histórica carencia de una autoridad suprema capaz de imponer una definición priva de la posibilidad de una versión excluyente del tema. Pero como el judaísmo también se ha expresado en múltiples creaciones idiomáticas, artísticas, y en un acervo de tradiciones, comportamientos, el objeto de estudio "judíos" se vuelve variado y con fronteras difusas. Más aún si se pretende dar cuenta de las peripecias de éstos en un lapso de 30 siglos.Attali encara el desafío con un primer acierto: el uso de la dicotomía pueblos nómades/pueblos sedentarios para entender las relaciones que se fueron estableciendo entre los migrantes judíos sin territorio y los sucesivos pueblos "territoriales" con los cuales convivieron. Este par nómade/sedentario ha sido tradicionalmente utilizado por la antropología para el estudio de tribus y pueblos prehistóricos y de los albores de la "civilización", pero él lo usa más abarcativamente, para mostrar las relaciones de colaboración-conflicto que se dan entre ambos tipos de comunidad prácticamente hasta la actualidad.Entender la compleja dinámica de los procesos de integración y rechazo que se producen entre grupos humanos diferenciados es importantísimo aquí, porque permite eludir las trampas de los relatos maniqueos y esencialistas; y porque además arroja una imagen mucho más matizada sobre la historia judía: no está hecha sólo de expulsiones, pogroms y genocidios, sino también de largos períodos de fructífiera y armoniosa convivencia, intercambios enriquecedores y complementariedades culturales y productivas que favorecieron la prosperidad de "nómades" y "sedentarios". Por supuesto que sin incorporar las explicaciones sobre los ciclos de exclusión no puede entenderse la continuidad del movimiento secular de los judíos hacia las regiones que les permitían afincarse. De los casi 6 millones de judíos existentes en la época del imperio romano, a los 13 millones existentes en la actualidad, muchos perecieron producto de persecuciones, privaciones, pestes y expulsiones, pero seguramente muchos más se integraron a las regiones y países en los que pudieron acceder a cierta "normalidad" económica y social. Probablemente la fragilidad a la que estaban sometidos —como otras muchas minorías—, su no pertenencia a las corrientes religiosas dominantes, su dispersión territorial que permitía encontrar eventualmente ayuda para reubicarse luego de situaciones traumáticas, y los saberes incorporados producto de tales devenires, crearon una especialización y reforzaron este carácter nómade a través de los siglos. Sin embargo, la nostalgia de una vida sin amenazas ni desventuras, se mantuvo presente, incorporada incluso en la liturgia y lanzada hacia el futuro bajo la esperanza de una redención mesiánica que se demora en llegar.En el apasionante recorrido del libro a través de geografías, culturas y acontecimientos, se alcanza a percibir lo azaroso y dramático de la vida judía en tanto grupo sujeto a desarrollos históricos incontrolables, sobre los cuales puede actuar en muy escasa medida, adaptándose y tratando de sobrevivir a crisis y hecatombes diversas. Nacimiento y destrucción de grandes imperios —desde Babilonia y Roma hasta Austria-Hungría o el Imperio Otomano—; surgimiento de civilizaciones; construcción de un sistema económico mundial —Cruzadas, revolución industrial—; colonización de América, Africa y Asia; explosión de la modernidad; Revolución Francesa, Iluminismo, nacionalismo, socialismo… Cada acontecimiento de la historia universal incidió en la vida judía, su cultura, su locación geográfica, su inserción económica, su posibilidad de ser o de dejar de ser.En este gigantesco fresco histórico aparece clara la configuración del perfil económico y social de los judíos a partir de las demandas y restricciones impuestas por los diversos poderes territoriales. Antes y después del año mil, son convocados —o al menos tolerados— en diversas regiones, donde se los considera útiles por sus conocimientos como artesanos, por sus contactos comerciales, por su posibilidad —prohibida por la Iglesia a los cristianos— de realizar préstamos, por saber leer y escribir. Luego de extensos períodos de colaboración y respeto, el propio desarrollo local generó en muchos casos fuerzas sociales que competían abiertamente con los judíos en sus mismas actividades, constituyendo una de las bases sobre las que prosperó el antisemitismo y las más descabelladas —pero oportunas— acusaciones contra los judíos. Luego de las Cruzadas, el salvajismo en Europa toma nuevas dimensiones y se empiezan a multiplicar las expulsiones: forma encubierta para proceder al saqueo de sus bienes y las masacres. Attali es muy claro en su descripción del complejo proceso de vinculación de los judíos a la "usura", en el marco más amplio del comienzo del mundo feudal, las prohibiciones de acceso a la tierra, la introducción del dinero y la financiación, en muchos casos compulsiva, de las actividades de los señores y reyes cristianos. Uno de los aspectos destacables de la investigación es la claridad con la que ataca una serie de mitos establecidos, sobre todo en los últimos siglos. Si bien en la enorme mitología acuñada sobre el tema los desvaríos no se renuevan sino que se acumulan, en la "era de las Luces", muchos de los prejuicios adquirieron la forma de "conocimiento científico" y fueron consolidados desde las ciencias sociales por grandes autores. Attali no tiene temor en enfrentar a Marx, Sombart y Weber, mostrando evidentes debilidades y limitaciones en sus interpretaciones sobre el papel económico de los judíos en el capitalismo. Para ello dispone de una perspectiva histórica más amplia, y de fuentes bibliográficas más ricas y diversas que las disponibles en Europa a fines del siglo XIX. En ese sentido, se revelan como fuertemente ideológicos los intentos de explicar la "cuestión judía" por la situación material de los judíos en la Europa Occidental Moderna. Con los elementos históricos actualmente disponibles, carece de cualquier sustento serio el intento de asimilar a los judíos masivamente a las altas finanzas. Mientras en el Oriente la masa de judíos se componía básicamente de artesanos, campesinos y hombres dedicados a numerosas actividades de servicio y comercio, en la época en que se escribieron famosos ensayos sobre los judíos (comerciantes según Marx; financistas según Weber), la inmensa mayoría se encontraba apiñada en Europa Oriental, bajo severas circunstancias, en pequeñas aldeas, sobreviviendo de mínimas actividades que les permitían los zares dominantes en la región. Para no mencionar el carácter eurocéntrico de todos estos análisis, que ignoraron la dinámica diferenciada de la vida judía en los países de "Oriente".Otro elemento valioso del análisis de Attali es la combinación entre la macro y la micro historia. Muchas de las historias de vida presentadas, aparte de aportar amenidad al texto, ilustran el clima económico y cultural de distintos períodos y brindan material para nuevas reflexiones e interpretaciones. Estas historias de vida, más diversos documentos y declaraciones, superan largamente muchas de las novelas de historia-ficción tan de moda en los últimos tiempos. Estos personajes muestran una increíble diversidad de caracteres y comportamientos que contribuyen a romper mitos internos y externos sobre la homogeneidad judía.Uno de los puntos débiles de libro —Attali queda preso del título de la obra— es que no pondera adecuadamente los enormes esfuerzos realizados por parte de los judíos para liberarse del dinero, y del capitalismo, en los últimos dos siglos. Así, la presencia de un activísimo movimiento obrero judío a comienzos del siglo XX, el involucramiento extraordinario de intelectuales, artistas y militantes en movimientos progresistas, de izquierda y revolucionarios, y la creación de uno de los experimentos sociales más interesantes del siglo XX —el kibutz—, aparecen como elementos anecdóticos, que el autor no vincula, a pesar de su relación directa, con una de las hipótesis del libro: el dinero como una forma que hallaron los judíos en su desvalimiento histórico para "comprar" libertad y, a veces, la vida.Una de las afirmaciones contundentes que hace Attali sobre la convivencia de los judíos con sucesivos pueblos "sedentarios" es que por diversas razones los judíos estaban interesados en la prosperidad general, ya que de ello dependía el propio bienestar. Si bien esto tiene sentido en general, no puede dejarse de matizar con las particularidades de las relaciones e intereses de los diversos sectores que componían las comunidades judías y los pueblos que los recibían. Las lógicas sectoriales no coinciden necesariamente con la racionalidad colectiva. El antijudaísmo de ciertos estamentos tuvo muchas veces efectos empobrecedores en los países donde se ejerció masivamente y la prosperidad estridente de algunos judíos poco significó en términos de la suerte de la gran mayoría de las comunidades. Pero Attali se basa en esta premisa —"los judíos, interesados en el bienestar general"— para trazar un pronóstico sobre el destino del Estado de Israel en relación al Medio Oriente. Según el autor, continuando su lógica de la historia judía, Israel está interesado en el bienestar de la región para poder prosperar. Pero para ello debe estar dispuesto a un involucramiento político, económico, cultural que lo llevaría a una suerte de "disolución" en la región. De lo contrario, continuaría con un curso de conflicto y muerte, que llevaría a un progresivo "vaciamiento" del país, que sería abandonado por sus estamentos más cultos y capaces, al no soportar el estado de violencia continua. Nuevamente, la lógica de la convivencia y el intercambio dependen de actores no sólo judíos cuya racionalidad está por verse. Probablemente el autor esté reflejando cierta impaciencia europea en pacificar una región de la cual recibe no sólo insumos productivos estratégicos, sino influencias políticas y culturales que impactan sobre sus propias minorías islámicas.Las referencias a América latina y en especial a la Argentina son escasas. Seguramente, la dimensión numéricamente reducida de estas comunidades se combina, en la percepción de Attali, con el triste desempeño económico de la región frente al enorme desarrollo de Estados Unidos y Canadá. Se cumple, aquí también, el vínculo inexorable entre los judíos y su entorno. También en Argentina la historia de la relación "nómade"-"sedentario" mostró numerosos altibajos. La sed de sedentarizarse de los judíos que llegaron a la Argentina, huyendo del derrumbe y la opresión de los imperios zarista y otomano, chocó muchas veces con las manifestaciones racistas y xenófobas de cierto nacionalismo clerical que permeó diversos sectores de la sociedad. Las manifestaciones más criminales del antijudaísmo local se expresaron en la Liga Patriótica, la Alianza Libertadora Nacionalista, Tacuara, y en las prácticas genocidas de los militares de la última dictadura. Los prejuicios y las viejas ideas provenientes del medioevo europeo se mostraron sumamente persistentes, y con una clara autonomía en relación a supuestas "realidades económicas objetivas" que les pudieran dar una mínima verosimilitud. Paradójicamente, los brutales atentados a la Embajada de Israel y a la AMIA pueden haber contribuido a un interés y un conocimiento mayor de la sociedad en relación a qué son, qué hacen, y cómo viven los judíos. Y a debilitar muchas leyendas antijudías arraigadas en el imaginario popular. Luego de la lectura de este libro, surge con claridad una relación dialéctica entre las circunstancias históricas y los judíos, en la cual se hacen inteligibles varios de los "misterios" que han acompañado la vida —o sobrevida— de este grupo humano a través de las épocas. Es indudable que Los judíos, el mundo y el dinero, no exento de afirmaciones o énfasis discutibles, aporta a un mayor conocimiento de una problemática en la cual la confusión y la ignorancia son generosamente compartidos por judíos y no judíos.

sábado, marzo 12, 2005

"Toda filosofía es en sí política"

Perteneciente a una generación de pensadores políticos (Agamben, Virno, Negri), lúcido lector de Michel Foucault y Martin Heidegger, Esposito ha explorado la noción misma de vida en común, eje fundacional de toda política. En su investigación "Communitas" rastrea el origen filológico y el destino filosófico de la idea de "comunidad". Si desnaturalizar la vida en común fue tarea de la modernidad (que aún se debate entre la necesidad de encontrar protección en el Estado y la de preservar la individualidad frente al poder estatal), Esposito encuentra que "comunidad" no es, etimológicamente, lo que "tenemos en común" sino la unión colectiva a través de una deuda, o un don que a todos nos obliga. Profesor de Filosofía Teórica en la Universidad de Nápoles "L'Orientale", dirige la sección de filosofía del Instituto Italiano de Ciencias Humanas, presidido por Umberto Eco, y es miembro del Comité científico internacional del Collège de France. El programa filosófico del italiano Roberto Esposito, cuya obra circula ahora en español, se define por las nociones de "comunidad", entendida como lo que nos obliga, nos une en la deuda, y la de "inmunidad", intento de autoconservación que domina a la sociedad actual. En esta entrevista exclusiva se refiere al legado de Foucault y Heidegger, y a sus diferencias con Giorgio Agamben y Toni Negri.
"Luego del fracaso epocal de todos los comunismos y de la miseria de todos los individualismos", afirma el filósofo Roberto Esposito en su libro Communitas, no hay nada más necesario que un pensamiento de la comunidad. ¿Qué tienen en común —se pregunta en otros de sus libros, Immunitas,— "la batalla contra la aparición de una nueva epidemia, la oposición al pedido de extradición de un jefe de estado extranjero acusado de violación de los derechos humanos, el fortalecimiento de las barreras frente a la inmigración clandestina y las estrategias de neutralización del último virus informático"? Nada —responde—, a menos que se vincule cada uno de estos fenómenos con la categoría de inmunidad, que atraviesa todos estos lenguajes particulares. Su reciente trabajo Bíos comienza con la enumeración de algunos hechos políticamente relevantes de los últimos años: una corte francesa que le reconoce a un niño nacido con graves deficiencias el derecho de denunciar al médico que, por su incorrecto diagnóstico, impidió que su madre abortara; la "guerra humanitaria" en Afganistán; los episodios en el teatro Dubrovska de Moscú, en los cuales, para resolver la situación, un grupo de agentes del gobierno llevó a cabo la masacre con la que amenazaban los terroristas; la epidemia de HIV en la región de Donghu, en China, originada en la venta masiva de sangre que estimula y gerencia directamente el gobierno. En todos estos hechos lo que está en juego es la vida biológica y su relación con el poder.Comunidad, inmunidad y vida aparecen así como los tres grandes temas que nuestra actualidad política plantea a la filosofía. Para afrontarlo, Esposito se nutre, con una lectura innovadora y un análisis perspicaz, de los autores fundamentales de la filosofía política occidental, desde los antiguos hasta los modernos, de Platón a Foucault, pasando, entre otros, por Maquiavelo, Hobbes y Nietzsche. Pero no se limita sólo a los textos filosóficos, su trabajo se nutre también de una vasta cultura clásica, lingüística e histórica.En Communitas, Esposito se sustrae a la dialéctica que domina el debate actual acerca de la comunidad, entre lo común y lo propio, pues en ella —a pesar de la oposición— lo común es identificado con su contrario: es común lo que une en una única identidad propia (étnica, territorial, espiritual); tener en común es ser propietarios de algo común. Esposito parte de otra posibilidad etimológica del término communitas, que focaliza el término munus de cum-munus. Es necesario tener presente que munus se dice tanto de lo público como de lo privado; por eso la oposición común/propio y público/privado queda afuera de su esfera semántica. Además, munus puede significar onus (obligación), officium (oficio, función) y donum (don). Las dos primeras acepciones son formas del deber, pero Esposito subraya que también lo es el don. El munus es una forma particular del don: el don obligatorio, aunque suene contradictorio. Un don que se da porque se debe dar y no puede no darse. La comunidad deja de ser, entonces, aquello que sus miembros tienen en común, algo positivo, de lo que son propietarios; comunidad es el conjunto de personas que están unidas por un deber, por una deuda, por una obligación de dar. La comunidad se vincula, así, con la sustracción y con el sacrificio. "Por ello, la comunidad no puede ser pensada como un cuerpo, una corporación, donde los individuos se fundan en un individuo más grande. Pero tampoco puede ser entendida como un recíproco 'reconocimiento' intersubjetivo en el que ellos se reflejan confirmando su identidad inicial."A partir de aquí, Esposito seguirá la relación comunidad/sacrificio en el discurso político-filosófico moderno a través de cuatro conceptos-clave: culpa (J.-J. Rousseau), ley (I. Kant), apertura estática (M. Heidegger) y experiencia soberana (G. Bataille).En Immunitas, nos encontramos con un análisis etimológico-conceptual, paralelo y complementario al de communitas. Inmune es, en un primer sentido, el que está privado o dispensado de una obligación, de un deber, de un munus. Inmune resulta, entonces, un concepto negativo. Pero, en la medida en que el munus del que se está dispensado es aquel que los otros tienen en común, inmune expresa también una comparación. Se trata "de la diversidad respecto de la condición de los otros". Ahora bien, desplazándose del ámbito jurídico al biomédico, la inmunidad adquiere otro sentido. En este caso, expresa "la refractariedad del organismo respecto del peligro de contraer una enfermedad". Aunque este sentido es antiguo, el concepto sufre una transformación en el siglo XIX, en relación con la práctica de la vacunación y con la introducción de la noción de inmunidad adquirida. Una forma atenuada e inducida de infección puede prevenir, en efecto, una enfermedad. Se trata de proteger la vida haciéndole probar la muerte. Esta aporía atraviesa todos los lenguajes de la modernidad. Así, por ejemplo, la violencia es uno de los componentes del aparato jurídico-institucional destinado a reprimirla. El objeto del libro es, precisamente, estudiar esta aporía, la relación entre protección y negación de la vida, como la forma constitutiva de la modernidad política.El tema de Bíos es la relación entre la filosofía y la biopolítica (es decir, una política de la vida). A la luz de esta problemática, los tres primeros capítulos se ocupan de Foucault, Hobbes y de Nietzsche. El cuarto está dedicado a la tanatopolítica y el último a una filosofía del bíos después del nazismo. La tarea de su filosofía, nos advierte el autor, no es proponer acciones políticas o convertir a la biopolítica en la nueva bandera de un manifiesto revolucionario o reformista. Sin negar, con ello, que la filosofía pueda efectivamente actuar sobre la política. La propuesta de Esposito no es "pensar la vida en función de la política, sino pensar la política en la forma misma de la vida". En última instancia, se trata de invertir el signo negativo que, con el paradigma inmunitario, acompañó hasta ahora a la biopolítica.Communitas. Origen y destino de la comunidad se publicó en Italia en 1998 y Amorrortu la tradujo al español en 2003. La misma editorial publicará en breve Immunitas. Protección y negación de la vida, cuya edición original es de 2002. Bíos. Biopolítica y filosofía, aparecido en Italia el año pasado, cierra por ahora esta trilogía imprescindible.—Desde hace algunos años asistimos —en sus trabajos y en los de Giorgio Agamben— a un renacimiento de la filosofía política italiana. ¿A qué lo atribuiría?—Se puede dar una primera respuesta partiendo del carácter específico de la filosofía italiana. Sin querer volver al mito de las filosofías nacionales, del siglo XIX, si la vocación general de la filosofía anglosajona es analítica, la de la filosofía alemana es metafísico-hermenéutica y la de la francesa, crítico-desconstructiva, es indudable que la característica peculiar de la tradición filosófica italiana es la política. No es casual que los dos mayores autores italianos sean Maquiavelo y Vico. También Croce y Gramsci, aunque de manera diferente, pertenecen al horizonte ético-político. Naturalmente, hay filósofos italianos que trabajan en dirección analítica o hermenéutica, o que se ocupan de la relación entre la filosofía y la teología. Pero, por ello mismo, corren el riesgo de quedar sumergidos por tradiciones más fuertes en estos campos, como la anglosajona y la alemana. A esta respuesta, que recurre a una raíz lejana, hay que agregar otra respecto de la dimensión contemporánea de la filosofía. Pienso en lo que Foucault llamó ontología de la actualidad, retomando de manera original la fórmula hegeliana del propio tiempo aprehendido con el pensamiento. Ciertamente, son muchos los estilos del trabajo filosófico, pero una filosofía que no parta de una interrogación radical sobre el propio presente, sobre lo que lo connota y lo transforma de modo esencial, pierde gran parte de su sentido. Y no hay duda de que la política, de cualquier modo que se la entienda (como relación o como conflicto, como comunidad o como guerra) está cada vez más en el centro de nuestra vida. Incluso en el sentido radical de la reflexión biopolítica. El punto de vista del que parte mi reflexión, como la de Agamben, es que hoy no tiene más sentido una práctica filosófica centrada sobre sí misma, dedicada a recorrer su propia historia o absorta en problemas de lógica abstracta. En este sentido, Georges Canguilhem, autor cercano a Foucault, pudo escribir que "la filosofía es una reflexión para la cual toda materia extraña es buena. Más aún, podríamos decir: para la cual toda materia buena tiene que ser extraña". Y Gilles Deleuze consideraba que "El filósofo tiene que llegar a ser no-filósofo, para que la no-filosofía se convierta en la tierra y el pueblo de la filosofía". Este es el sentido específico que hay que dar a la idea, de otro modo incomprensible, de "fin de la filosofía". Lo que ha acabado es, indudablemente, una concepción endogámica, autorreferencial de la filosofía (es decir, toda práctica filosófica que se asuma a sí misma como objeto propio). En cambio, asistimos desde hace tiempo a un proceso, cada vez más fuerte, de exteriorización de la filosofía, de rebasamiento del pensar en el espacio en movimiento del propio afuera. En el momento en que todos los acontecimientos (de la relación entre la paz y la guerra a la relación entre la técnica y la vida biológica) asumen por sí mismos una dimensión sumamente problemática, la filosofía contemporánea no puede no hacerse política. No en el sentido de la disciplina académica de la filosofía política, como parte de la filosofía, sino en aquel, más radical, que la filosofía es en sí, constitutivamente, política. -Encuentro en sus trabajos una decisiva influencia de Heidegger y de Foucault.—Es verdad que ambos están muy presentes en mi trabajo. Pero en momentos diferentes y con diferente intensidad. En cuanto a Heidegger, es difícil imaginar una investigación filosófica que pueda ignorarlo o no estar influenciada por él; aunque sea de manera polémica como a menudo ocurre. Pero no me siento un heideggeriano, suponiendo que esta expresión tenga sentido. En mi ensayo sobre la comunidad, conecté el catastrófico error político de Heidegger con algunos aspectos de su pensamiento. Pero ello no excluye su extraordinario peso en toda la filosofía de nuestros días. En particular, mi libro Categorías de lo impolítico se ve influido por la reflexión heideggeriana. Lo que quise hacer —no sé con qué resultados— fue someter los conceptos políticos de la modernidad a una desconstrucción tan intensa como aquella a la que Heidegger sometió las categorías de la tradición filosófica y Nietzsche las ideas morales. Partí de la tesis de que las categorías políticas modernas (soberanía, poder, libertad, etc.) habían entrado en una zona de insignificancia o, mejor aún, de contradicción consigo mismas. Y por ello, que era necesario tener una mirada diferente (precisamente impolítica, aunque no apolítica ni antipolítica), capaz no de reactivarlas, sino de llevarlas a su agotamiento definitivo; y ello, con la conciencia, también de derivación heideggeriana, de que por el momento no existe otro lenguaje afirmativo, constructivo o normativo para pensar la política. En este horizonte argumentativo, en el que me moví hasta la mitad de los años 90, Communitas sirve de bisagra entre las dos fases de mi reflexión. En un momento me encontré con la temática biopolítica de Foucault. Ya había utilizado el dispositivo foucaultiano —en particular respecto del nexo entre saber y poder—, pero lo que me dio una nueva clave de pensamiento para abordar la política fue el Foucault de mitad de los años 70, en particular los cursos sobre la biopolítica ahora publicados completos. Este nuevo encuentro con Foucault no debe ser entendido como la negación del recorrido anterior, más permeable a Heidegger, sino como su necesario complemento. La idea de la crisis irreversible del léxico político moderno es común a las dos etapas de mi trabajo. Los conceptos de soberanía, de derechos individuales, de democracia todavía están en pie, pero su efecto de sentido se encuentra debilitado y modificado respecto de su sentido originario. Siguiendo a Foucault, entendí que la retirada o el debilitamiento de este lenguaje clásico no agota el horizonte argumentativo, sino que abre otra escena, muestra otra lógica, antes escondida en las viejas categorías: la de la biopolítica, precisamente. Tampoco Foucault debe ser tomado en bloque. No sólo porque su discurso queda interrumpido y suspendido, sino porque presenta algunas contradicciones y desplazamientos internos, los que traté de sacar a la luz, críticamente, en Bíos.—¿Cómo se relacionan sus trabajos y los de Agamben? ¿Cuál sería el vínculo entre "inmunidad" y "estado de excepción"?—Más allá de algunas analogías externas, como el origen literario de nuestros recorridos, que explican algunas afinidades estilísticas y también la común atención filológica a textos poco conocidos o desconocidos; respecto de la biopolítica hay otra afinidad que distingue nuestra posición de otras lecturas. Me refiero al distanciamiento en relación con una interpretación completamente afirmativa, casi eufórica, de la biopolítica; distanciamiento respecto de la idea de que el biopoder esté necesariamente destinado a convertirse en política de la vida, bajo el impulso irrefrenable de la multitud, como piensa el amigo Toni Negri, por ejemplo. Agamben y yo dirigimos nuestra mirada hacia lo negativo, hacia las características terribles que ha asumido la biopolítica, no sólo en el siglo pasado. Pero esta cercanía de método y de tono no tiene que hacer perder de vista las marcadas diferencias entre ambos. Antes que a los paradigmas de inmunidad y de estado de excepción, estas diferencias conciernen a una cuestión preliminar: precisamente a la relación entre Heidegger y Foucault. Digamos que Agamben está más cerca de Heidegger, que lee la biopolítica en clave ontológica, mientras que yo la interpreto en sentido genealógico. Para Agamben, a diferencia de Foucault, la biopolítica no es un fenómeno esencialmente moderno sino que nace con la política occidental. Coherentemente, Agamben no establece ninguna diferencia —como sí lo hace Foucault— entre soberanía y biopolítica. Para él, la biopolítica es la expresión más intensa de la superposición entre derecho y violencia que constituye la forma excluyente del bando soberano. Una vez asumida hasta el final la tesis de Carl Schmitt: que es soberano quien decide sobre el estado de excepción, se sigue no sólo el carácter mortífero de toda la política occidental, sino también que el campo de concentración constituye su paradigma más propio. Respecto de esta radical deshistorización, mi perspectiva resulta más articulada y menos alejada de Foucault. Si bien no sacrifica la teoría en aras de la historia, tampoco diluye el método genealógico en el plano ontológico. El instrumento que me permite mantener juntos estos dos ejes del discurso (no perder ni la unidad del tema ni sus declinaciones históricas) es, precisamente, el paradigma de la inmunidad. En relación con la posición de Agamben, a la que reconozco toda su fuerza y sutileza, la categoría de inmunidad ofrece otra ventaja: reúne en un mismo horizonte de sentido la dimensión jurídico-política y la biológica; los dos sentidos predominantes del concepto de inmunidad. Así, los dos polos de la bio-política (vida y política) aparecen unidos en un modo que no requiere necesariamente de una apropiación violenta del uno por parte del otro. Si esto es verdad, la apropiación de la vida por parte del poder no es un destino ontológico, sino una condición histórica y reversible. De ahí que la vida no es nunca vida desnuda, como dice Agamben. La vida está siempre formada, es una forma de vida. También la vida desnuda, cuando aparece, aunque negativamente, es una forma de vida.—La "inmunidad" es para usted paradigma interpretativo de la modernidad. ¿Por qué?—La categoría de inmunidad, cómo protección de la vida mediante un instrumento negativo es antigua. En forma implícita e inconsciente, nace con la modernidad. Antes de ser traducida dialécticamente por Hegel, Hobbes es, quizá, su primer teórico.Desde el momento en que él condiciona la supervivencia de los hombres a la cesión de todos sus poderes al Estado-Leviatán, la idea de inmunización negativa ya está virtualmente actuando. Para poder definirla mejor hubo que esperar a la sociología, la antropología y el funcionalismo del siglo XX. Además de dar visibilidad y luminosidad a una categoría oscura, la conecté negativamente con la idea de comunidad: su reverso lógico y semántico. Ambos términos, communitas e immunitas, derivan de munus, que en latín significa don, oficio, obligación. Pero, mientras la communitas se relaciona con el munus en sentido afirmativo, la immunitas, negativamente. Por ello, si los miembros de la comunidad están caracterizados por esta obligación del don, la inmunidad implica la exención de tal condición. Es inmune aquel que está dispensado de las obligaciones y de los peligros que, en cambio, conciernen a todos los otros. Desde esta perspectiva, el individualismo moderno, que nace de la ruptura con las anteriores formas comunitarias, expresa por sí mismo una fuerte tendencia inmunitaria. La misma concepción moderna, en fin, puede ser entendida como el conjunto de los relatos que tratan de traducir esta exigencia individual de protección de la vida. Ahora bien, esta exigencia de autoconservación, típica de la época moderna, se ha hecho cada vez más apremiante, hasta convertirse en el eje alrededor del cual se construye la práctica efectiva o imaginaria de la sociedad contemporánea. Basta observar el papel que asumió la inmunología, no sólo en su aspecto médico, sino también socio-cultural. Si se pasa del ámbito biomédico al social (la resistencia contra la inmigración) y al jurídico (donde la inmunidad de ciertos hombres políticos es centro de conflictos nacionales e internacionales), tenemos una comprobación ulterior. De donde se lo mire, desde el cuerpo individual al cuerpo social, desde el cuerpo tecnológico al cuerpo político, la inmunidad aparece en la encrucijada de todos los caminos. Lo que cuenta es impedir, prevenir y combatir la difusión del contagio real y simbólico, por cualquier medio y donde sea. Esta preocupación autoprotectiva la encontramos en todas las civilizaciones, pero, hoy, el umbral de alarma respecto a un contagio destructivo y, por consiguiente, la magnitud de la respuesta están llegando al ápice. El problema es que la exigencia inmunitaria, necesaria para defender nuestra vida, llevada más allá de un límite, acaba volviéndose en contra. Como en las enfermedades autoinmunitarias, donde el sistema inmunitario se desencadena contra el mismo cuerpo que debería proteger y lo destruye. El conflicto actual puede ser leído como el trágico punto final de una terrible crisis inmunitaria. En su lógica profunda, este conflicto parece surgir de la implicación perversa de dos obsesiones inmunitarias contrapuestas y especulares: la de un integrismo islámico decidido a proteger hasta la muerte la pretensión de pureza religiosa de la secularización occidental y la de Occidente, empeñado en excluir al resto del planeta de sus bienes en exceso.—Me parece que la gran apuesta de su último trabajo, "Bíos", es la distinción entre una biopolítica entendida como política "sobre" la vida y otra como política "de" la vida. ¿Cómo sería?—Es la pregunta más difícil. Mi libro más que buscar una respuesta trata de abrir el camino, definir una posible línea de investigación. La diferencia entre una biopolítica negativa —biopoder o biocracia— y una biopolítica afirmativa está implícita en Foucault. Pero él nunca llegó a una definición precisa. Biopolítica negativa es la que se relaciona con la vida desde el exterior, de manera trascendente, tomando posesión de ella, ejerciendo la violencia. Como ocurrió de la manera más catastrófica con el nazismo y sigue ocurriendo hoy en muchas partes del mundo. Su característica fundamental es la de relacionarse con la vida a través de la muerte, restableciendo así la práctica de la decisión soberana de vida y de muerte. Funciona despojando a la vida de su carácter formal, de su calificación, y reduciéndola a simple zoé: materia viviente. Aunque este despojamiento de la vida no llega nunca hasta el extremo, siempre deja el espacio para alguna forma de bíos (vida calificada). Pero, precisamente, el bíos es fragmentado en varias zonas a las que se atribuye un valor diferente, según una lógica que subordina las consideradas de más bajo valor, o aun carentes de valor, a aquellas a las que se otorga mayor relieve biológico. El resultado de este procedimiento es una normalización violenta que excluye lo que se define preventivamente como anormal y, al fin, la singularidad misma del ser viviente. Una biopolítica afirmativa, de la que por ahora no se entreven más que signos o huellas, es o debería ser lo contrario de la negativa. No es casual que haya tratado de trazar su contorno a partir de la desconstrucción y de la inversión de los dispositivos nazis. En general, una biopolítica afirmativa es la que establece una relación productiva entre el poder y los sujetos. La que, en lugar de someter y objetivar al sujeto, busca su expansión y su potenciación. Entre los filósofos modernos, quizá sólo Espinosa se movió en esta dirección. Naturalmente, para que el poder pueda producir, en vez de destruir la subjetividad tiene que serle inmanente, no tiene que trascenderla. Así, la norma no tiene que gobernar o discriminar a los sujetos desde lo alto de su generalidad, sino que tiene que ser absolutamente singular como cada vida individual a la que se refiere. Se podría, en fin, hablar de política de la vida y no sobre la vida. No sólo si la vida, cada vida individual, es sujeto y no objeto de la política, sino también si la misma política es repensada mediante un concepto de vida de acuerdo con toda su extraordinaria complejidad interna, sin reducirla a la simple materia biológica. Me doy cuenta de que, por ahora, nos quedamos en el plano de los enunciados; que ejemplos importantes de mi libro, como los del nacimiento y de la carne, no bastan para definir el cuadro de una nueva biopolítica afirmativa. Pero el trabajo apenas ha comenzado y espera ser continuado.

La belleza ya no es lo que era

El gesto vanguardista de Marcel Duchamp, al exponer un mingitorio como obra de arte, asestó un golpe mortal al anhelo de belleza que la humanidad creía implícito en toda expresión artística. Desacreditada, ridiculizada como ideal burgués o decadente, la belleza se tomó venganza invadiéndolo todo: la moda, la publicidad, el diseño y cada rincón de la vida cotidiana. Como dice Umberto Eco en su reciente "Historia de la belleza", nuestra época se rindió "a la orgía de la tolerancia, al imparable politeísmo de la belleza". ¿Es posible aún hallar un criterio sobre qué es lo bello y lo feo en el arte?.
Una historia de la belleza se puede transformar con mucha facilidad en una historia del mundo, sin que ello implique, por supuesto, que ni ese mundo ni esa historia hayan sido especialmente bellos. Más bien significa que a lo largo de épocas, y de muy distinta manera en cada una, la belleza ha sido un propósito persistente y un anhelo profundo. Desde la decoración del hogar, del palacio o del templo hasta el encuentro amoroso entre las personas pasando por el éxtasis ante las maravillas de la naturaleza estuvieron gobernados por un deseo de belleza. Sin olvidar por cierto lo que hoy llamaríamos formas estéticas, las cuales contribuyeron a definir la identidad de cada momento del pasado humano. Pero en la actualidad la idea de belleza parece haber perdido el venerable, indiscutido arraigo del que gozó durante la mayor parte de la historia. Las vanguardias artísticas del siglo XX pusieron en crisis su vigencia, su carácter homogéneo y reconocible, incluso dejaron de aspirar a ella. La marginaron y la ridiculizaron. Pocas nociones se hallan tan asociadas a nuestra idea convencional del arte como la de belleza; pocas, sin embargo, se encuentran tan a menudo alejadas de nuestra experiencia habitual del arte contemporáneo. ¿Cómo se llegó a este agudo contraste?Umberto Eco no profundiza en este interrogante central para nuestro tiempo, aunque lo registra. Su historia de la belleza, plasmada en un —bello— libro suntuosamente ilustrado, es un reflejo de su proverbial capacidad docente: clara, amena, sistemática. Pero el viejo ímpetu intelectual que distinguía al autor de Obra abierta o Diario Mínimo derivó con los años en solvencia profesional y eficacia comunicativa. Nada que reprochar; pero hay algo para echar de menos en esta metamorfosis: la ausencia de un espírtu más inquisitivo que enriquezca el sólido relato de este libro destinado sin duda a complementar la clásica y popular Historia del arte de Gombrich.Desde los griegos, y durante más de dos milenios, la belleza fue la característica principal de la obra de arte o de lo que se entendiera por tal. Si en Platón el concepto no tenía, primariamente al menos, una carga estética, en la Poética aristotélica ya encontramos una definición apropiada de belleza artística: orden y magnitud eran los requisitos esenciales que debía cumplimentar una obra lograda. En su Metafísica, Aristóteles añadió otro término, el de armonía. Ese legado griego, de ninguna manera originado en Aristóteles, pero potenciado por él, sería una fórmula perdurable en el pensamiento occidental. Todavía Tomás de Aquino, a cuyo pensamiento estético Eco dedicó en 1956 su primer libro (nunca traducido), define a la belleza en términos similares. Sólo en el siglo XVIII la estética burguesa iniciaría una revisión. Pero ella no estuvo dirigida a discutir los términos de la definición, sino que más bien intentó hallar un lugar para las nuevas pretensiones del sujeto. El arte bello, afirmaría Kant hacia el final de ese siglo, era aquel cuya forma generaba un sentimiento de placer en el observador. No eran por tanto las propiedades objetivas de la obra cuanto sus efectos sobre la sensibilidad individual —sobre el gusto— lo que caracterizaba a la belleza. Por otra parte, ella no estaba restringida, para Kant, a las obras de arte. También la naturaleza generaba un placer estético análogo. Hasta el siglo XVIII, entonces, la historia de la belleza presenta muchas ramificaciones si la consideráramos en detalle, tal como hace Eco, pero apenas alguna fase realmente revolucionaria respecto de los parámetros fijados por la antigüedad. Claro que la belleza se adaptó a la poderosa presencia del pensamiento cristiano durante la Edad Media (un avatar complejo que Eco condensó en su Arte y belleza en la estética medieval) por no hablar de las evoluciones a todo nivel del Renacimiento. Pero un cierto trasfondo entre platónico y matemático (la noción de proporción asociada al número, por ejemplo) siguió definiendo a la belleza.En su último libro, Arthur Danto, una de las principales figuras de la estética actual, intentó indagar la crisis del concepto (y del completo cambio en la vivencia) de la belleza en el arte contemporáneo. El verdadero terremoto, sostiene, tuvo lugar ya al comienzo del siglo XX, con el emblemático mingitorio de Duchamp y las vanguardias plásticas y literarias que allanaron el camino para la introducción de obras difícilmente aceptables siquiera como arte (es decir, sin considerar su valor estético, bueno o malo, sino su mero estatuto) en los 25 siglos que nos preceden. A la muerte del arte anunciada oscuramente por Hegel se sumaba ahora la desintegración de uno de sus componentes básicos: la belleza. La modernidad puede verse, por cierto, como un angustiante funeral colectivo. Todas las grandes y antiguas palabras empezaron a perder su sentido y a prepararse para una larga, interminable agonía. En esta época, de acuerdo con la broma corriente que Eco repite en otro de sus encantadores ensayos, Dios ha muerto, el arte dejó de existir, la historia ha llegado a su fin, y yo mismo no me siento del todo bien.Es en ese contexto que los trastornos de la belleza confluyen con la crisis de la cultura contemporánea constituyendo uno de sus capítulos más curiosos. Aprovechada, y redefinida, por el diseño industrial o el reclamo comercial, ¿qué relación sigue manteniendo la belleza con el arte? Eco no ignora desde luego la crisis de la belleza ni las provocaciones de los artistas o los escritores. Con vigor y capacidad de síntesis da cuenta tanto de la confusión entre lo culto y lo popular que los medios masivos de comunicación trajeron aparejada como de la dificultad para identificar un ideal específico de belleza en una era como la nuestra que, según las palabras finales de su obra, se halla rendida "a la orgía de la tolerancia, al sincretismo total, al absoluto e imparable politeísmo de la belleza".Con todo, Eco no explora a fondo las causas de dicha situación en relación con el arte, y éste no es un asunto marginal. Aunque al comienzo de su relato aclare que una historia de la belleza no debe confundirse con una historia del arte, no puede prescindir de la tradición visual (apenas se habla aquí del otro sentido jerarquizado desde los griegos: el del oído) o literaria. La plástica de Occidente (acaso en fallido desafío a la dictadura de la corrección política, Eco olvida siquiera señalar que su panorama no considera en absoluto a Oriente) aporta la enorme mayoría de las imágenes de su libro, secundada a distancia por piezas arqueológicas, retratos de actores, de edificios o de máquinas. Una selección de citas filosóficas y extractos literarios completan el aporte de fuentes ilustrativas del volumen, escrito por partes iguales con Girolamo de Michele.La belleza del cuerpo humano resulta por supuesto crucial para una aproximación no específicamente artística (aunque todos los ejemplos previos al final del siglo XIX sean para nosotros artísticos), en especial si recordamos que la hermosura femenina es uno de los temas más remotos y constantes en la tradición occidental desde Homero. Eco consagra abundante espacio a este tópico e incluye un abanico de imágenes que abarca desde estatuas antiquísimas que representan mujeres fellinescas (la por muchos motivos vertiginosa pieza denominada "Venus de Willendorf" data del siglo 30 antes de Cristo) hasta las más recientes y raquíticas chicas de calendario sin olvidar el esquizoide modelo de mujer típico del cine: la femme fatale y la vecina de al lado.No es sólo que cada época tenga su ideal de belleza, sino que, al mismo tiempo, en cada una conviven muchas tendencias divergentes, incluso sin llegar a los extremos de profusión que distingue a la nuestra, en la que el propio ideal se halla asimismo cuestionado. La empresa en la que se embarcó Eco parecía por eso imposible puesto que debía conjugar un relato en sí mismo complejo y vinculado, además, a problemas mayores como los del bien y la verdad, siempre mezclados con lo bello por la filosofía y la religión. Sin embargo, logró sortear el abismo con sobrios movimientos. Su libro reserva un lugar para la inspiración pitagórica y para los oscuros impulsos hacia lo feo teorizados en el siglo XIX, para el resplandor divino que el catolicismo vio en las imágenes y para la fascinación romántica ante la muerte, la crueldad o el dolor. La armonía de la figura humana y su deformidad, la alegría y la melancolía, la rivalidad entre la jardinería barroca y la neoclásica, un mármol romano y una estación de subte parisina conviven en sus páginas. En esta parafernalia Eco consiguió imprimir un orden elegante y erudito. Que su repaso histórico no haya logrado iluminar direcciones decisivas para el presente cabe atribuirlo al hecho de que la belleza del mundo nunca parece suficiente. Y esto es casi lo único cierto que se puede decir sobre ella a través de los siglos.