Desde los orígenes de nuestra civilización, al derecho codificado -es decir, a la ley- se contrapone la universalidad de valores humanos que ninguna norma positiva puede negar. A la inicua ley de un Estado promulgada por Creonte, que niega sentimientos universales y valores humanos, Antígona contrapone las "leyes no escritas de los dioses", los mandamientos y los principios absolutos que ninguna autoridad puede violar. La obra maestra de Sófocles es, sin duda, una expresión trágica del conflicto entre lo humano y la ley, que es también el conflicto entre el derecho y la ley.
El inicuo decreto de Creonte es una ley positiva, con su contenido específico. A ella, Antígona contrapone un derecho no codificado, podríamos decir consuetudinario, heredado de la pietas y la auctoritas de la tradición, que se presenta como depositario mismo de lo universal. Un derecho por encima de la ley positiva. En este caso, corresponde a imperativos categóricos absolutos; Antígona es el símbolo inextinguible de la resistencia a las leyes injustas, a la tiranía, al mal: veneramos como héroes y mártires a los hermanos Scholl o al teólogo Bonhoeffer que, como Antígona, se revelaron ante la ley de un Estado -el nazi- que pisoteaba a la humanidad, sacrificando en esta rebelión su propia vida.
Una tragedia que impone una culpa
Pero Antígona es una tragedia, es decir, no es sólo una nítida contraposición de inocencia pura y culpa atroz, sino un conflicto en el que no es posible asumir una postura que no comporte inevitablemente, para todos los contendientes, incluso para los más nobles, también una culpa. Sófocles, genialmente, no representa a Creonte como un monstruoso tirano; él no es un Hitler, sino un gobernante cuya responsabilidad de gobierno, de tutela de la ciudad, puede exigir que se tengan en cuenta -en nombre de la ética de la responsabilidad, por citar a Max Weber- las consecuencias, sobre la vida de todos, de una desobediencia a las leyes positivas y del posible caos que venga después.
Según cuál sea la constelación históricosocial, la libertad y la democracia se defienden apelando al derecho no escrito depositario de toda una tradición cultural, o a la ley positiva. Durante la República de Weimar, los demócratas apelaban a las leyes positivas que castigaban las crecientes violencias antisemitas, mientras que juristas e intelectuales filonazis sostenían que esas mismas leyes no correspondían al sentir arraigado en el pueblo alemán y, por lo tanto, a su derecho profundo, y que por eso eran abstractas. Durante el nazismo, los que apelaban a las "leyes no escritas de los dioses" contra las positivas leyes raciales y liberticidas del régimen eran los opositores al nazismo.
Leyes no escritas de los dioses
Las "leyes no escritas de los dioses" de Antígona son ciertamente mucho más que un antiguo derecho heredado; se presentan no como elementos históricos, sino como elementos absolutos, como los dos postulados de la ética kantiana, el Sermón de la Montaña o el Sermón de Benarés. De forma análoga en la Ifigenia en Táuride, de Goethe -el abogado Goethe-, Ifigenia, figura de purísima humanidad, obedece, también ella, a un "mandamiento más antiguo" que a la bárbara ley positiva que exige acciones inhumanas. En la pietas de Antígona, que entierra a su hermano violando la ley que lo impide, Hegel ve no sólo un mandamiento universal, sino también un arcaico culto tribal a la familia y a las subterráneas ataduras de sangre que el Estado debe someter a la claridad de las leyes iguales para todos.
Ifigenia se opone a los sacrificios humanos porque, dice, un dios, un valor universal habla así a su corazón, pero cuando esto sucede, ¿cómo es posible saber si quien habla es un dios universal o un ídolo de las oscuras madejas interiores que hacen que se confunda un retazo atávico con lo universal?
La ley es trágica porque -como la religiosa en San Pablo- pone en marcha mecanismos que pueden ser necesarios para representar un correctivo al mal, pero que son siempre un mal menor y nunca un bien. Entre el bien y el derecho se abre a menudo un ataúd: en la Judía de Toledo de Grillparzer, los nobles españoles que por razones de Estado han suprimido a la bellísima amante que convertía en inútil al rey Alfonso de Castilla no se arrepienten del delito cometido, pero se sienten y se declaran culpables, pecadores y listos para la expiación; han actuado -dicen- queriendo el bien, pero no el derecho.
Ley y derecho sancionan por lo tanto este pecado original, esta imposibilidad de la inocencia y del existir. Y es esto lo que, aunque contrapone poesía y derecho, también los acerca porque -escribe Salvatore Satta en su Día del juicio- "el derecho es terrible como la vida" y la literatura, llamada a contar la verdad desnuda de la vida sin rémoras moralistas, no puede no darse cuenta de la peligrosa cercanía de esa terribilidad y de esa melancolía. También la poesía es hija y expresión del mundo perdido -de la barbarie, diría Novalis- aunque, a diferencia del derecho, conservador por naturaleza (los juristas son reaccionarios, decía Lenin), la poesía no es sólo un viaje en las tinieblas sino, tal vez, también espera o anticipación de la aurora, de una inocencia reconquistada y ya no necesitada de leyes. Como revela la Historia de la columna infame de Manzoni, la literatura es también abogada de vida contra la violencia persecutoria y legalista que a menudo se ejerce injustamente contra acusados privados de garantías de defensa.
Alianza entre poesía y derecho
Es sobre todo en Alemania donde se ha verificado, especialmente en el Romanticismo, una singular alianza, casi una simbiosis entre poesía y derecho -entendido como derecho consuetudinario y no como "lex positiva"-. Los hermanos Grimm, grandes filólogos y literatos, eran juristas. Recogiendo sus célebres fábulas pretendían salvar el gran patrimonio del "buen y viejo derecho", es decir, de las costumbres, tradiciones, usos locales del pueblo alemán en su coralidad; patrimonio que, a través de los siglos, había sido conservado por la literatura popular. En la misma época estalla en Alemania una interesantísima polémica jurídica entre Thibaut, que propugna para Alemania, sobre el modelo napoleónico, un código civil unitario y unificador, apto para hacer a todos los ciudadanos iguales ante la ley y para barrer los privilegios feudales, y Savigny, que quiere, en cambio, defender la variedad, las diversidades locales, las diferencias y desigualdades del antiguo derecho común consuetudinario, expresión del Sacro Imperio Romano, porque ve en el código único un instrumento de nivelación autoritaria.
Naturalmente, según las circunstancias, es una u otra posición la que defiende en concreto la libertad de los hombres; el modelo unificador podrá ser un aplastamiento tiránico y estalinista de las diversidades, pero también la tutela democrática de los derechos de todos los hombres, como la sentencia que hace más de 40 años impuso a una Universidad del sur de los Estados Unidos que acogiera a un estudiante negro, haciendo justa violencia a la "diversidad" de la cultura blanca, a su racismo estratificado a lo largo de los siglos. También Lope de Vega con su El mejor alcalde, el rey muestra el carácter progresivo de una razón central, que tutela la justicia rompiendo el poder particular feudal, la prepotencia de los Don Tello. Hoy en Europa, políticamente, el peligro está representado por la fiebre identitaria y centrífuga de los micronacionalismos regionalistas y particularistas [...].
El derecho ya no es tradición
Y es el mismo Nietzsche quien -en el aforismo 449 de Humano, demasiado humano analizado bajo esta perspectiva por Irtis- constata que "el derecho ya no es tradición y por lo tanto, dada su necesidad en la vida social, puede y debe ser sólo impuesto, obligatorio y arbitrario, y no fundado sobre nada". Ya Fóscolo, en su discurso en la Universidad de Pavía, en 1809, "Sobre el origen y los límites de la justicia", había constatado melancólicamente la imposibilidad de la existencia de un criterio normativo superior a los hechos. En la Edad Contemporánea, cada fundamento, según Nietzsche, se ha disuelto; el derecho se ha liberado de cualquier tradición fundacional, religiosa o cultural, y se apoya sobre la nada, como el arte, la filosofía, como el hombre mismo. Es un derecho que no reclama ni verdad, ni sabiduría, ni justicia, y que produce leyes que se justifican sólo con la fuerza que obliga a inclinarse ante ellas. El derecho comparte con todas las demás cosas el nihilismo, convertido en esencia y destino de Occidente; la norma se apoya sobre la nada como la lírica del gran Gottfried Benn "palabras para fascinar, estrofas sobre catástrofes".
A pesar de todo esto, el sentir común contrapone a menudo la pasión de la poesía a la racionalidad no tanto del derecho, sino de la ley. Y es, sobre todo, el formalismo de esta última el que aparece pensativo, árido, negador de la cálida humanidad. Pero Shakespeare, en El mercader de Venecia, nos muestra de forma genial cómo la humanidad, la justicia, la pasión, la vida son salvadas por Porcia disfrazada de sutilísimo y capcioso abogado, gracias al formalismo jurídico más sofisticado que autoriza, sí, a Shylock a tomar una libra de carne del cuerpo de Antonio, pero sin verter una sola gota de sangre. No es la cálida apelación a la humanidad, a los sentimientos, a la justicia, lo que salva la vida de Antonio, sino el frío reclamo abogadesco a la letra formal de la ley. Esta frialdad lógica salva los valores cálidos: no sólo la vida de Antonio, sino también la amistad de Bassanio y Antonio y, sobre todo, el amor de Porcia y Bassanio, antes turbado por la angustia de este último por la suerte de su amigo: "No yaceréis junto a Porcia con el ánimo inquieto", dice la mujer a su amado, decidiendo entonces liberarlo de esa inquietud que ofusca el Eros y de salvar, por lo tanto, con sus cavilaciones legales, a Antonio.
Mucha literatura ha mirado con hastío al derecho, considerándolo árido y prosaico con respecto a la poesía y a la moral. Democracia, lógica y derecho son, a menudo, despreciados por los rétores vitalistas como valores "fríos" en favor de los valores "cálidos" del sentimiento. Pero esos valores fríos son necesarios para establecer las reglas y las garantías de tutela del ciudadano, sin las cuales los individuos no serían libres y no podrían vivir su "cálida vida", como la llamaba Saba. Son los valores fríos -el ejercicio del voto, las garantías jurídicas formales, la observancia de las leyes y de las reglas, los principios lógicos- los que permiten a los hombres de carne y hueso cultivar personalmente sus propios valores, y sentimientos cálidos, los afectos, el amor, la amistad, las pasiones y las predilecciones de todo tipo.
A diferencia de quien declama las profundas razones del corazón pensando, en realidad, que sólo existe su propio corazón, la ley parte de un conocimiento más profundo del corazón humano, porque sabe que existen muchos corazones, cada uno con sus misterios insondables y sus apasionadas tinieblas, y que, precisamente por eso, sólo unas normas precisas, que tutelen a cada uno, permiten al individuo singular vivir su vida irrepetible, cultivar sus dioses y sus demonios, sin estar impedido ni oprimido por la violencia de otros individuos, igual que él mismo presa de inextricables complicaciones del corazón, pero más fuertes que él, como los galeotes liberados por Don Quijote son más fuertes que Don Quijote y lo golpean brutalmente.
Norma versus sentimientos
Cierto, ninguna norma general puede entender -y por lo tanto juzgar- los sentimientos, las pulsiones, las contradicciones que están en la base de cada gesto criminal. Incluso el más inhumano y bestial. La razón no conoce a fondo las razones del corazón que empujan al torturador del Lager (campo de concentración) a destrozar a sus víctimas, sino que sencillamente sabe que también esas víctimas poseen un corazón que tiene derecho de vivir y que, por lo tanto, es necesario impedir y castigar, con una norma general, el gesto de ese torturador.
La razón y la ley tienen a menudo más fantasía que el corazón capaz sólo de sentir las propias e inextricables complicaciones e incapaz de imaginar que existan también las de los demás. El corazón, decía Manzoni, sabe bien poco, apenas un poco de lo que le ha sido contado; a menudo todo es una gran confusión, escribe Stefano Jacomuzzi. Calificar el homicidio o el hurto como delitos no basta para entender los diversos motivos por los cuales diversas personas los cometen, pero quien apela a motivaciones inefables del ánimo para desenfocar la gravedad de esos delitos entiende aún menos a las personas que los cometen.
El legislador que castiga la corrupción en las concesiones públicas es un artista que sabe imaginar la realidad, porque en esa corrupción no sólo ve la abstracta violación de una norma sino, por ejemplo, los equipamientos defectuosos con los que -a causa de esa corrupción- se ha dotado a un hospital, en lugar de los más eficaces que el hospital habría tenido gracias a unas concesiones correctas. Detrás de ese crimen hay enfermos peor curados, individuos concretos que sufren. Los antiguos, que habían comprendido casi todo, sabían que puede existir poesía en el acto de legislar; no por casualidad muchos mitos dicen que los poetas fueron, también, los primeros legisladores.
Fuente: La Nacion
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