domingo, agosto 06, 2006

Recordando a los iracundos

1956, Nasser y la crisis del Canal de Suez logran que, por primera vez en la historia, Inglaterra sufra el sentimiento del fin del imperio. Son los años del teatro londinense, los filósofos del hambre y los angry young men. Ese año, además, se estrenaba Recordando con ira, la obra emblemática de aquella década. A 50 años de esos sucesos, Inglaterra recuerda el clima cultural de su decadencia. Desde que nació, el Imperio Británico imaginó su decadencia y caída. Esa fértil imaginación decadentista, esas figuraciones catastróficas eran tanto más estremecedoras y literarias porque se enfrentaban siempre a una realidad que parecía inconmovible. En 1914, un tercio de la Tierra pertenecía al mayor imperio colonial que hubiera conocido la historia. Todavía cuarenta años después, intelectuales argentinos y de otros nacionalismos paralelos en cinco continentes seguían denunciado fogosamente un poderío inglés formal o informal que encontraban asfixiante. El golpe mortal al colonialismo llegó de manera súbita, casi sin aviso. Tiene una fecha precisa. Fue hace 50 años, el 26 de julio de 1956, cuando las tropas egipcias nacionalizaron la Zona del Canal de Suez. El gobierno conservador inglés fue a la guerra para recuperar la vital comunicación del Mar Mediterráneo con el Océano Indico. Y fue derrotado, porque los norteamericanos no lo apoyaron. Britania ya no dominaba las olas. Gran Bretaña era una isla, y la sociedad y la literatura debieron admitir que a partir de ahora serían una provinciana potencia de segunda en el concierto mundial y que Londres nada podría hacer sin el visto bueno de Washington. Pero no siempre lo hicieron apaciblemente, desde los jóvenes iracundos hasta los punk. Este año, la Gran Bretaña de Tony Blair recuerda el medio siglo, no siempre dignificante, no siempre decepcionante, en que vivió sin imperio. Entre otras cosas, con una biografía de John Osborne (1929-1994), el dramaturgo que precisamente en 1956 estrenó su clásico Recordando con ira. Es el revisionismo de un revisionista: esta vez no se omite al amante varón del misógino joven iracundo. Ian Fleming, padre de James Bond, personaje y compensación imaginaria por la caída del imperio. Fue otro joven, que convirtió su ira en acción política, quien estuvo por detrás del episodio más nefasto para la orgullosa memoria británica. Un joven y viril Juan Domingo Perón egipcio, el general Gamel Nasser, sex symbol del panarabismo, planeó con apasionada frialdad la ocupación de la Zona del Canal de Suez. Con los beneficios económicos de la explotación, pensaba pagar un proyecto casi literalmente faraónico, la mayor represa hidroeléctrica del mundo, en Asuán, sobre el Nilo. El 26 de julio, se apoderó por las armas del canal, que era una de las glorias del colonialismo europeo del siglo XIX y para cuyo estreno se había encargado a Giuseppe Verdi la ópera Aída, de tema adecuadamente exótico y oriental. La ocupación de la Zona del Canal fue militar. El conservador Sir Anthony Eden comparó a Nasser con Mussolini y preparó la guerra. No pensaba lo mismo el gobierno norteamericano del republicano Dwight Eisenhower, que presionó a Inglaterra para que se abstuviera, por razones geopolíticas que le convenía a Estados Unidos en Medio Oriente. ¿Qué consecuencias trajo la pérdida del Canal de Suez, es decir la impotencia británica ante Nasser? Justamente la desagradable realidad de que Inglaterra dejaba de ser una de las naciones rectoras el mundo. Fue el primer paso en la fatal descolonización de los territorios británicos en ultramar. Todo el sistema educativo inglés, su idea de nación, su moral victoriana de servicio y de administración colonial, su concepción del Estado, dejaba de ser imperial, porque el imperio desaparecía. La literatura cobraba un nuevo ánimo, de retirada desde la metrópolis imperial londinense hacia el interior, hacia las ciudades y pueblos de provincias, desde las universidades de Oxford y Cambridge, formadoras de la elite, hacia las nuevas universidades de ladrillos rojos que no cubría ninguna hiedra. En las novelas de William Cooper, de Kingsley Amis, de John Braine, de John Wain, en la lírica de Philip Larkin o en la de los poetas de The Movement, había un nuevo tono, a la vez de desafío ante quienes habían ejercido la hegemonía cultural, y de la austeridad que imponía una vida en la que el imperio ya no podía servir para financiar el Estado de Bienestar que los laboristas habían tratado de hacer efectivo al fin de la Segunda Guerra Mundial. En estas novelas había un tono de despolitización y de desengaño, de pícaros que recordaban de algún modo a los de la picaresca española barroca desengañada por la caída de aquel otro imperio. Un repliegue hacia límites estrechos, hacia la cotidianidad, una epopeya del hambre (también sexual) y de la supervivencia, una guerra en el frente interno por conseguir un cuarto con calefacción o unos días de playa en la costa en el verano. Cuando los protagonistas conseguían vacaciones en el extranjero, como el Portugal de A mí me gusta acá (1958) de Kingsley Amis, volvía a resurgir el resentido orgullo provincial de ingleses condescendientes con las costumbres y el caos de países menos organizados. En el tratamiento obsesivo de temas y problemas locales, carentes de grandes significaciones epocales, contrasta con la gozosa apertura cósmica de los beatniks, primos lejanos en Norteamérica de los jóvenes iracundos. En la década de 1950, la literatura acompañará una tendencia política y social hacia el inward looking, hacia la mirada interior, la concentración y la reconcentración. Era el estado de cosas que representaba, con transparente símbolo, una comedia dramática que año a año seguía reponiéndose en los teatros londinenses, La ratonera, de la novelista policial Agatha Christie. La novela en términos generales mostró entonces, también ella, una preocupación por lo nacional, lo provincial, incluso lo parroquial-comunitario, nada de grandes affaires internacionales. Pero el cuadro general mostraba ya la precariedad del encierro insular ante el desengaño con el mundo. En las novelas de Colin McInnes (como Principiantes absolutos, de 1959, filmada después con David Bowie), en los cuentos de Angus Wilson (como Cayéndonos del mapa, 1957), empezaba a despuntar otra escena, de Teddy Boys, del submundo bohemio de Notting Hill, de cafeterías (novedad en la tierra del pub), de clubes de jazz y aun de rock. Y aparecían las drogas, la diversidad sexual y una sociedad cada vez más multiétnica aunque de ningún modo multicultural. El annus mirabilis 1956 fue para Inglaterra un momento de agitación literaria mayúsculo por el sentimiento del fin del imperio. Algunas de las obras mayores del siglo se publican en ese año: Recordando con ira, de John Osborne (traducido al castellano por Victoria Ocampo, y después filmado por Lindsay Anderson, con Malcolm McDowell, el protagonista de La naranja mecánica), que revolucionó el teatro de la época con su lenguaje vulgar y violento, y una masculinidad que no estaba estetizada como lo hacía la casi contemporánea Un tranvía llamado Deseo del norteamericano Tennessee Williams. También es el año de El disconforme de Colin Wilson (que Eduardo Mallea hizo traducir para Emecé), un ensayo sobre la imposibilidad y la indeseabilidad, de la adaptación social que está en la fuente de inspiración de cada letra de rock “existencialista” hasta Kurt Cobain. El gobierno de sir Anthony Eden cayó. Francia, que había participado en la abortada guerra por recuperar la Zona del Canal, no se lo perdonó nunca. El general Charles De Gaulle se ocuparía después de evitar por todos los medios que Gran Bretaña ingresara a la incipiente Unión Europea. Consideraba que la isla estaba en feliz connubio con Estados Unidos y que siempre, en cada encrucijada decisiva, preferiría la relación especial que mantiene con los norteamericanos: este otro affaire, sentimental, es el tema del sardónico libro de Christopher Hitchens, Sangre, clase y nostalgia. La virulenta condena francesa a la invasión anglonorteamericana a Irak en 2003 es otro de los resultados, no por tardíos menos intensos, de la situación que dejó el asunto de Suez. Vencido, sir Anthony se refugió en las playas de la isla de Jamaica. Allí podía beber, uno tras otro, los tragos que le hacía preparar su amigo Ian Fleming en su residencia Goldeneye. Ya para entonces, el autor de novelas de espionaje había creado a su indeleble James Bond, que había debutado en 1953 con Casino Royale. El elegante 007 era la compensación imaginaria que los británicos, y los anglófilos nostálgicos del poder imperial y de los cartabones de su gusto, podían consumir con gula ante la pérdida de un protagonismo político real. No en vano Kingsley Amis dedicó un libro entero a la minuciosa y entusiasmada trivia y memorabilia del superagente con licencia para matar. Pero en toda la serie, que habría de florecer precisamente después de Suez, Bond, James Bond, tenía que colaborar siempre con la CIA. Que en la serie estaba encarnada por el agente Felix Leiter. Esta relación de dos sujetos antitéticos unidos en una misma causa, a diferencia de las clásicas parejas homoeróticas y cooperativas, reflejaba la manera en que a Gran Bretaña le gustaba mitologizar su relación con Estados Unidos. El inglés Bond sabía vestirse, era culto sin exhibicionismos, de un gusto infalible y rico en recursos; el norteamericano Leiter sólo tenía mucho más medios y disponía de más dinero, y era torpe, atropellado y fundamentalista. La pareja de Tony Blair y George W. Bush parece otra, penúltima mitología nacida del affaire de Suez. Con ironía, la Biblioteca Pública de Londres ubicaba alfabéticamente sus ejemplares del libro de Colin Wilson, The Outsider (traducido por Emecé en 1957 como El Disconforme) en el estante correspondiente a la letra G de “Genio”, entre “Gas” y “Geología”. En aquel entonces, The Outsider era por cierto una rareza bibliográfica –una obra filosófica que terminó convirtiéndose en superventas–. En los primeros meses, alcanzó 16 ediciones y había vendido 40 mil ejemplares en tapa dura.
Pero por los sucesos de Suez no había mucho que festejar. Wilson era “un genio de apenas 24 años”, como anunció en tapa The Daily Express. Había dejado la escuela a los 16 porque los exámenes eran muy difíciles. Su padre trabajaba en una fábrica de zapatos en Leicester y nunca ganó más de cinco libras por semana. El joven Wilson se casó, se separó, vivió en la calle, dormía en los parques, comía pan. Llegaba temprano a la mañana en bicicleta al British Museum, allí leía y escribía como un maniático. Al igual que otros “iracundos”, coincidió generacionalmente con la primera oleada de adultos que había hecho su escuela primaria en establecimientos del Estado –los más favorecidos habían llegado a graduarse en las universidades gracias a la educación pública y gratuita–. Los tiempos parecían reclamar con urgencia escritores que dieran una voz al descontento indistinto de su generación. El mundo literario de Londres en 1956, según el propio Wilson, “tenía la consistencia de una polilla” y necesitaba que le dieran una buena sacudida. Wilson, con su pelo sucio y anteojos de intelectual, “el filósofo que dormía en una bolsa de dormir en Hampstead Heath” –según la maliciosa descripción de Osborne–, parecía enviado por el cielo para desempeñar ese rol en la comedia londinense. El Disconforme comenzaba de un modo que luego se hizo tan famoso como el comienzo del Manifiesto Comunista: “A primera vista, el outsider es un problema social”. Recibió elogios de todo el mundo. Con nacionalismo, The Observer proclamaba que era mejor que Jean-Paul Sartre. The Sunday Times lo encontraba “notable” y el reseñista del The Listener declaró que se trataba del libro “más notable” que le había tocado en suerte. Wilson ahora era célebre: daba entrevistas temerarias, se peleaba con los demás iracundos. El establishment filosófico reaccionó de modo diferente, pero no menos cruel: A. J. Ayer dijo que Wilson era “un perrito que baila”, uno de esos canes que saltan en los circos, infatuados consigo mismo y con libros difíciles que ni siquiera podía entender. Cuando Wilson ya no fue tan joven, ni tan angry, la gente comenzó a olvidarlo. Había que estar ahí, contestan quienes preguntan cómo pudo The Outsider convertirse en lo que se convirtió. Al cerrar The Outsider, al menos los chicos sabían pronunciar las palabras Sartre, Camus, Nietzsche y esos otros filósofos cuyos nombres nunca estaban seguros de pronunciar bien. Además estaba la jactancia de Wilson, que se consideraba “el escritor más importante del siglo XX” y un “Elvis Presley intelectual”. En el capítulo cinco, Wilson escribió: “El outsider no es un freak, sino sólo más sensible que la medida”. Todo joven romántico en el verano de 1956 podía verse reflejado. Una frase a la que recurre Inglaterra en tiempos difíciles es Grace under The Fire (mantener la gracia bajo el fuego). Su historia lo demuestra: en los peores momentos, los ingleses no abandonaron la gracia, los modales. Este es también un gesto de valentía, de autocontrol, que reniega de la reacción de opereta, tan argentina o latinoamericana. En este sentido, cuando los tiempos ya no fueron buenos para el pobre Wilson, hay que decir que se comportó como un argentino más.


Fuente: Pagina 12

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