Aunque los motivos de su intempestiva decisión son inciertos, el 14 de agosto de 1918 Marcel Duchamp se embarca con su amiga Yvonne Chastel en el SS Crofton Hall con destino a Buenos Aires. El fantasma de la guerra que lo ha empujado de París a Nueva York tres años atrás vuelve a acecharlo y elige esta vez una ciudad más remota. "Los Estados Unidos habían entrado en guerra en 1917", le confiesa a Pierre Cabanne cincuenta años más tarde, "y yo, que me había ido de Francia por falta de militarismo o, si se quiere, de patriotismo, me enfrentaba a un patriotismo peor, el patriotismo norteamericano". Si lo que busca Duchamp, como le explica a su amigo Jean Crotti, es "cortar enteramente con esa parte del mundo", la elección tiene su lógica; la capital argentina (basta pensar en las menciones de Buenos Aires en el cine clásico de Hollywood) es, durante buena parte del siglo, sinónimo inequívoco de destino recóndito y exótico. Aun así, cuesta imaginar el motivo verdadero de una elección a primera vista azarosa; Duchamp no habla una palabra de español, no conoce a nadie en la ciudad y el viaje es largo y costoso. Son muchas las ciudades neutrales en las que podría haberse refugiado, ¿por qué elige, precisamente, Buenos Aires? A juzgar por un dibujo fechado en vísperas de la travesía con el que se despide de su amiga Florine Stettheimer, tampoco él imagina qué le espera al fin del viaje pero se lanza decidido. Aunque en el mapa de América corona el derrotero desde Nueva York con un signo de interrogación mayúsculo en Buenos Aires, la incertidumbre no condiciona sus planes; junto a la línea punteada, entre flechas de direcciones opuestas, consigna el tiempo previsto de ausencia con precisión matemática: "27 días + 2 años". No sabe qué encontrará en la capital más austral de Sudamérica, pero planea quedarse allí mucho tiempo y volver irreconocible ("La próxima vez que me veas", le asegura a Crotti, "habré cambiado bastante"). El resto son intuiciones vagas: imagina una ciudad más soleada que Nueva York, calcula que podrá ganarse la vida dando clases de francés y, aunque sospecha que no encontrará amantes del arte moderno y no tiene intenciones de exponer allí, lleva todas las notas del Gran vidrio para avanzar en el diseño de la obra en el papel y completarla en Nueva York a su regreso. De todas las razones para explicar la decisión de exiliarse en Buenos Aires que especulan sus admiradores y biógrafos, la más atractiva, por indemostrable, es la del escritor argentino Julio Cortázar. El viaje responde a la legislación de lo arbitrario, argumenta en La vuelta al día en ochenta mundos , y su fatalidad se prueba en la obra del escritor francés Raymond Roussel, Impresiones de Africa . "El 15 de marzo de 19 ", cita Cortázar, "con la intención de hacer un largo viaje por las curiosas regiones de América del Sud, me embarqué en Marsella a bordo del Lyncée , rápido paquebote de gran tonelaje destinado a la línea de Buenos Aires." Es el comienzo del décimo capítulo de Impresiones, en el que Roussel, después de pormenorizar hasta el delirio en los sofisticadísimos fastos maquínicos que han preparado los náufragos del Lyncée para la coronación del rey africano que los ha capturado, recapitula el origen de la aventura y presenta a los personajes que han actuado. Llevado por los puntos suspensivos de la fecha y su gusto por la especulación fantástica, Cortázar imagina que el propio Duchamp viajaba de incógnito en el Lyncée , que tuvo ocasión de jugar al ajedrez con Roussel antes del naufragio, y que sin duda trabó amistad con los personajes más conspicuos del pasaje, la primera bailarina rusa, el pirotécnico parisino, o el constructor de objetos de precisión francés, inventor de un sorprendente florete mecánico. Si se omiten las licencias poéticas cortazarianas, la reunión imaginaria a bordo del Lyncée -imposible pero interesante- tiene su eficacia práctica. La mención de Buenos Aires en la obra de Roussel no es un aliciente menor para orientar el rumbo en 1918. La "locura de lo inesperado" que Duchamp descubrió en la representación teatral de Impresiones... en París en 1911, la combinación de "mecanismo y delirio, método y demencia" (la fórmula sintética es de Octavio Paz) convirtieron a Roussel en su artista faro, primer motor del viraje capital de su carrera artística en 1912 y propulsor secreto de sus propias máquinas. "Roussel fue el principal responsable de mi vidrio", confesará en 1946, "De sus Impresiones de Africa saqué el enfoque general [ ] y Roussel me enseñó el camino." Y más tarde, a propósito de la misteriosa estadía de dos meses en Munich a la que lo empuja la obra de Roussel: "En 1912 decidí estar solo y avanzar sin destino fijo. El artista debe estar solo consigo mismo, como en un naufragio". La especulación de Cortázar tiene su lógica; si con las desopilantes consecuencias del naufragio de un navío que se dirige a Buenos Aires Roussel había señalado un rumbo, ¿por qué no seguir al pie de la letra la ficción del maestro y embarcarse a Buenos Aires? Alentado por Roussel o por motivos más prosaicos (aunque probablemente no sea cierto, Duchamp dijo alguna vez que un familiar de un amigo suyo parisino regenteaba un burdel en Buenos Aires), después de tres semanas a bordo del Crofton Hall , Duchamp llega a la capital argentina el 9 de septiembre de 1918. A partir de allí, es poco lo que se sabe, como si el signo de interrogación con el que había coronado el itinerario del viaje en el mapa signara deliberadamente su estadía sudamericana. A no ser por las diez cartas que envía a algunos amigos, poco puede reconstruirse de su paso por Buenos Aires y menos aún de su vida cotidiana durante los nueve meses turbulentos y calurosos que pasa en la ciudad, un interregno enigmático entre dos piezas capitales de su obra, Tu m , su última pintura sobre tela, completada en julio de 1918, y su célebre "rectificación" de la Mona Lisa, L.H.O.O.Q , de 1919. [...]. Aunque pocas, breves y esporádicas, las cartas a sus amigos desde Buenos Aires dan una versión sintética de su estadía y ofrecen, sobre todo al lector argentino, una visión cáustica de la sociedad porteña a principios de siglo. A poco de llegar, la sensación de extranjería se combina con una familiaridad inesperada que remite directamente a Europa, sin la inflexión americana. Los "hombres y mujeres negros" le hacen pensar que está muy lejos de Nueva York, pero las calles angostas le recuerdan a París (al barrio de la Madeleine), y también el estilo europeo del conjunto y la comida (la manteca, sobre todo, "fantástica"), "inhallable en Columbus Avenue". A los dos meses, se siente ya un verdadero " Buenos Airean " y conoce la ciudad como la palma de la mano. Pero su entusiasmo decrece a medida que la extrañeza de lo "nuevo" se devela como simple chatura provinciana; no es mucho lo que se puede esperar más allá de una sociabilidad cerrada, y un "Casino" -una suerte de Arcade Building Theater- en el que sólo se admiten hombres. Su compañera de viaje, Yvonne Chastel, y su amiga Katherine Dreier, de visita en Buenos Aires, sufren las consecuencias de un machismo inenarrable. "La insolencia y la estupidez de los hombres", resume en una de sus cartas, "son absolutamente increíbles". Con el paso de los meses, la mediocridad de la alta burguesía porteña le va restando entidad al conjunto hasta convertirlo en una nada, una copia servil de modelos europeos degradados. "Buenos Aires no existe", dictamina en noviembre, "es solo una gran ciudad de provincia llena de gente muy rica de muy poco gusto, que compran todo en Europa, hasta las piedras sobre las que edifican sus casas". Todo es una suerte de réplica de otra parte (hay una colonia inglesa, una americana, una italiana -todas muy cerradas-, muchos franceses -más que en Nueva York-, "insoportables") y hasta la pasta dentífrica es importada; la gente es poco curiosa y arrogante. Salvo algunos bares de tango, algunos cines y compañías francesas de teatro, no hay mucho en qué entretenerse por las noches y el humor de Duchamp se va volviendo más ácido. "La manteca sigue siendo buena", escribe en enero de 1919, "pero uno se acostumbra".[ ] El efecto Duchamp En algún momento de las largas conversaciones que poco antes de su muerte Duchamp mantiene con Pierre Cabanne, Cabanne le pregunta por su estadía en Buenos Aires y le recuerda que fue durante esos nueve meses cuando recibió las noticias de la muerte de su hermano Raymond y su amigo Apollinaire. Duchamp admite que fueron golpes muy duros y que a partir de entonces sintió deseos de volver a Francia lo antes posible. "De modo que volví en 1918", le dice. Cabanne lo corrige y Duchamp se retracta de inmediato; efectivamente, reconoce, fue mucho más tarde, en julio de 1919. Pero el error se conserva en la edición de las conversaciones, como si ese pequeño desliz en la reconstrucción precisa del pasado que Duchamp ha emprendido junto con Cabanne mereciera quedar asentado. Acaba de recordar la fecha del arribo a Buenos Aires ("Viajé en junio-julio de 1918 a un país neutral llamado Argentina", dice) y también las fechas de las muertes de Raymond y Apollinaire (equivoca en apenas un mes la fecha de la muerte de su hermano) y sin embargo altera en un año la fecha del regreso, borrando con ese equívoco el tiempo completo de la estadía en Buenos Aires. Tiene casi ochenta años, es cierto, y podría tratarse de una simple distracción, pero el entrevistador no omite el traspié con elocuente suspicacia. Si se tratara de un lapsus, el exilio argentino quedaría reducido a un blanco, un vacío o, para usar la terminología de Duchamp, un mero retardo . Como epílogo de su paso por Buenos Aires, en todo caso, el vacío que sugiere el lapsus no es del todo desacertado. Por más empeño que se invierta en reconstruir los nueve meses de Duchamp en la Argentina, sólo quedan unas cartas, unas pocas obras (una de ellas vocacionalmente destruida en un balcón de París) y el eco imaginario de sus hipotéticas conversaciones con una amiga que lo acompaña en parte del viaje y que, en su escrupulosa crónica, apenas lo alude en la dedicatoria sin nombrarlo. En los archivos de Dreier quedan algunas fotos que podrían haber sido tomadas en Buenos Aires, pero no tienen fecha ni lugar preciso, como si para salvaguardar su costado nebuloso y mítico, el paso de Duchamp por la ciudad se resistiera a la fijeza del registro. De los dos domicilios porteños que constan en su correspondencia, sólo uno ha eludido las demoliciones modernizadoras del ciudad. El departamento número 2 de la casa de Alsina 1743 sigue en pie pero no guarda ninguna huella de su paso y, como es de esperar, ninguno de los actuales vecinos ha oído siquiera hablar de Marcel Duchamp. El destino del cuarto que alquilaba como estudio en Sarmiento 1507, en cambio, es más curioso. El edificio se demolió hace varias décadas en la ampliación del Complejo Cultural San Martín y alberga, precisamente en esa esquina, una pequeña plaza seca, frente a una sala de arte -ironía de ironías- pobre y desangelada. Los edificios antiguos de las restantes tres esquinas (uno muy próximo es de 1902) dejan imaginar la vista desde la ventana de su estudio, pero el espacio mismo donde Duchamp completó su Pequeño vidrio , revisó sus notas y jugó al ajedrez es un vacío literal, una ráfaga de aire tiznado por el tráfico de la calle Sarmiento. Mirando en perspectiva, sin embargo, el blanco porteño no es más que una variable de las tantas formas de vacío que Duchamp dejó en el arte del siglo para que surtieran efecto , empezando por su primer ready-made , Rueda de bicicleta , figura perfecta del vacío que no sólo entroniza en un banquito de cocina una cámara de aire sino que, como obra de arte, entroniza un objeto sin arte, un arte del vacío. En el extremo, todo el arte de Duchamp, resume Gérard Wajcman, no es más que un puro dispositivo, un instrumento óptico con el que volver a mirar el arte, una máquina de producir preguntas y respuestas visibles, objetos que no agregan (como la pintura) ni quitan (como la escultura) sino que introducen vacío para volver visible lo que no se puede ver. Se podría, por lo tanto, dar efecto al vacío porteño de Duchamp, como si se tratara de una bola a la que se le imprime un impulso giratorio que la hace desviarse de su trayectoria normal. ¿Cuál sería, en ese caso, el efecto argentino de Duchamp? ¿Qué se vería del arte argentino que hasta ahora no hemos podido mirar? Se trata de calzarse la lente que Duchamp dejó como un legado evanescente a su paso por Buenos Aires y volver a mirar.
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