sábado, febrero 25, 2006

Los secretos del viejo Homero

Desde hace siglos asistimos a diversos debates y "cuestiones" en torno de la figura de Homero y de sus poemas épicos, que fundan la literatura occidental. ¿Puede haber novedades? Pues sí. En estas páginas se repasan los descubrimientos arquelógicos que confirman la historicidad de la guerra de Troya y las deducciones históricas y filológicas sobre cuándo y cómo se escribieron la Ilíada y la Odisea. Además, una entrevista con el lingüista que demostró que los poemas homéricos se inspiran en un mito oriental. Quizás esperar hoy noticias frescas de Homero suene absurdamente ingenuo y a la vez demasiado pretencioso. ¿Acaso no ha dicho Homero ya la más importante noticia: que Aquiles abandonó el combate en Troya y hundió a los ejércitos aqueos en una serie de tragedias y derrotas? Esto es lo único que había que saber para dar comienzo a la Ilíada, es decir: a la épica griega y, así, a toda la literatura de Occidente. Y por otra parte, cuántas veces corrimos a escuchar "la última conclusión" sobre las muchas cuestiones homéricas en debate para terminar encontrando, al final de la exposición, el viejo cuento de que "el debate sigue abierto" y que solucionarlo "excede el marco de este trabajo".Sin embargo, una cantidad de investigadores del enigma homérico se han pronunciado en estos años para alentar algunas certezas en relación con las historias que narraba el viejo rapsoda pero también para modificar nuestra visión de la Ilíada y la Odisea, del contexto en el que surgieron y, sobre todo, del significado que tienen para el nacimiento y desarrollo de la cultura literaria occidental. Vayamos por partes. Después de cuatro siglos de discusiones, se puede afirmar que la guerra de Troya que cuenta la Ilíada y que sirve de marco a la Odisea no es únicamente una contienda mítica, sino casi seguramente histórica, según han mostrado las excavaciones que realizó el arqueólogo Manfred Korfmann durante 17 años en lo que fue la antigua ciudad de Ilion, en la actual Turquía. Segundo: el geólogo John Underhill y el filólogo James Diggle aseguran que el final del viaje que cuenta la Odisea, el regreso de Ulises desde Troya a su patria, se puede identificar geográficamente con precisión, si bien sismos y maremotos convirtieron a la legendaria isla de Itaca en la actual península de Paliki. En tercer lugar, las obras de Homero —demos por cierto ahora que el poeta existió con ese nombre, cosa que algunos filólogos rechazaron sobre bases firmes— no son tan, tan antiguas como los mismos antiguos quisieron creer. El español Juan Signes Cordoñer dice que fueron escritas en el siglo VI a.C. y no, como se pensó tradicionalmente, en el siglo VIII a.C.; y que, por lo tanto, no es cierto que la épica y la lírica arcaicas (Hesíodo, Alceo, Estesícoro) dependan formal, temática o estilísticamente de Homero; más bien, es al revés. Pero lo más grave no es que Homero ya no tiene prioridad cronológica alguna, o que no es original (su saga retoma mitologías milenarias): lo realmente grave es que tampoco es griego ni occidental. Los estudios del lingüista alemán Frank Starke sobre las lenguas anatolias de la época arcaica no sólo demuestran la presencia de elementos morfológicos y sintácticos de lengua anatolia en los poemas homéricos, sino que revelan que Homero calcó temas y motivos anatólicos; en fin, que el centro alrededor del cual gira toda la Ilíada, la cólera de Aquiles —reflejada en el mito de Meleagro— se inspira en el arcaico mito anatólico del "dios desaparecido". En pocas palabras: Starke sostiene que la epopeya que funda la cultura literaria de Occidente está copiada de mitos de Oriente. La invención de HomeroLa desproporción entre la suerte literaria (y toda la tradición crítica) que arrastran la Ilíada y la Odisea desde la antigüedad y la tiniebla en la que se encuentra la biografía de su autor, Homero, es un desafío permanente a las que, se supone, son las leyes de la circulación de las obras de arte en el mercado cultural. Desde hace siglos se viene discutiendo si Homero fue un poeta, si fueron dos, o varios, o si nunca existió. El británico Martin West, autoridad mundial en literatura griega arcaica y autor de una reciente edición crítica de la Ilíada, escribió en 1999 un artículo que cifra en su título, "La invención de Homero", todo el problema. La clave, de hecho, está en la ambigüedad del "de" (que puede interpretarse como un genitivo objetivo o subjetivo): la preposición "de" ¿indica que la Antigüedad inventó a Homero o que Homero inventó toda una tradición poética que hoy asociamos con su nombre? Para West, las dos cosas son verdad: Homero es el inventor de "nuestra Ilíada", sin embargo, las fuentes tardías que dan testimonio de la biografía arcaica del poeta son sumamente dudosas; de modo que, en buena medida, Homero es también invento de sus sucesores, los que Píndaro, Isócrates, Platón y Estrabón mencionaban como los "homéridas". Así se hacían llamar algunos cultivadores de la tradición épica, que aparecen en el Ion (530d), el Fedro (252b) y la República (599e) de Platón; se trata de una especie de "gremio de poetas" —para usar la expresión de Walter Burkert— que habría inventado el nombre de Homero, a partir de *homo y de la raíz *ar del verbo ararísko, "ajustar". Según esta etimología, propuesta por Gregory Nagy, Homero significaría algo así como "el que ajusta en uno", algo que coincide con la imagen de los poetas como "cosedores de cantos" que unen viejos cuentos tradicionales en una poesía nueva.En definitiva, un poeta, a quien sus seguidores y difusores llamaron Homero, compuso la Ilíada y la Odisea; pero ¿compuso estos monumentales poemas en forma oral o escrita, tal como los conocemos, con 16 mil y 13 mil hexámetros? Y, más allá del problema complejo de la edición y transmisión de los versos a lo largo de la historia, ¿cuándo llegaron a plasmarse por escrito? Juan Signes Cordoñer, que enseña filología griega en Valladolid, considera que la escritura homérica no está tan ligada a los tiempos arcaicos y dice que, más bien, está bastante próxima a la época clásica. En un volumen que se publicó a fines de 2004, Signes pasa revista a las últimas investigaciones sobre la historia del uso del alfabeto en Grecia y sobre la relación entre literatura oral y literatura escrita; sus conclusiones derriban muchas ideas heredadas sobre la formación de nuestra tradición cultural. Dice Signes que no es cierto, como siempre se ha dicho, que el alfabeto surgió en Grecia para notar la literatura épica. (Esto es un golpe a la idea de que Occidente no vio nacer a la escritura alfabética por necesidades comerciales sino para codificar versos extraordinariamente bellos.) No está probado que hubiera motivos literarios o comerciales para el surgimiento del alfabeto, que fue tomado de los fenicios; y aún considerando que los poemas homéricos sean el primer testimonio de escritura alfabética, no hay por qué suponer que pertenecen al siglo VIII a.C.; por el contrario, Signes aporta, a los ya existentes, una cantidad de argumentos para mostrar que es mejor situar la escritura de los poemas de Homero en el siglo VI a.C., precisamente durante la tiranía de Pisístrato, en Atenas.Según el filólogo español, en el siglo VIII a.C. no estaban dadas las condiciones técnicas para poner por escrito una obra épica monumental como la homérica por dos razones: "no había mecanismos de difusión que hicieran rentable esta copia, ya que no había comercio de libros, ni los aedos bastaban para garantizar una transmisión escrita de los textos o tenían interés en la misma". Aquí se suponen tres cosas bastante discutibles sobre la literatura escrita en tiempos arcaicos. En primer lugar, que ésta debía tener alguna relación ventajosa de "rentabilidad" (¡ah! ¡el viejo oficio de rechazar originales!). En segundo lugar, que precisaba del mercado librero (Joachin Lacatz, célebre especialista en Homero y Troya, objetó el punto: en la Edad Media tampoco había mercado librero pero las copias circulaban profusamente). Y, en tercer lugar, supone Signes que la literatura escrita sólo aparecía allí donde una cantidad considerable de ciudadanos podía leerla. Pero ¿por qué, si se trata de volver más comprensible la transición desde la cultura oral hacia una cultura escrita, vamos a suponer que la transcripción de la literatura épica ya tiene que implicar un público lector (y encima mayoritario)? ¿Esa escritura no podría tener, supongamos, un carácter ritual, fundado, por ejemplo, en cierto sentido de la recuperación de la conciencia histórica? ¿Y si los homéridas, que arbitraban en querellas entre rapsodos, eran los encargados de velar por esa saga?En el túnel del tiempoEn una didáctica y exquisita introducción a Platón, Conrado Eggers Lan distinguió los tres momentos que abarca la poesía homérica: el periodo evocado en los poemas, el de la antigua Micenas, entre los siglos XV y XIV a.C.; el periodo de composición de los "principales temas", entre los siglos XIII y IX a.C.; y el periodo de composición oral y escrita, probablemente la primera en el siglo VIII a.C., y la segunda, en el siglo VI a.C. Es decir, que Homero cuenta algo que ocurrió mil años antes de que él naciera, y lo hace a partir de narraciones forjadas varios siglos años antes de que él naciera. Compuesto el poema en forma oral hacia el siglo VIII a.C., alguien, tal vez Homero, escribió la saga en el siglo VI a.C. Estos saltos temporales —que no explican de por sí la preciosa tensión entre mito e historia, entre ficción y realidad, entre pasado y presente que inunda la Ilíada y la Odisea— son fundamentales, sin embargo, para comprender el contexto en el que se produce y se da sentido al poema. Homero habla a los suyos acerca de guerreros, reyes conquistadores y formas del heroísmo que ya no existen. Su tiempo está atravesado por cambios revolucionarios en la economía (los productos jonios comienzan a ser comercializados, por tanto la era de la piratería y la guerra de conquista deja paso a una etapa de florecimiento comercial), y desde luego, la revolución atraviesa la organización política y social de los griegos. De ahí que la referencia a ciertas prácticas pertenecientes a la desaparecida cultura micénica, así como la presencia de herramientas ya caducas —armas de bronce, por ejemplo— deba tener una explicación: no son reflejos del presente sino huellas del pasado que el poeta recupera con algún sentido. Hoy se interpreta la introducción de elementos micénicos en la Ilíada y la Odisea no como gestos de continuidad cultural con ese mundo extinguido sino como una singular mirada del propio pasado: como un intento de los griegos por forjar una conciencia histórica.La arqueóloga Barbara Patzek demostró en Homero y Micenas, en 1992, cómo ese marco de expansión económica y cultural del siglo VIII a.C. llevó a los griegos a buscar en sus raíces señas de identidad; búsqueda que se manifestó en el culto a las reliquias del pasado y, especialmente, en la aparición de un culto a los héroes vinculado a las antiguas ruinas micénicas. (Los arqueólogos encuentran por primera vez este tipo de cultos en Grecia a partir del siglo VIII a.C.). La Ilíada y la Odisea, ejes de esta construcción de una memoria, también inventan una singular relación con lo divino: por cierto, los dioses homéricos "no son dioses surgidos del culto ni de especulaciones sacerdotales sino que han nacido en la poesía junto con los héroes aqueos".Arte y conciencia de claseEn este panorama, entonces, la respuesta a la pregunta ¿a quién le canta Homero? es crucial para interpretar los poemas. Aquí, las investigaciones más recientes, como las de Signes y como William Thalmann —cuya perspectiva sigue el filólogo español— tienden a ver un Homero bastante más chato y miope de lo que percibieron las generaciones de helenistas precedentes. Para Signes o Thalmann, "el epos homérico refleja una polarización simplista entre aristócratas y esclavos; su visión idealizada de la sociedad aristocrática, además, le impedía dar cuenta de la situación de las clases medias". Hace 50 años se manejaban interpretaciones más sutiles, menos lineales, de la poesía épica; capaces de percibir, en medio del arrebato de heroísmo guerrero, un encuentro desgarrador con la muerte y ciertos límites a la voracidad de los dioses. Walter Kranz señalaba cómo, si bien los "poetas homéricos" cantan para una nobleza militar de capa caída, cuya gloria se va hundiendo en el pasado, no pueden ni quieren dejar de imprimir a su poesía el sello de su propia clase. "Y al acentuar los rasgos horrorosos de la guerra, al señalar límites para los caprichos humanos y divinos, al presentar la negatividad de la muerte en toda su crudeza —escribió Eggers Lan—, Homero actuó como portavoz de esa nueva sociedad".En 1940, atormentada por los horrores de otra guerra, Simone Weil escribió "La Ilíada o el poema de la fuerza", donde enfatizaba cómo todo allí se subordina a la fuerza, que todo lo doblega y destruye, que todo lo vuelve amargo. Weil se preguntaba incluso si los que cantan en la Ilíada no son los propios aqueos, conquistados por los dorios poco después de la victoria en Troya, exiliados, vencidos. Reeditado, el texto de Weil se valora hoy sobre todo por sus marcas históricas, ya que su mirada deja de lado un elemento estético que es central para la Ilíada (y que a Homero no se le escapó). La narración épica, por su violencia espectacular, no es, como cree Weil, puro reflejo del dolor sino el llamado a un placer de irresistible atracción. La industria del espectáculo y cierta literatura de género bien han sabido aprovecharlo.La expulsión de los poetasPara establecer la escritura de la Ilíada y la Odisea en Atenas, en la segunda mitad del siglo VI a.C., durante la tiranía de Pisístrato, se esgrimen hoy interesantes argumentos de carácter político. Tradicionalmente esta hipótesis se rechazó por una razón evidente: si los poemas homéricos se hubieran escrito en Atenas ¿cómo justificar la ausencia casi total de referencias a los héroes atenienses en ellos? Para Signes, esta ausencia confirma la tesis. El razonamiento es un poco complicado pero vale la pena seguirlo.Heródoto, el primer autor griego que cita la Ilíada y la Odisea en su obra, cuenta que Clístenes, tirano de Sición, que estaba en guerra con Argos, habría prohibido a los rapsodos competir en su patria, "a causa de los poemas homéricos, porque en todos ellos se celebraba constantemente a Argos y los argivos". Como Clístenes gobernó Sición entre el 600 y el 570 a.C., se suele concluir, razonablemente, que para entonces la Ilíada ya estaba escrita (pero podría estar compuesta oralmente, no por escrito). Por su parte, Pisístrato gobernó Atenas entre 565 a.C. y 527 a.C. Los pisistrátidas lo hicieron hasta 510 a.C. La tiranía, que promovió la escritura, también impulsó la copia del texto monumental de Homero, como parte de una política cultural que apuntalara su liderazgo en la hélade. Pero para evitar una futura expulsión de los poetas, la edición tenía que suprimir toda mención a héroes atenienses, sobre todo a Teseo y los teseidas, dada la importancia que esta mitología tenía "como fuerza ideológica aglutinadora de la aristocracia opuesta a Pisístrato". A la vez, para "identificar la Ilíada y la Odisea con su programa ideológico, Pisístrato hizo que los aedos destacaran no sólo el papel de Néstor y los nelidas, de los que el tirano se hacía descender, sino el de Atenea, la diosa que Pisístrato buscó como patrona de su política frente al culto heroico de la aristocracia". El "presente hitita"El lingüista Frank Starke, de la Universidad de Tubinga, afirma que la poesía homérica no sólo encontró el motivo de su cantar en Asia, en el recuerdo de una Troya dorada. También absorbió huellas morfológicas, sintácticas y fonológicas de las lenguas anatólicas que se hablaban allí y se nutrió de su mitología, que está en el centro mismo de la Ilíada. Starke, que vino el año pasado, invitado por el Instituto de Historia Antigua Oriental de la UBA, mostró que el mito de Meleagro, que aparece en el canto 9 de la Ilíada para ilustrar las trágicas consecuencias de la cólera de Aquiles y de su alejamiento de la batalla, está tomado del mito anatólico del dios desaparecido. Según el relato oriental, del siglo XVI a.C., el dios de los frutos del campo y los animales se retira encolerizado —las fuentes no indican por qué— con perjuicios para los dioses y los hombres. En la Ilíada, para convencer a Aquiles de que regrese, Fénix, "el viejo conductor de carros", le habla amorosamente y le cuenta la historia de Meleagro, el hijo de Eneo, que en medio de la lucha entre etolos y curetes se va de la batalla, en cólera contra su madre (que lo ha maldecido), y causa toda clase de pérdidas a los etolos. Luego regresa, para evitar la derrota de los suyos. En el mito anatolio, la cólera se aplaca con un ritual, la quema de un leño, que entre los griegos también aparece ligado a la historia de Meleagro. Pero a diferencia del mito original, la historia de Meleagro no tiene final feliz. Claro que eso ya no es anatolio. Eso ya es cosa de nuestra literatura occidental. (¿Occidental?).

Fuente: Clarin

domingo, febrero 19, 2006

Felisberto Hernández, el precursor

El gran escritor uruguayo tuvo una vida novelesca. Fue pianista en salas de cine mudo, seductor de mujeres, de amigos, de oyentes y, sobre todo, de lectores. Su obra, a menudo visionaria, es rica en misterio y ambigüedad
Sin ruido, impasible, con la sanción benéfica del tiempo a su favor, Felisberto Hernández (1902-1964) permanece tan excéntrico y totémico como siempre en el mapa de la literatura uruguaya. Y perdura, junto con tal insularidad, su alcurnia de personaje de novela que excita la imaginación con sus andanzas de pianista de cine mudo en las provincias rioplatenses, en las décadas primeras del siglo pasado, con sus smokings de segunda mano, sus numerosas mujeres complejas, su leyenda de conversador sin par y su inagotable anecdotario absurdo. (Lo cercaba una mitología abundante que luego se expandió a dos de sus esposas, la escritora Paulina Medeiros y la pintora Amalia Nieto, y que en el presente se continúa en su nieto, Sergio Elena, también él pianista.) Sí, a contracorriente nadó Felisberto desde temprano, diríase que intuitivamente guiado por el caudal misterioso de los sueños con los que traficó y por su estirpe de funámbulo del trapecio literario. Huyó -en fechas tan tempranas como 1925, 1929, 1931- del folclore disfrazado de realismo, del documento copiador y hasta de esa plaga de la bandería políticamente comprometida que, algo después de los años precitados, pretendió y logró en gran medida convertir a los escritores en clérigos. Ahora lo comprobamos con una cierta sonrisa satisfecha: Felisberto fue, al menos en el dominio de la prosa, el primero que en el Uruguay escribió en los márgenes de su obra, mirándola de reojo, tornándola voluntariamente ambigua. Más aún: en su convenio con la práctica literaria el escritor, habitante del adentro de la arquitectura por él construida, está por encima del cielo y por debajo de la tierra que configura, y es capaz de verse como "otro", como un desconocido que inopinadamente inventa fábulas y que, en un tercer y extremoso movimiento de esa secuencia de trasmutaciones, se desdobla todavía más porque "él también era un desconocido de sí mismo". Monólogo interior y diálogo solidario -el autor que se habla y habla al lector- pautan una estructura de desplazamientos en la que pareciera que el "yo" narrativo mima su identidad camaleónica midiéndose con "otro" que es y no es él mismo. Se trata de una puesta en escena literaria (y la teatralidad importa mucho aquí por el espejismo que alienta) que en algo se parece a aquélla que se define y toma cuerpo al entrar en contacto con la "metamorfosis inquietante" que nace con la modernidad baudeleriana y que se manifiesta en las relaciones que el texto literario entabla consigo mismo, con las cosas y con los objetos de una cotidianidad novedosa y pérfida; también, de una puesta en escena que en algo se acerca a las modalidades proustianas reminiscentes, al poner a trabajar a la imaginación en relación de intimidad con los recuerdos y las evocaciones y al proponer un análisis crítico de tales recuerdos y de tales evocaciones. Existe, en gran parte de los textos de nuestro autor, la convicción de que los tiempos que corren fraguan una nueva idea de la naturaleza de los instrumentos literarios y de la propia realidad. Vanguardista à rebours en unos aledaños de esplendor de las vanguardias como fueron los suyos, Felisberto se situaba entre y bajo las máscaras y los disfraces del carnaval escritural, fiando en la autarquía del equilibrio formal de la literatura, apostándose en una actitud gobernada por ese "extrañamiento" (una palabreja inusual en su época y en su medio) que teje y desteje la trama tanto del transcurso como del discurso de sus cuentos y sus nouvelles. Títulos como Fulano de tal (1925), Libro sin tapas (1929), La cara de Ana (1930), que redondean una primera etapa tanteadora, y ya más tarde Por los tiempos de Clemente Colling (1942), El caballo perdido (1943), Nadie encendía las lámparas (1947) y Las hortensias (1949), que configuran un núcleo mucho más maduro, ilustraron cada uno a su modo, y con voluntad de profundidad creciente, una idea singular y atrevida (y, por cierto, arriesgada) de la literatura. ¿Será por este último motivo que la moda literaria actual rinde un culto "posmoderno" a su esfuerzo, en abierta antagonía con un escritor que se despreocupó militantemente de las novelerías y del esnobismo conceptuales? Esta característica de desprendimiento doctrinario es la que ahora se agradece y sorprende. Felisberto fue, en efecto, lo que se conoce como un escritor "experimental": cruzó las fronteras entre los géneros (El caballo perdido es una novela, es un ensayo, es una meditación), mezcló lo fantástico y lo introspectivo y alternó lo mítico con lo real. Empero, ninguna de esas transgresiones adquirieron un carácter dogmático ni implicaron una teoría protegida por leyes o consignas. Más bien, lo que distingue su andadura son la sencillez y la llaneza, una naturalidad sin estrépito ni espuma que lleva a que aceptemos risueños y con desasosiego cordial los planteos de extravagante mesura que se nos proponen.
* * * En Tandil, cuando corría el año de 1940, y luego de aguardar varias semanas por un concierto que nunca se materializó, Felisberto Hernández escribió a una corresponsal cómplice que "la angustia toma forma literaria". Era el preanuncio de que el pianista se volvería escritor. En efecto, después de años de dedicarse al piano con la pretensión secreta de emular a Paderewski y a Cortot, comienza una obra literaria (en sus inicios publicada por cuenta propia en volúmenes esmirriados, en "libros sin tapas") que tendrá como protagonista casi único justamente a un concertista, trasmutación sin duda de aquel ejecutante concienzudo, según se afirma, que hasta deseó competir con Beethoven y Chopin en la composición musical. Incluso se podría afirmar que Felisberto llevó la vida vagabunda de un pianista de provincias y padeció en ella el fracaso nada más que para legar al universo de la ficción las rêveries de un personaje solitario y de sensibilidad enfermiza. En Nadie encendía las lámparas hay un cuento, "Mi primer concierto", donde se leen estas líneas que ilustran acerca de las auras a la vez juguetonas y dramáticas que se promueven: "Ya era la hora; mandé tocar la campana y le pedí a mis amigos que se fueran a la platea. Antes de irse me dijeron que vendrían al final y me trasmitirían los comentarios. Di orden al electricista de dejar la sala en penumbra; hice memoria de los pasos, me tomé el gemelo del puño izquierdo con la mano derecha y me metí en el escenario como si entrara en el resplandor próximo a un incendio. Aunque miraba mis pasos desde arriba, desde mis ojos, era más fuerte la suposición con que me representaba mi manera de caminar vista desde la platea, y me rodeaban pensamientos como pajarracos que volaran obstaculizándome el camino; pero yo caminaba con fuerza y trataba de ver cómo mis pasos cruzaban el escenario." La personalidad del escritor, apenas disfrazado en este caso de artista, se trasmite a la narración misma, compromete y rodea a los personajes y a la acción, como si se tratara de dar curso a un envolvente movimiento único, a un solo élan.
* * * La figura central que crea Felisberto se dedica a revelar anomalías (y analogías) imprevistas y sorprendentes en la superficie del transcurrir diario y en los intersticios del humano pensamiento. Es una figura cavilosa que historia la vida interior de un héroe de temperamento casi pasivo, un héroe que se concentra maniáticamente en sus rarezas y un héroe que vagabundea en medio de encuentros sintomáticos, simbólicos. Dueño de una cosmogonía propia, de fuerte lógica congruente, fiel a sus inspirados orígenes engendradores, el escritor es en estos trances una suerte de visionario llegado como de regiones muy remotas, acaso primitivas; un "espíritu fantástico" que desvela arcanos y propone -a través de un sentimiento de extravío, de arabescos que se muerden sus colas, de un ámbito de misterio, de un circuito de melancolía amable- un encuentro con el reverso del universo, con la otra orilla incógnita, con los pequeños o grandes abismos del sinsentido. Los vínculos sonámbulos entre las cosas, las atmósferas humosas de naderías apesadumbradas, los vericuetos extravagantes del pensamiento, incluso las colisiones aleatorias entre la persona y su propio cuerpo ("Yo sé que en el cuerpo circulan pensamientos con los pies desnudos"), se constituyen en claves sigilosas, en liturgias que desnudan el oficio enigmático del arte. La perpleja inconsciencia de quien sueña y sabe que sueña dibuja, en esta y también en aquella página, una suerte de viaje mágico de una mente que acepta sin complejos la vitalidad del inconsciente y sus desconcertantes alteraciones interiores. Y de esos trámites surge una línea melódica meditabunda que se presenta efectivamente investida de esencias musicales, de modulaciones misteriosas y con una dicción transparente de resonancias que se corresponden y se reciclan, de disonancias que se atraen y se repelen. Sí, leer a Felisberto equivale, en gran medida, a escuchar música: una ensoñación a la que nos entregamos con gusto y por la que nos dejamos llevar. Podría hablarse de una reivindicación del pianista frustrado -que alguna vez fue- por parte del escritor triunfante. Relatos autobiográficos, cuentos fantasmagóricos, nouvelles bufonescas, unos y otras marcados por el humor y la ironía, por lo perverso y lo morboso; unos y otras haciendo de todo recuerdo un efectivo recuerdo mítico; unos y otras regidas por el "comentario" (es decir, por el examen especular, por la autoreflexión) que organiza las partes y rige el todo, marcan el espacio de inquerida subversión y de tan rara fecundidad demarcado por Felisberto Hernández. Tales textos son hoy, y al parecer -como ya se anotó- con mayor enjundia cuanto más pasa el tiempo, un continuo en el que se asiste al tránsito de la prosa narrativa a la poesía -la expresión, recuérdese, que más aspira a la música-: ese toque milagroso que detiene y atrapa el instante fugitivo, esa alma que centra su ojo intelectual en lo que se escurre y lo que se pierde y nos los vuelve perdurables, por siempre nuestros. Una estética, en suma, de una modernidad viva, hija lozana de un tranquilo temperamento precursor.


Fuente: La Nacion

sábado, febrero 11, 2006

WITOLD GOMBROWICZ: El polaco corrosivo

Para la celebración del centenario de su nacimiento en Polonia, 2004 fue proclamado oficialmente por el Ministerio de Cultura de su país como "El Año de Gombrowicz" y la Universidad de Yale organizó un congreso internacional acompañado de una exposición con materiales de Gombrowicz en los archivos de la Biblioteca Beinecke, además de mesas redondas académicas, películas y representaciones teatrales de sus obras. A pesar de todas estas muestras de deferencia, de que sus libros están traducidos a más de treinta idiomas, y de un amplio número de lectores en el exterior, en Estados Unidos, Gombrowicz es conocido esencialmente entre los escritores. Susan Sontag y John Updike lo consideran una figura influyente en la literatura moderna, comparable a Proust y a Joyce. Yo no sé si eso habría agradado a Gombrowicz, que tenía una idea totalmente distinta de la fama que quería para sí mismo. No deseaba en absoluto que lo compararan, dijo, con el Tolstoi de Yasnaya Polyana, el Goethe de Olympus o el Thomas Mann que relacionaba el genio con la decadencia, y no le interesaba en absoluto el dandismo metafísico de Alfred Jarry o la maestría afectada de Anatole France. Ni siquiera quería ser conocido como escritor polaco, sino simplemente como Gombrowicz.Según su propia percepción, asociarse con él resultaba siempre bastante difícil, porque generalmente apuntaba al debate y el conflicto y llevaba adelante la discusión de tal manera que ésta se volvía peligrosa, desagradable, incómoda e indiscreta. No era el típico intelectual de la época en el sentido de que no era nacionalista, ni católico, ni comunista. "Era un hombre de los cafés; me encantaba decir cosas absurdas durante horas tomando un café negro y abandonarme a distintos tipos de juegos psicológicos", escribe en Recuerdos polacos. También se burlaba de la literatura. El ejercicio mental de un mozo que debe recordar órdenes de cinco mesas sin equivocarse, caminando al mismo tiempo a toda prisa con bandejas, botellas, platos y ensaladas, le resultaba infinitamente más arduo que los ejercicios de un autor tratando de disponer las diferentes líneas sutiles de sus historias. Gombrowicz decía que cada vez que encontraba alguna mistificación, ya fuera de virtud o familia, credo o patria, se sentía tentado de cometer un acto indecente. Definía a la cultura polaca como una flor abrochada en el abrigo de oveja de un campesino.Gombrowicz afirmaba que odiaba la poesía: "De todos los artistas, los poetas son los que más caen de rodillas", dijo. Se burlaba de todos los sistemas de pensamiento que intentan separar lo espiritual de lo físico, lo fantástico de lo real. Su mayor orgullo como artista no era habitar el Reino del Espíritu, sino no haber roto la relación con la carne. Escribiendo sobre el existencialismo, diría lo siguiente: "Es imposible asumir todas las exigencias del Dasein y al mismo tiempo tomar café con masas durante la merienda. Sentirse angustiado ante la nada, pero más ante el dentista. Ser una conciencia en pantalones que conversa por teléfono. Ser una responsabilidad, que anda de compras por la calle. Cargar con el peso de la existencia significativa, darle sentido al mundo y dar vuelto de un billete de diez pesos."Los héroes de Gombrowicz no solamente están divididos entre las expectativas sociales que les exigen comportarse según una serie de normas dadas y su "inmadurez" (su deseo de hacer lo que se les antoja), sino que también parecen luchar por liberarse de las convenciones literarias de los argumentos en los que se encuentran. Como dice Gombrowicz en su autobiografía de esa época, su propósito era introducir un nuevo tipo de intranquilidad en el lector. Lo que más deseaba era tener un estilo singular como escritor. Su objetivo en la vida, decía, era hacer un personaje como Hamlet o Don Quijote de un hombre llamado Gombrowicz. Existimos como escritores, creía, para conquistar lectores, para seducirlos, encantarlos y poseerlos, no en nombre de algún objetivo más elevado, sino para reafirmar nuestra propia existencia.Su primera novela, Ferdydurke, fue publicada en 1937. El enigmático título surgió de la novela de Sinclair Lewis, Babbitt, donde un personaje menciona que se encuentra con un tal Freddy Durkee en un restaurante. El libro de Gombrowicz tiene algo de Rabelais y de Voltaire, la tradición de la novela cómica y el relato filosófico. Desarrolla a fondo el mismo tema de la inmadurez y la juventud. Un hombre de treinta y tres años recibe la visita de su viejo maestro y es arrastrado nuevamente al colegio donde se ve reducido a ser nuevamente niño y donde le resulta casi imposible liberarse. La narrativa se interrumpe dos veces para incluir historias breves que tienen muy poco que ver con el argumento, cada una con un prefacio muy gracioso que trata de clarificar, sustanciar, racionalizar y explicar las numerosas digresiones y convencer al lector de que el autor no se volvió loco. No muchos reseñadores entendieron la broma. La extrema izquierda y la extrema derecha atacaron la novela. Hubo algunas reacciones entusiastas, entre ellas la de Bruno Schulz, quien diseñó la tapa. Vincent Girond escribe que, para Schulz, Ferdydurke demuestra con convicción que debajo de nuestros yos "oficiales", adultos racionales, socializados, respetables, cultos, subsisten elementos de inmadurez, irracionalidad, anarquía, picardía, que tratan de aflorar a la superficie y, cuando lo hacen, exponen la falta de autenticidad de las costumbres, las creencias, las ideologías y la cultura establecidas.La idea no es nueva, por supuesto. El antepasado literario más obvio de Gombrowicz es el narrador anónimo de Memorias del subsuelo de Dostoievsky quien se propone exponer su propia vileza y mezquindad y atacar el cómodo cuento de hadas sobre los seres humanos racionales que sus contemporáneos nunca se cansan de oír.Gombrowicz no tenía dinero y no hablaba español. Desconocido total, era de escaso interés para los escritores argentinos que se sentían atraídos por el marxismo y exigían una literatura política o seguían las tendencias de los literatos parisinos. Conoció a Borges una vez en una reunión, pero no derivó en nada. Su relación con la numerosa colectividad polaca también era complicada. Dependió de sus limosnas durante los años difíciles, llegando incluso a asistir a funerales para poder aprovechar después la comida.Al mismo tiempo, escandalizaba sin cesar sus gustos conservadores. Como señala en su diario, ingresó por un tiempo en un medio de homosexualidad extrema y salvaje. "Eran putos a punto de ebullición, no conocían ni un momento de descanso, estaban en permanente búsqueda, ''destrozados por muchachos y por perros.''" Frecuentó una parte sórdida de la ciudad en la que se encontraban el puerto y la principal estación de trenes y donde levantaba marineros y soldados. Cuando no estaba inmerso en sus conquistas amorosas, trataba de encontrar a alguien que tradujera sus libros al español.Los libros que había escrito en Polonia estaban agotados y eran desconocidos en el exterior. Sus obras más importantes, las novelas Transatlántico (1952), Pornografía (1960), la obra El matrimonio (1947) y el Diario (1953-1967) en tres volúmenes, fueron escritas en Argentina y publicadas por primera vez gracias a Kultura, la revista de emigrados polacos en París. El régimen comunista en Polonia levantó brevemente la prohibición que pesaba sobre sus libros en 1956 y 1957, lo cual restableció su prestigio literario, pero una nueva lista negra en 1958 eliminó su obra de las librerías polacas. Finalmente, comenzaron a aparecer las primeras traducciones de su obra al francés, seguidas por otros idiomas. Absurdamente, las traducciones al inglés no fueron hechas en un primer momento del polaco sino del francés, lo cual hizo que pareciera muchas veces un escritor penosamente torpe.No es que Gombrowicz resulte precisamente fácil de traducir. Su novela semi-autobiográfica y satírica Transatlántico, que relata sus primeros años en Argentina, está construida en el lenguaje extrañamente lleno de imágenes utilizado por la nobleza polaca en el siglo XVIII. Para Stanislaw Baranczak y otros críticos polacos eminentes, ésta es una de las obras más originales y divertidas en su literatura, pero un lector inglés apenas puede percibirlo.La otra novela de Gombrowicz de ese período, Pornografía, plantea distintos tipos de problemas. La acción transcurre en 1943, en Polonia ocupada, que Gombrowicz sólo podía imaginar por la información que le llegaba a Argentina. Un director de teatro y un escritor de Varsovia que visitan una propiedad rural quedan prendados de la sensualidad púber de la hija adolescente de su anfitrión y un muchacho del lugar que ésta conoce. Era increíble, dice el escritor, que no pasara nada entre ellos —o sea, nada, fuera de la pornografía en su propia mente—. A espaldas de los jóvenes, los dos hombres mayores se alían para hacer que se enamoren. Con el tiempo, los adultos se ven obligados a matar a un importante miembro de la resistencia que ha perdido fuerza y, de ser capturado, podría llegar a traicionar la causa. Incapaces de cometer el crimen por propia mano, confían el asesinato al muchacho, Frederick. Gombrowicz explica sus intenciones en la introducción al libro:"El héroe de la novela, Frederick, es un Cristóbal Colón que zarpa en busca de continentes desconocidos. ¿Qué está buscando? Esa nueva belleza, esa nueva poesía, oculta entre el adulto y el muchacho. El es el poeta de una conciencia llevada al extremo o, por lo menos, así es como yo quería que fuera. ¡Pero qué difícil resulta ahora entendernos! Ciertos críticos lo vieron como Satanás, ni más ni menos, en tanto que otros, principalmente anglosajones, se contentaron con una definición más trivial —un voyeur."Esto no me resulta convincente. Por una vez, Gombrowicz no parece captar en su totalidad lo que implica su historia. Pornografía no es una ópera cómica — aunque por momentos trate de serlo. La realidad sanguinaria de Polonia durante la guerra imprime una cualidad sombría aun a sus momentos más livianos. Hay locura y violencia en el aire. "Soy Cristo crucificado en una cruz de dieciséis años", dice Frederick. Pornografía es en definitiva una novela poco plausible con muchas páginas de buena escritura. La descripción del oficio religioso en una iglesia de pueblo al comienzo es de una gran contundencia, y lo mismo sucede con algunas otras escenas del libro. En el templo, Frederick, un no creyente para quien la iglesia era "el peor lugar del mundo", de todos modos se pone de rodillas y reza, para él "un acto negativo, el acto mismo de la negación".Los tres volúmenes del Diario de Gombrowicz son una de las obras literarias indispensables del siglo pasado. Polémicos, ingeniosos, inmensamente entretenidos, auténticamente conmovedores, y a menudo profundos, los diarios son, en opinión de lectores como Czeslaw Milosz, el mayor logro de Gombrowicz. A diferencia de sus novelas, que en su fijación en la juventud tienden a ser repetitivas, los diarios abordan una amplia gama de temas. Si le daban la posibilidad de elegir, decía Gombrowicz, prefería mirar a pensar —y de hecho, eso es lo que hace habitualmente en el diario—, primero mira y después piensa. Al encontrarse con soldados marchando que interrumpían el paseo dominical de los ciudadanos locales en una pequeña localidad provinciana de Argentina, comenta:"Irrumpieron aquellos pies conducidos por las riendas, cuerpos metidos en uniformes, esclavos, unidos por movimientos que fueron ordenados. ¡Ja, ja, ja, señores humanistas, demócratas, socialistas! Todo el orden social se basa en estos esclavos, apenas salidos de la niñez, que han sido atados a riendas cortas, forzados a jurar ciega obediencia (¡Oh, inapreciable hipocresía de ese juramento obligatorio-voluntario!) y preparados para matar o dejarse matar... ¡Pero si todos los sistemas, socialistas o capitalistas, se fundan en la esclavitud, —y, para colmo, de los jóvenes—, señores racionalistas, humanistas, ja, ja, ja, señores demócratas!"Una beca de la Fundación Ford en 1962 permitió a Gombrowicz abandonar Argentina y pasar un año en Berlín. Como sufría de asma, se trasladó a Vence en el sur de Francia, donde vivió los cinco años restantes de su vida. Nunca visitó Polonia ni regresó a Argentina, a la que extrañaba mucho. En 1967 recibió el prestigioso Premio Internacional de Literatura por su cuarta novela, Cosmos. Hacia el final, estaba prácticamente imposibilitado de hablar debido al asma, que también le afectaba el corazón. Sobrevivió a un ataque cardíaco, e incluso al poco tiempo se casó, pero un segundo ataque le quitó la vida el 24 de julio de 1969. Tres años antes había escrito en su diario:"Digan lo que digan, existe, en toda la extensión del Universo, a lo largo de todo el espacio del Ser, un solo y único elemento horrible, espantoso e inaceptable, una sola y única cosa que está verdadera y absolutamente en contra de nosotros y es totalmente aniquiladora: el dolor. Del dolor, y de ninguna otra cosa, depende la entera dinámica de la existencia. Eliminando el dolor, el mundo pasa a ser un asunto de absoluta indiferencia..."La filosofía de Gombrowicz se centra en el eterno conflicto entre el individuo y el mundo en el que se encuentra. La cultura para él tiene poco que ver con valores, verdades, ejemplos y modelos, y debería ser vista como una serie de convenciones, una colección de estereotipos y roles, tanto sociales como psicológicos; todos los necesitamos para comunicarnos entre nosotros en la medida que nuestro ser interior permanece caótico, no expresado e incomprensible. Para él la literatura era una provocación moral, intelectual e ideológica. Quería perturbar al lector y al mismo tiempo seducirlo. "El verdadero arte es conseguir que alguien lea lo que uno escribe", escribió.Es interesante comparar estos puntos de vista con los de Czeslaw Milosz, cuyos ensayos y cartas desde la Polonia ocupada acaban de ser traducidos. Su Leyendas de la Modernidad es un libro sabio. Mientras lo leía, recordaba constantemente las circunstancias en las que escribió estos reflexivos ensayos sobre Defoe, Balzac, Stendhal, Gide, Tolstoi, William James, su profesora en Wilno Marian Zdziechowski y el dramaturgo, novelista y filósofo polaco Stanislaw Ignacy Witkiewicz. Para Milosz, los horrores en los que se encontró la civilización europea fueron preparados por la prolongada labor de charlatanes del pensamiento, pacificadores de conciencias, que envolvieron con un manto de belleza y progreso las corrientes intelectuales más destructivas y nihilistas que eliminaron la idea tradicional de bien y mal. "Las delicadas manos de los intelectuales están manchadas con sangre a partir del momento que una palabra portadora de muerte surge de ellos", escribe en su ensayo sobre Gide. Milosz desconfía de las ideas que tratan de realizar la felicidad de la humanidad y en el camino liberan el "libre albedrío" reprimido, el inconsciente y otros demonios y fantasmas que acechan la mente humana. Para él, el hastío de la cultura contemporánea deriva del repudio de la verdad a favor de la acción. Nietzsche y sus numerosos descendientes fueron los principales culpables. Es necesario condenar incluso el pragmatismo de William James, que Milosz ve como una victoria de los valores relativos sobre los absolutos. Milosz percibía el elemento demoníaco en la naturaleza humana. Gombrowicz también pero, para él, el aburrimiento era tanto la causa del mal que hacemos como una cabeza llena de ideas erradas.Para Milosz, el pasado no estaba muerto ni era irrelevante. Era una parte de nosotros mismos que necesitamos recordar, comprender y respetar. Admitía ser hostil a la tradición "oscura" en la literatura del siglo XX. Su burla, su sarcasmo y su profanación le parecían vulgares comparados con el poder del Mal que hemos experimentado en nuestra vida; podía ser mordaz, diciéndole a un amigo en una carta, por ejemplo, que las personas se las arreglan perfectamente sin libertad de pensamiento. Con referencia a Gombrowicz dijo: "Cada vez que se hace el destructor y el irónico, se suma a los escritores que durante décadas dejaron congelar sus oídos simplemente para fastidiar a sus mamás, aunque mamá —léase el cosmos— ignorara sus caprichos." Milosz admiraba la prosa y la originalidad de Gombrowicz, pero a la larga su ateísmo y sus blasfemias salvajes fueron demasiado para él.Gombrowicz, como era de esperar, veía las cosas de otra forma. Nunca le molestó que pudiéramos estar viviendo en un universo sin sentido. Pretender lo contrario era alejarse de la verdad. No tenía necesidad de una religión ni de Dios para dormir mejor. Ser fiel a sus convicciones más profundas tenía que ver con mantener la propia dignidad. El arte para él era la propiedad más privada que un hombre había alcanzado para sí mismo. A diferencia del filósofo, el moralista, el sacerdote, el artista se encuentra en un juego permanente, una forma de juego, agrega, que tiene el derecho a existir solo en la medida que abra nuestros ojos a la realidad —una realidad nueva, a veces chocante, que el arte torna palpable. Si eso significaba mofarse de alguna conducta seria o alguna creencia profundamente arraigada, adelante. Al mismo tiempo, advertía a sus lectores: no me conviertan en un demonio. Lo único que podía llegar a salvarlo, escribió Gombrowicz hacia el final de su vida, era la risa. Hijo de un rico abogado y terrateniente, educado en el catolicismo, estudió Derecho a desgano y comenzó a escribir en sus ratos libres. Considerado tardíamente uno de los mejores narradores polacos del siglo pasado, gran parte de su obra la escribió en la Argentina, país al que llegó en 1939 y en el que decidió quedarse cuando Hitler invadió su patria en setiembre de ese año. Había llegado con su novela Ferdydurke bajo el brazo. Y se puso a buscarle un editor al tiempo que se relacionaba con la intelectualidad argentina y la colectividad polaca, mientras sobrevivía en pobres pensiones porteñas. Los héroes de su literatura encierran un conflicto profundo con la "madurez" como sinónimo de máscara y representación, y es por eso que crean situaciones con las que el autor se burla cínicamente de las convenciones y las costumbres. Transantlántico (1953), Pornografía (1960) y Cosmos (1965) fueron las siguientes novelas. Pero también fue celebrado por su agudo Diario argentino, un libro de apuntes y observación publicado en 1957. Durante su exilio de 23 años en la Argentina mantuvo una conflictiva relación con el sistema literario, aunque obtuvo el espaldarazo de escritores como Ernesto Sabato y creó un selecto núcleo de admiradores y amigos.

domingo, febrero 05, 2006

YRIGOYEN por Guillermo Gasió-(Corregidor)

Reconforta, en estos tiempos de productos historiográficos fast-food escritos por autores más sensibles al mercado que a la reconstrucción del pasado, la aparición de Yrigoyen. El mandato extraordinario 1928/1930, de Guillermo Gasió. Han transcurrido más de siete décadas desde el final del segundo mandato del presidente Hipólito Yrigoyen y ha sido necesario un esfuerzo de treinta años para que emerja, por fin, un Yrigoyen construido con honestidad intelectual y paciencia de orfebre -sin el lastre que suelen aportar devotos y detractores- que ilustra casi un medio siglo marcado por la generación del ochenta. El mandato extraordinario, el primer volumen de los tres previstos, está consagrado a la segunda presidencia del caudillo radical y establece con precisión el alcance, el significado y las consecuencias de la elección plebiscitaria del l° de abril de 1928. Yrigoyen no derrotó a una opción partidaria opositora casi inexistente, sino a una coalición liderada por una facción de su propio partido (los antipersonalistas) que reunió, adicionalmente, a conservadores y liberales. La elección fue impactante: "conquista 839.140 votos, el 57.41% de los votos emitidos en todo el país; se impuso en el 93% de los distritos electorales". En la Provincia de Buenos Aires ganó con el 59% y en Córdoba con el 69.50% sobre el 23.89% del Frente Unico Antipersonalista. Este resultado, que marcó la supremacía interna yrigoyenista, anticipó también el surgimiento de la intransigencia radical de Lebenshon, Balbín, Frondizi y Larralde en la provincia de Buenos Aires y de Sabattini, Del Castillo e Illia en Córdoba. El radicalismo antipersonalista se opacaría en los pliegues del fracaso de la Unión Democrática en 1946. El 12 de junio los electores confirmaron el resultado electoral. De 376 electores, Yrigoyen obtuvo 245. La legalidad y la legitimidad se reforzaron recíprocamente aunque naufragarían en menos de dos años. ¿Por qué? La respuesta de Guillermo Gasió se encuentra probablemente en los próximos dos tomos, pero de la lectura de este primero es posible extraer algunas líneas de un razonamiento que ayude a comprender no sólo las raíces del primer golpe de Estado del siglo XX sino también las del comienzo de la alternancia democracia-autoritarismo-democracia. Si bien logró el control de la Cámara de Diputados de la Nación ( 92 radicales contra 35 conservadores y 16 antipersonalistas), Yrigoyen se mantuvo en minoría en el Senado (9 radicales, 8 conservadores y 8 antipersonalistas). El plebiscito fue origen y justificación del mandato extraordinario, el triunfo de la causa y el prólogo de la reparación. Retórica aparte, este triunfo electoral parecía terminar con el poder de los "hacendados, los patrones de la industria azucarera y vinera, los grandes terratenientes, y demás capitalistas que, antes de la reforma electoral de 1912, acostumbraban acreditar a su favor los votos de sus asalariados", según escribió José N. Matienzo en LA NACION el 23 de mayo de 1928 (citado por el autor). Los hijos de los inmigrantes masivos del fin de siglo habían sido reconocidos. Una curiosidad nada inocente: no hubo campaña electoral para la UCR. Apenas una semana antes del comicio, Yrigoyen aceptó la candidatura y la convención nacional del partido lo nominó por aclamación. Halperín Donghi destaca, no sin razón, la maestría del viejo caudillo en la preparación electoral. Un experto comunicador contemporáneo señalaría el silencio, la distancia de los acontecimientos y el carisma como responsables de aquel triunfo. Por esas condiciones fue invulnerable para los diarios y revistas, los únicos medios de comunicación política existentes entonces. Sería sin embargo su víctima unos meses después, a comienzos de 1929. Pero no fueron los panfletarios enardecidos de los periódicos quienes comprometieron la legitimidad primero y terminarían con la legalidad enseguida, sino circunstancias gravísimas. El crack financiero de Wall Street fue seguido inmediatamente por un incremento de los aranceles a la importación en los Estados Unidos y una interrupción del intercambio con Gran Bretaña y los países europeos. Los grandes intereses económicos argentinos se encontraron en 1929 al borde del abismo. Debieron primero esperar (¿o propiciar?) el golpe de Estado y después, hasta 1932, para que la intervención vigorosa del gobierno conservador del general Justo crease las Juntas Reguladoras que protegían los productos primarios de exportación -como la carne, los granos, el azúcar, el vino, la yerba mate, etcétera- y pusiese en marcha el Banco Central (en reemplazo de la vieja caja de conversión). El gobierno de Yrigoyen no estaba preparado para el fin de un modelo de intercambio con los países centrales y la consolidación de otro, según podemos apreciar ahora. Yrigoyen ignoró a los Estados Unidos. Durante el mandato extraordinario no designó embajador en Washington. Peor todavía: designó al por entonces ídolo del box argentino, Justo Suárez, como cónsul en Nueva York. Con humor, el canciller Oyhanarte sostuvo a propósito: "Tenemos relaciones perfectas con los Estados Unidos: no respondemos a sus notas", y no ocultó sus simpatías por sus contradictores en América latina. César Sandino, en una carta memorable, se puso bajo su protección. ¿Fue, como sugiere el texto, un hombre más proclive a Gran Bretaña? Tal vez viera en los Estados Unidos, como toda su generación, un competidor más que un aliado. O tal vez, el petróleo. Al comienzo de su mandato, Yrigoyen ratificó al general Mosconi, designado por el Presidente Alvear a la cabeza de YPF, y su política petrolera. Una campaña de denuncias permanentes contra la Standard Oil Co. formaba parte del debate cotidiano en la República. El nuevo modelo que se instalaría definitivamente a partir de entonces, la "Industrialización por Sustitución de Importaciones", requería: redefinir el Estado para convertirlo en el actor histórico de la transformación, fortalecer la autarquía política y económica, profundizar el sentimiento nacional y el mercado interno, y sobre todo relegar la democracia subordinándola a la República. El medio siglo posterior mostró el péndulo entre autoritarismo y democracia, de modo singularmente consistente, con las estrategias de desarrollo económico hasta fines del setenta: desde Perón a Illia pasando por Frondizi hasta el último Perón y Gelbard. A la distancia y examinado a la luz de lo que vendría, este Yrigoyen parece más el último exponente de la generación del ochenta que el primero de la generación siguiente. Por supuesto, es una opinión personal que Gasió no sugiere y no tiene obligación de compartir. Pero que ratifica la importancia del libro que, por la seriedad de su información, permitirá interpretaciones como la mía y otras contradictorias. Los buenos libros son aquellos que abren las discusiones en lugar de cerrarlas.

sábado, febrero 04, 2006

Entre el rigor y la evasión

Es autora de veinte libros, casi todos policiales, incluyendo una autobiografía indispensable para los aspirantes a escribir novelas de enigma. P. D. James siguió los pasos de Agatha Christie, pero les dio más relieve y realismo a sus ominosos misterios y más profundidad psicológica a sus detectives. Cuando la autora acaba de cumplir 85 años, Radar repasa su obra y recoge sus meticulosos consejos para llevar a buen puerto la siempre difícil tarea de resolver asesinatos.
El 3 de agosto pasado, Phyllis Dorothy James cumplió ochenta y cinco años. La representante lamentó en su nombre, “por razones de agenda y de edad”, no poder aceptar la propuesta de una entrevista telefónica. Una pena, porque esta nota se habría enriquecido con respuestas directas de la autora de veinte libros que, salvo tres (uno en colaboración), son todos policiales de primerísima línea, siempre recibidos con entusiasmo por el público local, del cual ella quizás algo sepa. Por otra parte, en un diario que James llevó entre los setenta y siete y los setenta y ocho años y que tituló La edad de la franqueza, encontramos una única alusión (indirecta) a nuestro país: en el marco de un discurso ante el Consejo Directivo de la BBC, en ocasión de retirarse del cargo como miembro del mismo, dijo: “Es relativamente fácil escribir una obra de teatro impactante sobre los horrores de la guerra. Menos fácil es examinar cómo, sin guerra de por medio, se puede retratar a un Hitler, un Galtieri, o un Saddam Hussein”. (Nos privamos de hacer comentarios...)
Es mucho lo que se puede escribir sobre una de las autoras que más libros han vendido en el mundo, a la que se concedieron seis doctorados Honoris Causa y a quien la reina Isabel convirtió en miembro vitalicio de la Cámara de los Lores. Pero son sus libros los que hoy nos interesan y sobre los cuales intentaré decir algo. Primero lo evidente: que nos ponen en contacto con una fuerza policial que la escritora obviamente respeta y conoce desde adentro (trabajó como administrativa en el Police Department y luego en el Criminal Department durante muchos años). Los personajes que crea, especialmente Adam Dalgliesh, el investigador de carrera que aparece ya en la primera de sus novelas, Cubridle el rostro (1962), es un hombre sagaz e introvertido al que no se le conocen placeres profanos, que escribe y publica poesía, disciplinado aunque no inflexible, austero en sus gustos y preferencias, inteligente y sensible a la belleza, quizá la versión masculina de ella, su creadora. De hecho, en La torre negra (1975), James lo describe como un hombre algo sombrío que se resiste a la tentación del amor y que vuelca en lo que escribe lo que no se atreve a poner en su vida personal. Dalgliesh es un viudo reciente que sufrió profundamente la pérdida de su esposa, y esto explicaría su ascetismo como un escudo tras el cual se defiende del peligro de nuevas arremetidas del dolor. A los fines literarios, es muy conveniente que Dalgliesh esté libre de los compromisos y limitaciones de una pareja formal, pero, ¿es ése el motivo profundo de James para convertir a su policía profesional en un hombre solitario? En La edad de la franqueza, hablando de su infancia y de la relación con los padres, ella relata que el día en que su madre fue internada por la fuerza en un hospital psiquiátrico, al regresar el padre a la casa pasó a su lado y la despeinó con la mano. “Fue un gesto de ternura que no recuerdo que haya repetido nunca.” Describe esa etapa de su vida como “una meseta de temor con picos de ansiedad aguda o de miedo”, y nos parece claro que el consiguiente control de sus emociones tuvo que ver con el desarrollo de la personalidad de Dalgliesh. Cabe citar aquí una bella frase de James en Sanatorio para adultos (1963), en la que el policía-poeta se pregunta: “¿Cuánto tiempo se puede mantener el desapego antes de perder el alma?”.
Dentro del tema de los sentimiento, pero en función de la literatura, relata James en La edad... una conversación con una amiga acerca de “hasta qué punto las emociones de un novelista deben influenciar el proceso de escritura”. “Una novela –afirma– no puede ser sólo un trozo crudo de experiencias personales, aunque sea trágico y atrapante. Estamos obligados a usar nuestra propia vida como material –¿de qué otra cosa disponemos?–, pero un novelista debe ser capaz de dar un paso al costado de sus experiencias, observarlas objetivamente sin importar cuán dolorosas sean, y darles una forma satisfactoria. Es esta capacidad para tomar distancia de las propias experiencias, para describirlas con emoción controlada lo que hace a un novelista.” ¿Es quizá desde esa premisa que propugna el control, que Dalgliesh cobra vida, este poeta que está cómodo en el ámbito macabro de la muerte violenta? Porque, ¿no es acaso eso lo que tan bien hace James?
Y sin embargo no estamos ante una escritora que se circunscriba a dicho ámbito sin prestar atención al mundo que la rodea y al cual pertenece. En La edad... reflexiona sobre un tema cardinal en los tiempos que vivimos (y venimos de vivir): la censura. En un debate en que surgió el tema de la indecencia y la pornografía, dijo: “La opinión general era que toda forma de censura es perniciosa (...), pero señalé que seguramente hay cuestiones (...) que ningún país civilizado debe tolerar. Toda sociedad tiene dos opciones: la prohibición absoluta como en un Estado totalitario, o la libertad absoluta. La opción difícil es decidir dónde debe trazarse el límite”. Esta mirada ético-filosófica reaparece como una actitud constante de la autora en el discurso ya citado ante el Consejo Administrativo de la BBC. “La relación entre la BBC y la gente a la que presta servicio en nuestro país y en el exterior (desde hace setenta años) está basada en la confianza, y tendremos que ser muy cuidadosos y selectivos respecto de las organizaciones y de los productos con los que nos asociemos” (hablando de cuando la institución próximamente debiera procurarse fuentes de ingresos adicionales), “si no queremos arriesgar tanto la independencia como la integridad de la BBC”. Esta reflexión de James no sólo es interesante sino que además resulta aplicable a situaciones que nos tocan de cerca.
Pero volviendo a ella como autora de policiales, entre Dalgliesh y su equipo de trabajo se percibe en cada novela la misma coherencia y profunda lealtad. No sobran las palabras entre ellos. En todo caso es desde un comentario oportuno o a través de un diálogo puntual que observamos el progreso de la investigación, el surgimiento de la sospecha o la aparición de una pista. Son siempre oficiales eficientes y altamente profesionales a quienes se les reconoce un compromiso total con la tarea y su ética (el tema de la corrupción policial es inconcebible en James). La torre negra, la séptima novela de la autora, es una de las raras veces en que Dalgliesh trabaja casi todo el tiempo sin sus colaboradores. Y la gran excepción al absoluto protagonismo del oficial son las dos obras en que Cordelia Gray, una joven detective privada, es eje de la acción: Poco digno para una mujer (1972) y diez años después, La calavera bajo la piel. Cordelia Gray es una figura tan simpática y refrescante que casi no extrañamos a Dalgliesh, y es un mérito adicional de James habernos regalado esta alternativa femenina, joven y tan diferente.
Además, frente a la potente imagen que nos entrega de Dalgliesh y su equipo, resulta muy interesante que James se permita dar una vuelta de tuerca adicional que agrega verismo a las situaciones: esos oficiales de policía son falibles y pueden equivocarse, Dalgliesh inclusive, que, en Sanatorio para adultos, afirma ante su jefe: “Demasiado evidente para mí, parece –dijo Dalgliesh con amargura–. Si este caso no me cura de todo engreimiento, nada me curará”. Por otra parte, ante una decisión del inspector Daniel Aaron, en Pecado original (1995) el inspector es mentalmente calificado como “incompetente” por su colega y compañera, Kate Miskin. Y en La muerte toma los hábitos (2001), Dalgliesh se debate largamente en la confusión ante las particulares condiciones en que muere el archidiácono, y no faltan los reproches por no haber comprendido antes.
El crimen ocurre, entonces (temprano en los relatos de James, que en La edad de la franqueza comenta de un libro de Charlotte Yonge: “El asesinato llega demasiado tarde y la trama carece de la energía narrativa necesaria para generar tensión o entusiasmo”), y la investigación comienza. Su segunda novela, Sanatorio para adultos, es un buen ejemplo de “procedimiento policial” a la inglesa, ya que detalla minuciosamente los interrogatorios de cada sospechoso, uno por uno y uno tras otro. Esta forma de estructurar el relato se vuelve un poco tediosa para el lector, que espera junto con los sospechosos y quizá se impacienta con ellos. De hecho, James no vuelve a limitarse a sí misma de ese modo en las novelas posteriores y la investigación fluye siempre de forma más dinámica. Sin embargo, en esa misma novela cabe destacar el recurso técnico por el cual no es la autora sino una mucama que lleva y trae café y sandwiches a la habitación donde se interroga, la que en cada salida informa a los que esperan –y por supuesto al lector– de cada detalle de lo que ocurre.
En los interrogatorios se establecen las coartadas o su ausencia y asoman los posibles motivos para matar. Simultáneamente, desde un primer momento nos convertimos, consciente o inconscientemente, en rivales del investigador –o más bien del autor–, y entonces la gran pregunta es: ¿lograremos adelantarnos a la revelación final y exclamar: ¡es lo que yo decía!, o resultaremos otro lector promedio al que hay que explicarle todo? En cualquier caso, quizá sensible a esta pulseada, según James, lo que importa es el fair play y que el autor no oculte información esencial ni pista alguna al lector y le permita deducir por sí mismo. Esto, afirma, es una condición sine qua non del buen policial.
El pensamiento deductivo, la lógica aplicada a la detección, en James son impecables y por momentos están a la altura de las mejores historias de Sherlock Holmes, pero con las exactitudes que a Conan Doyle nunca le preocuparon (según una cita de la autora en La edad de la franqueza, Martin Booth considera que “los cuentos de Sherlock Holmes pueden ser ingeniosos, pero difícilmente sean creíbles”. Los de James, en cambio, son decididamente ingeniosos y además fácilmente creíbles).
Respecto de la medicina legal y el trabajo de los forenses, por ejemplo, sus libros son casi obras de consulta, pequeños tratados que resumen las cuidadosas investigaciones que realiza para que cada trama sea no sólo verosímil sino verdadera en todos los detalles en que importa no falsear la realidad. En Pecado original es notable la claridad científica con que establece las pautas para evaluar el tiempo transcurrido desde la muerte en función del rigor mortis y todos sus posibles factores de incidencia. Agatha Christie, la reina madre del género policial británico, escribía en los años ‘30. En esa época “era el médico clínico local quien practicaba la autopsia al terminar con la última cirugía, luego de lo cual siempre estaba en condiciones de proporcionar al brillante detective aficionado más información acerca de cómo había muerto la víctima que la que hubiese podido proporcionar un moderno patólogo forense en quince días” (pág. 46 de La edad...). Pero P.D. James es su heredera sólo a medias: describe los mismos ambientes cálidos, de techos bajos, el mismo fuego en el hogar dando sentido y dirección a las miradas, la misma tetera de porcelana y los sillones forrados en chintz, y afuera el jardín lleno de rosas y más allá el maravilloso pueblito inglés con la calle principal serpenteando entre las casas hasta perderse en el bosque... Pero también crea importantes empresas editoriales con oficinas instaladas a todo trapo tecnológico en palacetes venecianos asomados a las márgenes del Támesis (Pecado original), modernos hospitales-escuela donde se forman enfermeras y donde también pueden morir si alguien descubre un viejo y turbio secreto que se relaciona con el espionaje y el contraespionaje en la Alemania nazi (Mortaja para un ruiseñor, 1963). El tema del nazismo y los pecados cometidos no precisamente por los alemanes recurre en James y reaparece por ejemplo en Pecado original.
En La torre negra, Dalgliesh se presenta en circunstancias que no deberían sorprendernos, dado que James no compuso un personaje invulnerable: un diagnóstico médico equivocado lo llevó a prepararse psíquicamente para la muerte, y cuando al empezar la novela, aún convaleciente, es dado de alta para la vida plena, no puede desprenderse tan fácilmente de los tules melancólicos que todavía frecuentan su espíritu y le ondulan frente a losojos. Más aún, cuando en breve se ve envuelto extraoficialmente en la investigación de dos muertes, no quiere involucrarse, ha desaparecido el deseo de ocupar ese lugar, el del policía que indaga, que penetra y se entromete, que sondea con profundidad e imaginación dentro del territorio delicado de la intimidad de las personas. La razón es sencilla: se había preparado demasiado bien para la propia muerte...
Mientras tanto, en La edad..., tras citar a Gibbon (“en esa silenciosa vacuidad que precede nuestro nacimiento”) nos dice James: “... por eso sentimos tanto terror a la muerte. Cuando la tapa del ataúd se cierre sobre nosotros ya no habrá más vida, pero ahora nos basta con extender la mente y aun las manos hacia el pasado para obtener una inmortalidad espuria. La silenciosa vacuidad cobra vida”.
Al fin de cuentas, ambos, P.D. James y Dalgliesh, su criatura, avanzan con la seguridad dudosa de los seres humanos por cornisas semejantes.

Consejos verdaderos

Recomendamos la lectura de La edad de la franqueza especialmente a todo aquel que piense seriamente en encarar el proyecto de una novela policial. Como era de esperar de alguien que con tanto éxito se dedicó durante más de cuarenta años a escribirlas, su diario nunca se aparta totalmente del “cuándo, cómo y por qué” hacerlo.
Sus comentarios acerca de los diversos elementos que se complementan para componer una novela (argumento, caracterización, escenario, estilo y estructura) aparecen dispersos en el texto según los impulsos, humores y asociaciones de la autora a lo largo de un año. Considerando que resultan de interés y utilidad, a continuación ofrecemos una síntesis que los extracta y ordena –aproximadamente– por categoría.
Respecto del escenario, dice James que el género de misterio alcanza a menudo su máxima eficacia cuando el ambiente se encuentra aislado y los personajes se ven obligados a compartir una proximidad, a veces a regañadientes. Por otra parte, para ella la inspiración suele dispararse cuando un lugar físico real, así como su atmósfera, la impactan de modo que puede imaginar la acción, aun indeterminada, ocurriendo allí. Afirma que el escenario siempre ayuda a crear un clima y colabora en la creación de los personajes, que define como el corazón de toda novela. Respecto de ese problema afirma que toda caracterización se basa en la experiencia personal y que es posible aceptar las sugerencias de la realidad sin retratarla. Destacamos que James nunca describe la ropa de sus personajes, salvo para expresar otras cosas (estados de ánimo, rasgos de carácter, oficio, clase social, etcétera). En cambio se detiene siempre en los gestos, la expresión y los rasgos físicos, especialmente la mirada y la voz. Aconseja describir detalladamente las habitaciones donde los personajes viven o trabajan. Según ella, ésta puede ser una forma indirecta de sugerir la personalidad de sus ocupantes mejor que una enumeración de cualidades.
La estructuración de la historia requiere establecer bien temprano los motivos para cometer el crimen. James afirma que ésta es una de las grandes dificultades. El dinero es siempre una motivación creíble, dice, por ejemplo a través del chantaje o en relación con una herencia o una estafa. También los rencores muy arraigados son verosímiles, pero como afirma uno de sus personajes: “Suele considerarse que la emoción más peligrosa es el odio, pero no lo creas, la emoción más peligrosa es el amor”. Opina que aun en la realidad un móvil común es el deseo del asesino de favorecer, proteger o vengar a quien él o ella ama profundamente.
Concede gran importancia al momento en que se encuentra el cadáver y a la elección del título, un problema que algunas veces se resuelve solo.
Los temas –entroncados con el estilo– que utiliza James para ambientar son muy variados, pero vale la pena destacar que es siempre realista en sus perfiles de los personajes y de las situaciones. Asimismo es un mérito poco frecuente que realice las investigaciones que requiera la elaboración de una circunstancia. El tema de las pasiones humanas como la envidia, la rivalidad, los celos, la mezquindad, son puestos en sus personajes sin deslizamientos moralizadores. Un recurso técnico esencial es que siempre los sospechosos son más de uno. Otro recurso predilecto es el de crear contrastes, sobre todo ambientales. Otra característica de su estilo es el asombroso detallismo con que relata los hechos.
A los escritores noveles les da cinco consejos:
leer mucho, no para emular sino para poder reconocer la calidad y los estilos;
escribir, porque el oficio se aprende mediante la práctica;
aumentar el vocabulario, ya que la materia prima del escritor son las palabras;
anotar las ideas en cuanto surgen; y, por último,
andar por la vida con los sentidos en estado de alerta, ya que nada de lo que vive un escritor se pierde jamás.