domingo, marzo 17, 2013

Gente peligrosa de Philipp Blom


La Ilustración, bien lo sabemos, supone un antes y un después en la historia de Occidente. Es sinónimo de ruptura, de emancipación del pensamiento; de subversión del saber y de los convencionalismos. Si hay una historia del radicalismo, la Ilustración es indudablemente uno de sus momentos estelares. Sin embargo, hay una Ilustración cuya memoria ha sido opacada  por lo que puede considerarse el triunfo del bando moderado del movimiento, constituido por aquellos pensadores que, en su concepción del mundo y del lugar del hombre en él, se contuvieron de llevar el paradigma racionalista al extremo. Voltaire y Kant, también Rousseau: ninguno rompió de raíz con la religión y la idea de una Verdad metafisica, todos ellos fueron deístas. Hombres como Diderot, D’Holbach, Helvétius y Hume, en cambio, rizaron el rizo de la revolución intelectual y proclamaron una idea antirreligiosa tanto del mundo como de la moral; una concepción materialista, inmanentista y protoevolucionista, en que el desenvolvimiento de los hombres se regiría por otros parámetros que los de la religión establecida, sustituyendo la esperanza o el temor a un más allá por las pasiones, la empatía y la razón. Se trataba de conceptos sediciosos para la época y de inevitables connotaciones políticas, formulados por individuos que desafiaban a los poderes hegemónicos de la sociedad. Gente peligrosa, la más reciente publicación de Philipp Blom en castellano, es al mismo tiempo una reivindicación y una celebración de una, en palabras del autor, verdadera «falange de coraje intelectual».


De Philipp Blom, historiador alemán nacido en 1970, ya hemos tenido noticia en esta página a propósito de dos obras anteriores: Encyclopédie (Anagrama, 2007) y Años de vértigo (Anagrama, 2010). Gente peligrosa es un libro que combina la historia de las ideas con la biografía o, en aras de la precisión, las biografías cruzadas de sus protagonistas. De la mano del autor, sabemos de amistades y de rivalidades, de lealtades y de defecciones. Escarceos amorosos y toda la gama de emociones y un surtido de anécdotas se alternan con la exposición sintética del pensamiento de unos hombres a los que la historia del pensamiento ha relegado a un lugar marginal, en calidad de filósofos de menor jerarquía o como meros publicistas o editores. Rastrea Blom, además, las raíces del radicalismo olvidado en el pensamiento de algunos precursores del librepensamiento ilustrado: Epicuro, Lucrecio, Descartes, Spinoza, La Mettrie, Pierre Bayle (1647-1706), el cura ateo Jean Meslier (1664-1729). Hilvanado con arte y maestría, el conjunto proporciona una lectura deleitosa.

Hay en esta historia un escenario privilegiado, el salón parisino del barón d’Holbach, suerte de epítome de una época en que los salones –las más de las veces presididos por damas de alcurnia- eran un espacio preferente de refinada sociabilidad y de intercambio de ideas, además de ejercer como árbitro del buen gusto: según la recepción deparada por los contertulios a las nuevas obras, los salones determinaban el éxito o el fracaso de los escritores del momento. A lo largo de varias décadas, el salón de D’Holbach congregó una de las más brillantes constelaciones de talentos que haya dado Occidente, quienes se daban cita en un lugar en que la largueza y las altas miras del anfitrión le granjearon prestigio internacional. En su momento álgido, llegó a ser una estación casi obligada del famoso Grand Tour, y los llegados a la hospitalaria mansión del barón podían disfrutar del honor de codearse con lumbreras como Diderot, Rousseau, Hume, D’Alambert, Helvétius, Buffon y Raynal, además de disfrutar de la buena mesa dispuesta por aquél –sabrosa, abundante y bien regada-.

Adam Smith y Horace Walpole, los italianos Ferdinando Galiani y Cesare Beccaria y muchos otros estuvieron entre los comensales en casa de D’Holbach; a buen seguro, aunque no se ha demostrado, Benjamin Franklin debió ser también de la partida. En un mundo dominado por hombres, sobresale un par de mujeres que no participaron en las veladas pero desempeñan un papel importante en esta historia: Louise d’Epinay, novelista de obra póstuma y activa colaboradora de la Enciclopedia, y Sophie Volland, mujer culta y amante de Diderot, quien la consideraba su par intelectual. No todos compartían los extremados puntos de vista del anfitrión, quien abogaba por la supresión de la religión y la Iglesia, pero apreciaban el hervidero de ideas que era cada reunión. Había excepciones: Walpole salió escaldado y fue un furibundo detractor de aquella banda de ateos; Beccaria se consideraba progresista pero su profundo catolicismo se sintió ofendido, soportando poco tiempo la compañía de los descreídos; Rousseau, uno de los fieles contertulios de la primera hora, se convirtió en enemigo declarado de los radicales. Por su parte, las autoridades, gobierno e Iglesia, consideraban al salón del barón D’Holbach un nido de víboras y un antro de perversión que debía ser aplastado.

Si hay un héroe en esta historia, la narrada por Blom, este sería Denis Diderot; en ningún otro personaje vierte el autor tanta admiración y calidez. Habiendo un héroe, también hay un villano, encarnado en este caso por el lamentable Rousseau (tantas veces inconsecuente, emocionalmente inestable; paranoico, rencoroso y vengativo). Por temperamento y por trayectoria vital e intelectual, Diderot y Rousseau hacen el efecto de un claroscuro, acaparando el primero toda la luminosidad –y de paso la simpatía del lector-. Diderot (1713-1784) y Paul Thiry d’Holbach (1723–1789) encabezan la facción radical de la Ilustración, la que se esforzaba por excluir del saber las especulaciones metafísicas y todo lo que no pudiese verificarse empíricamente; Rousseau y Voltaire son su contrapunto, este último desde la lejanía de su exilio rural, siempre atento a la aparición de cualquiera que amenazase con destronarlo de su sitial de príncipe y pontífice del movimiento. El contrapunto se completa –no sólo, pero sí de modo principal- con las figuras de Claude-Adrien Helvétius (1715-1771), defensor de una ética utilitaria y anfitrión de salón (salonière) casi tan notable como D’Holbach; David Hume (1711-1776), el pensador escocés que entre los radicales de París se sintió como en casa, aunque algo inhibido por su extremismo; y el alemán Frederich Melchior Grimm (1723-1807), maestro del cotilleo, diplomático y amigo primero de los radicales, luego repudiado por éstos como arribista y reaccionario (en efecto, logró endilgar a su apellido un sonoro von, tornándose como barón Von Grimm un defensor a ultranza del absolutismo); tuvo un rol notorio como difusor de las ideas ilustradas a través de su Correspondance littéraire, que recorría Europa y sorteaba la censura gracias a que se copiaba a mano y se transportaba en valija diplomática.

La reivindicación que Blom hace del Diderot pensador pasa en buena parte por la crítica de Rousseau, la que consta de una doble vertiente. Por un lado, el autor contrasta la coherencia intelectual del escepticismo radical de Diderot con la claudicación de Rousseau, que retrocedió ante la idea de un universo sin dios. Diderot se debatió entre la añoranza de consuelo religioso y su ateísmo, imponiéndose su convicción de que la fe era racionalmente insostenible. El ginebrino, por su parte, cedió al querer creer y se refugió en la fe en la trascendencia y la inmortalidad del alma; para decirlo con palabras de Blom, Rousseau «obedeció a su necesidad psicológica, no a su mente analítica». El reproche que a este respecto formula el historiador es que «la filosofía se convierte en una mera ilusión si está hecha para expresar lo que el autor desea que sea cierto». Por otro lado, Blom denuncia a quien propusiera, en El contrato social, una concepción utópica de la sociedad que prefigura los regímenes totalitarios y que, en la idea de “voluntad general”, contiene en germen la justificación de los sistemas de terror (en este sentido, Robespierre, Lenin y Pol Pot son unos aplicados discípulos del ginebrino). Ecléctico y pragmático, Diderot desconfiaba de los sistemas cerrados de pensamiento, de las utopías y de todo lo que sonase a concentración de poder. Rousseau, con su dogmatismo y su sociedad ideal, tan virtuosa como represiva, es un totalitario avant la lettre.

Libro sobradamente interesante, polémico en su defensa de una secularización a ultranza y en su crítica del protagonismo que la historia ha consagrado para Rousseau y Voltaire, responsables en buena medida de que el debate sobre importantes asuntos públicos se ciña a los términos de la mentalidad religiosa.

- Philipp Blom, Gente peligrosaEl radicalismo olvidado de la Ilustración  europea.  Anagrama, Barcelona, 2012. 468 pp.

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