Escribir como se habla, como se piensa, como se respira. El grupo de artistas que definieron la contracultura de la segunda mitad del siglo XX, la llamada generación beat, no declamaba: aullaba. Así, Aullido, tituló Allen Ginsberg el largo poema que publicó hace ahora 50 años y con el que sacudió las mentes de una época marcada por los fantasmas del conservadurismo. Aquello fue poco antes de que Jack Kerouac escribiera en un papel de estraza -o un rollo de teletipo, los testimonios son contradictorios- la otra biblia del movimiento: En el camino. Ginsberg, Kerouac, William S. Burroughs, Lawrence Ferlinghetti, Neal Cassady... un movimiento adorado por las generaciones posteriores pero cuya vigencia podría estar más cerca del mito que de la literatura.
La gabardina de Kerouac pertenece ahora al actor Johnny Depp, estrella de la generación X que en los noventa pagó por la prenda casi siete millones de pesetas. Y en la librería más grande de Nueva York, el Barnes & Noble de Union Square, el libro más robado es En el camino. La editorial Anagrama (que tiene en su catálogo esa novela y El almuerzo desnudo, de William S. Burroughs) publica ahora tres libros esenciales de aquel movimiento: Aullidos y otros poemas, de Allen Ginsberg; Las cartas de la ayahuasca, de Ginsberg y Burroughs y El primer tercio, de Neal Cassady. De los tres, el largo poema Aullidos se convirtió en un canto generacional. Ginsberg, homosexual y judío, arrancaba así su hondo delirio: "Yo he visto a las mejores mentes de mi generación destruidas por la locura, hambrientas histéricas desnudas, / arrastrándose por las calles de los negros al amanecer en busca de un colérico pinchazo".
"En otro libro de reciente edición -el diario de viaje de Sam Shepard junto a la carnavalesca Rolling Thunder Revue de 1975- hay una foto que dice más que mil palabras", afirma el escritor Rodrigo Fresán (Buenos Aires, 1963). En ella, continúa el autor de Los jardines de Kensington, están Ginsberg y Bob Dylan, guitarra en mano, sentados junto a la tumba de Jack Kerouac en el cementerio de Lowell. "Ahí está todo: el relevo y la continuidad. Sólo falta Burroughs disparando al aire o a la cámara. El mismo Dylan lo explica en el documental que le dedicó Martin Scorsese: leyó En el camino cuando era joven y no pudo sino lanzarse a la carretera -a Nueva York, al Greenwich Village- a abrazar su propio mito. Leída hoy, hay párrafos de esa novela de Kerouac que siguen produciendo exactamente el mismo efecto en cualquier adolescente: la necesidad de moverse, de salir, de irse. Kerouac fue moda arrolladora y pasajera y -como Fitzgerald- fue devorado por su propio mito y tuvo que esperar a la inevitable resurrección post mortem. En el camino es un clásico aunque Los subterráneos y Satori en París sean mejores libros tal vez porque son más dolidos, más sabios de tanto andar".
"He leído a los miembros más eminentes de la generación Beat o, más bien, debería decir que los leyó otra persona que se llamaba como yo pero que tenía 22 años menos", señala el escritor Marcos Giralt Torrente (Madrid, 1968). "Fue un romance breve, y, como muchos de los enamoramientos de la adolescencia, creo que poco sincero, mimético del de algunos amigos de entonces, aprendices, como yo, de escritor, para los que la literatura era inseparable de cierta rebeldía vital. Era comienzos de los ochenta y la generación Beat venía en el mismo saco que, por ejemplo, los Sex Pistols". "Creo que el destino de todos ellos es interesar a aprendices de escritor y mitómanos varios", añade el autor de París. "Su importancia literaria me parece irrelevante (fueron superados por sus maestros y por sus discípulos) aunque sí la tienen como movimiento, obviamente, en la historia cultural y social de la segunda mitad del siglo XX, al haber sido uno de los muchos precedentes que finalmente desembocaron en la lucha por los derechos civiles, de la mujer y de los homosexuales.". En este sentido, el escritor chileno Rafael Gumucio (Santiago de Chile, 1970) afirma tajante: "Los Beat me parecen sobrevalorados y peligrosos, hicieron del aullido una forma de expresión que dejó a las palabras en un segundo lugar. Unos llorones. Por culpa de ellos hay jóvenes que aman su colección de discos pero no saben qué decirle a su novia o a su papá. Caso lamentable de fetichismo sentimental".
El escritor Luis Magrinyá (Palma de Mallorca, 1960) editó en 2001 en Alba el libro de James Campbell Loca sabiduría, una crónica que seguía las andanzas de los escritores beats entre 1944 y 1960. Magrinyà cita una frase de En el camino: 'Las únicas personas que existen para mí son las que enloquecen, las que enloquecen por vivir y las que enloquecen por hablar'. Y dice: "Es cierto que los miembros de la generación Beat no se distinguieron por la virtud del laconismo sino más bien por ser, digámoslo así, bastante habladores, pero desde luego en ellos la palabra siempre aparecía indisolublemente asociada al 'vivir'. Ambas cosas eran para ellos lo mismo: una especie de torrente o chorro, un continuo viaje que, siguiendo la tradición norteamericana, es, como dice Campbell, un puro acto poético. Neal Cassady parecía encarnar la bendita unión: Kerouac alababa su 'polla brava' tanto como su 'alma en vuelo'; fue la musa ideal para él y para Ginsberg, aunque no para Burroughs, que no creía tanto en la palabra. Misticismos aparte, esta cohabitación impetuosa de experiencia y literatura, anclada románticamente en la locura y en la clandestinidad, sigue teniendo su encanto". "Ahora", añade el autor de Los dos Luises, "me parece que los escritores no hablan mucho de lo que viven, quizá porque a lo mejor ni están seguros de vivir; y, aunque como diría el poeta Kenneth Rexroth, mentor de Ginsberg, es imposible seguir diciendo indefinidamente: 'Estoy orgulloso de ser un delincuente', siempre es revelador haberlo sido al menos una vez".
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