domingo, julio 26, 2015

Mucho más que el emblema de una generación

Uno de los últimos libros de Jack Kerouac (1922-1969) es uno de los primeros. Nos referimos a Visiones de Cody, publicado en su integridad en 1972, pero escrito a comienzos de los años 50. La primera parte consiste en intensos retazos de la vida cotidiana de Duluoz (álter ego de Kerouac) en la Nueva York de posguerra mientras espera poder visitar a Cody en California(nombre bajo el que se esconde Neal Cassady, inspirador también de Dean Moriarty, figura clave de En el camino). La segunda es una transcripción de cintas de conversaciones reales entre ambos, ya en San Francisco, al compás del alcohol y la marihuana. A esas secciones se suma una tercera y última que concilia los dos registros. El libro prueba que ya desde un comienzo -después de la escritura de En el camino, novela que se publicaría tardíamente en 1957- Kerouac no estaba dispuesto a transigir en nada, así como no lo estaría al final de su vida artística. La salida póstuma de Visiones de Cody, con su marca experimental, cumplía la doble función de una confirmación y de un recordatorio.
La publicación por primera vez en español (por una editorial argentina) de sus diarios del período 1947-1954 es una ocasión única para ponerse el sobretodo de testigo impúdico y recorrer los cuartos privados donde se estaba gestando toda una literatura. Escritos con ráfagas líricas, con un rico anecdotario de la bohemia de la época -una vita nuova generacional, que pronto se volvería la del mundo-, con idas y vueltas sobre su poética y su propia escritura, en el sentido material del término, o con simples anotaciones, los diarios permiten entrever que Kerouac tenía un claro discernimiento de la misión última de todo escritor. Alcanza a intuir que la fama que se aproxima (la ve venir, de manera inevitable) puede tener efectos destructivos y que en todo artista verdadero hay cierta vocación clandestina. Después de convertirse en emblema de la generación beatnik, continuó escribiendo libros brillantes, buenos, alguno flojo, sin mirar a los costados, concentrado de manera algo desordenada en ese cometido. El mundo, entrada la década del 60, no había dejado de cambiar y a su muerte, a los 47 años, Kerouac tenía un aura desfasada: poco sociable, con problemas de alcohol, dado a la disquisición reaccionaria, se había convertido en un escritor con mayúsculas, en un incomprendido. En "El hombre de los grandes recuerdos", el prólogo a Visiones de Cody, su amigo, el poeta Allen Ginsberg, anota: "No pienso que sea posible adentrarse en América sin primero comprender la compasión tierna y reflexiva de Kerouac por un mundo del pasado y por las extrañas individualidades que allí existieron. Dejar de lado a Kerouac es dejar de lado el corazón mortal, cantado en vocales de prosa". Como Proust, con el que le gustaba codearse, Kerouac y su obra siguieron creciendo después de su adiós. Los diarios de juventud no previeron esto, pero sí lo revelan -cada lector sabrá encontrar en ellos su emoción- divisando en el horizonte, no sin angustia, los molinos de viento que se cruzarían en el camino.

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