sábado, agosto 08, 2015

El imitador de voces

En una entrevista que le concedió a André Müller en 1979, Thomas Bernhard dijo haber empezado a escribir su primera novela cuando tenía diez años de edad. La novela se titulaba Peter va a la ciudad, y nunca la terminó. La razón: no pasaba nada. Según Bernhard, su relato empezaba con Peter llegando a la estación de Salzburgo con la intención de ir al centro, pero después de haber escrito ciento cincuenta páginas su personaje todavía seguía ahí, estático. "Hubiera necesitado 10.000 páginas llenas para que llegara por fin a la catedral", comentó. Dejando de lado las exageraciones -inevitables en Bernhard-, sorprende observar que en este relato precoz ya se anticipe la marca distintiva de toda su prosa: la destrucción de la intriga.

En sus novelas, Thomas Bernhard somete la acción a los caprichos de la actividad intelectual de sus personajes. Necesita apenas algunos datos o unos pocos hechos para disparar una serie de especulaciones, reflexiones y sentencias, atribuida a personajes más o menos marginales, siempre cultos y lúcidos hasta el delirio. Bernhard se despreocupa del funcionamiento del mecanismo de la trama -hiperdesarrollado en la novela tradicional- y libera la mente de sus personajes: la obra expone, fundamentalmente, sus caudalosas corrientes de pensamiento.

Sus dos primeras novelas, Helada (1963) y Trastorno (1967), por ser las más narrativas parecen escapar a esta regla. Pero es en ellas -y sobre todo en Trastorno- donde Bernhard descubre el tono y el procedimiento narrativo que explotará en adelante. Trastorno relata las visitas de consulta que realizan un médico rural y su hijo a un grupo de pacientes en la región de los Alpes de Estiria. Este recorrido -una especie de ascenso infernal- termina con la visita al Príncipe Saurau, un paciente que vive recluido en su castillo en la alta montaña, y que expone, en un extraordinario monólogo de más de cien páginas, las causas de su encierro y perturbación. Es el tono del monólogo del Príncipe Saurau y su manera de registrarlo -a través del hijo del médico, del testigo directo- lo que Bernhard retomará y profundizará en sus novelas posteriores.

La autobiografía

Thomas Bernhard nació en 1931 en Herleen, Holanda, en un convento para madres solteras -su madre había llegado a ese lugar para evitar el escándalo. A los pocos años volvió a Austria, donde fue educado por su abuelo materno, Johannes Freumblicher. Éste era un escritor menor, pero su intervención resultó decisiva en la formación de su nieto: lo acercó a las obras de Montaigne, Schopenhauer y Pascal. A los once años ingresó como interno a un colegio de Salzburgo, donde recibió una educación nacional-socialista y católica. Era un adolescente cuando consideró que había llegado el momento de "tomar la dirección opuesta", y abandonó sus estudios para trabajar de vendedor en el sótano de un barrio pobre de Viena. Poco tiempo después fue internado por una pleuresía que derivó en una tuberculosis. Su estado de salud se agravó y llegó a ser desahuciado por los médicos. Contra pronóstico, sobrevivió, pero las complicaciones crónicas lo obligaron a llevar una vida de reclusión y cuidados intensivos.

Esta primera parte de su vida -hasta los diecinueve años, cuando abandona el hospital- es recuperada por Bernhard en los cinco relatos que conforman su autobiografía: El origen, El sótano, El aliento, El frío, y Un niño. Publicadas entre 1976 y 1982, estas obras son consideradas por gran parte de la crítica como lo más importante de su producción. En ellas Bernhard procede de la misma manera que en sus novelas: relega la acción y destruye la intriga. Nunca ordena el material cronológicamente, sino que, en cada relato, funde sus recuerdos alrededor de diferentes núcleos temáticos: el hospital, la escuela, etcétera. Como en la ficción, desvía la atención del lector hacia sus reflexiones sobre ciertos personajes y situaciones, pasando a un segundo plano el relato de anécdotas. Por otro lado, son los mismos temas que lo obsesionan en la ficción los que desarrolla paralelamente en su autobiografía: la enfermedad, la locura, la soledad y la muerte.

El escritor y la sociedad

Poco antes de morir, Bernhard prohíbe que sus obras se representen, se editen o se lean públicamente en Austria por el término de ochenta años. Es el último gesto del escritor enfrentado a su país. Aunque concedió muy pocas entrevistas, cuando lo hizo no dejó pasar la oportunidad para criticar duramente a Austria. Consideraba que el pueblo austríaco tenía sólo un interés superficial por el arte, y que por esa razón destruía a sus más grandes artistas -Mozart, por ejemplo. Pensaba, además, que los funcionarios públicos eran corruptos e incompetentes, y aprovechaba las ceremonias de entrega de los premios que le otorgaban para decírselo personalmente en sus discursos de agradecimiento. En 1967, en la entrega del premio nacional austríaco de literatura, el ministro de educación interrumpió a Bernhard para responderle a sus afirmaciones, antes de retirarse de la ceremonia junto a buena parte de la concurrencia. Al año siguiente, el acto de entrega del premio Widgans de la industria austríaca a Thomas Bernhard fue cancelado sin ningún motivo.

"Soy el aguafiestas", declara Bernhard en una entrevista, "digo lo que nadie quiere escuchar". Y no sólo ataca a la clase dirigente de su país, se enfrenta también a los intelectuales -"los mayores estúpidos son los llamados intelectuales (...) porque hacen algo que no vale nada para nadie"-; a los profesores universitarios -"rumiantes de segunda o de tercera mano"-; y a los críticos -"cuanto más importantes son los expertos en arte con los que uno habla, tanto más estúpidos resultan al final, al acabar la conversación".

Es una constante: en sus apariciones públicas, en las entrevistas y en sus escritos, encontramos siempre a un artista incómodo y exasperado que señala de un modo violento las flaquezas de su sociedad. En un sentido, Bernhard parece ser el reverso del protagonista de su relato breve, "El imitador de voces". A diferencia de este personaje, que puede imitar todas las voces que oye menos la propia, Thomas Bernhard sólo puede hacernos escuchar -aunque intente disimularse en diversos personajes y roles- su propia voz, inconfundible, hablando incansablemente de las mismas cosas.

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