lunes, octubre 05, 2015

Warhol por Martin Amis

Apesar de su virtuosa trivialidad, su esnobismo ingenuo y su increíble extensión, los diarios de Andy Warhol no carecen de cierto encanto. A decir verdad, no son, exactamente, diarios; se trata de “cintas escogidas” o “grabaciones secretas escogidas”.

Casi todas las mañanas Andy Warhol llamaba por teléfono a su ex secretaria, Pat Hackett, y le explicaba, deshilvanadamente, lo que había hecho el día anterior. Ella, según explica, tomó “notas extensas” y las mecanografió “mientras los ecos de la voz de Andy seguían frescos en mi mente”. Así que es eso lo que reseñamos aquí: ochocientas páginas –medio millón de palabras– de ecos de la voz de Andy.

Pero la cosa resulta efectiva, hasta cierto punto. “Peter Boyle y su nueva, creo, esposa estaban allí.” “La princesa Marina de, supongo, Grecia vino a comer.” “Nell se desnudó, más o menos.” “Raymond (está) allí posando para David Hockeney. Raymond coge el avión para ir a posar.” La edición de la señora Hackett da la sensación de ser afectuosa y escrupulosa, y acierta al no tratar de proteger a Andy. Al cabo de un rato, uno comienza a confiar en esa voz, la de Andy, aquel murmullo vacilante, aquel cascado farfullar. La fuente de inspiración de los Diarios es lo trivial; y es que en la vida cotidiana de esta humanidad cada vez más longeva los que son alguien y los don nadie acaban confundiéndose.

Por otra parte, en el libro cabe todo el mundo; o, al menos, todos aquellos que son alguien. “Fuimos a Studio 54, y allí estaban todos.” “A veces vas a sitios en los que no hay nadie importante.” “Todos eran alguien (...) todo el mundo vino después de los premios. Faye Dunaway y Raquel Welch y todos los demás.” Pero ¿quiénes son todos? O ¿quiénes son todos los demás? Pues Loulou de la Falaise y Monique Van Vooren e Issey Miyake, Peppo Vanini y Yoko Bischofberger, Sao Schlumberger y Suzie Frankfurt y Rocky Converse, Alice Ghostley, Dawn Mello y Way Bandy y Esme, Viva, Ultra y Tinkerbelle y Teri Toye, Dianne Brill, Billy Name, Joe Papp, Bo Polk, Jim Dine, Marc Rich, Nick Love y John Sex.

Andy también iba a todas partes, tanto si se trataba de lugares importantes como si no. Fue a la inauguración de una escalera mecánica en Bergdorf Goodman, a Regine’s para el cumpleaños de Julio Iglesias, a la apertura de una tienda de helados en Palm Beach, a Tavern on the Green para un “rollo” (término que utiliza mucho) en el que anunciaría que Don King iba a ser el nuevo manager de The Jacksons, al Waldorf Astoria para la fiesta de la muñeca Barbie, a un lugar innominado para ser jurado en un concurso de imitadoras de Madonna y otro lugar innominado para serlo en un concurso de senos desnudos. Resulta difícil imaginar qué invitación no aceptaría Andy. ¿Asistir a la inauguración de la reforma de la salida de emergencia del Chase Manhattan Bank? ¿Ser jurado en las primeras eliminatorias de un concurso de camisetas mojadas en la playa de Long Island City? Ciertos días, claro, no sucede gran cosa. “Tuvimos que enseñar el edificio a unas visitas, y después bebimos champán con esa gente”, por ejemplo, es la lacónica descripción de lo ocurrido el 19 de octubre de 1981. Tampoco fueron notables los acontecimientos de un buen día de septiembre de 1980: “Se me ocurrió mirar la tele, pero no había ningún programa bueno”. ¡Sí, qué cargante resulta eso! Si se hace un esfuerzo, puede llegar a imaginarse que la vida de Andy es bastante variada, aunque no demasiado excitante: “Tenía entradas (...) para ir a ver a aquel rockero que les arranca a mordiscos la cabeza a los murciélagos”. O: “Vino a verme Lewis Allen con los fabricantes de maniquíes que están haciendo un robot con mi imagen para su obra de teatro”. Pero, en realidad, todos sus días eran bastante iguales. A veces se quedaba en casa y se teñía las cejas, o leía las memorias de una antigua reina del cine, o acertaba al sentarse frente al televisor (El pájaro espino o El Show de Lucy; éste es el hombre que vio Grease II tres veces en una semana). Y, de vez en cuando, alguna gacetilla en la prensa resultaba ser tan buena, o tan mala, como la noticia que reseñaba: “Celebraban una fiesta en la Estatua de la Libertad, pero como había leído en los periódicos que yo iría, tenía la sensación de que ya se había celebrado”.

Durante los años cubiertos por los Diarios (desde 1976 hasta la muerte de Warhol, en 1987), el planeta seguía girando, como siempre, pero el egocentrismo de Andy permaneció inamovible. Acontecimientos de importancia histórica mundial se despachan con un par de líneas antes de perderse entre los típicos chismes y quejas. No es que a Andy no lo afecten los acontecimientos mundiales. El ataque estadounidense de 1986 contra Libia trastorna seriamente un programa de televisión que está haciendo en directo. El secuestro del Achille Lauro en 1985 le causa preocupación, porque ahora “todos mirarán Vacaciones en el mar, (...) y hay un episodio en que salgo”. La caída del sha de Irán equivale a una comisión perdida (“Durante la cena los iraníes me dijeron que cuando pintara al sha no abusara de la sombra de ojos y el lápiz de labios”). Para Andy, como para el Citrine de Bellow, la historia es una pesadilla durante la cual trata de dormir lo mejor posible: “Un tipo se nos acercó y me preguntó qué pensaba de la tortura en Irán, y Paulette le respondió: ‘Oye, Valerian Rybar me está torturando aquí, en Nueva York’. Se quejaba de que lleva un año decorando su apartamento”.

Pero las costumbres y las actitudes ante la vida también cambian, y Andy está en mejor posición –y mejor equipado– que otros para reflejar el retraimiento general y la creciente desconfianza social que caracterizaron la década final de su vida. En 1977 puede decir de una diseñadora de modas: “Se comporta como una mujer de negocios: casi no toma coca durante el día”. Pero en 1987 Andy no es el único que se toma un cuarto de pastilla de Valium con un vaso de agua Perrier antes de acurrucarse en la cama. El sida aparece por primera vez a la mitad del libro, en febrero de 1982, y lo denomina “cáncer gay” (para distinguirlo del “cáncer normal”). En junio de 1985 lo llama “lo que ya sabes”. Los Diarios muestran con claridad cómo el trascendentalismo de la contracultura acabó por convertirse en preocupación por uno mismo, por el propio cuerpo. Andy, ya ferviente hipocondríaco (en 1968 le disparó una mujer que había aparecido en una de sus películas underground), se pasa de las clases de belleza y los pedicuros a la nutrición, el colágeno, las sesiones de shiatsu, los cristales, la quinesioterapia y otras charlatanerías a las que se aferra como a un clavo ardiendo. En diciembre de 1987 se refiere al sida con el insólito calificativo de “enfermedad mágica”.

Sería arduo, y un despilfarro de energía, criticar demasiado a Andy. El no se toma a sí mismo lo bastante en serio para eso, o para cualquier otra cosa. Conviene hacer hincapié en que en ningún momento dice algo interesante (o que, simplemente, no resulte ridículo) acerca del arte. Dice que tuvo “una buena idea artística” o que acudió a “una fiesta artística”; y también que “el arte pasa por un momento fantástico”. “Hablamos de arte”, dice y el lector se inclina lleno de atención para leer esto: “Thomas contó lo que le pasó con el Picasso que le compró a Paulette Goddard: le costó sesenta mil dólares, y lo llevó a uno de esos expertos en Picasso, y le dijo que era falso, y Paulette se puso borde y se las hizo pasar canutas, pero, al final, le devolvió el dinero”.

Todo es del mismo tenor. Su agente le dice “que no les quite demasiado las arrugas a esos viejos”. Se celebra una conferencia sobre el lunar de Dolly Parton: ¿hay que dejarlo o quitarlo? “Lo había quitado, pero quieren que lo deje, así que llamé a Rupert (Smith, el serigrafista de Andy) y le dije que había que ponerlo de nuevo.” Pia Zadora quiere un cuadro, y “se lo llevará si cabe en el jet de su esposo, así que lo están midiendo”. En cuanto al resto, son notas sueltas acerca del precio que alcanzan sus retratos de Marlon y Marilyn y Lizz y Elvis. La apoteosis warholeana llega a un punto culminante, muy apropiadamente, cuando Andy recibe un encargo de Campbell’s para promocionar sus sopas. Lo incomoda un poco –“Ya me ves: han pasado veinte años y sigo con el rollo de la sopa Campbell’s”–, pero no se da cuenta de lo diferente que es la situación. Antaño era el artista que nos incitaba a mirar con otros ojos lo cotidiano, mientras que ahora es el retratista comercial que celebra lo vendible. “Y por el trabajo que me tomé y la publicidad que les hice, debí cobrarles un cuarto de millón, por lo menos.”

Es evidente que Andy tenía una extraña obsesión por el dinero. A lo largo de los Diarios registra minuciosamente todos sus gastos; o sus gastos no inconfesables, por lo menos. Al principio, ver los precios de las cosas entre paréntesis resulta un poco raro –en la página 1: “llamada telefónica para preguntar unas señas (teléfono: diez centavos)”–, pero uno se acostumbra pronto a ello. Las pastillas de jabón de olor que usaba Andy valían seis dólares, y el chaleco antibalas le costó doscientos setenta. “Me dijo que Matt no se hablaba con ella (cena: seiscientos dólares, propina incluida).” “Bebimos y hablamos y miramos por la ventana (ciento ochenta dólares).” El dinero tiene la mala costumbre de hacer que la gente parezca desequilibrada. Andy paga la cena de Grace Jones a pesar de que ella saca un fajo de billetes de cien dólares. Y, por otra parte: “Fui a la iglesia, y mientras estaba arrodillado pidiéndole a Dios que me hiciera rico, una mendiga me pidió limosna. Primero me dijo si podía darle cinco dólares, y luego subió a diez. Se parecía mucho a Viva. Le di cinco centavos”. Claro que la cosa habría podido ser peor. Andy habría podido decir: “Le di cinco centavos (cinco centavos)”.

Warhol era un esnob de la fama, del aspecto personal, del peso, de la estatura y de la edad. Pero se volvió viejo, y enfermó, y se vio obligado a vagar por el desierto biológico que es el mundo de los homosexuales cuando llegan a la mediana edad. De carácter infantil, se convirtió en un padre frustrado. Sus sinceros enamoramientos nunca acabaron bien: “Al mirar hacia atrás, supongo que no veía lo que no quería ver. Una y otra vez. ¿Es que esto no tiene solución? ¿Acaso nunca te vuelves inteligente?”. Cuando se acerca el final, ya no recibe invitaciones, los fotógrafos lo esquivan, sus llamadas quedan sin contestar. “Me gustan los feos. En serio. Pero resulta que son tan difíciles de conseguir como los guapos. Tampoco me quieren.”

Los momentos en que resulta más simpático son aquellos en que trata con animales. Pero incluso entonces puede sentirse herido y mostrarse quisquilloso: “Llevé el pan seco al parque para dárselo a los pájaros, pero no vinieron, y los maldije por eso”. O con sus dachshund, Amos y Archie: cuando un día lluvioso llega a casa y descubre que uno de ellos se ha meado en su cama, “lo apaleé. A Amos”. O, de modo más apropiado y más cómico, pero también más desesperanzado, cuando llega el equipo de filmación de Disney y le preguntan qué personaje prefiere del famoso dibujante, “y yo dije: ‘La ratona Minnie, porque me puede presentar al ratón Mickey’”.

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