domingo, diciembre 26, 2004

ERNST JÜNGER: JUEGOS AFRICANOS

Para la literatura, desde hace tiempo Africa dejó de ser el Africa misteriosa de los exploradores decimonónicos. Tal vez todo terminó cuando, en El corazón de las tinieblas (1902), Joseph Conrad redujo toda aventura a la locura de la expoliación colonial. O cuando Céline, en su Viaje al fin de la noche (1932), depositó a Bardamu en un continente negro que sólo era reflejo de su propia alienación y miseria. A partir de allí, ya poco lugar hubo para la ensoñación. Juegos africanos -que por primera vez se traduce al castellano- fue publicada cuatro años después de la novela de Céline y forma parte de esa desengañada tradición nihilista. Amena novela de iniciación, cuenta la historia de un adolescente (Berger, alter ego del autor) que, cansado del hogar y de un futuro previsible, fogoneado como un Quijote del siglo XX por la lectura, decide, antes de la Primera Guerra Mundial, sumarse a la poco recomendable Legión extranjera. El esqueleto de la trama es lineal: comienza con la partida secreta del protagonista, los intentos de ser aceptado como mercenario, su estancia en el fuerte de Marsella que oficia de base de la Legión, su posterior traslado a Argelia donde hace buenas migas con un veterano, Benoit, para terminar con fracasados intentos de fuga y el retorno del protagonista a Europa, después de haber sido localizado por su padre. Más allá de las peripecias, de la historia de amistad paternal que se establece entre Berger y Benoit, Juegos africanos presenta interés por un doble motivo. Es, en primer lugar, una novela extraña en el corpus de ese autor controvertido y prolífico que fue Ernst Jünger (1895-1998). Militarista en la Primera Guerra Mundial (fue condecorado), dandi que en sus inicios supo coquetear con el nazismo para luego distanciarse y criticarlo veladamente (demasiado veladamente según sus detractores) y definirse a sí mismo como "anarca" (pero no anarquista), Jünger produjo una obra proteica que incluye novelas bélicas y vertiginosas (Tempestades de acero), antiutópicas (Heliópolis), vagamente fantásticas (Abejas de cristal, Visita a Godenholm) o alegóricas (Acantilados de mármol), además de ensayos varios y de un notable diario en tres tomos (Radiaciones). A su literatura se le conocían muchas facetas, como la autobiográfica, pero no la picaresca. En segundo lugar, hay algo que excede la historia del protagonista. Es el telón de fondo, la pintura de todos esos náufragos embrutecidos o desahuciados que recalan en la Legión. La decepción del joven Berger es apenas anecdótica frente a esa comunidad cosmopolita pero lumpen, frente a esa batería de humillados y ofendidos que, con su conducta y resentimiento, están fermentando el fascismo de los años por venir. Jünger, que sometió la obra a permanentes revisiones, presenta inadvertidamente ese bajomundo descarnado que es también parte de la Historia.

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