lunes, enero 31, 2005

Friedrich Schiller

En mayo de 1839, sólo 34 años después de la muerte de Friedrich Schiller, los actos conmemorativos adquirieron ya un fervor nacionalista, incluso religioso. En 1859, tres días de celebraciones en toda Alemania señalaron el centenario del nacimiento del poeta. Atronaron salvas reales de 101 cañonazos. Las campanas repicaron en conmemoración del famoso Lied von der Glocke de Schiller. Wilhelm Raabe hablaba en nombre del entonces aún políticamente fragmentado pueblo alemán cuando proclamó a Schiller Führer und Heiland (líder y salvador). El 21 de junio de 1934, 18.000 Hitler-jugend desfilaron en Marbach, santuaund Heiland (líder y salvador). El 21 de junio de 1934, 18.000 Hitler-jugend desfilaron en Marbach, santuario nacional de Schiller y la literatura alemana. Para celebrar el día de su nacimiento, el 10 de noviembre, se emitieron en todo el Reich programas radiofónicos conmemorativos. Ni Guillermo Tell ni Don Carlos, con sus sospechosos temas de tiranicidio y libertad de pensamiento, hallaron buena acogida, pero entre 1933 y 1945 se pusieron en escena 10.600 representaciones de dramas de Schiller. Al igual que antes, la más celebrada y enardecedora de las baladas formaba parte integral de la enseñanza secundaria. En la muy diferente situación de 1955, Thomas Mann pronunció el discurso del 150 aniversario de la muerte del poeta (en el segundo centenario será honrado por un autor de menor talla). El "Versüg über Schiller" de Mann es característico. El entierro apresurado y anónimo (Goethe se encontraba indispuesto) contrasta brutalmente con el espíritu jovial y pródigamente generoso (Becklückergeist) de un hombre auténticamente "vestido de luz", agraciado con la eterna juventud, con el entusiasmo de la adolescencia. Como en ningún otro poema alemán, éste del vaciado y el tañido de la campana constituye la "gran canción de la normalidad y el orden piadoso" (valores esenciales para Mann). El lenguaje radiante, dramático, investido del poder de la retórica, es el más fascinante que haya logrado jamás un dramaturgo. ¿Qué otro maestro podría combinar un clasicismo genuino con semejante atractivo popular? ¿Qué otro autor alemán habría igualado la "línea de visión europea" de Wallenstein, o habría podido ser al mismo tiempo una figura de culto entre los revolucionarios franceses y haber sido para Dostoievski la auténtica personificación de un "individualismo patriótico"? En él se unían un historiador, un filósofo del arte, un poeta lírico y narrativo, que escribió doce grandes obras de teatro, de las cuales, la última e incompleta, Demetrius, bien pudo haber sido su obra cumbre. "¡Qué vida!", exclama Mann. Era esencial recuperarla del insultante alistamiento representado por obras encomiásticas como la de Hans Fabricius, Schiller als Kampfgenosse Hitlers (1932). Tres millones de ejemplares En la República Democrática Alemana (RDA), dicha recuperación fue una política oficial cultural. Antes de 1960, había ya en circulación unos tres millones de ejemplares de los escritos de Schiller. Prácticamente todas sus obras de teatro fueron adaptadas para televisión. Solamente en 1955 hubo cerca de 1.000 representaciones de Schiller en los teatros de Alemania Oriental. Esta cifra probablemente se superase durante las festividades del aniversario de 1984. Kabale und Liebe alcanzó las 40 ediciones. ¿No lo había proclamado Engels, en su famosa carta de 1885 a Minna Kautsky, "el primer Tendenzdrama político alemán"? ¿No había señalado Engels, ya en 1839, la comprensión de Schiller de la Revolución Francesa frente a las poco transparentes vacilaciones de Goethe? "¡Schiller es nuestro!", pregonó a los cuatro vientos Johannes Becher, primado de la clase dirigente cultural y literaria de la RDA. Y millones de escolares se hicieron eco de su llamamiento. Y aun así, Thomas Mann lanzó la lúgubre suposición de que Schiller había llegado a ser suntuosamente glorificado pero poco leído. El título de la irreverente pero honesta biografía de Johannes Lehmann publicada en 2000 lo dice todo: Unser armer Schiller (Nuestro pobre Schiller). ¿Sigue siendo hoy esa representación del "ciudadano del mundo" a quien rindió tributo Danton en el verano de 1792, el año en que se representó en París una versión en francés de Die Räuber, Les brigands? ¿Representa el virtuosismo casi shakespeariano que indujo a Coleridge a traducir Wallenstein y llevó a Carlyle a explayarse en la capacidad de Schiller para amalgamar la lírica con la eminencia filosófica, la re-creación histórica con el ímpetu inventivo? ¿Simboliza, como lo hizo en los ensayos de Lukács de los años treinta, voluminosos y con frecuencia agudamente discrepantes, el súmmum del "humanismo burgués", del intento idealista de avalar la fraternidad política y social con los desinteresados valores kantianos del arte? ¿O ha sucumbido, como opinaba irónicamente Karl Kraus en 1909, al "terror de la inmortalidad"? Rüdiger Safranski es un biógrafo intelectual, cuya obra Un maestro de Alemania: Martin Heidegger y su tiempo, publicada en 1994, le dio fama de tener un sólido sentido común y un estilo lúcido de un nivel cultural medio. También ha escrito estudios biográficos sobre Schopenhauer y Nietzsche. Inequívocamente abriga la ambición de formar parte personalmente de la empresa filosófica. El título dual de su nuevo libro, Schiller oder die Erfindung des deutschen Idealismus, representa una ambivalencia recurrente: Schiller o la invención del idealismo alemán. Cualquiera de los dos habría servido para monografía compacta. Juntos han producido una extraña alianza y un tratamiento al mismo tiempo prolijo y desconcertante. Pero, como declaró Mann, "¡Qué vida!". Una infancia de una rigurosa disciplina y una educación entre tiranos militares lo condujeron a la huida y al triunfo tumultuoso de Die Räuber, primero en Alemania y luego en toda Europa. La precocidad de Schiller es impresionante. El "Himno a la alegría", que se convertiría en un talismán tanto para fascistas como para comunistas y en el que Adorno veía siniestros indicios de histeria social colectiva, fue compuesto en 1785. Cuatro años más tarde, el joven poeta y dramaturgo pronunció su legendario discurso inaugural como catedrático de Historia en la Universidad de Jena. En el verano de 1787, el historiador terminó Don Carlos, una tragedia de inspiración retórica, de una organización formidable, en la que elaboró su método de gewagte Erdichtung ["ficción audaz"]. Con una vena auténticamente aristotélica, la historia factual se doblegaría a las verdades más profundas de la comprensión psicológica, del simbolismo ilustrativo. Juana de Arco perecerá en el campo de batalla en una apoteosis de resurrección nacional. El brillante estreno en Hamburgo de Don Carlos tuvo lugar el 20 de julio de 1787, el mismo día de la marcha de Schiller a Weimar, un "nido destartalado" que, sin embargo, acogía a Herder, Christoph Martin Wieland y Goethe. Para los jóvenes, Schiller fue el meteórico representante de la emancipación. De hecho, sus respuestas ante las noticias que llegaban de París fueron mudas y aleccionadoras. Hay un silencio prácticamente absoluto entre 1789 y la famosa carta a Friedrich Christian d´Augustenburg del 13 de julio de 1793. Parece ser que las aprensiones de Schiller fueron casi inmediatas. Consideraba que los franceses eran un pueblo poco idóneo para las auténticas virtudes republicanas. El didacticismo estético, la dialéctica estética de Kant, a la que Schiller se adhería en aquel período crucial, se alejaba del modelo francés. El de Schiller sería un republicanismo antijacobino, filosófico, basado en los procesos graduales y evolutivos de la Ilustración. Las tensiones no resueltas de esta postura acabarían por generar las incertidumbres que marcan Guillermo Tell. Al mismo tiempo, harían magníficamente posible la relación con Goethe. Safranski no puede añadir nada nuevo a una historia que ha sido contada con frecuencia y de forma exhaustiva. Pero está en lo cierto al definirla como "un suceso casi mítico en el espíritu alemán", quizá en la literatura mundial en conjunto. Un breve encuentro en septiembre de 1788 resultó malogrado. El verdadero encuentro tuvo que esperar hasta julio de 1794. Incluso entonces hubo un malestar inicial, algo así como un enigma de un malentendido pactado desde el principio. Inmerso en su Torquato Tasso, pero también en la óptica y la morfología, Goethe vivía con temor del "desorden volcánico" del populismo. El habla de naturaleza donde Schiller habla de arte. La tranquila objetividad de Goethe extasía y provoca el entusiasmo de Schiller: "Cerca de Goethe yo soy y seré un zoquete poético"(ein poetischer Lump!). Este entusiasmo fascinaba y consternaba al mismo tiempo a Goethe: Schiller "era un gran hombre maravilloso. Cada ocho días se convertía en otro hombre, más completo". Hubo momentos de envidia cuando Goethe contemplaba la fantástica popularidad de Schiller (compárese con la actitud de Schoenberg hacia Alban Berg en el momento del triunfo de Wozzeck). A su vez, Schiller contemplaba con cierto desaliento la regia indiferencia de Goethe. Aprecio mutuo Pero desde el otoño de 1794 los contactos fueron casi diarios y de colaboración. Las cartas que acompañaron esta intimidad registran una intensidad incomparable de intercambio y apreciación mutua. Goethe y Schiller publicaron juntos en el Horen. Compusieron unos 900 dísticos publicados parcialmente como Xenien y Musenalmanch al acabar 1796. Estos pronunciamientos, con frecuencia mordaces y satíricos, ejercían una especie de despotismo sobre las letras alemanas. A un nivel mucho más profundo, las celebradas reflexiones de Schiller sobre la poesía "ingenua" y "sentimental", sobre la inocencia y la experiencia, sus tratados crítico-filosóficos sobre el drama, el verso lírico, sobre los problemas del módulo épico en el ámbito de lo teórico, la sustancia más íntima de su relación con Goethe y la obra de este último. Como muestra Lukács, Goethe trabajaba en la prefiguración de la novela moderna mientras que Schiller sigue mirando hacia la épica. Juntos, sus argumentos y producciones construyen un puente entre Homero y Tolstoi. A pesar de su mala salud -el coloso Wallenstein le había hecho mella-, los últimos años de Schiller fueron explosivamente productivos. María Estuardo, con su brillante ficción de un encuentro entre María e Isabel, fue seguida de Die Jungfrau von Orleans. La saga de Napoleón había revelado a Schiller "la magia de lo político". La terminación del Wilhem Meister de Goethe condujo a Schiller a nuevas alturas. A su vez, las grandes baladas y el Lied von der Glocke incitan la vuelta a Fausto de Goethe. Al severo clasicismo de Braut von Messina siguió el historicismo y tumulto romántico de Guillermo Tell. Su estreno en Berlín en julio de 1804 resultó apoteósico. Schiller había sido ennoblecido en 1802, pero para las multitudes que lo aclamaban en sus apariciones públicas siguió siendo un joven símbolo de liberación y despertar patriótico. Los dos titanes se vieron por última vez el 1° de mayo de 1805. Como Chéjov, Schiller murió bebiendo una copa de champagne. De forma casi estrambótica, Safranski, que se ha explayado mucho en algunos de los primeros textos que carecen de valor intrínseco, embute los años decisivos posteriores a Wallenstein y la secuencia de obras maestras en unas 75 páginas apresuradas. La galaxia de los filósofos Lo que él subraya con razón a lo largo de toda la obra es la concomitancia entre los logros de Schiller y el cenit de la filosofía alemana. La galaxia incluye a Kant, E. H. Jacobi, Fichte, Schelling y Hegel. Wilhem von Humboldt estuvo muy involucrado en la génesis de Wallenstein. Lo que Spinoza era para Goethe, Kant lo fue para Schiller. Como en Novalis, en Schiller el compromiso apasionado con la teoría epistemológica y estética era inseparable de la expresión poética. La ontología del ego y el radicalismo metafísico de Fichte, de los que Safranski ofrece una clara exposición, fue el equivalente de las presentaciones de Schiller de individualidades heroicas y de su trágico destino. El credo de Kant de que solamente existe auténtica libertad en el arte era imperativo para Schiller. Lo que él añadió, distorsionando así la doctrina de Kant, fue la exigencia de que el arte debe instruir, debe transmitir obligación moral. Al hacerse más profunda la intimidad con Goethe, aumentó su distancia de Fichte y Schlegel. Schiller no estaba más preparado que Goethe para comprender el genio idiosincrásico de Hölderlin. Lo que Safranski documenta con gran riqueza es la interacción en "el entorno poseído por la literatura" de Weimar entre el debate filosófico y la invención poética, una interacción que implicaba una fiera vehemencia y fragilidad en las relaciones interpersonales. Dentro de un régimen principesco ridículamente mezquino y arcaico, tuvo lugar una revolución intelectual que, en cuanto a lo imperecedero de su importancia rivalizó, si no sobrepasó, la que se desató simultáneamente en Francia. Lo que el libro de Rüdiger Safranski no aborda es la pregunta crucial: ¿cuáles son los principales impedimentos hoy para situar elogiosamente las obras de Schiller? ¿Se hará más verdad cada día la profecía de Mann de un nombre venerado pero al que no se lee? Nuestro ambiente actual está marcado por una profunda, casi furiosa, desconfianza de la elocuencia, de la retórica como arte y como instrumento público legítimo. Nos han mentido con demasiada frecuencia. Incluso en sus poemas líricos, Schiller es un retórico supremo. Hace arder el lenguaje. Su sentido de la poesía como la voz elegida de la experiencia histórica y comunal está mucho más próximo a Píndaro que a nuestras ironías desencantadas. Schiller es enérgico de una forma a menudo conmovedora, una cualidad ejemplificada por las vicisitudes políticas del "Himno a la alegría". La segunda dificultad puede estar en el inquebrantable optimismo de Schiller. Ni sus obras de teatro ni sus baladas narrativas evaden la tragedia, como Goethe se esforzó tan tenazmente en hacer. Pero incluso en sus horas malas, se abre paso la fe de Schiller en el progreso humano y social. Como escribió a C. G. Körner: "Si no puedo entretejer mi ser de esperanza? estoy perdido". El final fundamentalmente absurdo de la Jungfrau von Orleans representa una creencia primordial en los valores positivos, en aquella Freude que los atronadores coros de Beethoven harían inolvidable. La adhesión de Schiller a un Prinzip Hoffnung de esperanza que se hace axiomática de las empresas humanas se hizo más pronunciada aún en su transición del radicalismo revolucionario al liberalismo conservador y pedagógico, de los Räuber a Guillermo Tell. Una vez más existe aquí una distancia innegable hasta nuestro estado de ánimo actual y un llamamiento al ardor colectivo del que nos hemos hecho recelosos. Dos gigantes en Weimar Hoy la noción de genio, especialmente fuera del ámbito de la ciencia, se ha hecho imprecisa. Sentimos cierto escepticismo ante un creador de sucesivas obras maestras para quien el concepto de genio, de supremacía inspirada, era manifiesto. Somos virtuosos de la envidia y lo prometeico no es nuestro fuerte. Para los gigantes de Weimar fue emblemático y un reflejo de ellos mismos. Surge aquí una especie de pregunta abierta: ¿por qué atribuimos a un Joyce o a un Picasso, a un Wagner o un Cézanne, este aura de trascendencia que nos cohíbe con respecto a Schiller? ¿No podría ser, una vez más, una cuestión de retórica? Tal y como están las cosas, parece que es por la vía de la ópera como la estatura dramática de Schiller llega a nosotros de una forma más convincente. Oportunamente, Schiller confió a Goethe que él siempre otorgaba "una cierta confianza a la ópera", que solamente la ópera libera el dramatismo del "realismo servil" y le permite representar "el ideal". El mejor Schiller puede, en el momento actual, encontrar su voz en el Guillermo Tell de Rossini y en el incomparable Don Carlo de Verdi. Pero una vehemente puesta en escena de Don Carlos en el teatro Crucible de Sheffield el pasado mes de octubre demuestra que el "libretto" de Schiller también puede imponerse sin la música. Was die Mode streng geteit: las modas pueden cambiar y modificarse el gusto. Por George Steiner

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