domingo, noviembre 06, 2005
El bandolero Gasparoni
"De cada cien extranjeros que pasan -le escribía Stendhal a su amigo Fiore desde Civitavecchia, el 29 de enero de 1840- cincuenta quieren ver al célebre bandolero Gasparoni y cuatro o cinco al señor Stendhal." Los otros cuarenta y seis o cuarenta y cinco extranjeros evidentemente no tenían interés en Gasparoni ni en Stendhal: Civitavecchia era sólo un lugar por donde pasaban para embarcarse. Stendhal se encontraba allí como cónsul de Francia, desde hacía nueve años (nominalmente, puesto que se tomaba vacaciones y licencias frecuentes; y cuando le escribía a Fiore acababa de tomarse una licencia de unos buenos tres años). Gasparoni estaba preso en la fortaleza desde hacía catorce años. No se sabe quién de los dos sufría más; quizá Stendhal, que incluso manifestaba cierta amargura y una pizca de envidia por la fama de Gasparoni entre los viajeros, a juzgar por las visitas que el bandolero recibía. Sin embargo, el homenaje -o al menos la curiosidad- que los extranjeros venían a tributarle al bandolero preso había sido en parte provocado por el propio Stendhal, por aquello que Stendhal había escrito y escribía sobre Italia, y en particular, por su forma de admirar en el bandolero la "planta humana" que, en su opinión, en Italia crecía más libre y robusta que en otros lugares, sacudida por las tormentas de la pasión pero impetuosa e indomable. Justamente el año anterior, en La Revue des Deux Mondes, había publicado La abadesa de Castro, que comenzaba con un análisis rápido pero bastante preciso del bandolerismo italiano: "el melodrama nos ha mostrado a menudo a los bandoleros italianos del Cinquecento y tanta gente ha hablado de ellos sin conocerlos que tenemos al respecto ideas más bien falsas. Se puede decir, en general, que estos bandoleros constituyeron la oposición a los atroces gobiernos que sucedieron en Italia a las repúblicas del Medioevo [...]. También hoy, por cierto, todo el mundo tiene miedo de un encuentro con bandoleros; pero cuando se los castiga, terminan compadeciéndolos. El hecho es que este pueblo es tan agudo, tan burlón, que se ríe de los escritos publicados con la aprobación de la censura de los gobernantes, lee habitualmente pequeños poemas que relatan con admiración la vida de los bandoleros más célebres... En Italia la clase baja sufre ciertas situaciones de las que el viajero no se enteraría jamás, aunque permaneciese diez años en el país. Por ejemplo, quince años atrás, antes de que la sabiduría de los gobiernos las eliminara, no era extraño que los bandoleros hiciesen expediciones para castigar la infamia de los gobernantes de pequeños pueblos. Estos funcionarios [...] están naturalmente a las órdenes de la familia más importante del lugar, la cual, por este medio muy simple, oprime a sus enemigos. Si bien no siempre los bandoleros lograban castigar a aquellos pequeños gobernantes tiránicos, por lo menos se reían de ellos y los desafiaban; y eso no es poco ante los ojos de este pueblo ingenioso (ce peuple spirituel)". Allí donde Stendhal habla de la sabiduría de los gobiernos en reprimir el bandolerismo, se refiere al gobierno pontificio y al de las Dos Sicilias; y es curioso que apruebe una represión de la "oposición bandoleresca" mientras sabe muy bien que subsisten condiciones políticas y sociales terriblemente atrasadas e injustas. Tal vez sea una actitud "diplomática", dictada por el cargo que ejerce; tal vez quiera ofrecer una justificación retrospectiva para aquella -cuyo triste recuerdo persistía- que adoptó el general francés Manhès en el Reino de Nápoles, cuando Murat era rey. Sin embargo, en este punto, en una nota a pie de página, dice: "Gasparoni, el último bandolero, en 1826 entró en tratativas con el gobierno; ahora está encerrado en la fortaleza de Civitavecchia con treinta y dos de sus hombres. Sólo la falta de agua en las cumbres de los Apeninos, donde se había refugiado, pudo obligarlo a rendirse. Es un hombre de carácter y de aspecto bastante agradables". Sin duda, Stendhal no se había informado bien sobre las razones por las que Gasparoni y sus hombres se habían rendido. De hecho, ninguno de los innumerables memorialistas y cantores de la gesta del bandolero habla de la falta de agua en la guarida de los Apeninos y Masi, historiador oficial de la banda, ofrece otras razones por completo distintas y muy creíbles. Gasparoni, nacido en 1793, se había iniciado en el bandolerismo en 1814, después de haber matado al hermano de una joven de quien se había enamorado. Ya tenía un hermano bandolero llamado Gennaro y por eso la familia de la joven le había cerrado la puerta en la cara. Pero aquel año, Pio VII concedió a todos los forajidos una amnistía total. Por lo tanto, Gennaro volvió a su casa, mientras que el hermano, que tal vez no se fiara de que un delito recientemente cometido le hubiese sido tan fácilmente perdonado, se alejaba para dedicarse a la vida bandoleresca en la que persistió, en continua y despiadada actividad, hasta 1825. Ese año conoció a la hija de uno de sus encubridores, Gertrude De Marchis, de diecinueve años. Parece que se enamoró ardientemente y que, en contraste con sus costumbres, quiso establecer con ella un vínculo bendecido y duradero. Tal vez también estuviera cansado de aquella vida y sin duda, ya era bastante rico. Por lo cual cayeron en un buen momento, y lo perdieron, las ofertas de perdón que por cuenta del gobierno le llegaron a través de un tal monseñor Piero Pellegrini, vicario general de Sezze, hombre habilísimo, que supo conducir las tratativas, eludir cualquier recelo y llegó incluso a proteger los encuentros amorosos entre Gasparoni y Gertrude, como anticipación de la oportuna boda que se celebraría en Roma después de la ceremonia del solemne perdón. Pero las cosas ocurrieron de un modo completamente distinto: el 22 de septiembre de 1925, Gasparoni cayó en Castel Sant´Angelo, de donde fue transferido, el 24 de mayo del año siguiente, al fuerte de Civitavecchia. La reclusión fue durísima hasta 1847, año en que los bandoleros presos obtuvieron, dice Masi, el permiso de poder pasearse por la calle: "Teníamos el placer de ver el mar, el puerto, la ciudad y los barcos de vapor, y esta simple distracción contribuía a levantar nuestros ánimos, oprimidos por tantas desdichas". Stendhal ya no estaba, aunque por cierto no evitaría anotar en algún lado un hecho que rompía la insoportable monotonía de la vida ciudadana: el paseo de aquel bandolero con aspecto altivo y agradable, el bandolero historiógrafo a su lado, el séquito de los fieles que los escoltaban. El final de aquella República romana, que había dado tantas esperanzas y luego tantas desilusiones a los bandoleros, trajo aún más penosas consecuencias. Desde la fortaleza de Civitavecchia fueron trasladados a la ciudadela de Spoleto, donde pasaron dos años. "Dado que el clima de Spoleto era contrario a nuestra salud, a causa del frío, las autoridades creyeron necesario solicitar a la Sagrada Consulta otra residencia para nosotros, y nos mandaron a la fortaleza de Civitacastellana", escribe Masi. En Civitacastellana, el fenómeno que con disgusto Stendhal había registrado en Civitavecchia no sólo continuó sino que probablemente incrementó la fama, que debía de haberse difundido, de un bandolero historiógrafo, prisionero junto a Gasparoni, que eternizaba las hazañas al mismo tiempo que recogía las melancolías y amarguras extremas que los atormentaban: era aquel Pedro Masi a quien le debemos las Mémoires de Gasparoni, publicadas en París en 1867, al cuidado de un anónimo "officier d´état-major de la division d´occupation à Rome". "El raro e interesante manuscrito -escribía en el prólogo el oficial de estado mayor- ha sido redactado en 1861 por Pedro Masi, compañero de Gasparoni en el bandolerismo y en el cautiverio, el único de toda la banda que consagró los ocios tristes de una prisión de cuarenta años al estudio y al relato de sus recuerdos. Con la ayuda de algún libro que compró con sus ahorros y con las ofertas de los viajeros que iban a visitarlos a Gasparoni y a él, en la celda común que ambos compartían, este bandolero filósofo ha podido adquirir una cultura variada y también cierto conocimiento de la lengua francesa. Desgraciadamente para él, encontraba pocos aficionados dispuestos a comprarle un manuscrito completo, a causa del precio demasiado alto para una simple fantasía (y sin embargo, muy inferior a la importancia de la obra), de la tosquedad poco seductora del formato, o sobre todo, a causa de la dificultad de leer con constancia e interés una historia tan larga, escrita en un francés malo, rica en modismos y locuciones italianas a menudo incomprensibles y siempre fatigosas. Al ver que obtenía pocas utilidades de esta obra, el autor renunció a la ingrata tarea de copiarla y decidió realizar pequeños resúmenes que la gente compraba con gusto, porque costaban poco." Esta iniciativa de Masi haría florecer, fuera de la cárcel, un comercio nutrido de apócrifos. Si se considera que no todos los turistas conseguían la autorización para visitar a Gasparoni y a Masi, es fácil entender que la compra de un souvenir como un manuscrito de las memorias podía compensar la desilusión. A partir de un resumen original de Masi (pero sin osar usurpar los derechos, al punto de atribuirle los manuscritos elaborados por ellos), algunos ciudadanos emprendedores de Civitacastellana, nada ajenos a las letras, se aprovecharían de la circunstancia. Deben de haber vendido decenas, centenares de manuscritos como el que comentamos. Para enriquecerlos y volverlos más comerciables, pensaron en ilustrarlos. Repetir los dibujos resultaba más cansador y difícil que copiar la escritura; entonces recurrieron a los rami [N. de T.: literatura de cordel], que ofrecían también la ventaja de poder reducir la parte manuscrita a leyendas más o menos largas. Resultó, en conjunto, algo agradable: netamente apócrifo [...] y con una evidente desarmonía entre la parte escrita y la dibujada. El escritor, que debe de haber sido un literato local, no logra, al fingir que es un bandolero, esconder su juicio de "hombre de bien", de "hombre de orden"; el dibujante, sin duda chabacano y folclórico, logra efectos más genuinos y sugestivos que los del escritor. Ambos dicen estar recluidos en la fortaleza de Civitacastellana, aunque se declaran en todo ajenos a la banda. Pero si realmente hubiesen recogido de boca de Gasparoni y de otros bandoleros el relato de sus empresas y las meditaciones sobre su suerte, la versión de su captura habría sido bastante distinta y el comportamiento de monseñor Pellegrini y del gobierno habrían sido juzgados de un modo bastante diferente. Según Masi, les habían prometido una amnistía total, como la de 1814, y los halagaron hasta que la trampa se descubrió, en la cárcel de Castel Sant´Angelo. Es creíble, si Gasparoni llevó a Gertrude a Roma, donde se habría realizado y consumado la boda. El anónimo de este informe dice, en cambio, que "el Gobierno de la Santa Sede mantuvo con escrupulosa fidelidad la promesa de perdonarle la vida, con una asignación diaria; y aunque no pueden decir que están felices, por lo menos pueden agradecerle a la Providencia haber encontrado un Gobierno lleno de misericordia que no le ha hecho pagar el castigo por tantas atrocidades". Es cierto que el gobierno pontificio tenía más misericordia hacia los bandoleros que hacia aquellos que cometían crímenes de opinión, pero los pactos con Gasparoni habían sido distintos y no fueron cumplidos. Es impagable, en el informe, el pasaje que cuenta cómo monseñor Pellegrini, en su propia casa, después de haber leído a los hombres y mujeres de la banda "la entera hoja del perdón, los bendijo y los entregó a la fuerza pública".
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