domingo, diciembre 11, 2005
La nueva lección del maestro
El narrador mexicano, que acaba de ser galardonado con el premio Cervantes, habla en esta entrevista de Los mejores cuentos y El mago de Viena, sus dos nuevos libros. Podría pasar por un conde polaco acostumbrado a vivir en cuartos de hoteles, por noble ruso exiliado en tierras mexicanas o por un hipocondríaco diplomático que, mientras escribe, sueña con encontrar refugio en sus propias páginas. Hay algo en sus gestos, quizá en la forma de tomar el bastón o de sonreír ante la solemnidad, que le da un carácter excéntrico. Su prontuario biográfico-literario no hace más que confirmar esta impresión: Sergio Pitol (México, 1933), flamante Premio Cervantes 2005, adora a los autores excéntricos, aquellos que hacen caso omiso a los caprichos de la moda, escriben por instinto y, por lo general, poseen un humor negro, negrísimo, que atraviesa sus creaciones. Lawrence Sterne, Nikolai Gogol, Vladimir Nabokov, Alfred Jarry, Bruno Schulz y Witold Gombrowicz han sido compañeros permanentes de este escritor que, después de publicar unos relatos más bien asfixiantes, como "Victorio Ferri cuenta un cuento" o "Semejante a los dioses", partió rumbo a Europa, a comienzos de los años 60, con la intención de aplacar el hastío. Pero los pocos meses de vacaciones se transformaron en 28 años. Sin ser del todo consciente, Pitol se iniciaba en el arte de la fuga. Al principio vivió gracias a su conocimiento del inglés y del ruso, dos idiomas que aprendió con su abuela, lectora infatigable que, para olvidarse de su viudez y de los ranchos destrozados por la Revolución mexicana, pasaba horas leyendo Ana Karenina. Entre 1961 y 1972, Pitol tradujo cerca de 40 novelas, de Henry James a Ford Madox Ford, de Ronald Firbank a Boris Pilniak. Viajó constantemente. Roma, Pekín, Bristol, Barcelona y Varsovia fueron algunos de los destinos que, simultáneamente, servirían de escenario para sus cuentos. En "Cuerpo presente", por ejemplo, el hijo de una costurera que ha logrado triunfar, es decir, veranear en Acapulco y Europa, pasa revista desde un bar de Venecia a sus traiciones políticas, sueños hipotecados y viejos amores. En "El regreso", un diplomático sufre al tener que abandonar el hotel polaco donde ha vivido innumerables "noches de absoluta magia, amaneceres plateados, desastrosas mañanas a base de aspirinas, encuentros furtivos, días de aridez, revelaciones intolerables, sorpresas, tardes de verano íntegramente dedicadas a la traducción mientras por la ventana contemplaba con envidia la frescura del jardín vecino". A esto se suma una gripe que lo tiene delirando, viendo nada más que espectros: "Una sombra, el ropero; otra, el escritorio". La angustiante situación lo lleva a imaginarse una muerte como la de Robert Walser, tendiéndose en medio de un bosque hasta dejar que la nieve acabe con él. Como siempre, el lector deberá llenar los vacíos que plantean los relatos, pues si de algo es enemigo Pitol es de los finales cerrados. En su propia vida, asegura, ha preferido dejarse llevar por el azar. En las décadas del 70 y del 80 se vistió de diplomático. Fue destinado a Praga, París, Varsovia, Budapest y Moscú. En este contexto afloró la parodia, esa veta que ha transformado en pitoladictos a autores como Juan Villoro, Antonio Tabucchi, Enrique Vila-Matas y Jorge Volpi. Las novelas El desfile del amor, Domar a la divina garza y El amor conyugal, reunidas en el volumen Tríptico del carnaval, son el reverso de un funcionario que durante el día asistía a cócteles y reuniones encorsetadas, pero que en las noches da luz verde a una imaginación sarcástica y grotesca. "Esas personas que giran durante todo el día de ceremonia en ceremonia, elegantemente vestidas y calzadas, con el mismo rostro inexpresivo, podrían abarcar todas las variaciones que presenta Balzac en su Comedia humana, y aun otras más. En cierto modo ese puñado de damas y caballeros podría ser un congreso de manías, obsesiones, extravagancias y complejos, sometidos, eso sí, a una perfecta educación de hierro", escribe Pitol en El mago de Viena (Pre-Textos), especie de laboratorio de la escritura donde se mezclan el ensayo literario, la crónica de viajes y la autobiografía novelada. Publicado simultáneamente con Los mejores cuentos (Anagrama), El mago de Viena es un paseo por la biblioteca pitoliana, donde Aira dialoga con Raymond Roussel, Mario Bellatin con Joseph Roth y el propio Pitol con Gao Xingjian. Y como un mago que va sacando sorpresas del sombrero, Pitol transporta al lector a una reunión con intelectuales chinos antes de la Revolución Cultural, a sus andanzas con Vila-Matas por la ex Unión Soviética, a los viajes por el Congo del marinero polaco Jozef Teodor Honrad Nalecz Korzeniowski, más conocido como Joseph Conrad. De ahí puede saltarse a su querido Flann O´Brien, el irlandés que escribió una novela en que las bicicletas se vuelven humanas y los ciclistas máquinas; y claro, invita a leer y releer a James, Faulkner, Borges y tantos otros que lo marcaron: "Si de algo puedo estar seguro es de que la literatura y sólo la literatura ha sido el hilo que ha dado unidad a mi vida. Pienso ahora a mis setenta años que he vivido para leer; como una derivación de ese ejercicio permanente llegué a escritor", agrega Pitol. Desde Xalapa, donde vive actualmente, conversamos sobre estas nuevas publicaciones que, en más de un sentido, pueden leerse como una autobiografía con toques de ficción o como su último disfraz. Una imagen convincente para un autor que ve en las máscaras una variante cómica de la sinceridad. -¿A qué se debe la aparición de lo jocoso y disparatado en sus libros? -De los 28 años que viví en el extranjero, los primeros 14 fueron maravillosos: libre, sin jefes, anárquicos, traduciendo para editoriales de México, Argentina y, sobre todo, España. Pero los siguientes ocho años estuve en la diplomacia y los primeros meses fueron difíciles. Debía manejar el lenguaje de los funcionarios y el de los embajadores. Era un lenguaje oficial y estratificado que pretendía ser suntuoso, exento por entero del humor. Comencé una novela, El desfile del amor, que parecía ser trágica. Pero fue lo contrario. A medida que el lenguaje oficial emitido todos los días se petrificaba, el de mi novela se animaba por compensación, se hacía zumbón y hasta canallesco. Cada escena era una caricatura del mundo real. Así, tardíamente llegaba al carnaval. Como los seis años de Praga siguieron así, la segunda novela, Domar a la divina garza, fue más fuerte, una historia excrementicia, un homenaje al absurdo y un humor cuartelario. Con el tiempo conocí a diplomáticos cultísimos, y también un grupo de freaks que incorporé en mis novelas. -La mayoría de los relatos incluidos en Los mejores cuentos los escribió fuera de México. ¿Qué influencia ha ejercido el viaje en su literatura? -Cuando salí a Europa yo había escrito muy poco, sólo un pequeño libro de cuentos: Tiempo cercado. Toda mi narrativa fue escrita en Europa. Antes de ese viaje la mayoría de mis lecturas eran de literatura inglesa, clásica y contemporánea, y española de los Siglos de Oro. Europa me permitió una libertad casi absoluta, sobre todo podía no leer todos los libros de moda que seguía mi generación en México, fundamentalmente franceses. Me lancé a otras culturas, las europeas y eslavas, y di la espalda a las metrópolis. -¿Cuando leyó a Borges y Faulkner? -Descubrí a los 18 años a Borges, en un suplemento literario. Me deslumbró; jamás había conocido un lenguaje como aquél. El primer cuento fue "La casa de Asterión". En México, como en casi todo el mundo, sólo muy pocos conocían a Borges. Lentamente busqué en librerías y encontré algunos ejemplares de sus libros, polvorientos y maltrechos. Llegué a Faulkner a los 21 o 22 años. Lo leí totalmente. Comencé con Santuario. De sus otras novelas prefiero ¡Absalón, Absalón! y El sonido y la furia. Desde hace 30 años no lo volví a leer; en cambio a Borges lo releo constantemente y me sorprende que Borges tenga sólo una mínima influencia en mi escritura. Faulkner me sacudió con una tempestad arrasadora y en mis cuentos iniciales hay marcas muy visibles. -Sus relatos, de hecho, se alejan de la idea instalada por Cortázar, de que el cuento tiene que ganar por knock out. -Detesto las reglas fijas en la construcción de la literatura. Los maestros de talleres literarios que exigen escribir con esas reglas carcelarias, que exigen iniciar o hacer un final de un relato de una única manera, lo que hacen es un daño monstruoso a sus alumnos. Todo escritor deberá desde el inicio ser fiel a sus posibilidades y tratar de afinarlas. Confundir redacción con escritura es una imbecilidad. La redacción exige que la palabra no tenga más que un sentido, en cambio la escritura tiene como finalidad intensificar la vida. La redacción es confiable y previsible y la escritura nunca lo es. Marguerite Duras dice: "La escritura llega como el viento, está desnuda, es la tinta, es lo escrito, y pasa como nada pasa en la vida, nada, excepto eso, la vida". -Y respecto a su propio estilo, ¿prefiere las divagaciones, meterse por recovecos, antes que formular finales cerrados? -Me atraen lo inconcluso y lo oblicuo en un relato. Mis temas se presentan muy visibles, mientras tanto en el subsuelo del lenguaje una trama o varias van formando nudos misteriosos y creando tensiones entre lo real y lo fantasmal. Chéjov, James, Rulfo, de todos ellos he aprendido esos procedimientos, así como de las obras más ligeras de Shakespeare y Tirso de Molina, ambos geniales en manejar la comedia de equívocos. -¿Qué lo motivó, a partir de El arte de la fuga, a combinar géneros como la crítica, el diario y la biografía en un mismo relato? -Cuando volví a México, en 1988, estaba terminando mi última novela, La vida conyugal, y advertí de repente que ese estilo estaba adelgazando, que el "carnaval" estaba concluido, que si seguía utilizando los procedimientos literarios anteriores me copiaría a mí mismo, usaría un lenguaje vegetativo. Eso me aterrorizó. Comencé algunas crónicas autobiográficas. Había llegado después de 28 años a mi país, a vivir, no de vacaciones. Recorrí los lugares de mi infancia, de mi adolescencia. Poco a poco se me apareció un bosquejo nuevo, imaginé una estructura fuerte que sostuviera ráfagas de narrativa, autobiografía, páginas de diario y una forma de ensayo que no fuera académico, sino narrativo. Un lema me dirigió en el trabajo, el de los alquimistas: "Todo está en todo". Cuando terminé el libro, lo envié a mis editoriales, Era en México, y Anagrama en España. Los editores de ambas, sin siquiera comentarlo, lo publicaron en sus colecciones de novela y no de ensayo. Bastante después leí los libros de Sebald, que me impresionaron enormemente. -En El mago de Viena se muestra como un defensor de la novela corta, pues "ha producido quizás el mayor número de obras maestras en la narrativa". ¿Ya pasó el tiempo de la novela total, al estilo de Balzac, Dickens o Mann? -He leído todo Dickens, Mann, Cervantes, Melville y sus obras son excepcionales. La guerra y la paz la leí tres veces, la última el año pasado. Me refería a que la novela corta tiene una gracia distinta. En Doctor Fausto de Mann, en La guerra y la paz, de nuevo, en toda una gran novela hay más facilidades, precisamente por la latitud. Pueden tratarse allí temas de política, religión, modas, erotismo, profesiones en un mismo libro. En la novela corta hay un tema o dos, tiene pocos personajes. Un gran escritor con esos pocos elementos puede llegar a alcanzar un brillo excepcional. Ejemplos: casi todas las novelas cortas de Chéjov (En el barranco, El mundo de las mujeres, La fiesta de aniversario, La cárcel número 6), de Schnitzler (El regreso de Casanova), de Melville (Bartleby), Kafka (La metamorfosis), Tolstoi (La muerte de Iván Illich), Rulfo (Pedro Páramo), algunas novelitas de Bianco, etcétera. -En El mago... hace una defensa radical de la inspiración, en tiempos en que la escritura se asume como una profesión más. -Cada escritor ordena su tiempo. Hay algunos que trabajan desde las seis de la mañana y tienen la tarde y la noche libre para hacer otras cosas, otros despiertan a las 11 o a las 12 de la mañana porque terminarán su trabajo a las tres o cuatro de la siguiente mañana. Eso del 90 por ciento de trabajo y 10 por ciento de inspiración, para mí no tiene ninguna razón. Las horas de inspiración son también el trabajo. Escribir no es sólo estar con una pluma o tecleando en una máquina. Yo paso muchas horas de jugar con la inspiración, de tratar de oír al instinto. Lo demás sería trabajo de obrero. -¿Significa que carece de planificación, que no tiene horario, que puede pasar meses sin escribir? -Trabajo siempre, aunque esté en un banquete, en un paseo, comprándome unas camisas, me mantengo atento como un cazador. Algunas frases, la ropa de la gente, los peinados, los gestos, sobre todo, pueden servir a mi escritura. Eso sí, ya en mi casa estoy sentado frente a mis papeles desde las seis de la tarde hasta las nueve de la noche. Paso una hora o una hora y media sentado frente a la televisión, viendo el canal brasileño O Globo, que es lo que me descansa, y vuelvo a trabajar hasta las dos o tres de la mañana. -Usted mismo es el protagonista de sus últimos libros. ¿No es, de alguna forma, un ejercicio narcisista o autocomplaciente? -Todo lo contrario. Estoy muy cercano al budismo, donde la primera necesidad es matar al ego. Sólo así puedo sentir la libertad. Cuando leí las memorias de Bioy Casares me dieron náuseas, qué personaje tan deplorable. No creo, y no me han dicho, que yo sea una persona o un escritor autocomplaciente. Si hablo de mí, generalmente no lo hago con autoridad, o superioridad. -Con el tiempo se ha convertido en el involuntario padrino de autores como Vila-Matas, Bolaño, Aira y Villoro. ¿Qué se siente influir en autores tan reconocidos ahora? -Me sorprende siempre esta situación. Desde luego me llena de orgullo. Quizás sea porque amamos la literatura, la vivimos, también porque no tratamos de subir a un escalón social, político, mercantil. Y tenemos humor suficiente para reírnos desde la literatura. Yo les he dado poco; en cambio ellos, su obra, me han dado más alas para volar. Sin su escritura no existiría este Mago de Viena. Esa libertad la he recibido de ellos. -¿Qué sensación le deja cerrar la trilogía autobiográfica y, al mismo tiempo, recopilar sus mejores cuentos? -Me parece que en algunos puntos ya lo he dicho. He escrito lo que he podido, a veces con ineptitud. Sueño hacer dos novelas: una sobre Gogol y otra de temas del siglo XIX en México. Temo no llegar a terminarlas. Tengo 72 años y una salud bastante frágil.
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