A treinta años de la muerte del escritor y cineasta italiano, vuelve al primer plano la obra de este intelectual que defendió de modo polémico sus ideas, a menudo proféticas. Ningún escritor sería hoy tan necesario como Pier Paolo Pasolini (1922-1975). Esta no es una declaración vanamente recordatoria, que ahonda en la retórica funeraria, sino más bien la simple afirmación de que sólo un intelectual de la talla del autor de Teorema podría explicar de manera lúcida y convincente el complejo entramado de conflictos políticos y culturales que afligen al mundo de hoy. Si estuviera vivo, seguramente ya se habría pronunciado sobre la guerra en Irak, la cuestión israelí o el debate acerca del concepto de terrorismo internacional. Si estuviera vivo, ya nos habría sorprendido con una poesía acerca del fenómeno de las masas de inmigrantes que llegan al Viejo Continente, sobre la violencia en las periferias de París o sobre los problemas raciales que azotan a las grandes ciudades del mundo. Si estuviese vivo, ya habría reflexionado acerca de la globalización y la balcanización, el vacío cultural que pende sobre Europa, la crisis política italiana. Pero se han cumplido treinta años de su asesinato -el 2 de noviembre de 1975-, y su ausencia se ha vuelto cada vez más notoria. "Toda cosa mientras exista me desilusiona", confesaba Pier Paolo con sus escasos dieciocho años a su querido amigo Franco Farolfi. Es quizás la desilusión que genera lo existente -como había testimoniado Leopardi un siglo antes- uno de los hilos conductores de la inestable y sólida personalidad del artista italiano más importante de la segunda mitad del siglo XX. Que haya hilos conductores en su vida y en su obra no se contradice con la evolución constante de sus ideas políticas, sociales y estéticas. Pasolini vivió en la contradicción como forma de preservarse de los consoladores esquemas sistemáticos. De su vida privada, que él mismo hizo pública, cabe recordar algunos elementos esenciales: el apego a Casarsa, el pueblo natal de su madre, en el Friuli, a pesar de su nacimiento en Bolonia y de los diversos destinos de su padre militar por la Italia del norte y del centro; el amor incondicional precisamente por su madre, con quien compartió toda su vida, hasta el mismo día de su muerte; el asesinato de su hermano Guido, partisano acribillado por una facción de la resistencia antifascista contraria a la suya; la homosexualidad como forma de rescate individual más allá de todas las convenciones sociales. De todos modos, la línea divisoria de su vida es el asesinato de Guido, en 1945, que le hizo descubrir velozmente el sentido monolítico de su propio destino, signado por la idea del sacrificio. El pasado queda cristalizado en un paisaje o en un personaje cualquiera de Casarsa, evocado con irreparable nostalgia en su primera poesía friuliana de La mejor juventud (1954) como un universo compacto de sentimientos auténticos que la milenaria cultura rural italiana había logrado conservar hasta ese entonces. La muerte de Guido congela su infancia y su primera juventud en una secuencia ininterrumpida de escenas familiares en que, ante todo, triunfa el afecto materno y una sensualidad homoerótica de deslumbrante belleza. A partir de los años 50, con su llegada a Roma, ciudad que lo fagocitó con sus fascinantes fastos y miserias, tuvo lugar la progresiva constitución del artista que afirmaba año tras año una vocación irrenunciable por la poesía, la narrativa, el teatro y el cine. Para nosotros, su biografía es una clave de interpretación de su obra; para él, fue la clave de interpretación del mundo. En épocas en que la crítica literaria señalaba la necesidad de un estudio inmanente de la literatura, sin intervenciones en la dimensión biográfica del autor, Pasolini demostraba, con su vida, que toda obra es el fruto de un compromiso permanente del artista con la realidad. En los años de la Universidad, en Bolonia, antes de su traslado definitivo a Roma, afianzó la relación con sus dos grandes maestros, Roberto Longhi y Gianfranco Contini. El primero, el crítico de arte más importante de Italia en el siglo XX, lo hipnotizó con su análisis de la pintura de Masolino y de Massaccio, y con una prosa que funde sistemas de metáforas, y tiene presentes los datos biográficos y el contexto cultural en que vivieron los artistas italianos. El segundo, el crítico literario más brillante después de Croce, le enseñó un método de análisis crítico filológico que tuviera en cuenta el proceso formativo de la obra con todas sus implicaciones históricas, estéticas y estilísticas. La preocupación constante de Pasolini por las cuestiones estilísticas es la huella evidente de semejantes maestros. En Roma, una de las ciudades menos católicas del mundo, contrariamente a cuanto uno se imagina, capital popular cínica y estoica, habitada por una aristocracia ignorante y decadente y por un proletariado y un subproletariado paupérrimos, nació su pasión por el dialecto romano y por los ambientes lúmpenes y degradados de las periferias suburbanas. Compuso sus novelas Muchachos de la calle (1955) y Una vida violenta (1960), dos epopeyas "pícaro-romanescas", como las llamó Contini, las defendió de los ataques de la crítica fascista y comunista y les asignó un lugar privilegiado en la narrativa italiana de esos años. Fundó Officina junto a Leonetti y Roversi, una revista cultural que intentó conciliar los presupuestos marxistas con la crítica de Roland Barthes y Lucien Goldmann, considerados por Pasolini los ensayistas más relevantes de ese período. Con Las cenizas de Gramsci (1957), El ruiseñor de la Iglesia Católica (1958) y La religión de mi tiempo (1961), Pasolini adoptó un estilo poético que conjuga obsesiones psicológicas, compromiso ideológico y cuidado formal de los versos. Anunció con ilusión -desmentida en breve tiempo- la oportunidad histórica del proletariado romano con el que se identificaba: "en los desechos del mundo nace/ un nuevo mundo: nacen nuevas leyes/ donde no hay más ley". Lo que se afirma en estas obras es el perfil de Pasolini "poeta civil". Mientras tanto, la gran lección de Contini aparece clara: frente al monolingüismo petrarquista que había transformado la poesía italiana en un ejercicio lírico de autoindagación psicológica, Pasolini retomó el plurilingüismo dantesco en el que convergen los tonos alto, medio y bajo de la lengua y, sobre todo, una visión universal y totalizadora del mundo asociada a una experiencia vital y literaria individual. Esa segunda tendencia de la cultura italiana (segunda no en el tiempo sino en la suerte que corrió frente al triunfo desproporcionado de la lírica petrarquista en Europa a lo largo de los siglos) es la estética revolucionaria que Pasolini cosechó para sí como modelo. Escribió: "Son infinitos los dialectos, las jergas/ las pronunciaciones, pues es infinita/ la forma de la vida". Su estilo está basado en la polémica: toda obra debe ser escandalosa e incómoda, no por el escándalo mismo, sino porque en una acción que provoca estupor hay siempre una idea de pureza original, de retorno a las formas primigenias del hombre, de lucha contra las convenciones anquilosadas. Por eso, fue un maestro de la contradicción. A él podrían aplicarse los famosos versos de Whitman: "¿Me contradigo a mí mismo?/ [...] Soy grande ... contengo multitudes". En los años 60 y 70, mientras seguía escribiendo ensayos, se dedicó sobre todo al teatro y al cine. Accattone (1961), La ricotta (1963), El Evangelio según San Mateo (1964), Edipo Rey (1967), Teorema (1968) son algunos de sus filmes más significativos, en los que, acabada la ilusión de la década del 50, Pasolini previó el inicio de una nueva prehistoria, marcada por las perversiones del materialismo ateo e inhumano del boom económico. El fin de la cultura italiana milenaria, campesina y pobre -vaticinó- sería la catástrofe de Italia. Ni el amor por Ninetto Davoli ni las intensas amistades con el grupo de intelectuales romanos que frecuentaba (Sandro Penna, Attilio Bertolucci, Vittorio Sereni, Alberto Moravia, Italo Calvino y todo el grupo de Officina, entre los cuales estaba Franco Fortini) bastaron para detener el avance sistemático de una desesperanza cada vez mayor, arrasadora y terrible. En una entrevista de los años 70, un periodista incrédulo le preguntó si era cierto que en esos años convulsos se sentía más feliz: "Sí -contestó-, es cierto. Porque tengo menos años de vida y, por lo tanto, ya no tengo esperanza". Al abjurar de la Trilogía de la vida, los tres filmes (El Decamerón, Las mil y una noches y Los cuentos de Canterbury) que narran historias antiguas acerca de un mundo acabado, se enfureció con la crítica que había malinterpretado como liberación sexual de los códigos burgueses su purificadora visión precapitalista del sexo. Al final, concibió, inspirándose libremente en el Marqués de Sade, Saló o los últimos 120 días de Sodoma (1975), en que juzga el mundo según una nueva visión escatológica que finalmente aprehende la vocación sadomasoquista de los seres humanos. Pasión e ideología, que es por otra parte el título de un famoso libro (1960), son los dos elementos en que fundó su propia labor: como señala Segre, primero está lo irracional, lo pulsional, el elemento vital y la rabia; luego, para dar forma a la pasión, emerge el empeño persuasivo y didáctico. Pasolini explicitó frecuentemente sus odios. Primero y principal, el odio irrefrenable contra la pequeña burguesía italiana. En ocasión de la publicación del guión de Edipo Rey, escribió: "Yo, que soy un pequeño burgués, una mierda", confesando que su lucha contra esa clase social era un combate contra lo peor de Italia, pero sobre todo contra lo peor de sí mismo. Al triunfo de la decadente ideología burguesa, opuso una utilización selectiva de la crítica marxista, alejándose de las prácticas conservadoras y retóricas de cierto comunismo italiano, para ganarse dolorosamente una rigurosa independencia intelectual que lo veía siempre del lado opuesto del poder dominante. No hubo institución italiana que no lo temiese o no lo considerase molesto, peligroso. En los años 60 su protagonismo fue total: aceptó colaborar con el Corriere della Sera, el conservador periódico italiano desde el que lanzó sus dardos más audaces y más revolucionarios. Empirismo herético (1972) y Cartas luteranas (1975) recogen esos escritos. Pasolini entendía el ejercicio de la crítica como militancia: juicio cabal, despiadado a veces, de las obras de los contemporáneos, análisis brillante e iluminador de la realidad que se impone ante los ojos. La violencia y el desprecio con que los centros del poder reaccionaban ante sus críticas lo fortalecían pero, al mismo tiempo, alimentaban su necesidad de estar siempre expuesto en una posición exhibicionista y narcisista. En 1966 anotó: "No puedo aceptar nada del mundo donde vivo: no sólo los aparatos del centralismo estatal -burocracia, magistratura, ejército, escuela y el resto- sino ni siquiera a sus minorías cultas. En estas circunstancias, me siento absolutamente extraño al momento de la cultura actual". En Edipo Rey, Pasolini modificó la historia de Sófocles en este sentido: Edipo es consciente desde el inicio de su propio destino trágico. El autor italiano, como el mítico personaje griego, supo desde su primera juventud que su vida estaría signada por la muerte violenta. El tantas veces confesado amor por la realidad se transformó en los últimos años en esperanza de la muerte. En 1970, escribió: "Libertad. Después de haber pensado bien he comprendido que esta palabra misteriosa no significa otra cosa, finalmente, en el fondo, que... libertad de elegir la muerte". Y más adelante agregó: "una cosa es ser martirizados en un cuarto y otra cosa ser martirizados en la plaza pública, en una muerte espectacular". La cursiva con que subrayaba los últimos términos confirma la plena conciencia de la inminencia de su propio fin. En una entrevista recientemente concedida a los medios, Pino Pelosi, el muchacho de la calle acusado de haber asesinado a Pasolini en un baldío de Ostia la noche entre el 1 y el 2 de noviembre de 1975, y que acaba de cumplir sus años de condena en la cárcel, confesó que, como muchos sospecharon desde entonces, él no mató a Pier Paolo Pasolini, sino que los autores del crimen fueron dos individuos que masacraron su cuerpo hasta el hartazgo. El "caso Pasolini" sigue abierto, como le cabe a un artista complejo y monumental.
Obras principales Poesía:
La mejor juventud (1954)
Las cenizas de Gramsci (1957)
La religión de mi tiempo (1961)
Poesía en forma de rosa (1964) Narrativa:
El sueño de una cosa (1950)
Muchachos de la calle (1955)
Una vida violenta (1959)
Petróleo (1975, póstumo) Ensayos:
Pasión e ideología (1960)
Empirismo herético (1972)
Cartas luteranas (1975) Cine:
Accattone (1961)
Mamma Roma (1962)
El evangelio según San Mateo (1964)
Edipo Rey (1967)
Teorema (1968)
La trilogía de la vida: El Decamerón (1971), Los cuentos de Canterbury (1972) y Las mil y una noches (1974) En librerías En Italia, 2005 fue el año Pasolini y esa celebración –que recuerda los treinta años de su muerte– tuvo su eco en algunas ediciones locales. Edhasa acaba de reeditar Teorema, en la traducción de Enrique Pezzoni. El escritor italiano escribió esta original novela poco antes de rodar la película homónima, una de sus más controvertidas e influyentes obras de los años sesenta. El cuenco de plata, por su parte, realizó una excelente selección de su epistolario, Pasiones heréticas, compilada y traducida por Diego Bentivegna. La editorial cordobesa Brujas publicó asimismo Empirismo herético, potente libro de ensayos, traducido por primera vez al castellano por Esteban Nicotra (traductor también de Del diario, libro de poemas que la misma editorial publicó en 2001).
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