domingo, diciembre 25, 2005

Los editores también van al paraíso

A los noventa años, es uno de los hombres más destacados y polémicos del mundo editorial francés. En este diálogo repasa su extensa carrera y explica por qué su oficio, tal como lo conoció, estaría por desaparecer.
Una vieja leyenda asegura que, cuando mueren, los grandes editores van a un paraíso donde también están los buenos escritores e intelectuales de la historia. Cuando llegue a ese lugar, Robert Laffont buscará a Lawrence Durrell para pedirle perdón por haber rechazado su manuscrito de Justine. Fue la mayor frustración de su carrera de editor. Uno de sus colaboradores le devolvió el original con una escueta ficha de lectura que decía: "Soporífero. No pude pasar de la quinta página". "Lo rechacé sin mirarlo. Pero, cuando lo leí, publicado por otra editorial, tuve un enorme remordimiento. Nunca pude sobreponerme a esa culpa", confesó en una entrevista. La editorial que fundó sobre las ruinas de la Segunda Guerra Mundial ya no le pertenece. Fue absorbida por un grupo controlado, a su vez, por un gigante de la industria multimedia. Pero si bien no pudo dejar un imperio a sus herederos, hizo algo mejor: creó una dinastía. Sus dos hijas y uno de sus yernos están al frente de editoriales y, en algunos casos, con mucho éxito. Anne, propietaria de Editions Anne Carrière, tuvo la audacia de comprar los derechos de El código Da Vinci cuando Dan Brown todavía era un desconocido. En Francia vendió casi 2 millones de ejemplares. Evidentemente lleva en las venas la sangre de Robert Laffont, que ha tenido un olfato especial para descubrir a los escritores de talento y a los que prometen convertirse en autores de éxito popular. De un viaje que hizo en los años 60 a Estados Unidos regresó con dos tesoros en su valija: los derechos de El padrino, de Mario Puzo, y el término best seller, que era prácticamente desconocido en Francia. -En esa época, cuando uno aspiraba a integrar el círculo privilegiado de "editores de prestigio", no podía caer en ciertas "bajezas". -¿Por ejemplo? -El peor pecado era publicar libros de gran venta. Pero también fui muy criticado cuando publiqué una colección que se llamaba "Enigmas del universo", que mezclaba descubrimientos o teorías científicas que podían considerarse de ciencia ficción. Eran cosas posibles, pero no seguras, de la vida en el espacio. -¿Qué tenía de malo? -Nada. Pero fui despreciado por mis colegas, que dejaron de considerarme como un editor noble. -Los otros también hacían cosas que, según ese criterio, eran non sanctas. -¡Claro! En esa época, Gallimard había comenzado a publicar la "Serie Negra", libros policiales de pequeño formato que se vendían, incluso, fuera del santuario de las librerías: las mejores ventas se realizaban en los quioscos de las estaciones de tren. Eso se admitía. La reputación de Laffont empeoró a su regreso de Estados Unidos, cuando lanzó la colección "Best-sellers". Lo más escandaloso fue que, a partir de ese momento, también inspirados en el modelo norteamericano, los diarios y revistas comenzaron a publicar en forma semanal las listas de los libros más vendidos. Su momento más difícil fue, acaso, cuando publicó Papillon, el libro de Henri Charrière sobre sus experiencias en la Isla del Diablo, en la Guayana francesa. "¿Cómo se le ocurre publicar las memorias de un ex condenado a trabajos forzados?", le recriminaron sus colegas. El libro terminó inspirando una película, interpretada por Steve McQueen, y fue -tal vez- el último gran best seller francés. -Sí, efectivamente. Creo que después de Papillon no hubo ningún otro libro francés de dimensiones planetarias. -¿Por qué? ¿Por qué la literatura francesa es muy intimista? -Siempre fue intimista, aunque los relatos de aventuras tuvieron gloriosos períodos en el siglo XIX con Alejandro Dumas, Julio Verne y algunos autores policiales. -¿Por qué actualmente no hay buenos escritores? -No es cierto. Hay algunos que son muy buenos, como Michel Houellebecq, Eric-Emmanuel Schmitt y François Weyergans. No me parece poco. -En todo caso, ¿por qué ya no hay más gigantes, como Malraux, Camus o Sastre? -No hay escritores que se impongan como en esa época (largo silencio). Puede ser un paréntesis? Formulada en esos términos, la explicación suena como una mentira piadosa con la literatura, esa amante que le dio grandes disgustos, pero también enormes satisfacciones. Su amor por ella comenzó a los cinco años. Como era un lector apasionado, en la escuela primaria maniobró para hacerse nombrar bibliotecario y, de esa forma, tener acceso ilimitado a los libros. Desde entonces, puede sumergirse en las páginas de un libro aunque esté rodeado de un ámbito hostil: "Cuando leo estoy como bajo una campana de cristal y me aíslo por completo del mundo exterior", asegura. Antes de darle un rumbo definitivo a su vida, Laffont vaciló entre la abogacía, el cine y la edición. Terminó la carrera de derecho, pero nunca quiso ejercer porque no se sentía capaz de defender a un culpable. Finalmente, se encontró ante la opción que le planteaban el cine y la edición. Se decidió después de escuchar el consejo de un amigo: "Son dos caminos que llevan derecho a la quiebra. El primero es el más rápido. El segundo es más refinado". "Si debía fundirme, era preferible que fuera con una estética distinguida", explica ahora, recordando esa época. El hombre que editó los thrillers más exitosos de Francia comenzó su carrera con Edipo Rey de Sófocles. "Ahora no vendería ni tres ejemplares, pero en esa época (1942) era tan grande la avidez del público que agoté una tirada de 5000 copias", recuerda. Aunque no hay ninguna estadística precisa, sus hijas estiman que en 65 años de actividad editorial publicó unos 10.000 títulos. Esa cifra equivale a un vertiginoso ritmo de dos libros nuevos por semana, sin contar las reediciones. Su catálogo incluía algunos autores tan prestigiosos y tan dispares en sus estilos como Graham Greene, Alexander Solyenitsyn, Henry James, John Le Carré, Norman Mailer, Anthony Burguess, Robert Ludlum, J. D. Salinger, Bruno Bettelheim, Mario Puzo, Dino Buzatti, el Dalai Lama, el abate Pierre, Lanza del Vasto, Lapierre y Collins, Raymond Aron, Jean-François Revel, Leon Uris, Bob Woodward, el general Eisenhower, Winston Churchill y el futbolista Michel Platini. Sus colegas, cizañeros y pérfidos, solían reprocharle carecer de línea editorial, caer en la tentación de modas, confiar en su instinto y dejarse seducir por sentimentalismos. Esos reproches son ciertos, por lo menos en parte. Pero también las envidias que suscitaban la independencia y la reputación de conquistador que persiguió toda la vida a este espléndido hombre de 1,80 de altura, rubio y de ojos celestes, que cautivaba a sus interlocutores con su mirada, aguda como una daga veneciana. Un arma con la cual solía también atravesar el corazón de las mujeres que se cruzaban en su camino. "Bobby el magnífico" -como lo llamaban sus colegas- se casó cuatro veces y frecuentó al jet-set de esa época: solía almorzar con Charles Chaplin, cenaba con Vivien Leigh y tenía gestos de gentleman. Por ejemplo, decidió publicar cuatro tomos de La vida de Malborough, de Winston Churchill, "simplemente en gesto de agradecimiento por lo que hizo por Francia durante la guerra". Su encuentro con Churchill, a quien admiraba profundamente, fue una de las experiencias más frustrantes de su vida. Las presentaciones se hicieron durante una recepción con motivo de un viaje de Churchill a París. El hombre que había vencido a Hitler lo recibió hundido en el fondo de un Chesterfield de cuero, con un vaso de whisky en la mano y los ojos semicerrados, lo que parecía indicar que se encontraba en un estado etílico relativamente avanzado. Después de las presentaciones realizadas por el embajador británico, lo único que consiguió articular Churchill fue una especie de gruñido. Uno de los pasatiempos favoritos de Laffont era encontrarse con algún escritor, en especial si formaban parte de su catálogo. Sus amigos más entrañables fueron, precisamente, Gilbert Cesbron, Graham Greene y Dino Buzatti. A Cesbron -su amigo de infancia- le tuvo la mano en el lecho de muerte. A Greene le publicó treinta y cuatro libros y el autor inglés "estuvo a mi lado en los momentos más difíciles de mi vida". Por pudor no dice que fue cuando murió su único hijo varón y en las dos ocasiones en que llegó al borde de la quiebra. Con Buzatti estuvieron frente a frente en las trincheras de la guerra: "Sin saberlo habíamos protagonizado nuestro propio Desierto de los Tártaros. Sin conocernos, nos vimos a través de las miras de nuestros fusiles", recuerda. Años después, cuando tomaron conciencia, se convirtieron en amigos inseparables. La independencia que mantuvo durante toda su vida -interpretada como un gesto de desdén- también irritaba a sus colegas: "Elegí esta profesión precisamente para no estar obligado a recibir órdenes de alguien que estuviera encima de mí", explica. -En su profesión, independencia es sinónimo de arrogancia. -Sin duda. Muchos premios literarios se deciden en las veladas mundanas. Poco después de la guerra, denuncié el sistema de premios literarios, que eran resultado de acuerdos y pactos. Eso no me acarreó muchos amigos. -¿Cuál es su concepción del oficio de editor? -Ayudar a transformar la mentalidad de los lectores. El oficio de editor consiste en tratar de publicar libros abiertos sobre la vida. Los éxitos me ponían feliz porque me encanta aportar alegría a seres que, bruscamente, descubren que un libro les hizo conocer algo nuevo o les dio un momento de felicidad. -¿Se puede decir que usted fue uno de los primeros editores populares? -No solamente. Fui el primer editor que no tuvo miedo a darle una apertura a su editorial. La vida es apertura al mundo y a las curiosidades que rodean nuestra existencia. Algunas editoriales se limitaban a hacer sólo libros muy prestigiosos. Yo tenía una visión más amplia. Adoro la curiosidad y la diversidad. Si con un libro consigo llegar a alguien que nunca lee, considero que se trata de un éxito fenomenal. -No es una noción demasiado comercial. -Jamás publiqué un libro pensando en el dinero. -¿Cómo? Usted publicó una enorme cantidad de best sellers. -¡Claro! Yo era, efectivamente, un editor que buscaba al público y no me avergüenzo, pero lo hacía por las razones que le expliqué hace un momento. Además, si un libro se vendía bien, mejor, eso me permitía asumir riesgos con autores menos conocidos. A pesar de esas declaraciones, el oficio de editar le deparó también enormes decepciones, sobre todo con los autores. "Todos los autores siempre creen que poseen un enorme talento, que tarde o temprano debe ser reconocido. El primer encuentro con un editor, cuando le anuncia que piensa publicar su libro, es maravilloso para el escritor porque equivale al primer reconocimiento oficial de sus cualidades. Es como un noviazgo. Cuando sale el libro, si tiene éxito, el autor considera que se trata de la consagración de su talento. Pero si fracasa, responsabiliza al editor de no haber sabido venderlo adecuadamente. Los más exitosos empiezan a sufrir el asedio de otros editores, que los cortejan sin cesar y les ofrecen condiciones más ventajosas. Muchas veces rompen contratos firmados", explica. En la época en que Henri de Montherlant todavía estaba en la lista negra de la depuración por su dudosa actitud durante la ocupación nazi, Laffont le firmó un contrato por varios libros. Pero apenas se levantó la sanción, Montherlant lo dejó plantado a pesar del acuerdo firmado. De Graham Greene guarda un recuerdo completamente diferente: "Siempre fue muy fiel y agradecido, cosa rara de ver en este oficio donde el reconocimiento es muy raro". Pero lo que más le duele es la imagen de "explotador" que arrastran siempre los editores. Además, en su caso particular, tenía fama de ser "el único editor que, además de saber leer, era capaz de sumar y restar". -Sin embargo, nunca fui un buen administrador y tampoco tuve una actitud mercantilista.Un día me encontré en un restaurante con François Mitterrand, antes de que fuera presidente. "¿Qué tal, Laffont? ¿Siempre ganando plata a costa de los escritores?", me dijo. Esa es una imagen ridícula del editor. La edición no es comercial. Es un oficio muy peligroso en el que se arriesga mucho dinero y en el cual los márgenes de ganancia son insignificantes. Cuando uno tiene un éxito, puede ganar dinero, pero no es el objetivo. Lo importante no es acumular fortuna, sino reunir los medios necesarios para prolongar la vida editorial. En definitiva, en cada decisión hay una jugada de póker. Un éxito o un fracaso pueden ser decisivos para una editorial. Pero históricamente, el oficio está terminado. Todas las editoriales creadas después de la Segunda Guerra Mundial terminaron absorbidas por grandes grupos financieros o multimedia. Ahora, el director de una editorial dentro de un grupo no es verdaderamente responsable porque no pone en juego su fortuna ni su patrimonio, como nos ocurría a nosotros cada vez que publicábamos un libro. Ese estrés me provocó varios infartos. A los 90 años, Laffont acaba de publicar Une si longue quête (Una búsqueda tan larga). En las 250 páginas de ese libro de memorias recuerda sus 65 años de carrera y advierte sobre los peligros que acechan hoy a la actividad editorial. -Parece poco optimista sobre el futuro de la edición francesa. -La edición tradicional está a punto de desaparecer para convertirse en una industria dominada por criterios de rentabilidad. El oficio, tal como yo lo conocí, está condenado. Los editores van a perder todos los derechos anexos, que caerán progresivamente en manos de los autores a través de los agentes. Los riesgos del editor no han disminuido, a pesar de los cambios tecnológicos, mientras que poco a poco desaparecen las fuentes de beneficios. Cuando las editoriales caen en poder de grandes grupos, desaparece el espíritu de edición, pues se trata de algo incompatible con la filosofía del oficio. La primera advertencia sobre ese fenómeno la lanzó en un ensayo que publicó hace cuatro años: Los nuevos dinosaurios. En él, Robert Laffont sostiene que la edición tradicional desaparecerá como los grandes monstruos que poblaron nuestro planeta hace millones de años. Con el tiempo, si continúa a este ritmo, también terminará por desaparecer el hombre, "condenado por su ceguera, su rapacidad y su incapacidad para controlar el progreso". Si se cumple su profecía, ese día no habrá autores para escribir el testimonio de ese Apocalipsis ni editores para publicarlo.

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