La última novela de Ian McEwan aborda en un día importante los conflictos de la sociedad moderna: el 15 de febrero de 2003, día de la masiva concentración en Londres contra la guerra de Irak, un neurocirujano vive las contradicciones de Occidente como si fuera la última vez. Es complicado separar Sábado del flujo general de las novelas de McEwan (en especial una vez que ya ha ocurrido Expiación –a esta altura las novelas de McEwan ocurren–, y uno ya sabe que asistirá a una especie de lección de literatura, a un acto de mostración de lo que puede ser la felicidad de la prosa –como es el caso de Expiación, de la última parte de Los Perros Negros, o la terrible Niños en el tiempo–, como si nos dijera: esto es literatura, por empezar, y luego hablamos. Luego hablamos, sí, de este moderno Ulises (en el sentido de Odiseo y Leopold Bloom) que el sábado 15 de febrero de 2003 deambula por un Londres donde se desarrolla la fabulosa concentración de casi dos millones de personas contra la guerra de Irak. Y desarrolla su Sábado. Sólo una palabra (como Ulises). Pero así como puede creerse que una gran manifestación es capaz de impedir la guerra, se puede estar convencido de que la palabra garantiza la existencia y el buen comportamiento del fenómeno o el concepto, y no es así: del mismo modo que las concentraciones antibélicas no detienen la guerra aunque sean un éxito y campeen en su interior aires de victoria, la palabra puede no garantizar nada: el lenguaje entero podría no ser más que una inmensa farsa, y nos dejaría completamente indefensos levantar esa fina película de realidad que se manifiesta como literatura (la literatura es realidad en estado puro, al fin y al cabo, no ficción). Por eso la literatura no basta y por eso la peregrinación de Odiseo, o de Leopold Bloom en busca de sentido, por eso a Leopold Bloom lo esperará un inmenso monólogo que al ahogar el significado de las palabras demuestra que ni siquiera la literatura puede salvarnos del riesgo metafísico y el abismo semántico. No es el caso de este sábado de Henry Perowne, prestigioso neurocirujano que no busca sentido, que no se busca a sí mismo, que en realidad no busca nada, porque no hay aquí esa búsqueda siempre asociada a la peregrinación, y no hay nada que buscar, porque en realidad, en realidad, ya todo ha sido encontrado. Y mientras se mueve y cumple su rutina, lo hace amparado, y amparando, por ciertas certezas descomunales: es mejor el bienestar que el dolor, la satisfacción que la desesperanza (no existe nada especialmente valioso que la enfermedad ponga en evidencia, o el dolor, o la angustia), certezas que una y otra vez ya la cultura, ya la ciencia, ya el arte, ya la filosofía tratan de poner en duda. “Los jóvenes profesores se complacían en dramatizar la vida moderna como si fuera una serie de calamidades. Es su estilo, su modo de ser inteligentes. No estás en la onda, no eres profesional si consideras que la erradicación de la viruela forma parte de la condición moderna. O la reciente expansión de las democracias. Uno de ellos dio una lección vespertina sobre las perspectivas de nuestro consumismo y civilización tecnológica: nada buenas. (...) Pero si aniquilamos el sistema actual, el futuro nos mirará como a dioses, al menos en esta ciudad, dioses afortunados y bendecidos por la sobreabundancia de los supermercados, los torrentes de información accesible, la expectativa de vivir más años y las máquinas maravillosas. Vivimos en una era de máquinas portentosas. Teléfonos móviles apenas más grandes que una oreja. Extensas colecciones de música almacenadas en un objeto del tamaño de la mano de un niño. (...) El dispositivo estereotáctico guiado por ordenador que utilizó el día anterior ha transformado el método para hacer biopsias. (...) De hecho, todos los que pasan por esta calle parecen contentos, al menos tanto como él. Pero para los profesores de la academia, para las humanidades en general, la desdicha se presta mejor al análisis: la felicidad es un hueso más duro de roer.” En suma, la cultura occidental ha triunfado, pero la cifra de su triunfo no es Shakespeare, o Bach, cuyas variaciones Goldberg suele escuchar mientras opera en el quirófano, a veces en la versión de Glenn Gould, a veces en la más ortodoxa de Angela Hewitt: el gran triunfo es el bienestar, el agua de la ducha caliente, corriendo por el cuerpo un día de invierno: haber llegado desde las cavernas hasta acá, cruzando un océano de horrores, valió la pena. La ciudad es el instrumento más perfecto que se ha inventado, y el modo de vida de la clase media alta occidental es la mayor realización humana, aun siendo vulnerable a la muerte y a la enfermedad, aun con el horror de la historia, aun con la guerra de Irak, repudiable, injusta y fabricada, pero hecha, al fin y al cabo, contra aquellos que amenazan esas certezas centrales y quieren hacerlas saltar por los aires instaurando no solamente el terror político sino el vacío y la nada (y es por eso que no pueden sino ser fundamentalistas religiosos, porque el de Henry Perowne es un bienestar alcanzable y concreto; susceptible de ser reproducido y extendido; no requiere del conocimiento o la invocación de factores sobrenaturales; es un bienestar de objetos y no de dioses o palabras). Porque hay objetividad; es el gran descubrimiento de Occidente, y el que garantiza su superioridad, hay objetos y fenómenos por debajo del lenguaje. Aun sin el lenguaje los objetos seguirían allí, y no nos veríamos abandonados al vacío de esencias incognoscibles que, en última instancia, no le interesan a nadie. Los fenómenos son objetivos, son benéficos, están allí, y pueden ser aprehendidos en toda su rotunda simplicidad. ¿Pero entonces para qué hace falta la literatura? Para nada: alterar la literalidad significa un peligro tan grande como el que Al Qaeda hace correr a la civilización occidental. ¿Y entonces por qué esa punzante inquietud, esa percepción sobreagudizada que multiplica los significados, como si el recorrido no lo hiciera en realidad Henry Perowne, sino un flujo lingüístico que lo rodea y lo envuelve (como el flujo de aire que envuelve a un vehículo en movimiento) y que choca aquí y allá, permanentemente, contra cada punto de la realidad haciendo saltar significados como géiseres que rodean a los objetos y los enriquecen? Y justamente, si existe la felicidad de la objetividad, de una objetividad separada del lenguaje, el lenguaje también existe en tanto objeto, o fenómeno, tan amenazador como Bin Laden, y el mismo principio de objetividad le da poder.
Hay una contradicción allí que no consigue resolverse y que impide finalmente alcanzar ese estado de gracia que sería desprenderse por completo de la literatura y entregarse al mero goce de los objetos: la literatura acecha a Perowne en su misma familia (hija y suegro poetas, hijo dedicado a esa literatura que es la música).
No es la única amenaza, por otra parte. Lo es también el tiempo. El fondo de la manifestación contra la guerra es también el significante de la transitoriedad; así como esto se alcanzó (sabe Perowne), también se perderá. Y lo resume en un párrafo que evoca aquel bellísimo cuento “The Last of The Legions”, de Vincent Benet y donde probablemente se concentra, agazapado, el secreto de este libro magnífico: “Henry Perowne se coloca debajo de la ducha, una cascada potente bombeada desde el tercer piso. Cuando esta civilización se derrumbe, cuando los romanos, sean quienes sean esta vez, se hayan marchado por fin y empiece la nueva era de las tinieblas, esto será uno de los primeros lujos que perdamos. Los viejos acuclillados junto a las hogueras de turba hablarán a sus incrédulos nietos de que en mitad del invierno se ponían desnudos bajo chorros de agua caliente y limpia, les hablarán de pastillas de jabón perfumadas, de ámbar viscoso y líquidos bermellón con que se frotaban el pelo para dejarlo reluciente y más voluminoso de lo que era en realidad, y de gruesas toallas tan grandes como togas, extendidas sobre rejillas calientes”.
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