miércoles, enero 11, 2006
Un pensador que cuestionaba al país
Denostado y admirado, Martínez Estrada vuelve a ser noticia. Se reeditan tres de sus libros; uno de ellos, su despiadada crítica al peronismo. Aquí, un estudio sobre la vigencia de su pensamiento y figura en una Argentina que sigue debatiéndose, y debatiendo su pasado y su futuro. "Hace ocho días, a las tres de la madrugada y a menos de un centenar de metros de la Facultad de Derecho, dos hombres se golpeaban sin pausa. Los faros de un automóvil, estratégicamente ubicado en la cercanía, iluminaban la escena. El match se prolongó durante intensos cinco minutos. En ese lapso, ambos contendores cayeron al suelo en varias oportunidades para incorporarse con renovado vigor. Por último, extenuados, dejaron de golpearse y juntos se encaminaron al Hospital Alemán para curar sus lesiones".La Razón dio noticia de esta gresca que en el año 1960 protagonizaron Dalmiro Sáenz y un admirador de Ezequiel Martínez Estrada. Un mes antes, Sáenz, joven aún, había opinado con desprecio sobre el ensayista argentino por entonces autoexiliado en México, y no sin proclamar que "insultar a un hombre de mucha más edad y a kilómetros de distancia no es precisamente una exhibición de hombría; lo más que puedo hacer es ponerme a disposición de sus discípulos, amigos o parientes para el tipo de reparación que consideren necesaria". Un muchacho de La Plata aceptó el desafío por carta.Cinco años después, en 1965, y a poco de fallecer Martínez Estrada, una revista de actualidad publicó declaraciones de Gino Germani, el alma mater de la rampante sociología argentina: "Hice un análisis de toda la obra de Ezequiel Martínez Estrada para ver qué había en ella de rescatable: no hay casi nada".Las dos anécdotas marcan el cenit y la mengua de la fortuna pública del mayor ensayista argentino del siglo XX. Al final de su vida, su obra era motivo de disputa entre intelectuales y escritores y sus tomas de posición aún importaban, pero a fines de los años sesenta, los lectores formados en la universidad "moderna", el existencialismo o la izquierda lo habían descartado como papilla para el pensamiento.Antes, muchos se habían prodigado en denuestos y refutaciones: Jorge Luis Borges dijo de Martínez Estrada que era un "sagrado energúmeno"; Raúl Anzoátegui lo consideró "una estatua aficionada a hacer declaraciones"; Ismael Viñas, un "negador a la marchanta"; Jorge Abelardo Ramos, un "intérprete del pensamiento imperialista", Juan José Hernández Arregui, una "inteligencia enteramente colonizada"; Arturo Jauretche le espetará haber "injuriado con ventilador" y, además, ser un "macaneador"; La Vanguardia, el periódico del Partido Socialista, lo acusará de "amargo, pesimista y desconcertante"; Cuadernos de Cultura, del Partido Comunista, lo clasificará entre los "deterministas telúricos, imprecisos y vaporosos"; y al fin Juan José Sebreli no se privó de lanzarle el anatema de "jugar un rol reaccionario dentro de nuestra conciencia histórica".Se dijo de él que era resentido, irracionalista, subjetivista, especulativo, caprichoso, psicologista, apocalíptico, anarquista de derecha, alma bella, individualista, profeta mesiánico y compañero de ruta de Fidel Castro.El vikingo de la verdadMartínez Estrada manifestó preferencia literaria por Guillermo Enrique Hudson y por Franz Kafka, inclinación teórica por Georg Simmel y Oswald Spengler, y predilección por héroes espirituales que no se correspondían con los gustos promedio de los intelectuales argentinos de su tiempo, entre ellos Simone Weil, David Henry Thoreau y Friedrich Nietzsche. Al filósofo alemán dedicará, en 1947, un largo ensayo. La fecha es significativa. Luego de la Segunda Guerra Mundial, Alemania era una mala palabra, y el nombre de Nietzsche solía ser archivado en el bibliorato del irracionalismo y el totalitarismo. Pero Martínez Estrada intuía en Nietzsche un temperamento intelectual semejante al suyo, y también a un predecesor. A un igual. Por eso mismo, más que absorber o apropiarse de sus conceptos, el ensayista argentino preferirá medir sus talentos con la obra del pensador intempestivo. Su libro —que ahora reedita Caja Negra— es más un autorretrato que una interpretación.Hasta la mitad del siglo XX, Friedrich Nietzsche fue leído en Argentina como un "literato", un buen estilista con ideas incomprensibles. Se lo citaba de vez en cuando, por traducciones de traducciones, y se lo retransmitía con mala escucha y peor repetición. Era "el inmoralista", y el promotor de "superhombres", "el individualista" y "el amoral", y el autor "contradictorio", y también "artista" más que hombre "de ideas". Y siempre, el genio "medio loco", o loco del todo.Lo había leído José Ingenieros, que por un tiempo posó de nietzscheísta, y Juan José de Soiza Reilly, quien lo leyó con gusto, y Leopoldo Lugones, tan marcial él, tan prendido de la idea vitalista de "fuerza", y Raúl Barón Biza, millonario excéntrico y misógino, y Jorge Luis Borges, que cavilaba el problema del eterno retorno, y lo habían leído los anarcoindividualistas. Al fin, coincidentemente, Carlos Astrada publicó su Nietzsche, profeta de una edad trágica, y Martínez Estrada, Nietzsche, filósofo dionisíaco."Vikingo de la verdad": así llama Martínez Estrada a Nietzsche, y no sólo por haberse tomado la tarea de hacer añicos del pensamiento programático, también por orientar el saber hacia los demonios personales más que hacia el dato o el concepto universal. Meditar a martillazos en Europa era lo mismo que ladrar en la Pampa en la medida en que la tensión psíquica en la que maduran las ideas fuera equivalente. A la verdad no se la conquista solamente con artes deductivas; ella adviene, también, por "instinto", por revelación y por adivinación, porque el horno en que se cuece el pensamiento es el cuerpo entero —tal es la hipótesis nietzscheana— y por lo tanto vida y concepto son una y la misma cosa.En esta perspectiva filosófica, la afinación personal de un argumento se distancia del ensamblaje mecánico de la teoría sistemática. Para siempre.Nietzsche resultaba ser, para Martínez Estrada, un escritor a la vez religioso, hostigador y músico. Un compositor de teorías, pues las leyes subjetivas que dan forma a las ideas de Nietzsche se corresponden con impulsos melódicos, y se intuye entonces un fundamento antropológico radical, la noción de que la cultura está enraizada a un magma musical. Si el entorno social es disonante con la vida, la filosofía —tal como la entendió Nietzsche— y la crítica —según el método malhumorado del ensayista argentino— serían inadaptaciones, sólo aptas para fustigar y desbaratar. En la edición conservada del Así habló Zaratustra en la antigua casa de Martínez Estrada (hoy una Fundación que lleva su nombre, en la ciudad de Bahía Blanca) está resaltada esta frase: "De todo lo escrito no me gusta más que lo que uno escribe con su sangre". Martínez Estrada identifica en Nietzsche al apóstata antes que al negador de Dios. Quizás, incluso, al fundador de religiones, o bien al agitador de herejías. Quien tuvo a la religión cristiana por adversaria, no por eso escatimó las palabras balsámicas del redentor. Algo de la severidad de Lutero y algo, también, de la alegría catártica de San Francisco. Estos son los genios reformistas que Martínez Estrada percibe en la disposición intelectual de Nietzsche.Al fin, la hostilidad contra lo adquirido desde siempre, el tercer atributo de la obra de Nietzsche, que tanto supone la labor de derrocamiento crítico de los ídolos de su tiempo como también postular formas nuevas de valorar la cultura, a la que ni el filósofo alemán ni el ensayista argentino confundieron jamás con productos o "consumos" destinados a ser vendidos, archivados o exhibidos, sino con potencias o problemas que se nutren de savias nutritivas o de aguas estancadas. En esto, ambos eran puritanos.Martínez Estrada buscaba en el yacimiento nietzscheano ideas que potenciaran su proyecto de relevamiento crítico de la Argentina, iniciado una década antes con Radiografía de la Pampa y con La cabeza de Goliat, doble estocada lanzada contra el corazón y la cabeza del país, y que le valieran fama de amargado, sólo por tener que lidiar con problemas contradictorios, a los que juzgó, en algunos casos, irresolubles. En la misma época en que leía a Nietzsche, Martínez Estrada analizaba la obra de Domingo F. Sarmiento, al que dedicó un libro publicado en 1946. Martínez Estrada comprendió que civilización y barbarie, supuestos opuestos que tanto habían robustecido los argumentos sarmientinos, eran especulares, y todavía más, la conjunción cultural de un solo monstruo siamés ya inescindible. De allí en más, la existencia propone al intelecto acertijos dramáticos en vez de teoremas a los que podría estaquearse con erudición y paciencia.Con el fin de protegerse de la horma cruel a la cual se encastra el hombre moderno, se erigen sistemas lógicos y técnicas de amortiguación de la carne dañada, que culminan por engendrar los males del resentimiento, la mecanización de la existencia y el Estado. Rascacielos, fábricas, negocios y carreteras conforman osificaciones o mausoleos, que imposibilitan subvertir las condiciones de existencia, en tanto los hombres devienen en instrumentos de las cosas y en golems adaptados al confort y los seguros de vida. Nietzsche había abjurado de las potencias tanáticas que se presentaban amablemente en sociedad tras las máscaras del progreso y la vida asalariada, a las que Martínez Estrada llama "tecnocracia". Tal cuestión excede el contorno de los intereses de Nietzsche, pero cada siglo se toma el derecho a releer a los autores del anterior de acuerdo a los nuevos problemas que acucian al pensamiento.La enfermedad ontológicaCuando Martínez Estrada publicó su Nietzsche, era jubilado reciente del correo central, antiguo premio municipal de literatura y autor de diez libros. Estudiaba violín y preparaba su retiro a Bahía Blanca. Muy pronto, un vía crucis soriático lo postrará por años en camas de hospital. Mientras tanto, el país estaba siendo trastocado hasta el hueso, y Martínez Estrada recién se curará luego de la caída de Juan Domingo Perón, y convencido que su enfermedad no habría sido de índole cutánea sino ontológica: él se había enfermado de Argentina. Del abatimiento salió hecho una furia, y en poco tiempo publicó cuatro libros que eran cuatro quejas por el estado moral del país. El más importante se llamó ¿Qué es esto? Indudablemente, un gran título para un libro sobre el peronismo.Es el tipo de obras que garantizan la impopularidad del autor por incomprensión de todos los bandos. Una inmensa diatriba dirigida tanto contra los dirigentes políticos del país como contra el pueblo idólatra; un libro de combate escrito menos por gusto temático que por deber cívico; un inventario de males nacionales que serían duraderos y que exceden a Perón y a sus sucesores; un "libro de quejas" plagado de afirmaciones exageradas e injustas, y también de verdades de a puño; una jeremiada, un largo lamento por el país. Ya no se escriben libros como éste. En principio, lugares comunes: el peronismo sería un régimen de ingredientes heterogéneos, a la vez bonapartista y fascista, y también carnavalesco; el peronismo sería un gobierno de tipo neorrosista, es decir una invariancia histórica; el peronismo, brote local del nacional-socialismo; Perón, un encantador de serpientes y sus secuaces, administradores de garitos; Perón habría corrompido el orden jurídico del país haciendo de la república una cáscara; Perón fue un mistágogo y su mundo, una escenografía de muy alto poder hipnótico a la que ella y él descendían "como desde una película estereoscópica". Perón, un impostor, y gobernante manosanta y limosnero; un demagogo instigador de bajas pasiones e instintos atávicos. Que predicó la perfidia y la hipocresía y la obsecuencia y la venalidad y la pornocracia; e invirtió los valores morales y cívicos; y agitó el lenguaje del resentimiento; e instauró un gobierno de timócratas y además oclocrático. Al comienzo del libro se lee: "Esto es un panfleto, no un puñal". Más bien, un revulsivo.Otra cosa es la clarividencia y la buena vista. Martínez Estrada se dio cuenta que el peronismo no constituía un partido ni un régimen, sino un "enigma de la nacionalidad". Perón resultaba ser un nuevo aleph que exponía los males congénitos del país, esta vez de responsabilidad urbana y no rural, como en el pasado, pues el peronismo es exuberancia metropolitana, de suburbio inmigratorio, pero a la vez Buenos Aires —enemiga y gloria de la Argentina— sería el tumor de la nación.Aunque certificó que la moral pública y las costumbres se habían alterado irreversiblemente, no culpó al peronismo de ello, pues los males cívicos que trajo aparejado no les son propios sino más bien genéricos e "inherentes a esa forma de la prostitución varonil que llamamos política del menudeo". Fue el elemento lumpen y despreciado de la ciudad, según Martínez Estrada, el que adquirió estatuto de pueblo elegido, y en esto Perón habría recuperado las energías populistas dejadas sueltas por el yrigoyenismo, un lazo histórico que no suele ser enfatizado. Perón enalteció a ese proletariado "de andrajos y alpargatas" que a todos había pasado inadvertido por haber sido confundido con un rebaño, y por una vez se vertió maná del cielo sobre el sótano de la nación. La dádiva y el acrecentamiento del amor propio, de orgullo, explican el respaldo popular a su líder, "porque era el nuestro un pueblo verdaderamente grande, de corazón, leal, agradecido, y nadie lo había educado para denunciar a los impostores, sino para reverenciarlos". Además, ningún desarrapado rechaza un jubileo aunque el país entero se transforme en un bien de difuntos. En suma, "lo que necesitaba nuestro pueblo era amor", porque su estado era la orfandad. Es el lenguaje de Martínez Estrada el de los profetas y de los médicos, que es siempre preferible al de los cuenteros del tío, que viven de la credulidad pública de quienes se fascinan por el mecanismo de la estafa.Una vez publicado ("no para mal de ninguno / sino para bien de todos") el libro no fue recibido con opiniones descafeinadas. Para los vencidos, resultaba ser una cáustica increpación al régimen derrocado, y aunque el autor pronosticaba que tarde o temprano el peronismo reverdecería en Argentina, también profetizaba un Apocalipsis para ese entonces.Para los ganadores, Martínez Estrada reconocía demasiadas virtudes en la transformación realizada que iban en contra de la política de "reconstrucción" de la Revolución Libertadora. Y por cierto, Martínez Estrada consideraba que los enemigos de Perón eran constreñidos mentales o "bancos en quiebra con el capital de los ciudadanos" y que ya no comprendían el país. O bien trogloditas o bien liliputienses.A fin de cuentas, y a pesar de la saña verbal, el juicio estradiano sobre el peronismo queda indeciso. A la vez dignificación y envilecimiento. Perón encontró un pueblo postrado y lo puso de pie, pero "dejó que sus valets robaran al Fisco y exhibieran en fiestas orgiásticas el derroche de fortunas inmensas, porque eso seduce al miserable, el que espera tener en sus manos algún día el oro y el látigo". El peronismo fue grandilocuente y fundó un Estado césaropapista aunque también promovió un ideal de justicia maternal e idílico, aunque no salomónico. El peronismo fue en alguna medida salutífero pero sus apóstoles eran incapaces e inescrupulosos, y además el impudor fue incluido entre las normas de decoro gubernamental. Tampoco hay alternativas: la honradez conduce en este país "a la ruina y a la desesperación". Es éste un libro bronco.El sobrevivienteYa a fines de los años cincuenta Martínez Estrada presentía una época de sequía para sus ideas. Sabía que su renombre era grande, pero al mismo tiempo percibía que sus lectores amenguaban, o más bien que sus ideas llegaban asordinadas al espacio público. Pedro Orgambide, su biógrafo, recuerda que la generación del sesenta no leía los libros de Martínez Estrada. El propio Martínez Estrada lo había anticipado en 1956: "Yo hablo en un idioma ya olvidado y que apenas algunos descifran como jeroglíficos". Y sin embargo, sus contradictores han ido desvaneciéndose uno tras otro. De algunos, ni siquiera recordamos sus nombres; de otras corrientes de opinión o de partidos políticos sabemos que han quedado reducidos a su mínima expresión; y de algunos autores que lo rechazaron y que en su tiempo fueron leídos, hoy sus libros se editan a duras penas o bien ya no se editan. Pero Martínez Estrada sigue siendo reeditado y leído, lenta y sostenidamente. Hernández Arregui, Sáenz, Germani, Ramos, Anzoátegui y los demás no son otra cosa que notas a pie de página del gran libro argentino de las ideas, y no pocos de ellos simples erratas. Ezequiel Martínez Estrada sobrevivió. Su obra es un yacimiento, y la inmensa tarea hecha —en estilo anacrónico y autodidacto— es un modelo de vida honesta dedicada al pensamiento en un país que nunca se desvivió por saber la verdad sobre sí mismo. Gran poeta, autor de relatos admirables, ensayista polémico y rabioso. En su obra poética se cuentan Nefelibal, Motivos del cielo y Humoresca, por el que obtuvo el Premio Nacional —que le permitió comprar la chacra de Goyena. Acusado de imitar a Lugones, Borges lo defendió ("es uno de los mayores poetas de la Argentina"). Más tarde lo enfrentaría cuando Martínez Estrada apoyó la revolución cubana. Sus ensayos capitales son Radiografía de la Pampa, La cabeza de Goliat, Muerte y transfiguración de Martín Fierro (que en 2005 reeditó Beatriz Viterbo) y el Martí. Antiperonista visceral (en 1955 anunció que habría "preperonismo, peronismo y posperonismo" por cien años), escribió en Las 40: "No se vio desde los tiempos de Rosas un cuerpo docente, de venerables académicos, postrado ante un gángster llevado en andas por sus congéneres, que predicaba a la juventud argentina el deber presente y futuro de convertir al país en un arsenal y un burdel". En los años 50, el grupo Contorno (los hermanos Viñas, Oscar Masotta, Ramón Alcalde) lo revindicó con reparos. Borges recordaría de él "su voz de criollo antiguo, sus dictámenes siempre categóricos y no pocas veces amargos, los pájaros comiendo migas de pan de la palma de su mano".
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