David Hume, uno de las más grandes mentes modernas, es también ejemplo de inmaculada calidad moral, aclamado en su tiempo por su excepcional virtud. Hume estaba muy orgulloso de esa reputación; se vanagloriaba de su bondad. En 1776, poco antes de morir, sintetizó su vida: era -escribió- "un hombre de carácter apacible, con dominio de mi genio, de un humor abierto, sociable y alegre, capaz de sentir apego pero poco propenso a la enemistad, y de una gran moderación en todas mis pasiones". Luego de su muerte, su amigo, el filósofo y economista Adam Smith, elogió a Hume diciendo que era el modelo de "un hombre tan perfectamente prudente y virtuoso como quizá permita la naturaleza de la debilidad humana". Los biógrafos han aceptado esta imagen, pasando por alto la advertencia: como quizá permita la naturaleza de la debilidad humana. Esa debilidad había enfrentado su prueba más dura diez años antes, cuando Hume ofreció socorrer al filósofo Jean-Jacques Rousseau.
En 1766, Rousseau tenía razones para temer por su vida. Había pasado más de tres años como un refugiado. Su libro El contrato social, con la célebre sentencia inicial: "El hombre nace libre pero en todos lados vive en cadenas", había sido violentamente censurado. Más amenazante para la Iglesia católica francesa fue su Emilio, que llamaba a impedir al clero un papel en la educación de los jóvenes. En París, se libró una orden de detención y sus libros fueron quemados. En las Confesiones, un hito, considerada la primera autobiografía moderna, Rousseau habla del "grito de furia sin par" que se alzó en toda Europa. Tras huir de Francia, había encontrado refugio en un remoto pueblo de su Suiza natal. Pero pronto el párroco del lugar lo acusó de hereje: lo insultaban por la calle; algunos creían que estaba poseído por el demonio.
Una noche, una turba alcoholizada atacó su casa. Rousseau estaba con su amante, la ex ayudante de cocina Thérèse le Vasseur (con quien tuvo cinco hijos a quienes, se sabe, abandonó en un orfantato) y su amado perro, Sultán. Sobre su ventana, cayó una lluvia de piedras. Una "del tamaño de una cabeza" casi cae en la cama de Rousseau. ¿Adónde iría ahora? Su salvador iba a ser David Hume, quien había estado en la capital francesa en 1763, como subsecretario del embajador británico, Lord Hertford.
Hoy a Hume se lo conoce sobre todo por su filosofía, pero en su tiempo era conocido como historiador. El tratado de la naturaleza humana, aunque no exactamente ignorado, no había sido aclamado como la obra genial que es. Pero su brillante y renovadora Historia de Inglaterra en seis volúmenes era un best séller. Tuvo más de cien ediciones y siguió en uso a fines del siglo XIX.
Hume se sentía, con justicia, subestimado. Las "márgenes del Támesis", insistía, estaban "habitadas por bárbaros". A los ingleses no les agradaba -creía Hume- ni por lo que era ni por lo que no era: no era un Whig, no era cristiano, y era escocés. En Inglaterra dominaba el prejuicio anti escocés. Pero la humillación final se produjo en 1763, cuando el primer ministro escocés, con de de Bute, designó a otro historiador, William Robertson, como Historiógrafo Real de Escocia.
Los años que Hume pasó en París serían los más felices de su vida. Se lo recibió con arrobamiento y se lo colmó "de cortesías", según sus palabras. "Lo que más placer me daba era ver que la mayor parte de los elogios que vertían sobre mí se referían a mi calidad personal; a la falta de afectación y sencillez de mis modales, al candor y afabilidad de mi carácter, etc." Sus admiradores franceses le pusieron el apodo de Le Bon David, el buen David. En la capital francesa, no conocerlo se convirtió en la muerte social. La generosa atención que le prodigaban las mujeres debe haberle causado agradable impacto a este cincuentón soltero y obeso. James Caulfield (más tarde Lord Charlemont), que había descrito el rostro de Hume como "ancho y gordo y sin ninguna otra expresión que la de imbecilidad", observó que en París el arreglo de una dama no estaba completo sin la presencia de Hume.
Se lo ensalzaba tanto en los círculos de la corte como en la así llamada "República de las letras", singular territorio de la Ilustración francesa integrado por salones gobernados por destacadas mujeres, reguladoras del tacto y la etiqueta. En los salones, sistema de transmisión de la Ilustración francesa, Hume fue presentado a críticos, escritores, científicos, artistas y filósofos: los philosophes. Entre ellos, se hallaban el "corresponsal cultural europeo", Friedrich Grimm, y los editores de ese vasto compendio, la Encyclopédie, el pionero de las matemáticas Jean D'Alembert y el talentoso Denis Diderot, quien escribió a Hume: "Me jacto de ser, como usted, ciudadano de la gran ciudad del mundo". Hume también se hizo amigo de un apasionado ateo, el Barón D'Holbach, uno de los principales sostenes financieros de la Encyclopédie. Todos decisivos en la pelea entre Hume y Rousseau.
La anfitriona de uno de los salones, la bella, inteligente y moralista Madame de Boufflers, los acercó. El tono íntimo de las cartas que intercambiaron Hume y Mme. de Boufflers indica que él, al menos, se enamoró perdidamente. Hume una vez le escribió: "¡Ay de mí! ¿Por qué no estoy cerca de ti para verte media hora por día?" Ella lo alabó diciendo que "admiraba su genio" y que él la hacía sentirse "hastiada de la mayor parte de la gente con que tengo que vivir". Lamentablemente, Hume quizá haya malinterpretado su galanteo. Cuando el embajador, Lord Hertford, fue reemplazado, la estada de Hume en el paraíso llegó a su fin. Mme. de Boufflers le pidió que ayudara a Rousseau a conseguir asilo en Inglaterra. ¿Cómo podía negarse Le Bon David?
El salvador y el exiliado finalmente se encontraron en París en diciembre de 1765. Hasta entonces, sólo habían mantenido una breve relación epistolar. Dice Rousseau de Hume: "Sus grandes opiniones, su asombrosa imparcialidad, su genio, lo elevarían muy por encima del resto de la humanidad, si usted estuviera menos apegado a ella por la bondad de su corazón". Después de sus primeros encuentros en París, Hume le escribió a un sacerdote amigo un panegírico sin reservas comparando a Rousseau con Sócrates: "Lo encuentro dulce y gentil y modesto y jovial... Es de talla pequeña; y sería más bien feo si no tuviera la fisonomía más magnífica del mundo (...). Su modestia no parece ser buenos modales sino la ignorancia de su propia excelencia".
Varios de sus amigos philosophes trataron de sacar a Hume de su complacencia. Grimm, D'Alembert y Diderot hablaban desde la experiencia personal: habían tenido un espectacular desacuerdo con el beligerante Rousseau y habían cortado toda relación con él. La más estremecedora fue la advertencia del Barón d' Holbach. Eran las 9 de la noche anterior a la partida de Hume y Rousseau a Inglaterra. Hume había ido a despedirse y el Barón advirtió que pronto se desengañaría: "Está abrigando a una víbora en su pecho".
Al principio todo parecía bien. Rousseau, no sólo un pensador radical sino también uno de los novelistas más populares de Europa, fue una estrella en Londres. La prensa celebró la muestra de hospitalidad, tolerancia y equidad británicas. ¡Qué diferentes de los fanáticos y autocráticos franceses! Naturalmente debe haber sido mortificante para Hume, aclamado en Francia, quedar reducido a ser, según la aguda observación de un amigo íntimo de Edimburgo, William Rouet, "el que exhibe al león". El león se paseaba con un atuendo armenio de túnica y gorra con borlas, y lo acompañaba a todas partes su perro Sultán. Hume, atónito, lo atribuía a que Rousseau era una curiosidad. E insistía en su amor por él. "Creo que podría pasar toda mi vida en su compañía sin peligro de que riñamos".
Hume le encontró a Rousseau lugar donde vivir y le consiguió una pensión. Primero, el inmigrante fue hospedado frente a la calle que bordea el Támesis, pero a Rousseau no le gustaba la ciudad, llena de "negros vapores". Se mudó al bucólico Chiswick para alojarse en lo de "un honesto almacenero", James Pullein. En marzo de 1766, el caballero Richard Davenport, rico mecenas, le ofreció su mansión de Wootton Hall. De camino a Wootton, el exiliado se detuvo en casa de Hume el 19 de marzo de 1766. Fue su último encuentro.
Rousseau ya estaba capturado por las sospechas de un complot; advirtió a sus amigos suizos que sus cartas eran interceptadas y sus papeles estaban en peligro. La conjura le era totalmente clara en todas sus ramificaciones, y en su centro se hallaba Hume. El 23 de junio, arrinconó a su salvador: "Se ha ocultado sin éxito. Lo entiendo, señor, y usted bien lo sabe". A continuación explicó la esencia del complot: "Me trajo a Inglaterra en apariencia para procurarme un refugio pero en realidad para deshonrarme". Hume se sintió mortificado, furioso y atemorizado. Buscó apoyo en Davenport contra "la monstruosa ingratitud y locura del hombre".
Hume sabía que Rousseau estaba trabajando en sus Confesiones: quizá hasta había echado una mirada furtiva a las primeras páginas. Rousseau blandía la pluma más poderosa de Europa. Su novela Eloísa había sido un fenómeno editorial (los libreros parisienses la alquilaban por hora). Hume vio su propio recuerdo puesto en peligro para toda la eternidad. "Usted sabe -dijo a un viejo amigo- cuán peligrosa puede ser cualquier controversia sobre un punto discutible con un hombre de sus dotes". Hume pensaba en Francia y en la reputación del buen David.
Sus primeras acusaciones contra Rousseau las hizo ante sus amigos de París; su Relato conciso y auténtico de la disputa entre el señor Hume y el señor Rousseau lo publicarían en francés los enemigos de Rousseau. Allí Hume no se comunicó con Mme. de Boufflers, pues ésta recomendaría "generosa piedad". Los calificativos -feroz, malvado y traicionero- con que Hume se había referido a Rousseau aseguraron la cobertura en los diarios y en salones y cafés de moda. El actor David Garrick le escribió a un amigo: Rousseau llamó a Hume "noir y coquin" (negro y bribón).
En su respuesta a Rousseau, Hume exigió (imprudentemente) que éste identificara a su acusador y diera todos los detalles del complot. La contestación de Rousseau al primero de esos pedidos fue simple y potente: "Ese acusador, señor, es el único hombre en el mundo cuyo testimonio admitiría en su contra: usted mismo". Al segundo pedido respondió con una denuncia de 63 largos párrafos que contenían los incidentes que daba como prueba del complot y la tortuosa forma en que Hume había conseguido llevarlo a cabo. Rousseau le envió esto por correo a su enemigo el 10 de julio de 1766. El documento era bastante descabellado pero estaba lleno de inspiradas burlas y sentimiento trágico (tenía el instinto del novelista). Entre las acusaciones que a Hume más le costó responder estaba la afirmación de Rousseau de que, durante el viaje a Inglaterra, había oído a Hume murmurar entre sueños: "Je tiens J.J. Rousseau" (tengo a J.J. Rousseau), "cuatro aterradoras palabras".
Hume estaba estupefacto: no podía aspirar a igualar una prosa que, según dijo a un amigo francés, tenía "muchos toques de genialidad y elocuencia". Revisó minuciosamente la denuncia, incidente por incidente, garabateando desesperadamente mentira, mentira, mentira en el margen, mientras leía. Estas notas fueron la base del Relato conciso.
Entre los numerosos cargos de Rousseau, se encontraba la equivocada interpretación de Hume de una carta clave de Rousseau sobre una pensión real. Ese error involucró al rey Jorge III, sólo una de las muchas figuras destacadas que se vieron envueltas en la pelea; también Diderot, D'Holbach, Smith, James Boswell, D'Alembert, Grimm, Walpole. Voltaire tampoco resistió la tentación de atacar a Rousseau. Una declaración de guerra entre Francia y Gran Bretaña, dijo Grimm, no habría hecho más ruido.
En las crónicas sobre lo que el Monthly Review denominó la "pelea entre estos dos aclamados genios", el apoyo a Hume distaba de ser generalizado. Se acusaba a Rousseau de falta de gratitud, pero se aconsejaba "compasión hacia un hombre desgraciado, cuyo particular carácter y constitución mental -mucho nos tememos- lo hacen infeliz en toda situación". Las cartas de lectores también defendían a Rousseau: tema recurrente fue la falta de hospitalidad y respeto hacia el exiliado que avergonzaba a la nación británica. Este tratamiento equitativo no era lo que Hume esperaba, ni fue la versión que le dio a Mme. de Boufflers: "A mí, me representan como un granjero que lo acaricia y le ofrece avena, que él rechaza furioso; Voltaire y D'Alembert le pegan de atrás con un látigo; y Walpole le hace cuernos de papel maché. La idea no es del todo absurda".
En menos de un año, la relación entre Hume y Rousseau había pasado del amor a la burla, el temor y la aversión. Retrospectivamente, parece improbable que llegaran a entenderse, en lo personal o en lo intelectual. Hume era una mezcla de razón, duda y escepticismo. Rousseau era una criatura de sentimiento, soledad, imaginación y certeza. Mientras que la visión de Hume era poco arriesgada, moderada, Rousseau era por instinto rebelde; Hume era un optimista, Rousseau un pesimista. Hume era gregario, Rousseau, un solitario. Rousseau se deleitaba en la paradoja; Hume reverenciaba la claridad. El lenguaje de Rousseau era pirotécnico y emotivo; el de Hume, directo y desapasionado.
Para los biógrafos, la pelea con Rousseau es tema secundario entre las sorprendentes proezas de Hume. Pero su comportamiento es revelador. Su relación con Rousseau lo tuvo bajo presión y puso al descubierto al hombre. La lectura minuciosa de la correspondencia muestra que Hume nunca quiso acompañar a Rousseau a Inglaterra (esperaba delegar esa tarea) y mientras hablaba de su amor por Rousseau, su primo John Home, el "Shakespeare escocés", había notado, a diez días de su llegada a Londres, su frustración "ante el filósofo que se permite ser dominado por igual por su perro y su amante".
A espaldas de Rousseau, Hume llevó a cabo una obsesiva investigación de sus finanzas. Le pidió a varios contactos franceses que hicieran averiguaciones: es innegable que no quería la información para ayudar a Rousseau. El mismo deja en claro que estaba en juego la calidad moral de Rousseau: ¿era un impostor que simulaba ser pobre? Pero el complot de Hume era inexistente, aunque Rousseau no estaba del todo equivocado cuando lo acusaba de traidor. Después de que Rousseau regresó a Francia, bajo la protección de Mme. de Boufflers, Hume le sugirió a ésta y a otros que, por su propio bien, era mejor encerrar a Rousseau por loco.
En París, como tutor del Duque de Buccleuch, en 1766, Adam Smith aconsejó mesura. Cuando rindió su póstumo tributo al amigo, Smith vio cuán susceptible era Hume, después de todo, a la debilidad humana.
Fuente: Revista Ñ
No hay comentarios.:
Publicar un comentario