Para empezar, conoció a los modernos. Había llegado como autor de tres flojas novelas inéditas. En París leyó a Joyce, Eliot, Proust, Céline, los surrealistas, y emprendió una discusión muy fértil con ellos. Un aspecto notable de Trópico de Cáncer es que, aunque no oculta esa discusión (en un capítulo se alude a Joyce, en otro a Blaise Cendrars, en otro hay un elogio de Matisse), lo que retenemos es el relato obsceno y desaforado. Generaciones de lectores lo atestiguan: esta lectura, para muchos, es parecida a una borrachera. Aunque desde las primeras líneas –"Aquí estamos todos solos y estamos muertos"– hay una retórica de muerte y decrepitud, el efecto es euforizante. El narrador lo repite: el mundo se derrumba, pero él se siente "extático". El lector (que en muchas casos aprende en esta ocasión la palabra "extático") tiende a sentirse así también.
En parte es la ausencia de censura. El "Henry" del libro es sentimental, inconexo, alucinatorio, compasivo, fervoroso o colérico, sin que lo preocupe ningún mandato de coherencia. El cese del conflicto entre ser y deber ser produce esos ramalazos de euforia. Pero hay que notar que un tema, al menos, se mantiene hasta el final: es el desprendimiento. El narrador corta lazos con sus semejantes. "Decidí no aferrarme a nada", leemos. "Vivir como un animal, un depredador, un saqueador." No es casual que los episodios más vívidos sean deserciones: como cuando Miller está en el departamento de una prostituta, esperándola mientras ella atiende a su madre enferma, y de repente decide escaparse a hurtadillas; o la deserción épica del final, cuando, en un recorrido frenético por las calles de París, ayuda a un amigo a abandonar a su mujer embarazada, lo fleta rumbo a Estados Unidos y de pasada se queda con toda su plata.
Lo que chocó y todavía choca en Trópico de Cáncer no es la pornografía sino este manifiesto de no solidaridad, esta falta de simpatía contra la cual se subleva cuanto tenga el lector de instinto comunitario. George Orwell, que admiraba a Miller por otros motivos, denunció por irresponsable su aceptación pasiva del mal. Mario Vargas Llosa, con cierto candor, advierte que "no hay civilización que resista un individualismo tan extremo", como si Trópico de Cáncer fuera un proyecto de ley a tratar en el congreso.
Este lado asocial es también lo que la convierte en lectura favorita de adolescentes. Pero tanto las condenas como los elogios pasan por alto un hecho: que la falta de solidaridad, en Miller, no es un estado natural sino un acto, un esfuerzo. La sociabilidad está siempre al acecho, y burlarla requiere una atención continua. Este esfuerzo, que se percibe sordamente en Trópico de Cáncer, rodea las cabronadas del narrador de una paradójica aura de "espiritualidad". La tensión que se respira en cada página es la del narrador intentando mantener a distancia la duda, el altruismo, el autoanálisis, la deferencia ante el punto de vista ajeno, la melancolía.
Pero nada de esto desaparece. Sobrevive transformado en el paisaje apocalíptico que Miller recorre, en los amigos que son siempre tipos gemebundos, paralizados, culposos. Y éste es uno de los aspectos más notables de Cáncer: está construido sobre contrapuntos. Los románticos yuxtaponen al poeta melancólico un paisaje melancólico; en un novelista contemporáneo como Martin Amis, encontramos el mismo procedimiento. Miller, que era pianista aficionado y sabía que una melodia alegre puede apoyarse en acordes lúgubres, repite que se siente vital y despreocupado, pero escribe: "Las calles me hablaban en ese lenguaje triste y amargo compuesto de miseria humana, anhelo, pesadumbre, fracaso, esfuerzos inútiles". El sufrimiento y la inquietud se atribuyen a otro, mientras el narrador se reserva el papel de espectador impasible. Visto así, Trópico de Cáncer empieza a parecer menos un manifiesto egoísta que la recreación, brutalmente lúcida, de la tensión entre dos polos de la vida en sociedad. Que Miller nunca fuerce una síntesis, que las tensiones permanezcan irresueltas, explica en parte la reverberancia duradera de este libro.
La polémica de Miller con cierta imagen convencional de la vida es también una polémica con las convenciones literarias de su época. Esto fue ignorado por la crítica, encandilada primero con el mito del Miller gangsteril, después con el santón de Big Sur, después con el precursor de la Revolución Sexual. En su día, leída como contemporánea de Joyce o Faulkner, Trópico de Cáncer pareció una obra menor, una novela informe atravesada por chispazos de talento. Especialmente interesante es su querella con Joyce. Miller había leído Ulises con admiración, pero le fastidiaba su costado enciclopédico, su aire de boutique con cada cosa etiquetada en su estante. Algo similar le reprocha a los surrealistas: ¿por qué las imágenes supuestamente delirantes en Breton o Eluard son tan monótonas, tan previsibles? La respuesta, en Trópico de Cáncer, es el burlesco. Le saca la lengua a los paralelos con mitos clásicos a la manera de Eliot o Joyce. En un episodio en una sala de conciertos, menciona a Leda y el cisne; amaga un paralelo con el presente, dice que todo el mundo en la sala está dando a luz a algo, pero enseguida agrega: "salvo la lesbiana de la fila de palcos superior"...
Llamar a esto caricatura es parte del asunto; lo que sucede es que en Miller los artefactos modernistas, parodias, pastiches, citas cultas, historias contadas de nuevo, no se articulan en torno a ningún plan abstracto, sino que expresan los vaivenes o caprichos del narrador. Ese desplazamiento es crucial. En Ulises, La tierra baldía o Luz de agosto hay un mito exterior cuya función es proveer significado, y que funciona como metáfora sostenida a lo largo de la obra. Miller reduce ese mecanismo a una broma ocasional proferida por un narrador que también es un literato. El modernismo no sale indemne de esta burla salvaje, que ataca su eslabón más débil: cierta pedantería, la pretensión de remitir el significado a un más allá del narrador. En Miller ya no hay ningún más allá. Símbolos, mitos, todo se convierte en atributos del Yo, aunque por esto mismo se vuelven un poco bufonadas. Nada puede tomarse ya muy en serio. Como se ve, estamos en pleno posmodernismo.
La crisis
Y Miller no lo soportó. Ya Trópico de Capricornio, la sucesora de Cáncer, es un libro indeciso entre la independencia agresiva y la aceptación nostálgica. Ese manuscrito se termina en la primavera de 1938. Con Europa al borde de la guerra, Miller se replantea sus estrategias de supervivencia. En una carta a su amigo Michael Fraenkel, detalla su plan: vivir en adelante como un refugiado, en retirada permanente, y para eso deshacerse de todo peso inútil. Algo acorde con la ética forjada en Trópico de Cáncer. Cosa nada rara, declara su indiferencia ante la democracia y la justicia. Pero, en un giro sorprendente, incluye entre esos lastres su propia ambición literaria. "Nunca estuve atado a posesiones", escribe, "pero sí a individuos, a relaciones; esta vez me encontré atado a algo más profundo, a mi propia creación. Estaba atado al ambiente, al estado mental que es la primera creación de la cual me considero autor. La Villa Seurat [el estudio donde Miller vivía] se identificó para mí con toda Francia, con su destino. Puedes imaginar entonces mi angustia." Francia es el lugar donde estableció su posición de independencia personal y de crítica al modernismo. Si cae arrasada por las tropas de la Wehrmacht, entonces esas posiciones deben caer también. Para sobrevivir debe dejar de ser escritor, en el sentido de alguien que escribe a contrapelo del sentido común, los discursos establecidos, las formas convencionales de la narración. Es como si Miller presintiera el final de las vanguardias y se conviriera al mismo tiempo en su primera víctima y en su enterrador. Un poco más abajo en la misma carta, escribe: "Ya siento, a veces, que no necesito escribir una línea más; quizá necesite seguir escribiendo hasta estar seguro... Y si me silenciara no sería para revertir a una forma de vida inferior, como la que ofrece el mundo de la acción". "El mundo de la acción" alude, por supuesto, a la vida de traficante de armas que Rimbaud abrazó al abandonar la poesía, una historia que había fascinado a Miller. Y en efecto, eso no era para un grafómano como él. No, el "silencio" por el que optó era de otra clase, y no estaba reñido con la escritura; de hecho, desde su llegada a Nueva York, en 1940, Miller escribe más incluso que antes. Pero en su actitud hay un cambio radical.
A medio camino entre dos formas, Sexus (1949) tiene todavía por momentos la violencia burlesca de Cáncer; pero en lugar de la narración en espiral, la cronología reorganizada en torno a ciertas ideas obsesionantes, tenemos una historia lineal, a la manera naturalista, como si Miller revirtiera al realismo de su juventud. Esta novela horrorizó a Lawrence Durrell, uno de sus más fieles discípulos, menos por su obscenidad que por su vulgaridad. Y es cierto: si en Cáncer las escenas de sexo tenían resonancias apocalípticas, en Sexus son casos de manual de jactancia masculina, con mujeres que tienen orgasmos múltiples con sólo mirar el tamaño de la verga de Miller. La querella con la humanidad y la discusión con el modernismo se han resuelto en aceptación tácita de las reglas del naturalismo y la adhesión progresiva a un sentido común de bar. Quizá como compensación, Miller intercala diatribas contra la falta de espiritualidad en su país natal y elogios a Krishnamurti, Buda, el Zen, Rimbaud y otros "santos". Esta combinación de sentido común, narcisismo y apelación al Oriente es letal; ya está preparado el terreno para los beatniks, el peor Salinger, Shirley McLaine y mi amigo Guillaume. ¿Pero no había colocado Miller, en Trópico de Cáncer, la preservación del individuo por encima de la comunidad? ¿No tenía cierta coherencia, en la etapa siguiente, preservarlo también del roce abrasivo de la vida siempre a contrapelo del arte, salvarse volviéndose anodino? Como sea, Plexus es todavía más declamativa y más mansa; Nexus, quizá por efecto de las críticas de Durrell, remonta un poco en intensidad dramática. Pero Miller ya rondaba los setenta años y le faltaban fuerzas para volver a remontar desde la convención. En esto, consistió su "silencio": en una posición literaria y humana de no conflicto, de aceptación del sentido común y (aunque Miller lo negara) los valores norteamericanos. No es muy sorprendente que para mediados de los años sesenta incluso las distribas contra el progreso y las citas de Vivekananda hubieran desaparecido y Miller elogiara la televisión de su país y se entretuviera jugando al ping-pong. Sus últimos escritos, como "Madre y el mundo del más allá", participan de la sabiduría de las tarjetas navideñas.
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