viernes, julio 31, 2015

Absalón, Absalón (1936) de William Faulkner

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Absalón, Absalón (1936) es quizá la más compleja, la más demoníaca de las novelas de Faulkner. Su tema central es el incesto; su historia la de Thomas Sutpen y la familia (las familias) que él funda. El libro cuenta su vida, la de sus hijos (legítimos, naturales), la destrucción de la raza por sus mismos integrantes, la decadencia y degeneración que dan origen a otra raza en la que, paradójicamente, pone su esperanza uno de los personajes.
La perspectiva es épica: las figuras de tamaño sobrenatural. Pero el trazado no corresponde a Homero ni a Tolstoi. Faulkner ha buscado en otro sitio sus maestros. Ha buscado por el lado de Joseph Conrad, con su pluralidad de relatores, con el suspenso de la intriga mantenido a costa de la exasperación del lector; ha buscado por el lado de Henry James con su teoría y práctica del punto de vista, aunque sin su arte sutil y elusivo: ha buscado por el lado de William Collins, el primero que comprendió que la sucesión de testigos (y relatores) agregaba misterio y riqueza al melodrama.
Para contar la formación y ocaso de una familia en el viejo Sur de la guerra de Secesión, Faulkner utiliza un procedimiento indirecto. En vez de desarrollar lineal, cronológicamente su saga -como Margaret Mitchell en la más abarrotada pero no más melodramática Gone with the Wind (1936)-, Faulkner ha dado la historia desde un episodio penúltimo. El libro se abre con la figura de un testigo, la vieja Rosa Coldfield, cuñada de Sutpen, que busca la ayuda del joven Quentin Compson para resolver el misterio en que está envuelta la casona de Sutpen desde que el viejo fuera asesinado en 1869.
El año es 1910. Rosa cuenta al joven, fragmentaria, desordenadamente, la historia de Sutpen y sus hijos. La narración es (parece ser) incoherente aunque un secreto rigor, un duro andamiaje, la sostiene. El padre del joven aporta algunos recuerdos: hay una vieja carta releída. Así -del capítulo I al V- se va desarrollando la historia de Sutpen y su raza: la súbita llegada de Sutpen a Jefferson, su boda con Ellen Coldfield, la ruptura entre Henry Sutpen y su padre, la historia misma de Rosa y el ofrecimiento de matrimonio, de cohabitación que le hace el viejo Sutpen, su cuñado, viudo ya.
Pero falta algo siempre, se saben los hechos -que Henry abandona a su padre (por ejemplo) o que Henry mata a Charles Bon, su mejor amigo, y luego desaparece, que Sutpen es asesinado por Wash- pero faltan los datos clave que le darán sentido. Falta lo que importa: el por qué, la historia vista por dentro, no su dura superficie especular.
La segunda parte de la novela (capítulos VI al IX) iluminará interiormente la historia. Allí se demuestra que la aventura de Rosa y el joven Quentin no ocurre en el presente. Un poco más tarde, el mismo año 1910, Quentin se la está contando a Shreve, un compañero de Universidad. En una noche helada, entre ambos insomnes reconstruyen la historia íntima, el verdadero dibujo de este tapiz de lujuria y crueldad, de incesto sin consumar pero deseado. Ambos creaban, juntos(comenta Faulkner), de cabos sueltos y fragmentos de viejas historias y habladurías, gentes que quizás nunca existieron en lugar alguno, sombras que no eran sombras de carne y hueso que vivieron y murieron… Esas sombras que convocan (o inventan) los van rodeando; ambos acaban por existir dentro de ellas, como prisioneros de su propia creación.
Al cabo de esa apasionada investigación, Quentin y Shreve descubren la llave maestra: el incesto o la voluntad de incesto (tanto da) es la pasión que, como enEdipo Rey, contamina todo. Charles Bon, que viene como compañero de Henry a cortejar a su hermana Judith, es también hijo de Sutpen, y aunque lo sabe no vacila en proponerle casamiento: Henry lo sabe, y no puede dejar de aceptarlo y de querer a Charles de una manera que es casi tan equívoca como el incesto mismo. Esa atracción anormal que se establece entre ellos -Charles, Henry y Judith-, con las implicaciones que Faulkner apunta pero no desarrolla, es la base oscura, trágica, sobre la que se alza el edificio de esta novela. Es la fatalidad que destruye la hazaña sobrehumana del viejo Sutpen.
Esta complejidad narrativa podrá parecer a algunos mero ejercicio retórico. ¿Por qué no decir todo en orden y contar derechamente -como Margarer Mitchell- lo que hay que contar? La respuesta es obvia: aquí no interesan los hechos; interesa su significado. Lo que Faulkner quiere es que el lector (su lector) se penetre bien de hechos y personajes, absorba atmósfera y tiempo, antes de acceder al significado cabal de la historia. Cuando lo alcance estará en condiciones de asimilarlo. ¿Cómo concebir las oscuras implicaciones del incesto, su atracción fatal, si antes no se ha vivido la pasión equívoca de Henry por Charles Bon, si no se ha compartido esa atmósfera de sangres -y razas- mezcladas en frenético combate?.
Faulkner no quiere repetir únicamente a Balzac. Faulkner quiere desarrollar sus viejos mitos en ese mundo demoníaco que él mismo ha inventado (¿o excavado?) en su vieja tierra del Sur. Malraux ha dicho que la obra de Faulkner introduce la tragedia griega en la novela policial, lo que es sólo superficialmente cierto, Faulkner (como Graham Greene) utiliza las técnicas, las trampas, del narrador policial pero la presa que busca no es el asesino sino el hombre fatalizado. El Destino es la presa que codicia Faulkner y que, en esta novela al menos, caza.
No es posible en una nota sumaria como ésta mostrar las conexiones de esta novela con todo el ciclo faulkneriano. Pero una cosa si hay que destacar: uno de los testigos, el joven Quentin Compson, viene de otra gran novela: The Sound and the Fury (1929). Allí asistimos a su suicidio, motivado por el amor incestuoso hacia su hermana Caddy. Toda esta historia de incestos que Quentin reconstruye en la helada noche de 1910 y que precede en pocas semanas a su suicidio cobra entonces otro significado. Quentin deja de ser un curioso para convertirse en un agonista de la horrible tragedia. Para él la catharsis no se cumple sino con la expiación de su propio crimen: el deseo.
El papel de Quentin Compson como depositario de la memoria histórica de Yoknapatawpha no deja de ser por parte de Faulkner un detalle irónico y cargado de cierta tristeza. No podemos dejar de recordar que la acción de transmisión de la historia se inicia en 1909 y que en poco menos de un año tanto Rosa Coldfield, como se narra en la novela, como Quentin Compson, como se narra en El ruido y la furia, estarán muertos. La memoria perece. 

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