jueves, julio 30, 2015

Y los hipopótamos se cocieron en sus tanques, William S. Burroughs y Jack Kerouac

EPÍLOGO
 Jack Kerouac charlaba y bebía en la sala de estar de su casa en la avenida Sanders 271 de su ciudad natal de Lowell, Massachusetts. Era octubre de 1967. Los jóvenes poetas Ted Berrigan, Aram Saroyan y Duncan McNaughton estaban sentados y hablando con él. Habían ido a grabar una entrevista para la Paris Review. Tras una pregunta sobre La ciudad y el campo, su primera novela, Kerouac comentó: «También escribí otra versión [de esa historia] que está escondida debajo de las tablas del suelo, con Burroughs. Se titula Y los hipopótamos se cocieron en sus tanques.»
 «Sí», le dijo Berrigan, «he oído rumores sobre ese libro. Todo el mundo querría pillar ese libro.»
 Como atestigua el diálogo, y los hipopótamos se cocieron en sus tanques ya había adquirido un carácter legendario hace cuarenta años. Pero cuando sus dos autores escribieron el texto en 1945, eran unos desconocidos todavía inéditos. Los hipopótamos antecedieron en más de una década a las obras que depararían a ambos fama literaria duradera. En la carretera de Kerouac es de 1957, y El almuerzo desnudo de William S. Burroughs, de 1959. Ambos libros, junto con Aullido y otros poemas de Allen Ginsberg de 1956, son las obras que abanderan la generación beat y parece poco probable que quienes lean este libro desconozcan totalmente su existencia.
 Aun cuando todo lo que el lector sepa de Los hipopótamos sea lo que dice la solapa de este libro, ya sabe demasiado para poder enfrentarse a su texto tal como fue escrito: por unos don nadie y sobre nadie de quien hubiera oído hablar. Pero gracias a una auténtica montaña de bibliografía sobre los beats: bibliografías, belles lettres, memorias y nuevas fuentes archivísticas, la mayor parte de las personas en las que Kerouac y Burroughs basaron sus personajes de 1945 son hoy ampliamente reconocibles. Para bien o para mal, al lector le llega Los hipopótamos como una obra ya enmarcada: ¡El crimen de la Universidad de Columbia que dio origen a los beats! ¡Un libro perdido de Jack Kerouac! ¡Un libro perdido de William Burroughs!
 Hoy, sesenta y tantos años después, el escenario de Los hipopótamos -la ciudad de Nueva York casi al final de la Segunda Guerra Mundial- constituye una pieza de época. El lector querrá incorporar a su lectura toda la imaginería asociada a la época, toda la música y la moda y los automóviles, las películas y las novelas y los titulares de ese período de la guerra. Pero, probablemente, y dependiendo de qué versión de «la historia de Lucien Carr/David Kammeren» le hayan servido, estará deseando tirar por la borda las ideas preconcebidas y dejar que sean los personajes de la novela «Phillip Tourian» y «Ramsay Allen» quienes hablen por sí mismos.
 Para quien acabe de entrar en el juego, he aquí los datos básicos: la enmarañada relación entre Lucien Carr IV y David Eames Kammerer se inició en Saint Louis (Missouri) en 1936, cuando Lucien tenía once años y David veinticinco. Ocho años, cinco estados, cuatro escuelas preparatorias y dos colegios universitarios después, la conexión se había vuelto demasiado intensa, las emociones demasiado enfebrecidas; tal como escribe «Will Dennison» en Los hipopótamos: «Cuando se juntan los dos siempre pasa algo.» Algo tenía que pasar, y al final, algo pasó.
 En las horas de bochorno que precedieron al amanecer del lunes 14 de agosto de 1944, en la zona de ligue del parque de Riverside, por el Upper West Side de Nueva York, Lucien y Dave estaban solos, borrachos y peleándose. Lucharon y se enzarzaron sobre la hierba, y en cierto momento Lucien apuñaló a Dave con su navajita de boy scout; le hirió dos veces, en la parte alta del pecho. Dave perdió el conocimiento. Lucien dio por hecho que estaba muerto e hizo rodar el cuerpo inerte de Dave -inconsciente, sangrando, con los brazos atados con los cordones de los zapatos y los bolsillos de los pantalones cargados de piedras- hasta las aguas del río Hudson, donde se ahogó. Carr tardó casi veinticuatro horas en entregarse a las autoridades y todavía pasó un día más hasta que recuperaron el cadáver de Dave al pie de la calle Setenta y nueve Oeste.
 Aquella muerte ocupó las primeras páginas de los periódicos de Nueva York durante una semana, pero resultó especialmente chocante para los tres nuevos amigos que el propio Lucien había ido presentando unos a otros durante su primer año en la Universidad de Columbia: Allen Ginsberg, de dieciocho años y compañero novato de Columbia que venía de Paterson, Nueva Jersey; Jack Kerouac, de veintidós años, que había dejado Columbia hacía poco y era de Lowel; y William S. Burroughs, de treinta años, con un título de Harvard y amigo de Kammerer desde 1920, cuando iban los dos juntos al parvulario en Saint Louis.
 Hoy el lector interesado tiene a su alcance muchas explicaciones por escrito de la larga relación fraguada entre Kammerer y Carr. En la mayoría de ellas, sin embargo, David queda reducido a una caricatura lastimosa: el viejo acosador homosexual obsesionado, que va agobiando más y más a su joven víctima inocente y heterosexual que al final no tiene más alternativa que «defender su honor» con la violencia. De hecho, ésa fue la tesis de la defensa de Carr en el proceso, con la intención de que fuera aceptable para el juez, así como para el público…, especialmente en 1944.
 No obstante, hay mucho más que decir sobre la vida anterior de Lucien Carr y la bisexualidad juvenil de la que siempre se ha hablado hasta en las biografías más completas y fiables de las principales figuras de los beats. Por ejemplo, Lucien tuvo una serie de encuentros sexuales con Allen Ginsberg en 1944. Y también Kammerer: eso quedó claro cuando en 2006 se publicaron los diarios de juventud de Ginsberg bajo el título de The Book of Martyrdom and Artífice. Pero Lucien nunca había tenido contactos sexuales con Dave, ni siquiera una vez, según recordaba Burroughs que Kammerer le contaba con frecuencia, y no hay duda de que Dave le hubiera contado a su viejo amigo Bill cualquier cosa que hubiera sucedido en ese campo.
 Para casi todos los que conocieron a los actores, el saneamiento retrospectivo del historial sexual de Lucien para consumo popular fue una cosa comprensible, dadas las circunstancias. Después de todo, ni siquiera el más antiguo amigo del muerto se puso en contra de Carr. William Burroughs fue la primera persona que escuchó la confesión de Lucien, pocas horas después del crimen; inmediatamente le aconsejó que se buscase un buen abogado y se entregase, confiando en la argumentación de la defensa del honor. Burroughs opinaba que no tenía ningún objeto hacer que a Lucien le cayese la máxima condena.
 La reacción de Jack Kerouac cuando Lucien se presentó corriendo a darle la noticia justo después fue más ambivalente. Había encontrado en David Kammerer muchas cosas que le gustaban. La bisexualidad de Jack era confusa y oculta, pero innegable; en ese terreno no podía sentir verdadero desprecio por Kammerer. Y además, aun cuando Carr y él sólo hacía seis meses que eran amigos, Kerouac profesaba a Lucien una lealtad que superaba sus recelos.
 Pasaron el día juntos, hablando y bebiendo, errando por un bar y otro, mirando cuadros, viendo películas de arte y recorriendo de nuevo los lugares en los que acababa de tener lugar aquel drama de la vida real. Al final, al morir la tarde, los dos jóvenes comprendieron que se habían demorado todo cuanto era posible. Y se separaron de mala gana, porque tanto Jack como Lucien sabían que lo que acababa de ocurrir iba a cambiarlo todo.
 Después de pasar la mayor parte del 14 de agosto con Kerouac, Lucien Carr le confesó los hechos a su madre, Marion Gratz Carr, en su apartamento de la calle Cincuenta y siete. Marion llamó a su abogado y Lucien le contó la historia. A la mañana siguiente, el abogado condujo a Lucien al despacho de Prank S. Hagan, fiscal del distrito, para que se entregara. Se le imputaron cargos de homicidio premeditado y fue enviado a prisión. Kerouac fue detenido en el apartamento donde vivía con su novia, Edie Parker, el número 62 del 421 de la calle Ciento dieciocho Oeste; como no pudo pagar la fianza quedó retenido como testigo principal.
 Cuando la policía llamó a la puerta del apartamento de Burroughs en la calle Bedford 69 del Greenwich Village el jueves por la mañana, Bill estaba al otro lado de la ciudad, en el Hotel Lexington, trabajando en un caso de divorcio de la agencia de detectives William E. Shorten. Tenía que escuchar los posibles «ruidos amorosos» en la habitación contigua, que la pareja espiada tenía reservada, aunque no llegaron a presentarse. Tan pronto como Burroughs se enteró de que también lo buscaban a él como testigo, se puso en contacto con sus padres en Saint Louis. Dispusieron inmediatamente contratarle un buen abogado, que acompañó a su cliente a la fiscalía para ser interrogado y después lo sacó de allí en libertad bajo fianza.
 Vincent J. Malone y Kenneth Spence, abogados de Lucien, ofrecieron al fiscal adjunto, Jacob Grumet, que su cliente se declarase culpable de un cargo menor: homicidio involuntario. Para el tribunal y la prensa, los abogados habían pintado el cuadro de un marica mayor acosando a un jovencito que no tenía nada de homosexual (lo que quizás había parecido en las primeras fotos e impresiones publicadas ya de la cárcel, a causa de su pelo rubio, su aspecto adolescente y un tomo de poesías de Yeats en la mano). Los abogados llegaron a insinuar que Kammerer, mucho más corpulento, había amenazado físicamente a Lucien, pero no querían tener que convencer a un jurado de que un muchacho vigoroso de diecinueve años era incapaz de defenderse de alguna forma que no fuese dar un navajazo a Dave en el corazón… o salir corriendo, simplemente.
 El 15 de septiembre de 1944 Lucien fue condenado a un máximo de diez años de confinamiento en el reformatorio de Elmira, en el estado de Nueva York. La biografía de Kerouac que escribió Ann Charters señala que los amigos de Carr esperaban una sentencia con libertad condicional, de manera que se quedaron horrorizados al ver que se decretaba su ingreso en prisión. Pero como Burroughs le dijo a Ted Margan: «Yo estuve en el juicio… y salí de allí con el abogado de Lucien, que me dijo: “Creo que hubiese sido muy malo para su formación, para su carácter, salir impune”, así que no había puesto el corazón en el caso, no quería sacarlo de allí. Lo enfocaba tipo moralista.» (Puede que, no obstante, aquel hombre tuviera razón.)
 Kerouac se casó con Edie Parker mientras estaba en prisión, para que la familia de ella pudiera pagar la fianza. De allí se fue con ella a su casa de Grosse Pointe, Michigan, a trabajar hasta devolver la fianza. La cosa sólo duró unas semanas. Jack regresó a Nueva York a primeros de octubre y entró en su período de «Autofinalización», como lo denominan las biografías.
 Tras la muerte de Kammerer, Burroughs estuvo una semana yendo cada día a ver a su psiquiatra de entonces, el doctor Paul Federn; luego se marchó a casa de sus padres en Saint Louis y pasó con ellos varias semanas. Acabó volviendo discretamente a Nueva York a finales de octubre y subarrendó un apartamento en Riverside Drive 360. En menos de un mes, las amistades de Burroughs en el mundo del hampa le habían introducido en el ambiente de los efectos de las inyecciones de morfina, y en diciembre ya compartía su descubrimiento con Allen y Jack.
 Para Burroughs, como sabemos, fue el comienzo de una lucha con la adicción que duraría toda su vida, en una serie interminable de hábitos y curas, de recaídas y salidas, hasta que entró en un programa de rehabilitación con metadona en 1980.
 Allen Ginsberg fue uno de los primeros en probar a hacer literatura con el episodio Carr-Kammerer; a finales de 1944 Allen escribió gran cantidad de anotaciones y borradores de capítulos en sus diarios de cara a una obra que pensaba titular «Canción de sangre». Los diarios de Ginsberg publicados ahora incluyen esos escritos, con muchas escenas de gran viveza entre Lucien y él y animadas descripciones del círculo de amigos Carr-Kammerer-Burroughs. La reconstrucción que hace Ginsberg del último encuentro entre Lucien y Dave aquella noche es la más detallada, y probablemente la más realista de todas las escenificaciones de las horas finales de Kammerer.
 Sin embargo, en noviembre de 1944 Ginsberg escribía en su diario: «Hoy el decano ha calificado mi novela de “impúdica”.» El decano adjunto de Columbia, Nicholas McKnight, había llamado a Allen para tener una charla después de que Harrison Ross Steeves, director del departamento de inglés, le soplase en qué estaba trabajando su alumno. El decano McKnight no quería que Columbia siguiese ganando notoriedad con ese caso, de manera que disuadió a Ginsberg de continuar con él.
 En otoño de 1944, John Hollander, un amigo de Allen, estudiante y poeta, ya había escrito un relato «dostoievskiano» sobre el crimen en el Columbia Spectator, y los sabrosos detalles resultaron irresistibles para muchos otros autores de esos años. Algunas versiones del asunto aparecen en diversas novelas y memorias escritas en esos años cuarenta o posteriores, como las de Chandler Brossard, William Gaddis, Alan Harrington, John Clellon Holmes, Anatole Broyard, Howard Mitcham, e incluso James Baldwin, que se cree que utilizó a los personajes en un relato titulado «Ejércitos ignorantes», una versión muy primeriza de La habitación de Giovanni, la novela de tema gay que publicó en 1956.
 Entre otros escritores neoyorquinos que sin duda estuvieron al tanto del suceso, se cuentan Marguerite Young, amiga de Kammerer (y de Brossard), y un corrector del New Yorker amigo suyo llamado Truman Capote, que Young presentaría a Burroughs en torno a junio de 1945, cuando se publicó en Mademoiselle «Miriam», el primer cuento importante de Capote. Años después también Edie Kerouac Parker, otra testigo ocular, escribió sus memorias, que acabaron publicándose en 2007 con el título You’ll Be Okay: My Lift with Jack Kerouac. El relato que hace Edie es desde su perspectiva de novia de Jack, que al principio no entendía por qué la policía aporreaba la puerta de su apartamento y se llevaba a su hombre a prisión.
 Y luego tenemos a Burroughs y Kerouac. William habló largo y tendido con su primer biógrafo, Ted Margan, a mediados de los ochenta. Los resultados están en un libro indispensable: Literary Outlaw: The Lift and Times of William S. Burroughs.
 «Kerouac y yo hablábamos de la posibilidad de escribir juntos un libro, y decidimos hacerlo sobre la muerte de Dave. Escribíamos capítulos alternos y nos los íbamos leyendo el uno al otro. Había una clara separación de material sobre quién escribía qué. No buscábamos una precisión literal en absoluto, [sólo] cierta aproximación. Nos divertimos haciéndolo.
 »Por supuesto que [lo que escribíamos] venía dictado por el desarrollo real de los acontecimientos, es decir, que [Jack] sabía una cosa y yo sabía otra. Hacíamos ficción. [La muerte] la produjo con una navaja, no con un hacha pequeña, en absoluto. Tuve que disfrazar a los personajes, así que hice que [el personaje de Lucien] fuera turco.
 »Kerouac no había publicado nada todavía, éramos completamente desconocidos para todos. En cualquier caso, no hubo nadie interesado en publicarnos. Acudimos a una agente [Madeline Brennan, de Ingersoll & Brennan] y nos dijo: “Oh, sí, tenéis talento. Sois escritores”, y todo ese tipo de rollos. Pero no salió nada de nada, no hubo ningún editor interesado.
 »A posteriori, no veo por qué tenía que haberlo. No tenía posibilidades comerciales. No era suficientemente sensacionalista para lograrlo […], desde ese punto de vista, y tampoco estaba tan bien escrita ni era lo bastante interesante para lograrlo desde un punto de vista puramente literario. Quedaba como entre dos aguas. Era demasiado de estilo existencialista, la moda que predominaba en la época pero que aún no había llegado a los Estados Unidos. Simplemente no era comercialmente viable.»
 Respecto de aquel título tan poco corriente, Burroughs explicaba: «Eso sale de una emisión de radio que oímos mientras estábamos escribiendo el libro. Había habido un incendio en un circo y recuerdo que oímos esa frase en la radio: “¡Y los hipopótamos se cocieron en sus tanques!” Así que la utilizamos para el título.»
 En la entrevista de la Paris Review en 1967, Jack Kerouac recordaba así la fuente del título: «Se titula Y los hipopótamos se cocieron en sus tanques. Los hipopótamos. Porque Burroughs y yo estábamos sentados una noche en un bar y oímos a un locutor que decía “… de modo que los egipcios atacaron bla, bla, bla… y mientras tanto hubo un gran incendio en el zoo de Londres y el fuego se propagó por toda la extensión del zoo ¡y los hipopótamos se cocieron en sus tanques! ¡Buenas noches a todos!”.
 »Fue Bill [añadió Kerouac] el que se fijó en eso. Porque él se fija en esas cosas.»
 En otra versión más, el incendio era en el zoo de Saint Louis. Pero seguramente está relacionado con el incendio del circo Ringling Brothers and Barnum & Bailey en Hartford, Connecticut, el 6 de julio de 1944, conocido como «el día que los payasos lloraban». Había cerca de setecientas personas en la carpa grande cuando de repente quedó envuelta en llamas y tres minutos después los postes de la lona se vinieron abajo y el resto de la carpa se derrumbó ardiendo. Seis minutos después de haberse iniciado todo, sólo quedaban brasas y cenizas. Murieron al menos 165 personas -hombres, mujeres y niños-, y hubo además unos quinientos heridos, muchos de ellos aplastados entre el pánico. Resultó que la lona de las carpas había sido impermeabilizada con una mezcla de gasolina y parafina, exactamente lo contrario a un sistema resistente al fuego.
 El incendio de Hartford, a los pocos días de la primera visita de Burroughs al apartamento de la calle Ciento dieciocho para conocer a Kerouac, fue a finales de junio o principios de julio de 1944. En Hartford, no obstante, caballos, leones, elefantes y tigres fueron sacados del peligro rápidamente y allí no había hipopótamos que se pudieran cocer. Hay información de que un hipopótamo pigmeo murió en el incendio del circo de los hermanos Cale en Rochester, Indiana, en 1940, junto con otros diecisiete animales exóticos como llamas y cebras; y en Cleveland, Ohio, un fuego en la carpa de fieras del Ringling Brothers acabó con hasta cien animales muertos, dos docenas de ellos abatidos a tiros por la policía con rifles de grueso calibre porque los animales huían despavoridos en estampida con la piel en llamas. Ese tipo de escenas de comicidad absurda, horripilante, grave, era justamente lo que Burroughs encontraba que era para morirse de risa. Quizás los hipopótamos cociéndose fuera un chiste constante suyo que las noticias del incendio de Hartford volvieron a poner en marcha.
 Otros, como Allen Ginsberg, recordaban que la frase sobre los hipopótamos que se cocían podía venir de alguno de los experimentos de cut-up, de cortar y pegar discursos y noticias de radio que hacía su amigo Jerry Newman con unos aparatos de grabación de sonidos que tenía. Newman estudiaba en Columbia y era muy aficionado al jazz y, antes de que se pudieran adquirir grabadoras de cinta magnetofónica, se había hecho con cierto material portátil para grabar discos y se lo llevaba a las jam sessions y a los clubs de la calle Cincuenta y dos; sus grabaciones de Art Tatum en 1940-1941 son una rareza y están consideradas como tesoros musicales.
 En La vanidad de los Duluoz, la novela de sus últimos años que sirve de memorias, Jack Kerouac describía su colaboración con Burroughs en el invierno de 1944-1945.
 El bueno de Will, en aquella época, sólo esperaba el siguiente producto monstruoso salido de la pluma de su joven amigo, yo, y cuando se lo entregaba fruncía los labios en un gesto de divertida interrogación y leía. Después de leer lo que le había dado, meneaba la cabeza y devolvía la producción a las manos de las que había salido. Yo permanecía sentado en un taburete cerca de los pies de aquel hombre, en mi habitación o en su apartamento de Riverside Drive, en una actitud consciente de expectación, y al ver que me devolvía la obra sin más comentario que un movimiento de cabeza, decía, casi sonrojándome:
 -Ya la has leído, ¿qué opinas?
 El hombre, Hubbard, asentía con la cabeza, como un Buda. Teniendo en cuenta que había salido del nirvana para volver a la horrible vida que había fuera de él, ¿qué otra cosa podía esperarse que hiciera? Unía resignadamente las yemas de los dedos. Mirando por encima del arco de sus manos, decía:
 -Vaya, vaya.
 -Pero ¿qué piensas en concreto de ello?
-Bueno… -Fruncía los labios y apartaba la vista hacia una pared igual de simpática y divertida que él-. Bueno, no pienso nada en concreto de ello. Más bien me gusta, eso es todo.
 La copia mecanografiada de Los hipopótamos estuvo lista a comienzo de primavera. En una carta del 14 de marzo de 1945 a su hermana Caroline, Kerouac escribió: «El libro que hemos escrito Burroughs y yo está ya en manos de la firma editorial Simon & Schuster, y la están leyendo. Lo que pasará, no lo sé. Para la clase de libro que es -un retrato del segmento “perdido” de nuestra generación, amargo, sincero y sensacionalmente real-, es bueno, pero no sabemos si esta clase de libros tiene mucha demanda en estos momentos, aunque después de la guerra va a haber sin duda una avalancha de libros de “generación perdida” y en ese campo nadie podrá derrotar al nuestro.»
 Burroughs se había hecho la misma pregunta sobre qué estilos literarios iban a estar de moda y resultar comerciales; como sabemos, Simon & Schuster no aprobó el manuscrito «sensacionalmente real» de Los hipopótamos, y también lo rechazaron otros pocos editores. Pero Kerouac continuó trabajando con ese material: en el verano de 1945, hizo él solo una revisión completa de la historia de Los hipopótamos y le dio diversos títulos: «La historia de Phillip Tourian» o «Historia Ryko/Tourian» o «Desearía ser tú». También basó en él mismo y en Lucien Carr los personajes de «Michael» y «Paul» en Orpheus Emerged, otra pieza que escribió por entonces y fue publicada en 2005; es una novela corta inacabada que incluye también personajes basados en Ginsberg y Burroughs.
 Tras dos años en Elmira, Lucien Carr salió en libertad. Volvió a Nueva York para rehacer su vida desde cero, y no estaba de humor para permitir que su querido amigo Jack se diese el gusto de hacer versiones novelescas de la tragedia que había dado fin a su juventud. Frenó cualquier nuevo esfuerzo por reescribir o presentar de nuevo el texto de Los hipopótamos o cualquier ensayo similar. Los amigos de Lucien sabían que él quería que todo aquello quedase atrás, pero la historia era demasiado buena para dejarla de lado, y además ellos eran escritores, o lo serían pronto.
 En sus cartas a Kerouac y Burroughs desde Elmira, Carr había mantenido su tono desenfadado y de «¿a mí qué?», pero para él y para todos los demás era evidente que no iba a volver a la Universidad de Columbia. Poco después de quedar en libertad, se puso a trabajar en la United Press International, donde empezó de corrector. Se casó con Francesca van Hartz, formó una familia (tres hijos: Simon, Caleb -que sería novelista- y Ethan), y en 1956 fue ascendido a redactor jefe de noche en la sección de noticias de UPI.
 Ese mismo año, la editorial City Lights Books de Lawrence Ferlinghetti publicó Aullido, el revolucionario poema de Allen Ginsberg, dedicado a Lucien. Pero Carr ya había «disfrutado» de más notoriedad pública de la deseada y pidió a su viejo amigo Allen que se abstuviese de incluir su nombre en futuras ediciones. Los años cuarenta ya eran para Carr un capítulo cerrado de su vida, o al menos eso esperaba, como es comprensible.
 A Burroughs le daba igual una cosa que la otra. En 1946 tenía ya problemas serios con las drogas, con un pie ya en la escalera mecánica que terminaría metiéndolo cinco años después en un círculo cerrado infernal en México D.F., donde de un modo descabellado, aunque involuntario, mató a su mujer de entonces, Joan Vollmer Burroughs, de un tiro en la frente por una bravata de borrachos durante una fiesta el 6 de septiembre de 1951. En esos momentos llevaba dos años escribiendo, pero su tema no era Jack Kerouac ni Lucien Carr; su tema era el caballo y los yonquis -en Nueva York y en Lexington, Kentucky, en el este de Texas y Nueva Orleans, Luisiana, y en último término en México D.F.-, en otras palabras, él mismo y sus socios en el cuelgue.
 La primera novela que publicó Jack Kerouac fue La ciudad y el campo (1950), una Bildungsroman del chico de pueblo que va a la ciudad, al estilo de las Ilusiones perdidas de Balzac pero contada como una historia de familia, con detalles de Jack y sus parientes recombinados en la familia Martin. El libro incluye una versión muy cambiada del episodio Carr/Kammerer, con «Kenneth Wood» y «Waldo Meister» dibujados con el modelo de Carr y Kammerer, pero con los hechos lo bastante modificados como para que Lucien Carr no fuera reconocido por todos.
 Sin embargo, La ciudad y el campo no había agotado la fascinación de Kerouac con esa historia. En una carta a Carl Saloman desde San Francisco del 7 de abril de 1952 -después de que Saloman hubiera sido nombrado editor de Ace Books por su tío A. A. Wyn, propietario de la firma-, Jack le hablaba del libro de Los hipopótamos, que quería que le publicasen en Ace.
 «Por mi parte no tengo ningún recelo hacia los libros con tapas blandas», escribió Kerouac. «El asunto real es que Burroughs y yo escribimos una novela sensacional de 200 páginas sobre el crimen de Lucien en 1945 que impresionó a todas las editoriales de la ciudad, y también a los agentes… Allen se acordará…, si la quieres, vete a casa de mi madre con Allen y búscala en el laberinto de cajas y maletas, está en un sobre marrón grande que pone (creo) DESEARÍA SER TÚ, y “por Seward Lewis” (que son nuestros segundos nombres respectivos). Bill seguro que aprobará este paso, le dedicamos un año entero, Lucien estaba muy enfadado, quería que la enterrásemos debajo de las tablas del suelo (de modo que ahora no se lo digas a Lucien).»
 Puede que Jack estuviera adornando un tanto lo del factor de impacto, pero decía la verdad en lo de que nadie aceptase publicar Los hipopótamos, incluida Ace Books en 1952. (Y quince años más tarde, todavía recordaba lo de las tablas del suelo en la entrevista de la Paris Review.)
 Para 1959 ya estaban publicadas las tres obras que serían las piedras angulares de los beats, y sus tres autores adquirieron todos, y en muy poco tiempo, notoriedad, ventas y lectores. La generación beat había sido bautizada así de modo provisional en una novela de 1952, Go, de John Clellon Holmes (en la que aparecen también Carr y Kammerer en papeles de figurantes), pero probablemente fue un reportaje de la revista Life en noviembre de 1959, «La única rebelión en torno», lo que reventó la presa y soltó la gran corriente del conocimiento de los beats en América.
 En su biografía fundamental de Kerouac, Memory Babe, Gerald Nicosia señala que, en 1959, Jack seguía hablando de revivir la historia de Los hipopótamos; estaba atascado en mitad de una novela inacabada, Ángeles de desolación. En efecto, habló del tema delante de Lucien y de Cessa, su mujer: «horrorizándola y perturbando profundamente [a Lucien]… Parecía que Jack admiraba aquella muerte como una proeza heroica. Aunque a petición suya aceptó no hacer el libro por el momento, no dejaría de volver a esa idea cada ciertos meses, lo que ponía a Cessa al borde de un ataque de histeria».
 Finalmente, en 1967 Jack cumplió su amenaza: estaba escribiendo La vanidad de los Duluoz (Una educación audaz: 1935-1946), libro sobre su propia vida antes de lanzarse a la carretera con Neal Cassady y escrito como si se lo contase a su sufrida tercera esposa, Stella Sampas Kerouac. Rescató del archivador los viejos folios de 1945 y se los leyó para inspirarse y tener un recordatorio, y cuando La vanidad de los Duluoz se publicó en 1968, una quinta parte completa del libro era la historia de «Claude de Maubris» (Lucien) y «Pranz Mueller» (Karnmerer). Introdujo también un sublime «Wilson Holmes, “Will”, Hubbard» (Burroughs), todo en un lenguaje similar al que encontramos en Los hipopótamos. El proceso narrativo de Kerouac en La vanidad sigue también bastante de cerca la estructura de escenas de Los hipopótamos.
 El libro de Kerouac salió justo a tiempo, porque en 1968 ya estaban en marcha las primeras biografías de los beats. Ese año se publicó Allen Cinsberg in America de Jane Kramer, basado en una serie sobre Allen que la autora había publicado en el New Yorker, pero ahí no hacía mención de Lucien Carr ni de David Kammerer; quizás, simplemente, Allen se abstuviera de hablar de ese tema con ella.
 Vino luego la rompedora Kerouac: A Biography de Ann Charters en 1975, y ahí sí se reintroducía a Carr y a Kammerer para presentarlos a un mundo que ya los tenía olvidados, a pesar de que Lou Carr, redactor jefe importante de UPI en esos momentos, era persona muy conocida y querida. Charters, sin embargo (y Ginsberg siempre se quejaba de eso delante de mí), fue obligada a retirar del último borrador cada una de las palabras que citaba literalmente de los textos de Jack, tanto publicados como inéditos, y sustituirlas por paráfrasis suyas, porque los herederos de Kerouac tenían un contrato de uso exclusivo con Aaron Latham, que también estaba trabajando en una biografía.
 Al final, Latham acabó terminando su libro, pero no llegó a publicarse, quizás porque los editores consideraron que el de Charters ya había saturado el mercado de biografías de Kerouac por el momento. Sin embargo, en la década de 1970 se editaron otras biografías importantes de Kerouac, en especial El libro de Jack. Una biografía oral de Jack Kerouac de Barry Gifford y Lawrence Lee en 1978, y Jack Kerouac: América y la generación beat, una biografía de Dennis McNally en 1979.
 El proyecto de Latham tuvo unos efectos retardados que resultaron de lo más profundo. El agente de Latham era el venerable Sterling Lord, que era también agente de Kerouac desde principios de los cincuenta y, tras su muerte en octubre de 1969, agente de su legado. Latham escribía a menudo en la revista New York Magazine, y Clay Felker, su director ya difunto, aceptó el primer capítulo de su libro para publicarlo. Tenía un título de lo más claro: «El asesinato en Columbia que dio origen a los beats», y apareció en abril de 1976, con un gran despliegue gráfico a doble página y en portada de la revista una llamada en titulares al artículo en el interior. El capítulo de Latham se basaba directamente en escenas y diálogos citados o parafraseados en abundancia a partir de La vanidad de los Duluoz y de la copia mecanográfica inédita de Los hipopótamos, puesto que ambos textos podían considerarse versiones literales al pie de la letra. También aparecían por primera vez en letra impresa las intimidades de Lucien con Allen Ginsberg.
 El artículo de New York trastocó todas las perspectivas de la vida de Carr, y se puso furioso. A pesar de que con algunos de sus amigos en UPI llevaba trabajando nada menos que treinta años, ninguno tenía noticias de aquel homicidio adolescente.
 Reprochó a Ginsberg que hubiese hablado con demasiada libertad de sus asuntos sexuales ante el micrófono de Latham; consideraba que Allen había incumplido el acuerdo de 1944, perfectamente resumido en La vanidad de los Duluoz cuando Claude musita al oído del narrador a (Jack), mientras están ambos detenidos por la policía: «Heterosexualidad total hasta el final.» Allen no estaba seguro de haber chismorreado más de la cuenta con Latham o no. En cualquier caso, estaba totalmente arrepentido y suplicó a William que aplacase las iras de Lucien.
 William se sentía más que indignado por cuenta de Lucien, y con ayuda de su abogado de propiedad intelectual de muchos años, Eugene H. Winick, presentó una demanda contra Latham, Lord y la revista New York por violación de derechos de autor de sus capítulos de Los hipopótamos, por difamación de personajes e invasión de la intimidad (en el sentido de uso no autorizado de su propio nombre o descripción como si él lo hubiera aprobado). El pleito de Burroughs se saldó a principios de los ochenta, sin rencores y con una indemnización nominal; en adelante, el control de Los hipopótamos sería compartido y se ejercería conjuntamente. De manera que «Los hipopótamos se metieron en un cajón» y permanecieron así durante veinte años.
 Burroughs se mudó de su «búnker» de Nueva York a Lawrence, Kansas, a finales de 1981 y vivió y trabajó en Lawrence dieciséis años más: terminó la Trilogía de la Noche Roja y creó una abundante colección de obra visual. Cuando, finalmente, también a Burroughs le llegó la hora de hacer su viaje a las Tierras del Occidente el 2 de agosto de 1997, yo estaba con él: había tenido el privilegio de vivir y trabajar con William durante veintitrés años.
 Poco después de cumplir veintiún años había llegado a Nueva York desde Kansas en busca de mi destino. Burroughs y los beats habían sido mi foco literario desde la primera adolescencia; ya había conocido a Ginsberg el año anterior y ahora, alentado por él, iba a conocer a William mediado febrero de 1974. Muy pronto, William me invitó a compartir su casa, un gran loft que tenía subarrendado en Broadway 452. Una noche de aquella primavera, ya muy tarde, el timbre de la calle nos despertó a William y a mí y enseguida pude oír una voz jovialmente insolente que decía bien fuerte por el interfono: «¡Bill! ¡Soy Lou Carr, demonios! ¡Déjame entrar!» Le abrí yo y luego los tres nos sentamos y estuvimos charlando una o dos horas. Mi amistad con Lucien se inició esa noche y fue creciendo durante todos mis años con William.
 En 1999, como albacea del testamento de Burroughs, tomé parte en la subasta del legado de Allen Ginsberg en Sotheby’ s de Nueva York. Después de la subasta bajé a Washington, D.C., para visitar a Lucien unos días. Allí confirmé mi promesa ya antigua: que, por respeto a sus sentimientos, no permitiría que se publicase el libro de Los hipopótamos de Kerouac/Burroughs mientras él viviese.
 También he disfrutado muchos años de la amistad con John Sampas, albacea de la herencia de Kerouac. John ha sido generoso, considerado y divertido. También ha respetado en todo momento mi promesa a Lucien sobre Los hipopótamos.
 Ahora, todos han desaparecido ya: Dave, Jack, Allen, Bill… y también Lucien, hace tres años, en 2005: de manera que aquí tienen sus Hipopótamos, preparados para ser cocidos después de tanto tiempo.
 Unas pocas palabras más sobre este libro: el lector avezado en los beats reconocerá fácilmente los seudónimos de los personajes: los autores y narradores en la vida real fueron Jack Kerouac («Mike Ryko») y William Burroughs («Will Dennison»); las figuras trágicas centrales Lucien Carr («Phillip Tourian,) y Dave Kammerer («Ramsay Allen» o «Al»); la novia y primera esposa de Kerouac, Edie Parker («Janie»); la novia de Carr, Celine Young («Barbara Bennington» o «Babs»); y el compañero de estudios de Carr, John Kingsland («James Cathcart»).
 Los profesores reconocerán tal vez también a personajes reales menos conocidos que salen marginalmente en el relato: los padres de Lucien, Russell Carr («el señor Tourian»/«el señor Rogers») y Marion Carr («la señora Tourian»); su tío rico, Godfrey S. Rockefeller («el tío de Phillip», también); el futuro colaborador del New Yorker Chandler Brossard, que vivía en la calle Morton 48, igual que Kammerer, a la vuelta de la esquina del apartamento de Burroughs en la calle Bedford (Brossard puede que sea «Chris Rivers»); el estibador Neal Spollen («Hugh Maddox»); un grupo de lesbianas con vínculos en el Barnard College, con la marimacho Ruth Louise McMahon («Agnes O’Rourke») y las muy femeninas estudiantes Donna Leonard («Della») y Teresa Willard (quizás «Bunny»); Patricia Goode Harrison, amiga de Kammerer, y su marido de entonces Thomas F. Healy, un escritor irlandés (posiblemente «Jane Bole y Tom Sullivan»); y el joven gángster al que sólo conoce Dennison, que se basa en un tal «Hoagy» Norman, o Norton («Danny Borman»).
 Y, por supuesto, Joe Gould, el «profesor gaviota» de la vida real, tal como lo bautizó Joseph Mitchell en un perfil muy leído que publicó el New Yorker y que aquí aparece con su nombre verdadero. De mediana edad, alcohólico y charlatán, era un patricio caído dans la boue desde una familia cuyo árbol genealógico tenía sus raíces en el Boston anterior a la independencia, y era también un auténtico excéntrico del Village. Tal como se le retrata en Los hipopótamos se pasaba la vida en Minetta’s Tavern, trabajando (según decía) en una gigantesca obra maestra de la literatura, Historia oral de nuestros tiempos, y haciendo «su número de la gaviota» (según Burroughs) para conseguir copas gratis. Pero «El secreto de Joe Gould», que Mitchell desveló en la continuación que escribió en 1964, era que ese manuscrito garabateado sin fin no existió nunca.
 En 2000, El secreto de Joe Gould se convirtió en película, dirigida por Stanley Tucci y con Ian Holm en el papel de Joe Gould. Es una recreación visual bellamente realizada del tiempo y el lugar exactos -Greenwich Village a mediados de los cuarenta- en que sucede la historia de Los hipopótamos, de manera que el lector haría bien en ver la película para que le ayude a reimaginar aquellos escenarios, tan distantes ya en el tiempo.
 En mi edición no he aspirado a un trabajo textual tan meticuloso como el que ha llevado a cabo el eminente profesor Oliver Harris en sus versiones definitivas de las primeras obras de Burroughs, Yonqui (1953) y Las cartas de la ayahuasca (1963). Me he esforzado más bien en presentar estos textos de acuerdo a las intenciones de sus autores, al menos en todo cuanto se puedan discernir.
 Sabemos que Kerouac y Burroughs confiaron completo a su agente este mismo original mecanografiado para que lo sometiera a la consideración de editoriales como Simon & Schuster y Random House. Este simple hecho me confirma por sí solo que si Los hipopótamos hubiera sido contratada en aquellos momentos hubieran aceptado para su publicación algunas modestas sugerencias editoriales sobre organización del texto u ortografía, especialmente porque escribían de modo explícito con vistas al mercado de la ficción de género y no para los lectores de vanguardia.
 Antes de terminar, una nota sobre el texto: ha sido transcrito a partir de fotocopias de archivo de los originales a máquina por mi amigo y colega Tom King, a quien con mucho gusto doy las gracias por su concienzudo trabajo. Quiero agradecer también a mis amigos Thomas Peschio, John Curry y James M. Smith sus múltiples favores y sus ánimos; a los estudiosos Gerald Nicosia, Oliver Harris, Dave Moore y Bill Morgan por sus sugerencias y corrección de errores; a mi editor Jamison Stoltz por su guía siempre ofrecida a su tiempo; a Kathleen Silvassy, compañera de Lucien, por la hospitalidad que me brindó años atrás; a mi viejo amigo Gene Winick por toda una vida de ayuda a William y su legado, y paralelamente al agente de la sucesión de Kerouac, Sterling Lord, por sus seis décadas de cuidados a la herencia de Jack (y su magnanimidad respecto de aquel antiguo pleito de hace treinta años); a mi colega y amigo John Sampas, por su permanente equilibrio y su mordacidad burroughsiana; a mis agentes, Andrew Wylie y Jeff Posternak, por sus años de fe en mí a lo largo de mis vicisitudes; a mi querido y entrañable amigo Ira Silverberg, por todo lo dicho y por mucho más; pero, por encima de todos, a mi madre adorada Selda Paulk Grauerholz, que falleció el 13 de marzo de 2008 sin dejar de preguntarme si tenía listo Los hipopótamos; a ella le doy las gracias por todo, siempre, y desearía poder decírselo una vez más.
 Lou Carr se convirtió en un hombre de prensa entregado a su trabajo. En los años setenta lo ascendieron a jefe de la oficina de noticias de United Press, v cuando la UPI cambió su sede a Washington en 1983 él se trasladó allí desde Nueva York. Lucien estuvo cuarenta y siete años en la agencia, hasta su jubilación en 1993, a los sesenta y ocho años. Murió a los setenta y nueve, el 28 de enero de 2005.
 En un acto de homenaje que se le dedicó en el National Press Club de Washington, D.C., el 4 de marzo de 2005, se reunieron más de 160 periodistas colegas de Lucien Carr para cantar sus alabanzas. El Times de Londres publicó una necrológica donde se decía: «Una historia de la agencia [United Press], titulada Unipress (2003) decía de Carr que era “el alma del servicio de noticias. Hombre alto, delgado, superada ya la generación beat, [Carr] reescribió, arregló, refundió y dio nueva vida a más grandes reportajes en el circuito de la UPI en los grandes periódicos, el A-wire, que ninguna otra persona antes o después de él”. Inspiraba gran admiración y afecto a sus colegas.»
 «El crimen que dio origen a los beats» se ha convertido en un cuento muy contado, pero no fue la muerte de Kammerer lo que meció la cuna de los beats; fue la fuerza de la vida intelectual y sexual de un adolescente Lucien Carr que el propio Kammerer fue criando desde la pubertad a base de una dieta rica en excesos poéticos: el soplo divino de Baudelaire, los actes gratuits de Gide y la apasionada interrelación de Verlaine y Rimbaud. Y después Dave y Lucien cayeron en la locura y dieron cuerpo a esos papeles de malditos en su propia vida.
 En Los hipopótamos Jack y Bill retrataron un caso trágico de una relación mentor / pupilo que se tuerce, así como la crueldad propia de la juventud. Sin embargo, la dificultad argumental de Los hipopótamos fue siempre que la muerte de Kammerer no suponía el final de una historia, sino el comienzo de otra. Con Kammerer muerto y con Carr encerrado, quedaban tres: Burroughs, Kerouac y Ginsberg…, y aunque ninguno de ellos vería su obra publicada hasta una década después de la muerte de David, ellos eran quienes estaban destinados al reconocimiento público, literario o de otro tipo.
 El momento culminante de la figura de Lucien Carr como despreocupado blanco que centraba todas las miradas sobre los beats -el luminoso y carismático Claude de Maubris, su celebrante sacrificial, animándolos a «Plonger au fond de gouffre / Enfer ou ciel, qu’importe?»-, esos tiempos felices terminaron hace muchos años, una noche calurosa de verano, durante la guerra, cuando Lucien quitó, o aceptó, la vida a su mentor y acólito, su acosador y perrito faldero, su creador y destructor, David Eames Kammerer.
 JAMES W. GRAUERHOLZ, junio de 2008

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