viernes, julio 31, 2015

Thomas Wolfe

Hay algunas escenas emblemáticas y muy específicas de ciertos escritores escribiendo que pueden funcionar como claves secretas para entrar a sus obras. Por ejemplo, Proust en su cama de noche, en un cuarto con las paredes cubiertas de corcho para protegerlo contra el ruido de la calle; Jack Kerouac escribiendo En el camino de un tirón en un enorme rollo de papel (para no tener que ir alimentando hoja por hoja a la máquina de escribir); James Joyce, ya casi ciego, escribiendo Finnegans Wake sobre enormes papeles con lápices de color. El novelista Thomas Wolfe (no el del traje blanco, el anterior) tiene una escena semejante. En Brooklyn escribía furiosamente durante toda la noche, parado en su cocina usando el refrigerador como escritorio.
Wolfe era un hombre gigantesco en todos los sentidos. Primero en el mero plano físico –medía más de dos metros y era corpulento con enormes manos. Pero también era un gigante en cuanto a sus ambiciones artísticas y su insaciable apetito por devorar la vida: de conocer gente, viajar, leer, comer y –más que nada– escribir sobre el profundo asombro que sentía por el misterio de existir como un ser humano dentro del misterio del tiempo.
Como Herman Hesse o Arthur Rimbaud, la mejor época de la vida para leer a Wolfe es en plena adolescencia. Esto no es un comentario condescendiente. Lo que pasa es lo siguiente. Las novelas de Wolfe son muy largas y muy emocionales –son de esas novelas que confirman sospechas que cierto tipo de persona empieza a tener sobre la existencia cuando es muy joven: básicamente, que la vida es un milagro y que lo único que vale la pena hacer con ella es reverenciarla amando, viajando y haciendo arte. Es probable que una persona que nunca ha experimentado este tipo de despertar del alma no tenga paciencia para Wolfe.
También pasa que las novelas de Thomas Wolfe son muy fragmentarias. Consisten en episodios autobiográficos (1900 - 1938) atravesados por preguntas y lamentaciones románticas: ¿Qué es la vida? ¿Qué es el tiempo? ¿Qué es la hermandad? ¿Dónde está mi pasado? Aunque Wolfe tuvo como maestro –desde el punto de vista de la lectura– a James Joyce, su escritura difiere de la del irlandés en un aspecto clave: Wolfe nunca encontró un esquema teórico o conceptual para darle forma a su literatura. En las novelas de Wolfe no hay nada invisible. Todo está a la vista. Todo es voz, memoria, acción, nostalgia y deseo llevado a una escala monumental. En este sentido su precursor, más que Joyce, es el poeta Walt Whitman.
Wolfe mismo reconoció este problema de su obra en un ensayo autobiográfico sobre su vida como escritor titulada The story of a novel. Publicada en 1936, dos años antes de su muerte por tuberculosis, es un ejercicio de enorme honestidad en el cual dice: “No soy un escritor profesional, ni siquiera soy un escritor habilidoso. Meramente soy un escritor que está aprendiendo sobre su profesión.” Una de las formas de “probar” a Thomas Wolfe en una dosis pequeña es a través de sus cuentos cortos y nouvelles –que en realidad son fragmentos publicados del torrente incansable de su escritura (sus editores jugaron un papel clave en su obra, organizando su producción amorfa en libros diferenciables).
El niño perdido , por ejemplo, es como un ADN de la obra de Wolfe. Comprimido en menos de cien páginas es un simple y perfecto relato. Aquí están todas sus preocupaciones básicas: el misterio del momento presente; la angustia por el pasaje del tiempo; la mirada anonadada frente a la belleza del mundo; la familia; la niñez; y la transformación de los lugares en el tiempo.
Por otro lado, Una puerta que nunca encontré es más fragmentario como cuento, aunque también encapsula problemas esenciales de la obra de Wolfe como la idea de que no es posible volver a casa.
Las traducciones de estos dos tomos (a cargo de Juan Sebastián Cárdenas) son transparentes. Hay ciertos errores (como por ejemplo poner “Atico” por “Penthouse”) pero en general el lector puede quedarse tranquilo que son versiones fieles al texto original.
El veredicto de William Faulkner sobre Wolfe es famoso. Dijo: “Entre todos mis contemporáneos yo clasificaba a Wolfe primero. Todos nosotros fracasamos, pero Wolfe hizo el mejor fracaso porque intentó más que nadie decir lo máximo que se puede decir. Mi admiración por Wolfe es que intentó decirlo todo. Estaba dispuesto a tirar por la borda el estilo, las reglas de precisión, para intentar poner toda la experiencia humana sobre la punta de un alfiler.” 

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