viernes, julio 24, 2015

El Cowboy y la Dama: Historia de amor y deslealtades entre Neal Cassady y Carolyn Robinson

El gran héroe de Cassady –y el único, podría añadirse– durante su infancia dickensiana, poblada de albergues y mendigos en la calle Larimer, fue el actor de cine Tim McCoy con su sempiterno rostro ovalado y la falta de una buena barbilla. Tim, que en pantalla se exhibía con uno de esos grandes sombreros de cowboy, era el ídolo compartido por la juventud norteamericana de finales de los años 20, referente inmediato de las pelis de indios y vaqueros, haciendo sombra a un John Wayne que sólo estaba tomando carrerilla. Neal Cassady quería ser Tim McCoy –con la misma pasión que todos deseamos escapar de nosotros mismos– porque sus personajes encarnaban a un aventurero arropado en un sinfín de peligros fortuitos, que, sin embargo, acababa encontrando su hogar junto a una mujer pasiva y adorable. Tales secuencias le hacían conciliar, desde un miserable cuarto de hotel repartido con otros andrajosos y desahuciados, una vida imposible de grandes peripecias y vida doméstica.

Años más tarde le fue presentada una mujer lo bastante parecida a las actrices rubias de aquellas películas como para sentirse enamorado: una muchacha con cintura de avispa, criada en el seno fragante de una familia de maneras señoriales, reprimida y con terribles secretos incestuosos en su propio equipaje. Ella se llamaba –y se llama, porque sigue aguantándose en pie– Carolyn Robinson, y hasta de vieja sigue siendo una réplica casi perfecta de aquellas damiselas de piel lechosa, victorianas, y necesitadas constantemente de ser salvadas. Neal se casaría con ella de segundas nupcias y la familia de Carolyn la desheredaría permanente. Ninguna de sus otras ensoñaciones de niño se hizo realidad. La escena entrañable del reencuentro después de cada uno de sus epopeyas, sería diametralmente opuesta a lo que imaginaba. Carolyn, siempre le estaría resentida por sus inopinadas ausencias, y Cassady, pasaría el resto de su vida basculando entre la culpa por abandonar a su familia y su deseo de ser libre.

La leyenda, de labios del mismo Cassady y fomentada por la máquina de escribir de Kerouac, sitúa su propio nacimiento en el asiento de atrás de un vehículo, en las afueras desangeladas de Salt Lake City, si bien en realidad su madre le dio a luz en una prosaica cama de hospital el 8 de Febrero de 1926. Neal procede de una familia irlandesa, con todo lo que eso conllevaba: episodios de abusos domésticos, excesos con la botella, padres autoritarios y esposas ojerosas y mudas.

Neal Sr. su padre, era un hombre grande, de cuello y brazos cortos. Alcohólico, violento, desmañado. Último de nueve hermanos, se marchó de casa siendo adolescente. En los caminos se fraguó el estigma de los Cassady: un diablo con pies ligeros y culo de mal asiento. Su vida no fue más que un tortuoso declive hacia la demencia. En el proceso, enseñó a su hijo Neal Jr. sus destrezas de nómada y estropeó su brújula moral para siempre. “Para sobrevivir en el mundo tienes que saber defenderte de él”, le dijo, “levantar una barrera entre los demás y tú”.

Neal Jr. se mudó a Denver con su familia (el pequeño Neal sólo contaba con dos años y no tenía idea de lo que se les venía encima). Jack y Ralph sus hermanastros mayores, financiaron parte de la barbería que iba a sacarles a todos de pobres. En los albores de 1929, sin embargo, nadie estaba para cortes de pelo y afeitados, y el negocio, que jamás produjo un solo penique de ganancia, fue motivo de desencuentros y rencillas caseras. Era habitual que los domingos por la mañana Neal Sr. se presentase borracho y gimoteando, aporreando la puerta, con la ropa deshecha de andar por los lodazales, y que Jack y Ralph lo arrastrasen adentro, pese a las súplicas y gritos de su madre, para darle una tunda hasta que los brazos se les cansaban. “¡Así aprenderás, so hijo de la gran puta!”. Ambos hermanastros ejercían de gángsteres de poca monta, ganando ciertos dineros con el contrabando de alcohol gracias a una Ley Seca todavía dando sus últimos coletazos. Eran tipos curtidos en la delincuencia diaria y en las peleas de taberna, que se sentían estafados por la vida, que se aburrían, y el aburrimiento es el peor de los demonios.

El pequeño Neal era obligado, por la tendencia sádica de la familia, a entablar peleas con chicos mayores. Su hermanastro Jimmy concertaba las sesiones de boxeo e invitaba a sus amigos a presenciarlas. Los chicos hacían corro y apostaban caramelos mientras a él le partían el labio y se le desollaban los nudillos. Otras veces lo encerraban en el armario, oscuro y mohoso, durante horas, y cuando su madre lo sacaba de allí hacía ver que todo era un juego.

Neal, para su alivio, fue asignado al padre tras la disolución del matrimonio, y juntos emigraron (emigrar es un decir) al Metropolitan Hotel, un viejo edificio de cinco plantas asentado sobre un limbo legal de permisos de derribo postergados, en donde se hacinaban vagabundos y alcohólicos en pequeños cubículos alquilados por diez o quince céntimos la noche.

Su padre lo matriculó enseguida en un nuevo colegio. Neal salía de la cama hedionda que compartía con el padre para realizar sus abluciones en el lavabo comunal, se daba prisa para participar de la fila de hambrientos que se formaba a la entrada de la misión de Larimer -donde servían desayuno y cena a cambio de participar en las reuniones de oración semanales-, y luego corría, tomando hatajos entre callejones reconvertidos en estercoleros, para llegar a tiempo a la escuela. Allí, además, brindaban a los niños con menos medios un almuerzo espartano que consistía en un puñado de galletas y leche. “¿Qué se dice, Cassady?” “Gracias”, respondía con el rostro enrojecido por sus ratos muertos a la intemperie. “Muy bien, toma”. Y así, con el desdén con que se repartía el almuerzo y con la gratitud que al chaval le correspondía recibirlo, el colegio funcionaba como una extensión más de su vida pedigüeña.

Tras su apariencias de muchacho descarriado y rebelde, a Neal le gustaba aprender, le gustaba leer y escribir, le gustaba someterse a intervalos a la disciplina de sus tutores como forma de sustraerse del entorno desacralizado y libre del Metropolitan Hotel, donde los vagabundos más jóvenes se masturbaban en silencio cuando suponían a todos dormidos.

Después de la escuela deambulaba a sus anchas, se ponía alguna tela vieja en la cabeza y figuraba que llevaba un sombrero de sheriff, se peleaba con su sombra de la pared (ésta hacía de cuatrero) y se reunía después con los vagabundos de la calle Larimer en la fila para conseguir la cena. Su padre no acudía, solía ponerse demasiado borracho para llegar a tiempo a la misión, y además tenía un apetito de pez, como le habían encomiado en sus tiempos de niño maltratado.

En el vestíbulo del hotel los mendigos de estómago inflado por la malnutrición y el alcohol, se juntaban para echar partidas de cartas, se narraban sus historias autocompasivas, eructaban burbujas de vino. Neal procuraba quedarse con ellos todo el tiempo posible, al calor de la multitud y los chinches, pues los pisos superiores carecían de calefacción.

Pero Neal Cassady aún podía permitirse alguna ilusión: una moneda de cinco centavos era cuanto costaba una sesión de dos horas en el teatro Zaza, donde Tim McCoy seguía rescatando a hermosas mujeres, aun cuando el recinto era un basural que hedía a sobacos y cochambre. Neal quería participar del western, reencontrarse con su héroe Tim McCoy en un mundo donde los malos gastaban un bigote largo y un sombrero oscuro, donde el cabello repeinado de McCoy jamás se alborotaba y los borrachos solían ser gente simpática y graciosa, que estaban allí para proporcionar un breve suspiro a la trama, y no eran abusones furibundos o tipos depresivos incapaces de afrontar la vida.

La ironía de esta historia es que Neal acabó jugando el papel de villano, sátiro y mentiroso durante su etapa adolescente y adulta, y si bien ejerció de musa o locomotora espiritual entre los poetas, escritores, visionarios y drogadictos de los 50; si, a pesar de nos ser él mismo un buen novelista, rescató la narrativa norteamericana de su estado convaleciente e hipócrita con el ejemplo de su vida privada, también causó devastaciones emocionales a su propia familia: a la rubia que soñaba rescatar desde el imaginario caballo blanco de las películas, y a sus hijos condenados a aguardarle con desesperanza.

Los sábados Neal Sr. había encontrado un empleo como asistente de barbero de un italiano delgado y moreno, afilando cuchillas, ordenando lociones, barriendo el suelo de pelos y polvos de talco. El sueldo, más bien una propina, permitía a padre e hijo acudir juntos al cine los días de domingo. Su padre siempre lo acompañaba, por terrible que fuese la resaca, como parte de una tradición familiar recién instaurada. Charlaban poco y andaban mucho con pasos largos y nerviosos. Neal disfrutaba mucho de esos paseos con su padre (y toda su vida fue una persona que caminaba apresuradamente, a quien costaba dar alcance). Tomaban los asientos del balcón donde su padre podía fumar y echar tragos furtivos de vino y Neal mordisqueaba su barrita de chocolate, evitando respirar por la nariz el olor de la muchedumbre.

Así pasaron los meses en esa sinfonía de infortunios y magia, con el joven Neal recogiendo chatarra para venderla, explorando los callejones más sórdidos de Denver, atravesando campamentos de vagabundos y echando rápidos vistazos a los hondos interiores de los club nocturnos para cowboys, donde las prostitutas le hacían carantoñas y los chulos viejos le ponían motes desvergonzados. Yendo y regresando del cine -ya no sólo por las películas sino también para ver a la gente metiéndose mano-, bajo ese cielo nublado con los colores de la pobreza.

El verano de 1932 señala el comienzo involuntario de los viajes de Cassady por la América profunda. Su padre lo lleva a pasar uno o dos meses con su hermana Eva Jones en Unionville, Missouri. Un buen samaritano se prestó a llevarles en su auto. Se movieron por un horizonte con fondo de llanuras, desiertos, montañas y ranchos contemplado a través de la ventanilla del coche, que empezaba a la altura de la nariz de Neal. Borracho de velocidad, quería aprehenderlo todo: el movimiento del auto orquestado por el ritmo del motor, el perfume de la gasolina, los pequeños saltos que experimentaba desde el asiento cuando pasaban por encima de socavones y cantos rodados.

Los dos Neal nunca estuvieron tan unidos como durante ese verano, pese a que su padre sólo lo llevase consigo para que los conductores se apiadaran de un autostopista con un niño a su cargo.

La estancia en casa de la tía Eva (cuya casa todavía estaba en reformas por culpa de un tornado) fue todo cuanto se podía esperar de unas vacaciones veraniegas: pasteles de carne recién horneados, noches estrelladas desde la mecedora del porche y juegos de cariz sexual en el granero con sus dos primas…  Para el regreso, optaron por ir a ratos a dedo aunque tuviesen que esperar horas al costado de la carretera; otras, saltaban clandestinamente a bordo de los trenes de mercancía, compartiendo espacio con otros vagabundos errantes que les alcanzaban una petaca de metal frío y referían sus hazañas disparatadas.

El tren se detuvo durante la noche en una pequeña ciudad, en mitad de ninguna parte, para repostar agua, y tanto su padre como los vagabundos se apearon de este para hacer lo mismo. El pequeño Neal los esperó sobre un improvisado colchón de alfalfa. Lo despertó el silbato de la máquina. De improviso, la locomotora se movía de nuevo. Neal escuchó a los vagabundos regresar a la carrera pero no distinguía a ninguno. El tren tomó tanta velocidad que sólo unos pocos hombres tuvieron tiempo de saltar adentro. Su padre no estaba entre ellos. Gritó de terror mientras los mendigos le chistaban para que cerrara la boca, pero Neal era inconmovible, meciéndose las piernas entre sus brazos, pensando que se había quedado solo para siempre. Los vagabundos le dejaron llorando a lo largo de una noche compuesta por las luces lejanas de extraños territorios sin nombre que aparecían y desaparecían en la oscuridad azulada de los desiertos americanos.

La locomotora no se volvió a detener hasta bien entrado el día siguiente, dispensando la ocasión del reencuentro entre padre e hijo con un largo abrazo lacrimógeno. Neal Sr. no había llegado hasta el vagón de su hijo, pero logró subirse al siguiente. Aquella tuvo que ser una noche terrible para los dos, incapaces de darse a conocer su suerte por encima del viento y el chucuchú. En el calor del momento su padre se puso en cuclillas a su lado y le hizo promesas que uno sabe que no puede cumplir: dijo que no volvería a dejarle solo. Pero en Denver, su destino malhadado les reservaba otra bofetada. A los pocos días sus malditos hermanastros se presentaron sin anunciarse. Arrugaron la nariz con desprecio y tomaron unos tragos mientras el padre fanfarroneaba sobre sus aventuras, asegurando que su hijo era todo un valiente. Los hermanastros, sin embargo, no habían venido a hablar. Cuando todos ya habían bebido bastante, le propinaron una paliza que lo sumió en la inconsciencia y secuestraron a Neal para devolverlo junto a su madre. Neal Sr, convaleciente y alcohólico, no opuso resistencia. Quizás había llegado la hora de admitir que, si bien quería al muchacho, estaría mejor con la familia de su madre. Neal Jr. tenía permiso de pasar las vacaciones en su compañía. Los veranos con el padre suponían para el muchacho una bocanada de libertad silvestre, basada en expediciones por el norte del país; el resto del tiempo lo pasaba recluido bajo el régimen estricto y malévolo de su madre y todos sus hermanastros, como una Cenicienta maltratada. Por las noches se subía a la mesa de la cocina y miraba hacia fuera, donde no podía verse nada, intuyendo que había muchas más cosas que los cristales sucios reflejando cada día las voces fanfarronas de su familia abusona, aquellos medio hermanos  huraños saliendo al ruedo de las tabernas para cerrar bocas y calmar el gaznate, en nombre de una reputación odiosa, por miedo a su destino minúsculo y sin grandeza.

En 1940, con los catorce cumplidos, Neal Cassady robó su primer coche, o, como  él solía decir “lo tomó prestado” pues siempre los abandonaba en parajes impensables tras servirse de ellos para su travesía con chicas que se le entregaban en el asiento posterior, remozadas por jugos, caricias y el crepitar de la ropa arrugándose. Durante siete años, Neal Cassady amó a mujeres y automóviles, jugándose la libertad por lo que no eran sino unas gamberradas delirantes. Fue arrestado en varias ocasiones. Según su propia versión, secuestró quinientos vehículos en esos años, y jamás renunció a los viajes sin destino ni a acostarse con desconocidas impresionables. Representó el mito, la esencia, el paradigma del ídolo beat. Sin embargo Neal viajaba para escapar o, más bien, huir de sí mismo, y aquella carrera sin bridas, lo supiera o no, era su auténtica naturaleza. Esa otra vida conyugal que entreveía como parte de su futuro idealizado, con empleo estable y sus hijos jugando a la pelota en el jardín de entrada, suponían nada más que un paréntesis antes de retomar el camino. Neal todavía quería ser cowboy en un tiempo en el que aquellos niños harapientos del cine Zaza también habían crecido y ya ninguno se acordaba de Tim McCoy.

Neal Cassady (que sería interpretado, entre otros, de forma feroz e intensa por Nick Nolte y por un Thomas Jane eufórico) se enamoró de Carolyn Robinson porque era la clase de mujer de la que se habría enamorado Tim McCoy, lo hizo como tributo o para saldar su deuda con aquella infancia malograda de héroes imaginarios y villanos reales. Carolyn era una mujer en el diorama opuesto a una vida afirmada en el caos y las frecuentes orgías. Neal buscaba una mujer que necesitara ser salvada y asimismo que lo salvase a él. Fueron presentados en el cuarto de Carolyn, un hotel residencial de la calle Grant, por un conocido que también quería iniciar un romance con ella o; sin embargo, Carolyn, acostumbrada a pretendientes anodinos con el cinturón mal sujeto a los pantalones, cayó rendida a los pies de aquel aventurero, que, aun siendo su extremo más opuesto, probablemente su antagonista, fue capaz de engañarla jugando a personificar -creyendo que aún podía serlo- el cowboy de sus fantasías.

El padre de Carolyn era responsable del departamento de bioquímica de la universidad de medicina de Vanderbilt y su madre una devota profesora de lengua inglesa. Ella leía a sus hijos cuentos sobre príncipes que llevaban de paseo dominical a sus novias, sentadas en la grupa del caballo. La niñez de Carolyn la protagonizó una mansión sureña en perpetuo estado de renovación, juegos sobre tesoros de piratas y expediciones a las ruinas de casas abandonadas. Leían libros y tocaban el piano. Cuando cumplió los diez años, sus hermanos mayores empezaron a abusar sexualmente de ella, amparados en su timidez y en las normas vetustas de silencio y decoro que plantaba el patriarca de la casa con vehemencia anglosajona. Por supuesto, Carolyn se culpaba de todo. La mujer es el pecado y el hombre la energía que se enreda en ese pecado y por eso su inocencia desgarrada la convertía en manzana y serpiente en el paraíso edénico de la infancia.

Su vena artística la llevó a estudiar teatro y a enrolarse en un fantástico viaje a Nueva York en el que volvió a ser violada por un locutor de radio más o menos popular con el cual mantenía una relación platónica y llena de malentendidos. Desde entonces Carolyn se encerró en un caparazón de indiferencia. Los hombres le parecían seres constituidos por el elemental deseo de destruir o penetrar, a los que bastaba la excusa de una sonrisa o una caída de ojos para sentirse incentivados.

Carolyn era una joven educada de veintidós años, escarmentada de hombres y con pruritos de actriz (había estudiado los textos de Stravinski), retratista y diseñadora, suave, nívea, coronada por halos y brillos dorados -un ángel con sus heridas muy enterradas por el pudor-, cuando fue a estudiar a Denver, por orden de su padre que quería hacer de ella una maestra respetable. Bill Thompson, el muchacho de turno que le hacía la corte, ya le había contado varias anécdotas sobre Cassady, a veces atribuyéndose sus méritos para impresionarla. Cuando en marzo de 1947, Neal y Carolyn, cowboy y princesa, se vieron por primera vez, no hablaron demasiado. Neal, con una camiseta blanca transparentando su físico de gladiador, le clavaba su mirada azul mientras escuchaban en silencio disco tras disco con música de saxofón. Después Neal les pidió ayuda trasladando alguna de sus cosas a su nueva habitación de hotel. En el desorden habitual de su cuarto mohoso, Neal le tendió un poema de amor que supuestamente había escrito (en realidad era de Allen Ginsberg, aun suplicándole volver a ser su amante). Ella lo guardó emocionada porque la mayoría de sus amistades estaban incapacitadas para la lírica.

En el camino, Neal se enzarzó en una discusión con una chica joven que les salió al paso.

-¿Quién es? -preguntó Carolyn intentando no sonar impertinente.

-Oh, ella, sí, es LuAnne, la esposa de Neal.

Carolyn se sintió más decepcionada de lo que habría podido imaginarse. Se dijo así misma que allí terminaba todo lo que hubiera podido ser aunque no supiera qué era eso. Se equivocaba. Dieciséis años de un matrimonio tortuoso y tres hijos fue una parte del saldo que se empezó a cobrar ese día tan largo y lleno de guiños del destino.

Neal los llevó a una tienda de discos y en la cabina se agolparon para escuchar a Benny Goodman tocando Sing, sing, sing. Cassady entraba en éxtasis, cerrando los ojos, golpeándose lar rodillas, ladeando la cabeza al ritmo de la contundente batería. Carolyn, acostumbrada a atemperar sus emociones, no sabía si era un zafio o el tipo más interesante que hubiera conocido. Ella, tan acostumbrada a rehuir fuegos y peligros, sentía más curiosidad que nunca por saber lo que se sentía ardiendo así. Tras una sesión de dos horas de epifanías musicales y sudores (un rato que a Carolyn se le hizo muy largo por sentirse excluida), Neal urgió a los otros a que fuesen a comer juntos en un buen restaurante. Carolyn y Bill le esperaron en vano sentados a la mesa mientras él iba a buscar a LuAnne, a su amigo Al Hinkle, que ya entonces era todo un delincuente, y a la novia de Al. Bill Thompson miraba a Carolyn con una sombra de preocupación:

-¿Qué impresión te ha dado?

 Pero a Carolyn le parecía de mala educación hablar de primeras impresiones sin dar tiempo a la otra persona de defenderse.

Le hubiese dicho: está loco. Y es posible que ya entonces no se hubiese equivocado. Pero la locura no lo era todo. Había algo más, algo que estaba allí y no estaba, algo que sentía cubriéndola el cuerpo entero y a lo que era incapaz de adherirse. Cassady pertenecía al grupo de hombres apasionados por enigmas invisibles y para los que nada es bastante.

Recordó que pensó: está loco. Y que ese mismo pensamiento insufló su corazón de una vida nueva, de una inmensa alegría y de un inmenso miedo.

Neal no se presentó pero recibieron las disculpas de Al y su novia, y también les pasaron un mensaje de Neal, conminándoles a verse todos esa noche en el cuarto de Carolyn, pues era el lugar más espacioso para reunirse. Así era Neal, un huracán que no te daba tiempo a contradecirle. Y Carolyn, acostumbrada a las sonrisas tatuadas, los protocolos de cortesía y las relaciones postizas, no supo cómo negarse a una propuesta tan directa.

Esa noche la pasaron en compañía de una parlanchina LuAnne, esforzada en demostrar la dicha de su matrimonio, presumiendo con las historias sobre su viaje de novios a Nueva York y el encuentro con Allen Ginsberg y Jack Kerouac, un joven escritor del que Neal y ella se habían echo muy amigos. Cassady no brilló especialmente y se mantuvo sombrío y callado, oteando las ventanas del cuarto con vistas a la nada. Echaba de menos a su padre y se había obsesionado con Carolyn, pero dando la espalda a los asistentes no era más que un muchacho con sus cualidades sociales atrofiadas.

Mucho más tarde, a las dos de la mañana, cuando todos se habían ido ya, incluso un Bill Thompson insistente y desesperado, que de alguna manera presentía -y no se equivocaba- que aquella era su última ocasión de ganarse el corazón de Carolyn, se escucharon unos toques quedos en la puerta. En el umbral se encontraba Neal con una maleta por la que asomaban unos calzones largos. Explicó que no tenía dónde quedarse. Se dejó caer abatido en el sofá de Carolyn. LuAnne le había echado del hotel porque estaba celosa de ella.

-¿De mí? Pero si yo no…

-Es una niñata, nunca debí haberme casado con ella. Pero, ¿qué podía hacer? Sentía tanta lástima por ella y su madre…

Carolyn permitió que se quedase esa noche en el sofá, por miedo a que el conserje, que Neal había conseguido burlar, lo pescase saliendo de su cuarto a una hora tan intempestiva. Pasaron la noche haciéndose confidencias en un hilo de voz, sin sospechar que las historias que Neal le contaba eran mentiras improvisadas. Ámbos evitaban nombrar a sus padres, las palizas que recibía Neal y las atenciones sexuales que le brindaban a ella sus hermanos mayores. Cada uno con sus propias heridas ocultas en una confusa vergüenza. Aquella fue una noche en la que terminaron de enamorarse el uno del otro sin habérselo contado todo. En realidad, sin saber nada el uno del otro.

Así fue cómo en un día Carolyn pasó a ser la “novia aristocrática” de Neal, como a él mismo le gustaba llamarla. Y a la vez que mantenían una relación casta, en el plano de las emociones y los desafíos intelectuales, en donde se daba por supuesto el sexo como una grosería, Neal hacía sus habituales escapadas para darse algunos revolcones con LuAnne, de quien ya intentaba divorciarse, o para perseguir a las hermanas Guillion, dos enfermeras voluptuosas, con risa cachonda, que vivían en las proximidades.

Neal era el cowboy galante con Carolyn pero muy pronto se cansaba del papel y necesitaba regresar a los billares, al frenético baile del jazz y la bencedrina. De madrugada, escribía desvelado cartas impetuosas a su antiguo amante Allen Ginsberg, para convencerlo de que aun habiendo superado su fase homosexual, podían seguir siendo amigos. Y largos pergaminos epistolares a Jack, con su escritura atropellada y eléctrica, narrándole sus conquistas fugaces en bares y autobuses, procurándole la inspiración necesaria en estilo e historia para la novela que pergeñaba sobre unos tipos que salen a la intemperie del camino.

A Denver peregrinaron los beatniks, invitados por Neal Cassady, que ya era su padre espiritual -el padre de un movimiento que aún no tenía nombre ni causa y se manifestaba en el malestar hacia una forma de vida conservadora y pedestre-. La noche del reencuentro entre Ginsberg y Cassady hubo botellas rodando, sesiones intensas de marihuana. Ambos hablaron de naderías trascendentales, expulsados de cada bar en el que entraban hasta acabar por irrumpir en el cuarto de Carolyn, ya enamorada de pies a cabeza de Neal, y a quien éste prácticamente forzó a acostarse con él mientras Ginsberg yacía traspuesto en el sofá. Neal, a quien el alcohol y la marihuana había desdibujado su papel de Tim McCoy, regresó a las artimañas chapuzas de amante del tres al cuarto en el asiento trasero de los coches, logró vencer el rechazo de Carolyn y la montó de forma ruda y salvaje, con ella debajo reprimiendo los gemidos de dolor. Neal fue un mujeriego pero eso no hizo de él un buen amante. Carolyn confesó que jamás tuvo un orgasmo -ni con él ni con nadie, tuvo a bien de especificar- y que Cassady era un hombre que sólo se complacía a sí mismo.

Después de aquella noche, las ausencias de Neal proliferaron. El espíritu de su padre invadía su mitad sedentaria. Jack Kerouac también pasó un tiempo con ellos: el bueno de Jack, el Jack tímido e inteligente, en vías de ser uno de los escritores más importantes de su generación, yendo a visitar a Carolyn a sus ensayos teatrales en un escenario de principiantes iluminado por una luz roja que le daba al cabello de los actores la apariencia de un incendio, el galante de Jack que la acompañaba a casa donde Neal aún no había regresado de sus proezas sexuales con anónimas mujeres aduladas por el tizón de su polla, el tímido y leal de Jack que compartía con ella sus cigarrillos y la llevaba a un bar a escuchar música, el triste y resignado Jack tomando los brazos de Carolyn para marcarse un baile lento y lleno de miradas.

-Es una pena pero así es la vida. Neal te vio primero.

Todo esto no era más que el comienzo de un sinfín de decepciones: Carolyn sorprende a Neal en la cama con Ginsberg y LuAnne, que nunca lo puso fácil, convertidos en un rebujo de piernas. Pero en una ausencia de meses se escriben cartas ardientes que vuelven a poner al vaquero a la altura de su reputación. Carolyn lo recibe nerviosa en su nueva residencia en San Francisco, y él, agradecido, la inicia en la marihuana. Esa noche, tras hacer el amor, se tumbaron en el suelo, que latía por el desenfreno de la música del tocadiscos, y se imaginaron de ancianos, en el porche de una casa amplia, cogidos de las manos mientras se mecían al unísono en un columpio. La vida iba a ser maravillosa a partir de ahora, se decían. Neal iba a encontrar un buen trabajo y a conseguir la anulación de su matrimonio con LuAnne. Llegarían los hijos, envejecerían despacio, sería una buena vida. Etcétera. La marihuana de Neal siempre fue buena y dulce y les ayudó a concebir sueños hermosos, sueños que probaron no ser más que un efecto secundario de la droga.

En noviembre de 1963 se produjo el embarazoso asunto para la democracia norteamericana del asesinato del presidente Kennedy, con la mitad de su cerebro desparramada en la parte posterior del Lincoln presidencial y sobre el regazo del vestido Chanel de Jacqueline. Pese a todo, con los ánimos por los suelos de millones de votantes, Vietnam siguió encendido de napalm y televisado por una audiencia de hogares sólidos y sujetos a la figura patriarcal. En otras palabras, la procesión seguía desfilando sin su primer comandante a bordo. El estilo de vida yanqui debía prevalecer a todo. Un año después, pero en realidad fueron sólo unos meses, el niño prodigio de la literatura moderna, el joven Ken Kesey (autor de los best sellers Alguien voló sobre el nido del cuco, cuya versión cinematográfica aborreció infinitamente, y Sometimes a great notion), iluminado por el LSD con que el gobierno le había atiborrado para sus experimentos sociales, decidió que ya tenía bastante de magnicidios, hipocresías y vallas blancas: compró un autobús escolar, lo redecoró de la luz y el color del optimismo lisérgico y se propuso recorrer Estados Unidos de una parte a otra, propagando sus fiestas de ácido y música rock. El bueno de Cassady  -leyenda provinciana entre los círculos underground de la nueva movida sesentera-, había sido ascendido al rango de conductor oficial del autobús en ese viaje que constituyó su última aventura documentada. Su parloteo torrencial, nervioso, pseudo-filosófico (desde joven, Proust y Schopenhauer fueron  parte de sus herramientas de conquista sexual), era la radio y la conciencia desnortada de la nueva América jubilosa que ellos venían anunciando en su sueño de cuatro ruedas.

Por entonces Cassady se había mimetizado con el personaje de su libro, Dean Moriarty, por mucho que lo odiase al principio -se sintió herido por la forma que tuvo Kerouac de describirlo, subrayando su hedonismo despiadado, la mitad negativa de su retrato-. La gente lo invitaba a sus fiestas esperando a cambio algo de su reveladora locura y Neal, incapaz de decepcionarlos, se dejaba arrastrar. Así se lo explicaba a su mujer, Carolyn, que era para él su oído para toda suerte de excusas: “no puedo traicionar la idea que tienen de mí, ¿lo entiendes?” Y no, ella no entendía que su amor de juventud hubiese renunciado a su propia identidad a favor de otra amplificada, desfigurada y amañada por la imaginación de Jack Kerouac. Sin embargo, ya nadie sujetaba de las riendas de Cassady desde hacía mucho tiempo. Era más libre de lo que había sido nunca -Carolyn estaba tramitando el divorcio y a él lo habían despedido nuevamente de su empleo en el ferrocarril-; eso, en muchos sentidos, quería decir que estaba más solo de lo que nunca estuvo. Y a Neal no le sentaba bien la soledad, por mucho que el mito se empeñe en desdecirlo.

Las amantes casuales se iban sucediendo. Ese era el secreto de su renovada juventud, a la que seguía abrazándose como un animal herido. Era incapaz de vivir sin la compañía de otra persona, aunque fuese en clave de amor fortuito; las mujeres le eran indispensables, cualquier clase de mujer, aunque tras la última caricia correspondiese la entrega de unos billetes manoseados. Y luego estaban las drogas, participando de su búsqueda espiritual y consumidas de forma desordenada, sin mirar bien qué pastilla seguía a la otra. Su vida se había reducido a una lujuria enardecida y a un traje mal cortado, al nombre de la solapa de un libro y a una comunidad de hipsters y vagabundos sin causa, con su séquito de mujeres liberadas y alegremente promiscuas, de boinas oscuras y pitillos ladeados, emulando a las actrices francesas de moda como Jeanne Moreau y Brigitte Bardot y con el corte de pelo a lo Jean Seberg en Al filo de la escapada (À bout de soufflé, Jean-Luc Godard, 1960).

Carolyn no pudo entenderlo y no lo supo salvar -quizás porque estaba más allá de la redención-. “Se portaba como un mono amaestrado delante de sus amiguitos”, escribió en sus memorias de viuda. Siempre había un nuevo viaje y unas piernas femeninas en el horizonte. La única forma de retenerlo era la muerte. Sucedió cuatro años más tarde, cuando el gobierno tildaba como delitos graves las travesuras psicotrópicas de Kesey, con el sueño de rebeldía que comenzaron en los 50 alcanzando la cumbre y resbalando hacia su decadencia. Ahora el autobús psicodélico Further, ese puente entre beatniks y hippies -y cuyo viaje también inspiró ese otro trucado, comercial y televisado al que los Beatles llamarían su Magical Mystery Tour-, había quedado aparcado a la intemperie en el rancho de Kesey, llenándose de flores auténticas por encima de la chapa descolorida, de maleza salvaje, de óxido y serpientes.

Neal, fue descrito por Kesey como un perdedor divino de los que no les importa ganar porque están pasándoselo muy bien. Esa es la verdad del escenario beatnik, su odisea a ninguna parte -sin retorno, sin Penélope-, pero que todos desearíamos hacer.

Con su cabello cortado a cepillo y las brasas azules sostenidas por las cuencas de sus ojos, el 1 de abril de 1948, Neal logró al fin desposarse con Carolyn, volverla “respetable”, provocando los celos de su grupo de amigos que no la sentían parte del grupo. “Era frígida porque tenía el corazón de una puta”, escribió Henry Miller sobre otra mujer, pero a Burroughs, que siempre la despreció -así como todo lo que tenía que ver con Cassady-, le hubiera gustado haber firmado esas líneas sobre ella. También Allen Ginsberg le volvió la espalda. Era Carolyn contra el resto de los beatniks. Jack se mostraba de su parte algunas veces pero eso sólo era porque estaba medio enamorado.

Nada de esto, sin embargo, quiere decir que Cassady se hubiese reformado pese a sus esfuerzos y promesas. Con otro hijo de camino, Neal escribe a sus amigos esperando sus enhorabuenas pero sólo le llega la agreste respuesta de Allen Ginsberg, en tono sardónico. Dolido, Neal manda otra carta que dice mucho más de sí mismo de lo que sería capaz de admitir:

“Deberías haberme felicitado, así como lo hubieses hecho si me comprara un coche o cualquier otra cosa material. No veo ninguna grandeza en mí –ni tengo idea de lo que tal concepto quiere decir-. Soy corto de entendederas, infantil, algo así como un insípido imbécil y un adolescente que no está a gusto en ninguna parte. Mi cabeza no funciona como es debido. El bebé y Carolyn han sido removidos de mi conciencia y están, en cierta manera, en un segundo plano”.

¿Amó alguna vez Cassady a su esposa o la confundía como parte del Sueño impuesto por la sociedad americana -ese que se tejió a la sombra del hongo atómico proyectado desde las remotas Hiroshima y Nagasaki-? En Heart Beat (John Byrum, 1980), la película que mejor ha sabido trasladar el universo literario beatnik al lenguaje del cine a costa de digresiones, exageraciones y mentiras pero sin traicionar el espíritu de su generación, la voz en off de Sissy Spacek haciendo de Carolyn Robinson construía el siguiente retrato:

“Tras la II Guerra Mundial todos pensamos que sabíamos quiénes éramos y hacia dónde íbamos. Según los expertos lo que cada uno de nosotros deseaba más que nada era una casa en los suburbios, dos coches, nuestra propia barbacoa y exactamente 3,2 hijos”.

Todo aquello de lo que los beats decían abominar pero sin dejar de verse atraídos.

Neal fue un fallido vendedor ambulante de enciclopedias y batería de cocina. Trabajó como aparcacoches, carpintero y guardafrenos para el ferrocarril en empleos estacionales. Perdía el trabajo, caía en largos estados depresivos y jugaba con la idea del suicidio a través del ojo del revólver que Al Hinckle le había prestado. Neal no sabía quién era ni lo que quería, si es que eso se puede llegar a saber alguna vez. Era, en efecto, un padre de familia, pero eso sólo cubría una de sus facetas. Tampoco había dejado de ser el lamentable vagabundo ni el aventurero ni el mujeriego. Su comportamiento oscilaba entre deleznable y generoso. La vida en común entre la pareja estuvo plagada de interminables ausencias, de cuernos, de correspondencia amorosa y amenazas de divorcio; hubo peleas domésticas cada vez que llegaba a casa para remendar la culpa de sus repentinas ausencias, histerismos, amantes intercaladas, escenas de reconciliación y de odio y una relación bígama con Diana Hansen, una aspirante a modelo de revista.

Supuso para los Cassady un tiempo de penurias y sacrificios, donde la cotidianidad escabrosa de su condición humilde maquinaba en contra de la existencia libre, inconsciente y despreocupada de Neal. Por eso no pudo soportarlo. Su vida en común con Carolyn no era suficiente. En realidad, nada lo era. El Sueño no estaba hecho para él.

La situación para Carolyn cambió cuando Jack Kerouac se fue a vivir con ellos un tiempo en el ático de su casa, invitado por Neal, a comienzos de 1952. Por encima de su hombro, Cassady espiaba la escritura de Kerouac, exhortándole a que la dejara fluir  libre y espontánea. Jack se nutrió de Neal en prácticamente todos sus libros, dibujándolo como profeta de una verborrea lasciva. Kerouac usó literalmente fragmentos de la correspondencia que mantenían. Cassady no era persona de ideas elaboradas sino de ráfagas intuitivas y frases relampagueantes. Su mente estaba cortocircuitada por epifanías pasajeras. No era un buen escritor pero los acontecimientos que narraba epistolarmente eran mejor que cualquier novela que hubiese sido capaz de terminar. Jack creó a Dean Moriarty del molde de Neal Cassady, y este sigue constituyendo el mejor de sus grandes hallazgos literarios.

Entretanto, las prolongadas ausencias de éste incentivaron la intimidad entre Carolyn y Jack, que se gustaban pero eran demasiado tímidos para demostrarlo. Y finalmente, quizás a instancia del mismo Neal, quien gustaba jactarse de su promiscuidad y tolerancia, Carolyn terminó seduciendo en una larga velada con cirios y conversaciones en voz queda a un Jack, todavía renuente y discreto, enfrascado en la escritura del libro que pasaría a llamarse Visiones de Cody y seguía surtiéndose del punto de vista de Neal.

Jack, atento y delicado, era todo lo contrario de Neal. Si éste la montaba sin darle tiempo a abrir la cama –y a Carolyn le horrorizaban los restos húmedos de sus secreciones vaginales como si diesen testimonio de un crimen terrible-, Kerouac era un hombre que necesitaba refugiarse bajo las sábanas para hacerle el amor, con quien también compartía en cierta manera su forma pudorosa de conducirse sexualmente, con una libido estropeada por sus cada vez más frecuentes ataques de depresión.

Solían sentarse los tres en el umbral y compartir un cigarrillo de maría. Neal les mostraba pasajes de algún libro de Proust, dejándose llevar por la gestualidad teatral de los actores de ese momento, y proponía un paseo por la ciudad, que no era sino una forma amable de referirse a sus visitas a locales de striptease. Jack declinaba el ofrecimiento y se quedaba en la casa. Carolyn entonces iba al dormitorio y se aprestaba a retirar el sobrecama de la infamia, lleno de manchas lunares, y ponía un disco de la preferencia de ambos. Bailaban, se agitaban, reían, fingían estar más borrachos de lo que realmente se sentían, desnudándose el uno al otro en una penumbra de abrazos y atenciones físicas y también llena de tristeza porque Carolyn quiso a Jack pero sólo porque Neal nunca pudo corresponderla como ella había deseado.

El suyo fue un affaire de dos partes, que volvería a reanudarse un tiempo después en su casa de San José y lograría crispar los nervios de un Neal, inseguro y nervioso al ver a Jack desempeñando perfectamente el papel de amante y padre de sus hijos. Como en los tiempos de cortejo, Carolyn se sintió una vez más el astro solar alrededor del cual disputan sus pretendientes. Confrontado por sus continuos problemas económicos y unos asuntos legales con su exmujer, Jack fue en busca de recobrar su buena fortuna en México. Desde allí, requirió la presencia de Carolyn, para que pasase en su compañía unas vacaciones con “vino, té y ostras a medianoche”. Carolyn decidió permanecer al lado de Neal que, pese a todo, seguía siendo el padre de sus tres hijos y ella una mujer tradicional,  aun cuando fuese desafiada por el modo de vida de su esposo. Kerouac pasó los siguientes meses entre México, California y Nueva York, pregonando las bondades del clima cálido de la costa oeste para regresar de nuevo con su madre y las tempestades de nieve del este. Cada vez menos activo, más borracho, más disparatado en sus opiniones, menos tolerante, escribiendo desesperanzadas cartas de amor a una Carolyn resuelta a no contestarle -porque Neal había llegado antes, la había besado primero, y el orden de los factores importa-. Al escritor experimentado le temblaba la mano a la hora de garabatear sus requerimientos y súplicas: “Ven a California conmigo, sentiremos el viento cálido del Pacífico dándonos la bienvenida”. “Estoy en Nueva York, a un paso tuyo, por favor, ven, ven, ven”. Ella no acudiría más.

También Kerouac y Neal fueron dejando de verse, de la misma forma en que todos hemos ido renunciando a nuestras primeras amistades sin una razón concreta: un día, ese pasado que compartíamos ya no nos conmueve. Si bien el romance de Jack y Carolyn desgastó la relación entre los dos compinches, no es menos cierto que nunca hubo una gota que colmara el vaso. Podían no gustarse como antes pero siempre pensaron tropezar uno con otro en un nuevo recodo de sus vidas. Jack había sustituido las aventuras de antaño por la bebida y la misantropía; Neal odiaba el alcohol y odiaba olerlo continuamente en las frases magníficas que sus amigos formulaban cada vez con más desbarro, porque ese hedor también era el pistoletazo de salida hacia una autodestrucción complaciente, la misma que había visto en su padre como ahora la veía en su amigo Jack. Y mientras Kerouac se venía abajo, Neal continuaba siendo el mismo, es decir, un adolescente algo cascado en dirección a ninguna parte. Eran el viejo y el chaval, el que se niega a crecer y el que no quiere admitir que ha sido un niño.

Ya durante 1958, en las cartas que le escribía Jack a Allen Ginsberg, con el espíritu atormentado y despachándose su whisky predilecto, se dejan sentir las alarmas de su ocaso:

“…no quiero más noches frenéticas, ni asociación con gente enrollada, ni con maricones, ni con gente del Village y mucho menos viajes locos al profano Frisco, sólo quiero quedarme en casa, escribir e idear cosas propias (…) Estoy por el silencio a medianoche, el aire fresco de las mañanas, las nubes de la tarde y la vida que llevaba de niño en Lowell (…) Mi verdadero problema es el alcohol. Bebo solo y a veces demasiado incluso solo (…) Escribir ya no me divierte”.

Su último desencuentro, un episodio nimio en realidad pero con el que todos los biógrafos se ensañan, sitúa a Neal junto a Kesey y los bulliciosos pranksters (“Los bromistas” como entre sí se llamaban los compañeros de viaje en ese autobús multicolor que los llevó de costa a costa en 1964 como punta de lanza en el advenimiento del movimiento hippie) en un apartamento de Madison Avenue entre las calles 89 y 90 que les había prestado el primo de uno del grupo. Los chavales estaban deseando conocer a los veteranos beatniks, soñando con convertirse en los ginsbergs y kerouacs de la nueva década. Allen se presentó con su compañero Orlovsky dando muestras como siempre de cercanía y receptividad. Jack, sin embargo, estaba fuera de sitio entre tanta exuberancia de gritos y canciones emitidos por gráciles jovencitos que bailaban abducidos por el LSD. Él, que ya por entonces vivía recluido con su madre en Northport y había ido espaciando sus apariciones públicas, prefirió sentarse a beber al margen de todos, causando la impresión de alguien retraído, desinteresado y mojigato, aportando tan sólo comentarios sardónicos que no eran contra nadie específicamente y contra todos. Alguien le puso la bandera estadounidense sobre los hombros y Jack se la quitó de encima, la dobló maternalmente y la dejó sobre el brazo del sofá. A la hora de haber llegado, el gran Kerouac se levantó de donde estuvo sentado todo el tiempo y abandonó la fiesta. La decepción fue mayúscula. Pero lo cierto es que Neal y Jack habían dejado de jugar con la misma pandilla en el recreo.

La vida conyugal no era buena para la salud de Neal. Entre viaje y viaje mataba las tardes escuchando partidos de béisbol por la radio, bebiendo té, cultivando y fumando marihuana. Leía menos, dormía más, se masturbaba frecuentemente, y apenas le dirigía una palabra a otra persona que no fueran sus propios hijos, recuerda Carolyn. La estabilidad del hombre casado, diagnostican algunos biógrafos con malicia. Y aun así uno y otro seguían soportándose, perdonándose atraídos por sus propias ataduras convencionales: los hijos, la necesidad de dinero; queriéndose a su manera, porque la lógica jamás rigió su relación. Pero eso también cambió de forma definitiva en 1958, cuando Neal, dedicado a un tráfico muy modesto de marihuana, ofreció unos porros, como agradecimiento por acercarle a la estación de autobuses, a tres tipos que no eran sino agentes de policía de incógnito. Para cuando Cassady se dio cuenta de que algo iba mal porque no les veía encender los cigarros sino intercambiar entre ellos miradas significativas, ya era demasiado tarde. El juez no fue compasivo, a tenor de su comportamiento excéntrico durante el juicio y su falta de colaboración por negarse a delatar al resto de sus secuaces (entre los cuales se contaba su novia clandestina de esos días, Jacqueline Gibson, otra artista descarriada).

La forma de evitar la cárcel era pagando la fianza de 12.000 dólares que solamente hipotecando la casa habrían podido reunir. Y fue en ese momento cuando Carolyn, que seguía malvendiendo sus pinturas y participando en alguna obra de teatro, le plantó cara y se negó a hacerlo. Neal no podía salir de su estupor. Carolyn estaba dispuesta a que su marido fuese a la cárcel antes que arriesgar el techo de sus hijos. Ella sabía que a la primera oportunidad que tuviese, Neal se esfumaría en dirección a México dejándola a ella sola con la deuda. Así fue como un año después de que En el camino, la gran novela de Kerouac se publicase, en los días en que la fama de los beatniks florecía y los nombres de sus instigadores eran puestos en un altar de admiración, el protagonista principal de aquella historia, el legendario Dean Moriarty, pasaba sus días -desde el 18 de abril de 1958 hasta el 3 de junio de 1960- recluido en la cárcel del condado de San Bruno.

La última reunión entre Neal y Carolyn, el cowboy y la dama de antaño, no tuvo nada de especial. Fue durante una cena que compartieron con amigos y desconocidos amables. Hacía tiempo que no se veían, especialmente desde que Carolyn prefería que no anduviera por casa intoxicando con su ejemplo de trotamundos a su hijo John, que había crecido para convertirse en un gandul intelectualoide con ganas de emularle. Durante la velada Neal apenas la prestó atención a pesar de ser él quien la había invitado. Cuando ella estaba a punto de irse, sin embargo, en un rapto de ternura, la tomó del brazo y pidió que se quedase un momento más, que le hablara de los niños, de cómo iban las cosas por casa. Ella se refrenó de darle la tabarra por sus problemas económicos, a los cuales hacía a su marido responsable y le dio la versión suavizada de sus vidas que el otro prefería escuchar. Neal cerraba los ojos, esos ojos que solían taladrarle y ahora parecían unos ceniceros sin el rescoldo de su antigua vida, y contestaba con monosílabos al relato de los acontecimientos convencionales. Asentía con la cabeza, sonreía, pero claramente estaba en otra parte. Ni siquiera había consumido drogas. Se sentía decepcionado de que el aburrimiento al fin le hubiese dado alcance. Las fiestas habían dejado de ser divertidas y, por primera vez, sus viejos amigos de fechorías también bostezaban disimuladamente, mirando hacia otro lado. Cassady pensaba en su vida sin futuro, en esa eterna carretera que había recorrido muchas veces y ya no le guardaba ninguna sorpresa. Conocía los posibles desenlaces de cada guateque, escuchaba los mismos elogios, le hacían las mismas preguntas. Se daba cuenta de que no era nada más que un personaje de libro, y quizás lo único real en esa vida fuese su relación con Carolyn y sus hijos.

Neal fue a los Ángeles para entrevistarse con John Bryan, el editor del famoso periódico contracultural Notes from underground y que ahora publicaba en uno llamada Open City, donde también colaboraba el poeta Charles Bukowski. Desde allí hizo una última llamada de teléfono a Carolyn:

-Vengo a casa.

Carolyn, sin embargo, le pidió que pasase primero por México, para descansar un tiempo. En realidad no le quería cerca de sus hijos en uno de sus estados depresivos, y ella podía intuir el humor de Neal ya fuese por teléfono o carta. En México, Neal había encontrado a su nueva pareja, una hippie de veintitrés años, un poco astróloga, un poco artista, a quien se la conocía por J.B. Fue a refugiarse unos días en su compañía pero como de costumbre, se vio interrumpido por conspicuos planes de viaje, apuestas absurdas y fiestas improvisadas. Emprendió su último viaje solo, a pie, a través de la fría noche del desierto mexicano. En algún punto entre San Miguel de Allende y Celaya su cuerpo se colapsó y no volvió a recuperarse.

J.B. que hablaba español y vivía en las inmediaciones, se encargó de la cremación de su cadáver. Carolyn telefoneó a sus viejos amigos beats para darles la mala noticia. Kerouac, a sólo un año de su propia extinción, se negaba a creerlo. Las autoridades mexicanas se pronunciaron de forma vaga sobre la autopsia: Algunos dicen que con el estómago lleno de pulque, anfetas, seconal…

J.B. y Carolyn se disputarían sus cenizas, como sólo puede ocurrir con las mujeres de Cassady, y, acabarían repartiéndoselas, tal y como Neal, en su visión infantil e idealizada de las relaciones, hubiese preferido. A partir de entonces, el destino de sus restos es desconocido y múltiple según la rumorología que tan bien sienta a su leyenda. Se dice que las cenizas fueron arrojadas al desierto. Que las vendieron por una pasta a través de E-bay. Que las guardaron en una urna y ésta terminó desapareciendo así como la mayoría de las cartas de amor de Neal a Carolyn. Que J.B. se acabó fumando o esnifando su parte (cuando la coca aún no había sido popularizada como la alternativa amable de la heroína) en conciliábulo con sus amigos de una psicodélica pandilla hippie. Por eso las lenguas aún se atreven a ir más allá y algunos viejos de San Miguel advierten de que cuando el viento te obliga a girar la cabeza en el desierto y cubrirte la cara con un pañuelo, puede que también sea el espíritu de Neal follándote por el ojo, sí, la arenilla despierta de su espíritu inconsolable y vivo.

Gary Snyder, amigo y colega beatnik, se refirió a él como uno de esos vaqueros trasnochados de los años 80. Neal se hubiese sentido elogiado aunque la verdad es que nunca podría  haber sido un cowboy al uso: no le gustaban las armas y tampoco se sentía a gusto alrededor de los caballos. Pero lo fue a su manera, a la manera impostada de las películas quiero decir, frivolizando la realidad y las emociones de las personas que uno dice querer -pero deja atrás de todas formas-, a cambio de la incertidumbre del viaje. Navegó por horizontes lejanos, abarcó la llanura de nuestras fantasías y se marchó solo, vencido por el desierto y su propio destino de nómada, dibujando la perfecta silueta de Tim McCoy sobre los rieles.


                                                               

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