jueves, julio 23, 2015

Marx no es un ogro barbudo: el filósofo según Francis Wheen

Mientras pasaba unas cortas vacaciones de verano en Ramsgate, en 1880, Karl Marx conoció al periodista estadounidense John Swinton. Este vio con sorpresa al viejo y temible revolucionario jugando en la playa con sus nietos. Al anochecer Marx aceptó la entrevista que aquel le proponía: los dos hombres bebían brandy y hablaban del mundo y de los detalles del día cuando Swinton le preguntó de pronto cuál era la suprema ley de la vida, aquella que todo lo cruza y a la que todos los seres se someten. Marx quedó en silencio viendo cómo las furiosas olas estallaban en la playa y contestó solemnemente: «¡La lucha!» Había, dice Swinton, un fondo de desesperación en su tono pero, por fortuna, lo que decía no era más que la verdad. La convicción de que la vida es una lucha continua, permanente, hermanaba a los dos intelectuales más influyentes y revolucionarios del siglo XIX, Marx y Darwin. Vivieron a treinta kilómetros de distancia la mayor parte de sus vidas, sin embargo no llegaron a conocerse. Para Marx la lectura de El origen de las especies en 1860 fue una inspiración, pero muy pronto se daría cuenta de que, como explicación de la sociedad humana, el concepto de la lucha por la vida conducía a la hipótesis malthusiana de que la superpoblación era la fuerza motriz de la economía política. Nada más alejado de sus planteamientos. En todo caso, si alguien tiene la menor duda sobre el valor de las palabras de Marx le recomiendo la lectura de la magnífica, brillante biografía escrita por el periodista británico Francis Wheen (1999), publicada por Debate en el año 2000 y ahora reeditada. Al hilo, cómo no, del renacido interés que despierta la figura de Marx después de unos años en que la filosofía marxista fue considerada como un cadáver conceptual. Pero al relativismo de la posmodernidad, radicalmente alejada de ideologías fuertes como el marxismo, le sucedió la crisis económica de 2008 y con ella el retorno de Marx a todos los niveles. Reseñamos recientemente la estimable biografía escrita por el historiador estadounidense Jonathan Sperber. La de Wheen es anterior y por ello diríamos que pionera en el interés que traslucen y comparten ambas biografías por desactivar la inmensa carga ideológica del personaje y recordar que fue un hombre victoriano, cruzado por los problemas y creencias de su tiempo, atribulado por las preocupaciones económicas que tuvo toda su vida y por las dolencias físicas que le dejaban exhausto durante semanas. Un hombre, en fin, con sus conflictos y contradicciones, frente a la figura del ogro barbudo amenazante y atemporal, responsable de millones de muertes en los países que se acogieron posteriormente a su doctrina. Solo un loco, razona Wheen, culparía a Marx del Gulag. Pero ¿cuál es la responsabilidad de los filósofos e intelectuales en relación a la posteridad de sus ideas? Un problema que ya ha sido muy discutido por Karl Popper, Isaiah Berlin, Leszek Kolakowski y más recientemente, y de forma admirable, por Martin Amis. Wheen refuta esporádicamente a los tres primeros aunque con escaso éxito, pero, en todo caso, su biografía de Marx no consigue que olvidemos lo que ocurrió en el siglo XX con las atrevidas y penetrantes ideas del autor de El Capital. Y es seguro que no debemos olvidarlo. Kierkegaard escribió que la vida ha de vivirse hacia delante, pero solo puede ser entendida hacia atrás. Un juicio aplicable también a la realidad de una época: solo adquiere una forma reconocible cuando la época está tocando a su fin. Es decir, que un lector del siglo XXI está en las mejores condiciones para calibrar la figura de Marx a la cruda luz de las consecuencias que tuvo la interpretación de su doctrina. Es la línea seguida por las biografías actuales sobre Marx. Como subraya César Rendueles en su sintético y eficaz prólogo, el Karl Marx de Wheen es «un hombre que pasó la mayor parte de su vida adulta en la pobreza, afectado de forúnculos y de enfermedades hepáticas, y que en una ocasión fue perseguido por las calles de Londres tras una noche de excesos tabernarios». Un personaje dickensiano, excesivo, fascinante y original, que vivió de la generosidad de su amigo Engels, vio morir a cuatro de sus hijos por falta de atención suficiente y condenó a su aristocrática y sufrida mujer, Jenny von Westphalen, a una vida llena de sufrimientos y penalidades. Nunca tuvo un trabajo estable a pesar de verse en la obligación de mantener a seis hijos, la bohemia intelectual en la que vivía inmerso le impedía someterse a una disciplina horaria y cuando se veía con dinero lo malgastaba. Su despreocupación por los bienes materiales era absoluta y por ello nunca entendió que su adquisición podía hacer feliz a la gente, suministrándole una fantasía de naturaleza muy superior a la alienación que comportaba. Gravísimo error aunque comprensible en alguien que vivía por un ideal. No cabe duda del acierto de las palabras de Engels al morir Marx: «A la humanidad le falta una cabeza, la más notable de nuestro tiempo». De aquel tiempo y del nuestro. «Karl Marx» FRANCIS WHEEN Prólogo de César Rendueles. Traducción: Rafael Fontes Muñoz. Debate, 2015. 428 páginas

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