Philip Roth sacudió al mundo literario estadounidense con "La conjura contra América", un relato familiar de historia-ficción donde el famoso aviador filonazi Charles Lindbergh accede a la presidencia de EE.UU. y firma un pacto de no agresión con Hitler. El eterno candidato al Premio Nobel cuenta aquí la trastienda de esta novela, admite su fobia al éxito y comparte su trayectoria personal y literaria.
Philip Roth obtuvo los premios más importantes que puede ganar un escritor estadounidense, algunos de ellos más de una vez, y hasta estuvo en la Casa Blanca, donde el ex presidente Bill Clinton le entregó la Medalla Nacional de las Artes. Sin embargo, el honor que más parece haberlo complacido es la próxima publicación de sus obras en la Library of America. Eso lo convierte oficialmente en un clásico estadounidense, junto con Herman Melville, Nathaniel Hawthorne, Henry James, F. Scott Fitzgerald y William Faulkner, y hasta ahora sólo otros dos escritores —Saul Bellow y Eudora Welty— habían sido inmortalizados de esa forma en vida. En los últimos diez años, y a una edad a la que la mayor parte de los escritores empieza a perder interés, Roth produjo una serie de libros más elaborados y poderosos que todos los que había escrito antes."No pierde energías, ni siquiera a esta altura —dice Aaron Ascher, viejo amigo y editor de Roth—. Es un escritor de setenta y tantos años que sigue trabajando y mejorando. Tiene problemas de espalda que le provocan mucho dolor, pero no deja de trabajar. Nunca se detiene, ni siquiera en los peores momentos".Roth ya tiene arrugas en el rostro, la boca tensa y el pelo gris, pero sigue pareciendo un atleta: alto y delgado, hombros anchos, cabeza chica. Hasta hace poco, cuando una operación en la espalda y la artritis en el hombro lo obligaron a hacer reposo, hacía ejercicio y nadaba con regularidad, aunque siempre, por lo que parece, con el mismo propósito: no por el placer animal del ejercicio físico, sino para mantenerse en forma para las largas horas que dedica a la escritura. Trabaja de pie, se pasea mientras piensa y dice que camina casi un kilómetro por cada página que escribe. Incluso ahora que empiezan a debilitársele las articulaciones, sigue exhalando energía, pero la fuente de todo es su intelecto, que se revela en argumentación, gestos, bromas sobre cualquier tema que surja en la conversación. Tiene una gran capacidad de concentración, y nada escapa a sus penetrantes ojos negros que observan bajo un par de cejas espesas. Siempre creyó en la separación entre arte y vida. Protege celosamente su vida privada y prefiere no trabajar en el lugar en que vive. En Connecticut, su estudio está rodeado de árboles, alejado de la casa. Hace treinta años, cuando pasaba la mitad del año en Londres, vivía en Fulham y trabajaba en un pequeño departamento en Kensington. En Nueva York, tenía dos departamentos en el Upper West Side, uno para vivir y otro para trabajar. Cuando se mudó a Connecticut, conservó el estudio de Nueva York, y es ahí donde nos encontramos para esta entrevista.Está en un piso doce, y es un único gran ambiente con una zona de cocina, un pequeño baño y un ventanal de pared a pared con vista al panorama gótico del sur de Manhattan y al Empire State Building coronado de nubes. El atril en el que trabaja está colocado de forma perpendicular a la ventana, tal vez para evitar distracciones. Contra la pared hay una cama cubierta por un acolchado blanco. En el centro del ambiente hay un sillón con una lámpara de pie a un lado. Todo el mobiliario es de cuero, acero y vidrio, moderno y discreto. Es un lugar estrictamente de trabajo, despojado y puro, una celda monacal con una gran vista.Eso parece irle muy bien a Roth. Una vez le pregunté qué le gustaría ser si pudiera vivir otra vez. "Sacerdote —dijo—, para deslizarme vestido con una sotana y escuchar confesiones". Tal vez se hubiera sentido raro con la sotana —se viste con sobriedad, de manera neutra, como si no quisiera llamar la atención—, y el celibato no es su estilo, pero en otros sentidos su vida es tan austera, autosuficiente y laboriosa como la de cualquier sacerdote: trabaja muchas horas, come de manera frugal, casi no bebe y se acuesta temprano.La rutina monacal se contradice con lo que alguna vez llamó la "fama de pene enloquecido" que le valió El lamento de Portnoy, su gran panegírico de la comedia del sexo. Cuando se publicó, en 1969, parecía un epítome del espíritu anárquico de la década. Tal vez lo era, pero el propio autor era un producto de los años 50, la última generación de chicos amables, educados de forma estricta, que creían en la cultura elevada y los altos principios y vivieron bajo la sombra nuclear de la Guerra Fría hasta que las pastillas anticonceptivas y las drogas psicodélicas hicieron estallar su mundo. Portnoy causó indignación cuando se publicó, pero la verdadera furia era la de Roth, que estaba indignado porque no podía evitar ser un chico bueno por más que anhelaba ser malo.La familia noveladaAl igual que la mayor parte de las familias judías, la de Roth era afectuosa y tempestuosa. Su padre, Herman, era un entusiasta partidario del New Deal, un hombre enérgico y apasionado que trabajaba para la Compañía de Seguros de Vida Metropolitan y había llegado a gerente de distrito, el puesto más alto al que podía aspirar un judío antes de que el Congreso aprobara la Ley de Empleo Justo después de la Segunda Guerra Mundial. El y su esposa, Beth, eran hijos de inmigrantes de Europa oriental y vivían en el sector de mayoría judía de Newark. En aquellos días, Newark era la capital comercial de Nueva Jersey, una próspera ciudad industrial. "Crecí en un barrio judío —cuenta— y nunca vi un kipah, ni barba, ni patillas, nunca, nunca, nunca, porque mi misión era vivir aquí, no ahí. No había ahí. Si le preguntaba a mi abuela de dónde era, contestaba: ''No te preocupes. Ya me olvidé''. Para los judíos, esto era Sión". Los colegios del barrio eran buenos, y Roth era un excelente alumno. Egresó con honores de Bucknell, un idílico college de Lewisberg, Pensilvania, obtuvo su maestría en la Universidad de Chicago, pasó por el ejército, del que lo dieron de baja por una lesión de columna, volvió a Chicago a hacer un doctorado y a enseñar inglés, pero lo abandonó después de un semestre. Ascher oyó hablar de él por primera vez cuando su hermana, que estudiaba en Chicago, le escribió contándole que le había subalquilado un departamento a "un tipo llamado Philip Roth, que dice que es escritor".Pasó mucho tiempo, sin embargo, hasta que Roth empezó a escribir sobre el mundo en el que había crecido. Ninguno de sus padres —devotos y sensatos— parece haber tenido mucho en común con las cómicas pesadillas que atormentaban a Portnoy, y sólo empezaron a tener mayor presencia en la obra de su hijo una vez muertos. Su nueva novela, La conjura contra América, es, en cierto sentido, su homenaje a ellos. Cuando trabajaba en este libro, Roth le dijo a su amigo el novelista David Plante, que estaba "escribiendo sobre la mejor época de sus padres, la época de mayor plenitud". Si bien el libro resultó ser también sobre muchas otras cosas, el retrato, según Ascher, es vívido y exacto: "Herman aparece tal como era: un hombre maravilloso pero ingenuo, al que sus hijos le despertaban afecto y perplejidad. En este nuevo libro, Philip lo pone en situaciones terribles y él reacciona tal como lo habría hecho en la vida real".La idea para esa situación terrible se le ocurrió a Roth al leer en la autobiografía de Arthur Schlesinger que el Partido Republicano había pensado nominar al famoso aviador Charles Lindbergh, que era antisemita y amigo de Hitler, como candidato a la presidencia contra F. D. Roosevelt en 1940: "Escribí al margen: ''¿Y si lo hubieran hecho?'' Luego empecé a pensar en otros ''y si'', como ''¿Y si Hitler no hubiera perdido?'' Todo eso pasaba cuando yo era chico —nací en 1933— pero me resulta muy vívido porque el mundo entraba a mi casa a través de la radio y de las reacciones de mi padre. Empezó a tener sentido como novela. Una de las razones por las que nunca podía escribir sobre cómo era nuestra vida familiar era que mis padres eran gente buena, trabajadora, responsable, y eso es aburrido para un novelista. Lo que descubrí de pronto fue que si uno ponía a esa gente decente en situaciones de presión, entonces tenía una gran historia".La voz del pequeño RothEjercer presión sobre la gente, los hechos y su propia experiencia, es una de las muchas soluciones que se le ocurrieron a Roth para el problema al que dedicó su vida: cómo transformar la vida en arte. "Tengo que tener algo que hacer que me absorba por completo —explica—. Sin eso, la vida me resulta un infierno. No puedo estar ocioso y lo único que sé hacer es escribir. Si tuviera alguna enfermedad que me impidiera escribir, me volvería loco. No tengo otros intereses. Lo que me interesa es la solución de los problemas que se presentan al escribir un libro. Eso es lo que evita que mi cerebro quede girando en falso como la rueda de un auto en la nieve. Algunos hacen crucigramas para satisfacer su necesidad de mantener la mente ocupada. Yo, en cambio, siento una imperiosa necesidad de solucionar el trabajo. El clisé es que el escritor soluciona el problema de su vida en sus libros. No es así. Lo que hace es tomar de la vida algo que le interesa y luego solucionar el problema del libro, que es: ¿cómo se escribe sobre esto? El compromiso es con el problema que plantea el libro, no con los problemas que se toman de la vida. Esos no se solucionan; quedan olvidados en el gigantesco problema de encontrar la manera de escribir sobre ellos".Sus soluciones al problema adoptaron muchas formas, así como una larga serie de narradores. Decepción, por ejemplo, está escrita por completo en diálogo, como una obra teatral. Operación Shylock es un juego en el que hay que descubrir a Roth, ya que hay un falso Philip que finge ser el verdadero hasta que ninguno de los dos está seguro de quién es quién. El problema técnico de La conjura contra América era menos engañoso, pero igualmente difícil de solucionar: si bien es un libro de Roth, el Roth que narra tiene siete años: "Antes de eso contaba con cerebros brillantes que narraban la historia, y ahora tenía que hacerlo a través de un chico. Nunca escribí ''Lo que sabía Maisie'', y esto era algo así como ''Lo que sabía el pequeño Philip''. ¿Cómo hacerlo sin ponerme un chaleco de fuerza? La respuesta resultó ser muy simple: si se tiene a un chico en el centro del libro, se tiene un problema, pero éste desaparece cuando se trata de un chico entre chicos. Una vez que descubrí eso, se acabó el problema. Tenía el punto de vista de un chico, pero ya no era un chico el que contaba el libro, sino que lo contaba un adulto que recordaba cómo era su familia cuando él era chico".A Roth nunca le interesaron mucho la experimentación y las teorías estéticas, y cuando habla de solucionar una historia, lo hace como un artesano, con una conciencia práctica de los materiales que utiliza y las técnicas necesarias para hacer el trabajo. En El escritor fantasma, el escritor que envejece, El Lonoff, le dice a Nathan Zuckerman, de veintitrés años, que "tiene la voz más irresistible que encontré en años. No me refiero a estilo (...) sino a voz; algo que empieza en la parte posterior de las rodillas y llega hasta más arriba de la cabeza". La voz es, en ese sentido, el vehículo por el que un escritor manifiesta su fuerza, y Roth es todo voz. El estilo, en el sentido formal, florido, le resulta aburrido. Tiene, escribió una vez, una gran "resistencia a la metáfora melancólica y a la analogía poetizada". Su prosa es inmaculada pero curiosamente simple y nada ostentosa, tan natural como la respiración. Cuando se lo lee, es siempre la historia lo que está ante nosotros, nunca el estilo.Su voz suena tan espontánea, que el lector desprevenido puede suponer que está leyendo una confesión en lugar de un trabajo de ficción. Y eso, para Roth, es un insulto al trabajo que dedica a su obra. También lo relaciona con el culto a la fama, y eso es algo contra lo que luchó durante toda su carrera."Uno sueña con la diosa Fama —escribió Peter de Vries—, y termina con la puta Publicidad". Roth se enredó primero con la puta cuando Adiós, Colón llevó a los rabinos a condenarlo por ser "un judío que se auto odia" y él contestó escribiendo Huida, la más convencional de sus novelas, como si quisiera demostrar que era tan serio y meritorio como se esperaba que fueran los escritores en la década del 50. Ser un buen chico, sin embargo, no se condecía con su inventiva cómica surrealista ni con los problemas que tenía en un difícil primer matrimonio con Margaret Williams. Cuando por fin fusionó comedia y furia y produjo El lamento de Portnoy, el escritor serio volvió a encontrarse cara a cara con la puta Publicidad, que esta vez no lo soltaría.La pesadilla del éxito"En 1969 escribí Portnoy. No sólo lo escribí —eso fue fácil—, sino que también me convertí en el autor de El lamento de Portnoy, y lo que enfrenté en público fue la trivialización de todo". En lugar de leérselo como alguien que llevaba a cabo juegos brillantes con la realidad en la tradición de Kafka y Gogol, Roth provocó escándalo e indignación y conquistó fama de best-séller en su peor versión. Según Ascher, "los ataques fueron terribles, sobre todo por parte de los judíos. Tuvo que hacer frente a la pesadilla de un gran éxito. Eso lo indignaba y lo ponía a la defensiva, de modo que se cerró. Pero el problema del gran éxito lo hizo mejorar como escritor. Sin eso, habría sido diferente".La reacción inmediata de Roth fue negarse a toda aparición en público y retirarse a Yaddo, la casa del escritor en el norte del estado de Nueva York. Esconderse fue fácil, pero disfrazar su característica voz fue un problema más complicado. Su solución fue convertirse en ventrílocuo: narradores con una vida cotidiana parecida a la suya, pero que la veían de otra forma y la transformaban en otra cosa: un Nathan Zuckerman desengañado y recio que detecta todas las debilidades y no perdona ninguna; el estudioso David Kepesh, un profesor al que le suceden cosas extrañas cuando se suelta, pero al que la literatura le gusta tanto como las mujeres; un personaje llamado Philip Roth, cuya relación con el autor es una fuente de misterio para ambos. Roth me dijo, a propósito del presidente Bush, que el cristianismo renacido es la versión del hombre ignorante de la vida intelectual. De igual manera, leer ficción como si se tratara de confesiones es la estética del hombre ignorante, y Roth se burla de eso de muchas formas. En Contravida, el panegirista lo dice de manera pomposa pero clara en el entierro de Zuckerman: "Lo que la gente envidia en el novelista (...) es su capacidad de autotransformación teatral, la forma en que puede diluir y hacer ambigua su relación con una vida real por medio del talento. El exhibicionismo del artista superior se relaciona con su imaginación; la ficción es para él al mismo tiempo una hipótesis divertida y una suposición seria, una forma imaginativa de investigar; todo lo que el exhibicionismo no es. Contra lo que suele creerse, es la distancia entre la vida del escritor y su novela lo que constituye el aspecto más curioso de su imaginación".La lente de la historiaMientras sentía que aún tenía tiempo, Roth escribió una extraordinaria serie de novelas acerca de cómo era vivir en los Estados Unidos en la segunda mitad del siglo XX. Comenzó a ver a su país con otra mirada, a través de la lente de la historia.En los años 50, cuando Roth estaba empezando y la literatura se consideraba la más noble de las vocaciones, los mejores escritores respondían de forma muy introspectiva a todo lo que pasaba en el exterior. Todo eso cambió, piensa Roth, cuando Kennedy fue asesinado en 1963: "Fue un acontecimiento tan sorprendente, que nuestros receptores históricos se activaron. Lo que pasó en los últimos cuarenta años —la guerra de Vietnam, la revolución social de los años 60, el retroceso republicano de los 80 y los 90— fue tan determinante, que los hombres y mujeres inteligentes y con sensibilidad literaria sienten que lo más importante de su vida es lo que nos pasó de forma colectiva: las nuevas libertades, el desafío a las viejas convenciones, la prosperidad. Sobre eso escribí en Pastoral americana, Me casé con un comunista y La mancha humana, una trilogía donde la gente se prepara para vivir de determinada forma y espera que esa vida tenga determinadas dificultades. Luego los ciega el presente, y la historia los alcanza de formas para las que no están preparados. ''La historia es algo muy repentino''; así es como lo describo. Me refiero al centro del fuego histórico y a cómo el humo de ese fuego llega a nuestras casas".La vejez y sus humillaciones, dice, son igualmente impredecibles. "¿Quién iba a saber cómo sería envejecer? —explica—. Debemos tener una pantalla biológica en relación con la vejez. Uno no la entiende hasta que llega a eso. Así como los animales no entienden la muerte, el animal humano no entiende la vejez. Cuando escribí ese libro sobre mi padre en la vejez, Patrimonio, pensaba que sabía de qué hablaba, pero no era así. En este nuevo libro volví a presentar a mis padres, pero esta vez en su momento más pleno. En nuestra casa había una energía extraordinaria".También fue la atmósfera en que el talento de Roth empezó a florecer. En su adolescencia, cuando su hermano mayor, Sandy, estudiaba arte en Brooklyn, la mayor parte de los fines de semana él y sus amigos se reunían en la casa de Newark de Roth: "A mi madre le encantaba. Eran ocho o diez chicos, todos muy distintos, pero tenían en común un gran sentido del humor. Sigo viendo a algunos de ellos, y recuerdan cómo se reían en nuestra casa; se reían, comían y se reían. Fue una época increíble, una verdadera explosión de camaradería. Lo nuestro era la comedia de tener entre quince y veinte años: muchas ganas, poca actividad. Creo que eso fue lo que incubó todo".Y tal vez lo siga siendo, de manera fantasmal. "Roth suele visitar la tumba de sus padres en Nueva Jersey —informa Plante—. Se sienta ante la tumba y llora. Luego empieza a hablarles, y ellos contestan. Después empieza a bromear con ellos. Tienen una conversación divertida y él se va sintiéndose mejor.
Escritor, profesor de Literatura Inglesa, Roth publicó su primer libro de relatos, "Adiós, Colón", en 1959. Pero cobró fama como narrador con las novelas "Cuando ella era buena" (1967), "El lamento de Portnoy" (1969), "El pecho" (1972), "La gran novela americana" (1974) y "Mi vida como hombre" (1975), entre otras. Sus narraciones siempre se mueven dentro de una cuerda realista, a la que le añade bien repartidas dosis de ironía y de fantasía. Su mundo es el de los judíos norteamericanos y, por elevación, el de la clase media de los Estados Unidos en general. En dos oportunidades obtuvo el National Book Award, además del Premio Médicis, el PEN/Faulkner Award y el Premio Pulitzer, en 1997, por "Pastoral americana". En 1998 recibió en la Casa Blanca, de manos del entonces presidente Bill Clinton, el más alto galardón que concede la Academia Norteamericana de las Artes y las Letras, la Medalla de Oro de Narrativa, que se otorga cada seis años. Entre sus últimas obras publicadas figuran "Decepción" (1990) y "La mancha humana" (2001). Este año se convirtió en el tercer escritor estadounidense vivo cuya obra será publicada por la Library of America en una edición completa y definitiva.
1 comentario:
Buen comentario, saludos
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